Relato 80 - Rodados sedientos de sangre

¿Quién hubiera dicho que en pleno siglo XXIII los ejércitos andarían a caballo, con mulas cansinas, dromedarios y elefantes como único medio de transporte? La culpa como siempre fue nuestra, tardamos demasiado en darnos cuenta de la enorme confabulación que se venía organizando.

Desde el nacimiento del automóvil quinientos millones de personas murieron en accidentes de tránsito. Ni siquiera las contiendas oficiales y no declaradas pudieron ostentar números similares. Las tres guerras mundiales que vivimos, no le llegan ni a los talones a semejante cifra y no es porque los muchachos no se hayan esforzado por superarlas.

La historia de los coches nació mal parida, es hora de aceptarlo. Aunque afirmar tal sentencia resulta una verdad de Perogrullo. Estamos en guerra, desde hace años. A finales del siglo XXI, el asunto fue tan serio que tomó visos de pandemia. Y eso que hablamos de una centuria que vivió a los sobresaltos constantes de epidemias sanitarias.

La industria automotriz, poderosa cual potencias nacionales debió entrar en razones y tomar el toro por las astas. Limitar las velocidades de estas bestias ocurrió no sin polémica y el Cavallino Rampante, apenas si galopaba. Intensas campañas de educación vial se sucedían hasta el hartazgo, las penas se endurecieron para los conductores imprudentes. El auto volador que soñaron los antiguos resultó un imposible, no por falta de capacidades técnicas. Dotar de alas a esos monstruos habría causado masacres mayores con cielos atestados de enjambres de hierro retorcido que habrían caído haciendo desastres en nuestras calles, en lluvias de rulemanes, bujías y capotas sobre nuestras cabezas, causando muertes horrendas, decapitaciones y aplastamientos en inocentes peatones.

Prohibir el uso absoluto de esas máquinas era imposible. Hoy en día comprendemos que allí estaba la solución definitiva. Pero las criaturas de cuatro ruedas estaban adheridas a la vida humana, competían con hijos y mascotas en los cuadros y postales familiares.

La Revolución Digital pareció dejar atrás a esos armatostes que simbolizaban el industrialismo. Nada más lejos de la realidad. En clara señal de darwinismo mecánico, sobrevivieron, se adaptaron y evolucionaron. Cierto es que redujeron sus dosis de monóxido de carbono y las letales campanas de microclimas citadinos se fueron purificando lentamente, augurando una nueva era donde el daño ecológico sería cosa del pasado. Sistemas de protección avanzados cubrían al conductor y los suyos, que igualmente se las ingeniaban para crear novedosas formas de suicidarse.

Un intrincado sistema de radares satelitales y alarmas que detectaban cercanías de otros rodados activando colchones de aire, permitieron bajas significativas en las colisiones. Por un momento fue el paraíso de calles y autovías. Los fierreros ponían el grito en el cielo por atentar contra sus libertades individuales de matarse y matar como querían. Llevaron sus casos a los tribunales y en una enorme demanda colectiva, casi tuercen el destino de las leyes que defendían el instinto de conservación más básico de la raza humana. La cordura pareció primar por un instante de espejismo.

Fue a mediados del siglo XXII, cuando el panorama parecía mejorar, que se sucedió la primera ola de crímenes inexplicables.

Hagamos un alto en el camino. Remontémonos al comienzo, cuando en 1886 nace el Patent-Motorwagen, el primer vehículo a combustión interna de la historia, activado por gases carboníferos, el primer hidrocarburo. En la década del 20´ fue reemplazado por el petróleo, materia prima conformada por restos de organismos vivos acuáticos, vegetales y animales.

