Relato 77 - Palomas

Después de un aburrido fin de semana “solo con amigos” en el que nada estimuló mi cuerpo ni mi cerebro, hoy lunes he despertado antes del amanecer con sabor acre en la boca y una terrible impaciencia por comenzar a trabajar. Preparo café, me sirvo una taza y me siento frente al ordenador junto a la gran cristalera totalmente abierta y con la persiana levantada para disfrutar unos minutos esa brisa nocturna que reconforta y me da fuerzas para sobrellevar el resto del día el asfixiante calor de agosto. Cuando el alba se empieza a manifestar por el este me obligo a comenzar a escribir. Lo que sea. Estoy dispuesto a crear algo magnífico, imaginativo, algo realmente original que cambiará el rumbo de mi suerte. 

  Frente a mi ventana veo: el tráfico lento que avanza por los  cruces de la circunvalación humeando como taciturnos dragones, madres trabajadoras empujando cochecitos con bebés por la acera que circunda el jardín, (de camino a alguna guardería cercana),  y el tejado en penumbra, de un edificio cercano que queda casi a la misma altura que mi ventana en el sexto piso; pero al otro lado del jardín.

Mis dedos descansan sobre las teclas. La pantalla sigue en blanco. Me deslumbra. ¿En que pienso?—, razono— ¿pienso en Dios?, ¿pienso en mis hijos, en mi vida, en la muerte? Vuelvo a llenar mi taza de café y bebo otro sorbo.

En el momento en que ordeno a mis dedos regresar sobre el teclado  un sonido repetitivo, y con un cariz grotescamente amenazador, suena en la calle haciéndome de nuevo apartar la vista de la pantalla. En blanco. Los vehículos todavía llevan encendidas las luces de cruce y ese tejado cercano situado hacia poniente sigue bajo el ocaso de la noche. Pero el desagradable sonido parece que viene de allí. Creo. Es un ulular nasal y nauseabundo que se me introduce en el cerebro como el llanto de un bebe con fiebre alta en la madrugada:

—Buuuuuuu, buuuuuuuuu, buuuuuuuuu, buuuuuuuuuu.

Con la nariz bruñida, contra la pantalla en blanco escribo: —Buuuuuuu, buuuuuuuuu, buuuuuuuuu. Afuera el sonido cesa.

 

Arrastro mi silla hasta la ventana y apoyo los antebrazos sobre el alféizar para observar el tejado de enfrente circunspecto. Dos pequeñas siluetas oscuras que parecen mirar hacia mi ventana se recortan frente al primer resplandor de la alborada. Limpio mis ojos de humedad e intento enfocar correctamente.

—No,—colijo—, son muchas más de dos.

—¿Palomas?—, me pregunto.

Vuelvo sobre la pantalla y borro los “buus”. Inmediatamente, en el tejado, la espantosa sirena se reactiva ahora con la intensidad de diez ambulancias bajas de batería aullando a la vez en el portal. Me tengo que tapar los oídos con una mueca desagradable. Escribo con una mano, con la otra tapo mi oído izquierdo. Lleno de incredulidad y sin saber bien lo que estoy haciendo ni a que me enfrento, de nuevo lleno la pantalla en blanco con cinismo: —BUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU.

 

A lo que sea eso que hay ahí fuera mi sarcasmo no le gusta en absoluto y el volumen del ulular aumenta a niveles de tortura sádica. Vuelvo a asomarme sobre la luz de la ventana poco a poco, escondiéndome, atenazado ya por un miedo irracional.

—Esto no puede ser verdad, ¿estoy sufriendo una pesadilla?

  Pero al levantar la cabeza, la visión me produce el espanto más atroz, repulsivo e inquietante que nunca antes he sufrido. El tejado es una alfombra formada por millones de pequeños ojos de paloma—o lo que sean—, negros, brillantes y esféricos; tan cercanas unas de otras que si arrojase una aguja desde aquí, dos o trescientas  se pincharían antes de que tocara las tejas. Son cientos, no, son miles. Miles y miles de palomas, todas negras como sombras y cada una con dos ojos tan profundos  que por ellos se ven flamear las ascuas candentes prendidas en el mismo infierno.

—¡Y  miran directamente hacia mi ventana!—, me sobrecojo. Un cuervo irreverente sobrevuela a esos demonios con alas rompiendo el estridente coro de “buus” con varios graznidos vehementes.  La sirena se detiene. Todas las aves han callado al unísono  y tuercen el cuello hacia el grajo como pequeños robots en unos segundos de conmovedor silencio. Un silencio paralizador.

Al desdichado cuervo que increpo a esas sucias ratas voladoras, se le han congelado las alas y como si hubiese recibido un disparo, se precipita de cabeza contra el asfalto del cruce—. Plaff—, se estrella con un golpe sordo dejando bajo su cadáver una pequeña mancha de sangre, la cabeza aplastada contra el asfalto y dos plumas negras de su cola temblando  con la brisa.

—¡Buuu!—, susurro temblando. Todas a la vez me miran. Me enervo. Esos sucios avechuchos, intolerantemente cagones, ruidosos e infecciosos y sus miles de pequeños ojos conjuradores, por fin muestran su verdadera naturaleza diabólica durante eones camuflada bajo el sospechoso disfraz pacifista. Retiro la cabeza de la ventana atribulado. —No quiero acabar como ese cuervo porque sé—, sí, lo siento en mí piel como un escalofrío—, que todos esos ojos maléficos siguen mirando hacia aquí.

—¿Me queréis a mí?—chillo incrédulo. <<Solo soy una página en blanco, por Dios>>.