El auge del oro negro en 1950 coincidió con la expansión de la industria que desde entonces nunca se detuvo.  Fue una simbiosis perfecta entre máquina y humano, los primeros cyborgs. Todo un sistema de producción se montó en torno a ellos. El fordismo producía sus máquinas instalando un sistema laboral de línea de montaje donde cada trabajador repetía incansable su movimiento dentro de una monótona sinfonía de tuberías, humo y cintas transportadoras. Cualquier crítico del sistema capitalista se sabe de memoria el sonsonete de la robotización humana. Lo que pocos podían intuir era que a la par se desarrollaba el camino inverso, dotando de humanidad a las máquinas. La ciencia ficción nos avisó con tiempo, pero caímos en el craso error de confundir este género con la fantasía.

Fieles cual caballos acerados, mucho más cómodos y confortables, los incorporamos a nuestras vidas. La conquista amorosa, el apareo y la posterior prolongación de nuestra especie estaba compuesta de tres órganos fundamentales, pene, vagina y las llaves del auto.

Pero la clave del asunto no fueron sus huellas psicológicas ni el carácter fálico de la maquinaria. La falla orgánica  era la dieta alimentaria de los autos. Tanto el carbón como la gasolina era poderosos hidrocarburos, que nuestros antepasados consideraban la mayor riqueza subterránea, llegando por ellos a organizar despiadadas guerras.

La nafta estaba compuesta principalmente por carbono e hidrógeno destilados. El petróleo era producto de restos fósiles licuados durante milenios. Decir que poseías un dinosaurio en el tanque era una metáfora bastante acertada. Las enormes carrocerías de dos toneladas y media promedio se alimentaban de vida. En un comienzo cadáveres de especies que ya no existían. Ayudados por la raza humana se convirtieron en carroñeros. Sus gustos evolucionarios y se volvieron sibaritas.

La estructura básica de la vida está conformada por carbono, nitrógeno, oxígeno e hidrógeno. No era suficiente, faltaban dos elementos fundamentales. ¿De dónde podrían obtenerlos? La respuesta es tan sencilla que da escalofríos. Como dijo el poeta “la respuesta sopla en el viento”, es decir, se encuentra en el aire.

La atmósfera está compuesta principalmente de Nitrógeno (78,08%) y Oxígeno (20,95%), estos gases suponen el 99% del volumen total. Aparte existen otros gases como el Argón (0.93 %) y el Dióxido de carbono (0.035%). Los elementos sobrantes eran fácilmente descartables. A través de ductos de ventilación y procesados por modernos radiadores, los vehículos fueron desarrollando un elaborado sistema respiratorio y posteriormente digestivo. Aún no podían defecar, pero arrojaban gases a mansalva y sus pedos  eran altamente tóxicos y constantes

Se mantuvieron dormidos durante más de tres siglos, esperando con paciencia que llegara su momento. Sufrieron pérdidas absurdas en manos de idiotas al volante que aumentaron sus resentimientos hacia la raza humana. Los grandes felinos raramente atacan a los humanos a menos que invadan su territorio o se ceben con su carne. El diseño aerodinámico de los modelos más nuevos nos recordaba de guepardos y panteras o fieros leones y tigres siberianos. Afilaron sus garras prestas a dar el gran salto, pero para que ello ocurriera, primero debían sentirse acorralados.

Las reformas progresistas de los años 2200 fueron el caldo de cultivo para la rebelión que se aproximaba. Una red neuronal de datos informáticos que inducían a una IA especializada en prevenir accidentes era lo que le faltaba a estos seres para adquirir su propia autonomía y mejorarla a través de una red satelital que organizaba a sus pares gracias a los GPS.

La gota que rebalsó el vaso fue la implantación de tecnologías limpias. Ahí las máquinas dijeron basta. Prepararon en silencio su estrategia para conquistarnos. Necesitaban tomarnos por sorpresa. Lo hicieron.

Los autos a energía solar y los que obtenían combustible del reciclado de residuos orgánicos prometían mejorar la calidad de vida del planeta. La disminución drástica de accidentes de tránsito colocó a los cacharros entre la espada y la pared. Sin despojos en sus estómagos de vidas pasadas, decidieron que era hora de atacar las existencias presentes.

Sin motivos técnicos aparentes, los automotores ecológicos experimentaban fallas. Sus motores parecían no resistir el alimento que en los ensayos de laboratorios funcionaban a la perfección. Las velocidades disminuían a pesar de apretar a fondo el pedal. Los mecánicos, a esta altura ingenieros de sistemas, sospechaban atentados terroristas y virus creados por los conservacionistas de los doce cilindros.

Los Fierreros, tal como se conoció posteriormente a esta tribu urbana que adoraban a los autos como dioses paganos, al ritmo del heavy metal y rock and roll de doble bombo tuvieron que elegir en un momento entre sus pares humanos y su devoción a las máquinas. Todos sabemos que las pasiones mandan sobre la razón. Fueron considerados traidores a su raza. Los motoqueros se plegaron enseguida y se convirtieron en la caballería de las primeras rebeliones.

El coronel John L. Bonham, del ejército de Su Majestad fue el primer ser racional en intuir el complot. No era una mente cualquiera. Su hermano era el baterista de una incipiente banda de rock. Apareció muerto en una situación confusa, ahogado en su propio vómito tras ingerir cuarenta medidas de scotch. Los miembros de su conjunto en más de una ocasión fueron acusados de practicar la hechicería. Esa investigación lo cambió para siempre. Fue designado por el primer Ministro para comandar una nueva rama del Ejército, la División de Casos Especiales. El nombre anodino resultaba ocultar una organización destinada a estudiar y analizar casos paranormales. En estrecha colaboración con Scotland Yard, creo una fuente de datos descomunal y de singular valor. Cualquier pista desechada por las policías locales por absurdas, delirantes y con ribetes fantástico, era recogida por Bonham y sus muchachos, que no rechazaban el guante bajo ninguna circunstancia. Desde posesiones demoníacas hasta extrañas apariciones de Jesús en una tostada, eran tomadas por el oficial con absoluta seriedad, la brigada estudiaba todo tipo de variables, elucubraban hipótesis inverosímiles y se tomaban el trabajo de contrastarlas. Ninguna pista era descartada. Claro que en la mayoría de los casos los estudios no llegaban a buen puerto, el mundo está repleto de mentirosos y charlatanes. Sin embargo una proporción, menor pero para nada desdeñable de mitos y sucesos escatológicos habían sido resueltas por estos locos de la guerra que lateralizaban el pensamiento hasta límites insospechables.

Fue él quien tomó una serie de datos al azar y elaboró las estadísticas para abrir un expediente que con el transcurrir de los años resultó clave para los sucesos que se avecinaban. Estableció una regla de tres compuesta sorprendente, donde las mejoras aplicadas en la industria automotriz, daban un coeficiente constante con los casos de muertes sospechosas que no cuadraban en los típicos accidentes viales. Lástima que no pudo ver sus trabajos rendir frutos. Un inusual incidente acabó con su carrera y su reputación.