 

Asomo un ojo suspicaz. Tom, el gato de mi vecina la monitor de yoga, se ha vuelto a escapar y husmea por el jardín en plena fase de celo. Junto al rosal ha identificado el pis de una hembra y comienza a lanzar al cielo los estridentes alaridos que su instinto felino le urge, por encima del arrullo del ejercito de pichones. Vuelvo la vista al tejado atraído por el silenciado gorjeo e instintivamente comienzo a chistar y hacer otros ruidos con la boca para provocar la huida de Tom.

—Chiiiisss, chiiiissss, fffffffff…, fuera, fuera.

Pero antes de tener claro el gato si huir o si continuar buscando sexo, una sombra se cierne sobre él como una tupida nube que se desplaza con el cierzo entre el sol y el minino salido. Con el sonido pesado de su aleteo un ciclópeo cúmulo de pájaros poseídos se precipita contra el pequeño felino clavándole sus picos a la velocidad de una ametralladora. Ahora sí, Tom, gime, aúlla, salta hacia arriba con las cuatro patas, lanza sus uñas al viento desesperado y se revuelca de dolor por el césped hasta quedar desintegrado.

—¡NOOOOO!—, grito sin fuerzas. Un minuto agónico para Tom. Cuando la nave nodriza de las asquerosas aves regresa al tejado frente a mi ventana, las vísceras de Tom y las cuencas de sus ojos vacías yacen entre margaritas bajo una fina lluvia de plumas. A escasos metros descansan los restos del defenestrado cuervo.

Me encuentro tan estupefacto y asqueado que ya no siento el miedo sino unas terribles ganas de vomitar; boquiabierto.  El sol ruge en lo alto y la muchedumbre de  pequeñas gárgolas de nuevo ha colonizado el tejado. Me miran y enseguida regresan o continúan con el incesante, enervante y estúpido coro de “buuus”.

—Parece un mantra del averno recitado para invocar no-muertos. Saco rápidamente una foto con el iPhone y la amplio para estudiarlas mejor. Todas, absolutamente todas, están de alguna manera sonriendo, sus ojos se iluminan como cerillas avivadas por la brisa y tienen el pico cubierto de sangre y entrañas apelmazadas.

—¡¡¿Que queréis? ¿Que queréis hijas de puta?!!—Chillo totalmente desquiciado—. Qué coño sois…?—, me derrumbo sollozando con voz queda—.

 Cierro la cristalera con violencia de un golpe para no oírlas pero me quedo tras ella vigilando.  Sigo escuchándolas, aunque atenuados sigo oyendo todos los sonidos de la calle.

—<<Mierda de ventana.>>

—Buuuu,buuuuuu, buuuuuu, buuuuuuu, buuuuuuuuuuuu… Ni siquiera encerrado me siento seguro si escucho ese zuréo nauseabundo. Todas muy juntas, estáticas, y mirándome; y sonriendo.

—Juguetes diabólicos esperando en la línea de embalaje parecen—, hablo solo—. La mañana no puede ir peor…— Pero como si hubiesen conjurado al espíritu del mismísimo Murphy el llanto de un bebé de pocos meses llega hasta mi. Bebe y cuidadora, avanzan por la acera ayudados del carrito y acercándose a la zona oriental del jardín. Las piernas me flaquean al pensar en el bebe y lo que pueden hacerle los pequeños demonios con alas. Como si esas repugnantes criaturas del averno se apercibieran del llanto, de una en una, el maléfico arrullo descende su intensidad gradualmente hasta extinguirse. Abro la ventana azorado y me asomo. La congoja me asfixia. El cochecito rosa del bebé que llora es empujado por una chica de apariencia adolescente con aspecto cansado.

—¡Chicaaa, chicaaaa!—, grito desesperado haciendo aspavientos para llamar su atención.

 

—Corre chica, corree… —Por fin la joven cuidadora me ve e intentando interpretar mis gestos hace visera con su mano.

—¡¡¡¡Correee, por favor, huyeeee!!!!—Gesticulo moviendo la mano como si espantara avispas. Ella hace un arrogante gesto despectivo con su mano, y le introduce al bebe el chupete en la boca con malos modos. Me deshincho con un resoplido de esperanza. Pero la ilusión se desvanece en un segundo. La bebe escupe con fuerza el chupete al suelo y cae cerca de una alcantarilla salteada…, rebozada más bien, de excrementos de paloma. En el éter un trueno resuena como una gran carcajada. En unos interminables segundos miles de ojos flamígeros y picos asesinos descienden y se precipitan con nerviosismo histérico sobre el carrito rosa y el estupefacto rostro de la cuidadora ,cual turba asesina.

  Ellas chillan hasta la extenuación, gimotean, lloran, y dan manotazos al aire…,  una tortura cruel y sanguinaria. Dantesco, literalmente dantesco. Vomito por la ventana y casi me ahogo con mi propia regurgitación. Gotas de sangre muy brillante salpican contra el viento al arrancarles esos demonios a picotazos los globos oculares, los deditos de la bebé, los labios rosados de la joven y por fin  el llanto, los chillidos y la histeria quedan subyugados a las finas arenas de la muerte.

La caterva abandona los cuatro cadáveres y vuelve al tejado. El arrullo se configura ahora en una impertinente y repulsiva voz gangosa

—Tírate, tírate, tírate —, me dicen. ¿Eso es lo que buscan? ¿Me he vuelto loco?—Salta pringado, nadie te espera—. Valoro entre lagrimas la propuesta de las palomas. El aliento me hiede a vomito. Me miran, ríen.

—Un momento…, eso es cierto, nadie me espera.

 

—Escribe o muere.

 

 

 

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