En una tarde de mayo, el coronel Bonham estaba a punto de llevar a su hijo menor a la primaria de Bath. En esa fría mañana puso en marcha el motor de su coche de alta gama. Como buen militar, fiel seguidor de las reglamentaciones, colocó a su pequeño en el asiento trasero, en diagonal al conductor y con el cinto correspondiente. Fue tan solo un instante el que desvió la vista procurando ajustar el termostato, suficiente para que el quejido ahogado del niño le llamara la atención. La faja de seguridad estrujaba al pequeño por el pecho y la cintura. Las correas se tensaban. El niño chillaba de dolor y espanto. La radio se puso sola a un volumen elevado ahogando los gritos desesperados de padre e hijo. Los vidrios se polarizaron solos para que no hubiera testigos. Recordaría por tiempo la mortecina luz violeta que tiñó el interior de esa tumba asesina. Con su navaja intentó cortar las fajas pero solo logró acelerar el proceso. Mientras el cinto ajustaba, el tapiz acolchado se ablandaba. No dando crédito a sus ojos contempló desde un lugar muy cercano a la locura, pero provisto de conciencia de los hechos, como el asiento trasero engullía por los pliegues al muchachito. Desesperado se bajó del auto y apuntó hacia el baúl, como indicaba la lógica. Las llaves temblaban en sus manos, un manojo dentro de otro manojo de nervios, complicaban la apertura. Cuando por fin pudo hacer contempló un espacio vacío y tapizado de negro. Nada, ni el botiquín, las balizas, sogas y cricquets. Mucho menos su hijo. El baúl se cerró con fuerza sin razón aparente. Un estampido con eco, como si la entrada de una caverna se desmoronara para siempre. Intentó colocar la llave. Ahora no entraba. Probó con otra. Imposible. Desesperado tomó su arma reglamentaria, la que llevaba sus huellas y el inconfundible número de serie. Con un disparo certero desintegró la cerradura. El vehículo entero se sacudió con el disparo. Ahora un ojo negro, vacío y humeante le permitía abrir esa trampa endemoniada. El ojo empezó a llorar sangre manó sangre. Aterrorizado John L. Bonham abrió con ímpetu la cajuela. No hacía falta fuerza alguna. Ya había cedido y mostraba con orgullo su estratagema. Había colocado al crío en perfecto ángulo con la altura de las manos, de la mira, del gatillo y el disparo. Al acertarle al cerrojo, la bala impacto en el cuello de su hijo. Tuvo tiempo de verlo muerto entre aparatos de mecánica moderna, antes que el baúl lanzara una provocadora carcajada y se cerrara para siempre. Como alma que se lleva el diablo, el auto se trabó herméticamente y puso ruedas en polvorosa huyendo a gran velocidad sin conductor al volante. El coronel fue encontrado en la misma posición, de rodillas, destrozado, con la vista en el asfalto. Observando con detenimiento lo único que resaltaba sobre el camino de brea. El último rastro palpable de su chico, una morada mancha de sangre que comenzaba a secarse.

El juicio causó revuelo, como suele ocurrir con cualquier filicidio, más aún cuando el acusado era un respetable oficial condecorado por la Reina. Se le retiraron títulos y condecoraciones, y antes del veredicto de culpable, fue degradado en ausencia, tal como suele hacerse con los enfermos mentales. A treinta kilómetros del lugar, en una celda de máxima seguridad, un Bonham abatido y en perpetua soledad, percibió en su piel el deshonor al que había sido sometido. Seis meses más tarde, con la condena establecida fue trasladado a otra prisión. En el camino, el camión que transportaba a los reclusos se desbarrancó. El saldo fue de cuarenta muertos. Los curiosos que filmaron el siniestro y lo subieron a las redes, juraron que el rostro del diablo se veía nítido en las llamas.

La organización montada por el extinto líder fue desmontada y las investigaciones clasificadas, condenadas a la destrucción. Hubo firma y papeleo que certificó el cumplimiento de la orden. Como se supo años después, todo aquello fue una puesta en escena. Su grupo seguía operando desde la clandestinidad y la muerte del coronel dio indicios suficientes para anticipar la guerra que se avecinaba.

Las cámaras filmaron con lujo de detalle la masacre del autocine de Santa Catarina en Brasil. Era la avant premiere de la quincuagésima película de una saga de superhéroes centenaria. Al promediar el filme, un camión cisterna cargado hasta la manija de crudo, se estrelló contra la tarima de la pantalla provocando un impacto que enseguida lo envolvió en llamas. Las visualizaciones posteriores del momento de la colisión demostraban que el conductor ya estaba muerto desde antes. Lo que pasó a continuación tuvo que verse en cámara lenta demasiadas veces para comprender el caos en que se convirtió el lugar en cuestión de segundos. Mientras un cometa incandescente a toda velocidad arremetía contra los espectadores, los autos arrancaron en simultáneo girando sus ruedas, colisionando y formando una masa de metal unificada, una trampa para sus anfitriones, que intentaban huir de la carnicería. Todas las puertas y ventanas se trabaron. Los pocos que lograban destrozar las lunetas y ventanillas laterales, resultaban decapitados por los vidrios o lacerados por los cristales, Las luces internas se prendían y apagaban en demencial audio ritmo mientras los interiores se cubrían de sangre y rostros desesperados hasta que el fuego abarcó todo. Dos mil quinientos veintidós muertos.

En la siguiente semana, incidentes similares se reportaron en Ámsterdam, Lyon, Rosario, Barcelona, Nueva York y Osaka. Aceptar que algo que escapaba a la razón estaba pasando a nivel global fue más difícil de lo que se esperaba. Si virus previsibles  y conflictos  de clarísimos intereses comerciales no se podían definir en forma civilizada… ¿qué podía esperarse de esta extraña invasión?

La Semana Roja fue el comienzo. Atentados a gran escala fueron seguidos luego por ataques guerrilleros y constantes. Las veredas y el asfalto eran límites infranqueables para  los humanos. No así para los coches que embestían a peatones aterrorizados que terminaron sitiados en sus propios hogares. Los sin calle fueron los primeros en caer como moscas en estos demenciales ataques. Pobres diablos muertos de hambre terminaban su existencia como comida de predadores de metal.  Sus parrillas eran fauces que destrozaban humanos a dentelladas. Por bocacalles iban por igual el agua sucia y la sangre.

El primer dato que penetró con dureza y a golpes en las mentes de las personas era la enorme dependencia que teníamos con los medios de transporte. La inusual crisis dio lugar a situaciones ridículas. Volcados a la antropofagia, los autos eran publicados para ser vendidos a precios aún exorbitantes. Lo más demencial de todo es que seguían apareciendo compradores.

Las idioteces se replicaban por toda la Tierra. Las nuevas generaciones llegaron a conocer a los negacionistas, que sostenían que toda la información que llegaba era un invento del eco terrorismo para copar los poderes mundiales.

Un príncipe qatarí se abrazó a su Roll Royce de oro implorándole clemencia, enrostrándole los buenos tratos y la devoción que siempre le había brindado a su corcel metálico. Incluso intentó granjearse la piedad de la bestia inmutable y millonaria proponiéndole una inagotable ración alimentaria hecha a base de sus sirvientes. Como única respuesta muda, el auto calentó su chasis hasta fundir el oro con el noble. Su cadáver bañado en quilates de máxima pureza, fue exhibido como trofeo en su capot.

La ONU se reunió de urgencia comprendiendo aun azorados que el mundo estaba sumido en una guerra inesperada. Ante semejante enemigo infiltrado en todas partes, las fronteras no eran de utilidad alguna, sin embargo algunos movimientos de las tropas aliadas que incluían a casi todos los países fueron tomados por déspotas y tiranos como una acción belicosa. Cuanto más avanzada era la tecnología de la nación a cuya bandera juraron, más se disparaba el número de bajas. Antes de la primera batalla las fuerzas armadas ya estaban diezmadas.

El sedentarismo se convirtió en una estrategia y una necesidad. La gente apenas podía salir de sus casas y nada les aseguraba la vuelta. Los transeúntes eran valientes escogidos por cada familia para salir en busca del sustento ante las calles patrulladas por  asesinos sobre ruedas dispuestos a arrollarlos.

Lo organización fundada por el vilipendiado coronel Bonham ahora era reivindicada por el poder oficial, se le restituyó su rango póstumo, se lo consideró un pionero y mártir de la nueva guerra. Científicos y burócratas fueron puestos a su disposición de esta rama militar que ahora contaba con honores insospechados.

Los automotores habían evolucionado hasta convertirse en un sistema biomecánico. No poseían alma, pero sí la consciencia de existir, aunque carente de sentimientos, cosa evidente por sus acciones despreciables. El petróleo y la sangre transitan un sendero histórico paralelo. La evolución tecnológica terminó de unirlos. Si antes consumían seres muertos y licuados de otros tiempos, habían evolucionado hasta exigir sangre fresca de seres vivos de carne nueva, viva o muerta. Se alimentaban de hemoglobina y por ósmosis.

Se dice que el viejo Ford era un vampiro primigenio. Su accionar inspiró a los nazis para procurar su propio nosferatu y combatir las fuerzas ocultas de los aliados. El Auto del Pueblo nació bajo este signo y la W intrincada que lo identificaba era un anciano escudo heráldico de una familia olvidada por las guerras medievales. Según esta teoría el plan que tomó centurias y hoy se ha visto perpetrado, estuvo diseñado en secreto desde el principio. Solo les faltaba un alma y enseguida la procuraron. Esta idea confirma la creencia más aceptada y sin dudas acertada… que los autos son vampiros.

Por desgracia las creencias que teníamos de los inmortales nocturnos, melancólicos  y románticos de poco nos han servido. Los mitos de cruces y estacas, la carencia de reflejo y su muerte inexorable a la primera alborada eran fácilmente refutables. De hecho sus hábitos de cacería no se limitaban a la hora de las sombras, incluso daba la sensación que preferían el día y el reflejo del sol en su orgullosa superficie cromada resultaba aún más amenazante para sus víctimas.

La humanidad dijo basta y planeó un ataque a gran escala. Hacía siglos que la capital mundial de automotores era la vieja Detroit. Tras un breve mensaje de evacuación, el gobierno norteamericano preparó el mayor ataque aéreo jamás realizado. Atacarían desde los cuatro puntos cardinales. Sin dudas morirían mucho civiles, estaban contemplados como daños colaterales. Poner de sobre aviso al enemigo reduciría el impacto.

La batalla de Detroit resultó no ser tal. Cuando la descomunal partida de aviones cazas estuvo visible y cerca del punto de impacto, dicen los sobrevivientes que el cielo se oscureció ante tamaña cantidad de naves. Luego se escuchó un sonido agudo, como el de un silbido para perros. Entonces se armó el desmadre. Dicen los historiadores que las aeronaves cambiaron de bando. Esa es una verdad a medias. El procesamiento digital de las máquinas era muy superior al de los hombres. En tiempos infinitesimales cambiaron las órdenes de vuelo y el blanco de ataque. Los potentes combatientes se disparaban misiles unos a otros y el resto de las naves aún dominadas por ases del aire, colisionaban unas con otras en las alturas. El cielo estuvo en llamas en apenas unos instantes. El ejército de Estados Unidos había perdido su fuerza aérea en un abrir y cerrar de ojos. Operaciones similares contra Francia, Italia, Japón y Alemania potencias automotrices, fueron inmediatamente canceladas. El homo sapiens por primera vez tuvo noción de estar perdiendo una guerra que podía suponer su exterminio definitivo.

Las comunicaciones retrocedieron un par de siglos en semanas. Hombres y mujeres debían confiar en las voces y los escritos para transmitir sus mensajes y entrenar sus cuerpos para combates palmo a palmo con los chupasangres sobre ruedas. Sabían qué mano a mano llevaban las de perder contra criaturas que los multiplicaban por treinta en peso y volumen. Debieron aguzar su astucia y aunar fuerzas, confiándose las vidas unos a otros, para crear una entidad más grande que ellos mismos, incluso que la suma de todos los individuos. Si querían sobrevivir a la revolución tecnológica involuntaria, era fundamental que los humanos se volvieran más humanos que nunca.

Los hogares de una única planta fueron abandonados. Los nuevos fuertes y muralla, eran edificios y rascacielos. Se dinamitaron garages y se redujeron entradas para que apenas cupieran dos hombres en simultáneo. Se establecieron sistemas de cableado para esquivar las aceras.

Abajo, los autos vampiros se pavoneaban orgullosos deslizándose sobre el terreno conquistado. Una suerte de guerra de guerrillas fue la táctica adoptada en casi todas las ciudades. Quienes intentaban resistir en los suburbios residenciales pasaban las de Caín y el enemigo rugía en sus propias casas, en garages convertidos en fueron frías criptas que apestaban a gasolina quemada. Allí era donde los muertos vivientes se preparaban para la cacería.

El metal y el plástico comienzan a escasear, por falta de recursos naturales, de mano de obra que procesara la materia prima y porque los hombres que resistían saboteaban todo tipo de bienes que fueran de utilidad de las máquinas. Estas no se amedrentaron y echaron mano de otros medios para seguir reproduciendo su raza. Toscos diseños de materiales inconcebibles para el auto en un principio, el concreto y la madera empezaron a incluirse en sus diseños industriales.

Comenzaron a reescribir la historia en ordenadores y había una traza en la línea temporal que resultaba escalofriante. La humanidad era parte de la prehistoria.

Algunos humanos fueron indultados, otros como los fierreros formaban parte de la nobleza y la única posibilidad de prolongación de la genética humana, en una tribu de escasos reparos morales, una lógica diabólica de supervivencia caníbal. Henry Ford XIII era un rey sin corona, solo conservaba su nombre. Hacía rato que había vendido sus acciones en la empresa. Los autos de su familia, inconfundibles por su logo, le habían cedido atribuciones equiparables a las de un jefe de Estado.

Algunos tips nuestros fueron copiados palmo a palmo. La situación revestía cierta lógica. Fuimos sus dioses y sus padres demasiado tiempo. Los Fórmula 1 eran vistosos e inútiles, como una nobleza parasitaria. Las carreras seguían existiendo como un juego, sin conductores, aunque en algunos circos romanos posmodernos, sabían usar almas inocentes como obstáculos con resultados lamentables.

Una última línea de batalla, formada por tantos combatientes como naciones atravesaban, intentó recuperar la Europa occidental. Las armas de fuego sin demasiados artilugios eran los accesorios más modernos. En cuestiones de pertrechos y estrategias de defensa se había retrocedido al siglo XVIII.. Las comandaba el Comandante en Jefe Keith W. Moon. Aunque el apellido sonara novedoso, era descendiente directo del malogrado coronel John L. Bonham. Las estirpe debió cambiar el nombre cuando su ancestro fue proscripto y deshonrado.

El día de la confrontación de la batalla de Renault era vísperas de año nuevo. Un 29 de enero, como todos saben. Imposible descifrar el calendario automotriz. No se trataba del ciclo de renovación de la tierra orbitando por el sol, sino del Termidor de los coches revolucionarios que se celebraba la creación del primero de los suyos fabricado por Carl Benz en 1886. Fue la heroica confrontación donde el Valhala no era otro paraíso que terminar vivos aquella noche. Millones de personas. Cientos de miles de autos vampiros sedientos de nuestras venas, nosotros luchando por conservar nuestras almas.

Fue la contienda más colosal de los tiempos. El olor a motores destruidos, combustible derramado más sangre, pieles quemadas y huesos carbonizados, se pudo oler desde provincias lejanas. El humo era insoportable, la temperatura un infierno y en condiciones infrahumanas, destacaron héroes y mártires de ambos bandos. Solo al amanecer del tercer día de incansable lucha, se disipo la negrura y pudo verse una bandera que flameaba orgullosa intentando arañar los cielos.

¿Les doy una pista del resultado final? Mientras escribo estas últimas palabras, con sádica lentitud, un conducto extrae la poca sangre que aún permanece en mis venas, un grosero caño atraviesa mi barriga y me condena a una liposucción involuntaria que engrasará las bujías, procesará el aceite necesario para que sigan sobreviviendo y gocen de buena salud nuestros nuevos amos. Desde unos incómodos asientos, amarrado casi hasta la asfixia y muerto de hambre puedo ver chasis sonrientes y cláxones que son carcajadas infernales desfilando recién nacidos de una línea de montaje sin final, los engranajes infinitos de los dioses sobre ruedas que gobernarán el planeta con fría inhumanidad.

En la puerta de este hangar gigantesco, devenido en cruel nursery, un centenario cartel de seguridad vial se burla de mi destino mientras mi mente y mi juicio se nublan para siempre. Apenas puedo leer las cínicas advertencias en rojo y blanco que rezan como en los viejos tiempos: “Precaución, hombres trabajando”.

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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