Relato 37 - El molino que se alzó en las estrellas

 

El molino que se alzó en las estrellas

 

Informe de situación: Cuarta fase de emergencia. Progreso de daños: Inminente. Evaluación: Crítica. Desarrollo: Detectadas graves pérdidas de combustible en depósitos Alpha, Gamma y Kappa. Potencia de los motores disminuida para evitar consumo acelerado de las reservas. Cálculo para alcanzar destino final: insuficiente. Objetivo del sujeto: Hallar una solución viable para que esta nave, sus ocupantes y su carga alcancen su destino final. Cuarto sujeto en ser despertado tras Alexei Cronski, físico teórico; Delmer Borgnine, ingeniero; François Delecourt, técnico de estructuras. Soluciones válidas aportadas por los sujetos: ninguna. Reserva de oxígeno para el sujeto: Suficiente. Tiempo estimado para evaluación de situación y desarrollo de posibles soluciones: cinco días. Alternativas tras cuarto sujeto: Computando… Computando… Computando… Fin de informe de situación.

 

Día Uno.

El hombre permaneció inmóvil por unos instantes, incapaz de respirar en la amplia y fría sala de la enfermería de la nave. A sus espaldas siseaban y exhalaban humo los sistemas de mantenimiento criogénico de su cápsula de sueño. Las señales rojas de sus brazos y piernas indicaban los puntos en los que la cápsula insertaba los viales para alimentar su organismo y suministrarle los calmantes y anticoagulantes que permitían esa clase de conservación criogénica para largos viajes interestelares. Las sienes del hombre latían con fuerza y una sensación de aturdimiento hacía que su mente fuera incapaz de centrarse en un punto concreto de la habitación. Boqueando como un pez fuera del agua, el hombre intentaba acostumbrarse de nuevo a las funciones vitales de su cuerpo. Puntos brillantes de luz bailaban delante de sus ojos, cerrados durante años, y convertían cualquier mirada a su alrededor en un cuadro holográfico de formas cambiantes, brillantes e irreconocibles. Entre todas esas sensaciones, la más curiosa y persistente era la de su estómago, donde un gélido puño de terror apretaba sus tripas con fuerza. A pesar de la desorientación y de los dolores articulares y de los pinchazos en la piel, el hombre no había perdido ni un solo detalle del informe emitido por la computadora de a bordo. El ordenador había seguido el protocolo de búsqueda de soluciones alternativas y sucesivas, recurriendo a las mentes más brillantes que viajaban en la nave, despertando a cada uno de ellos de forma sucesiva para que buscaran una solución a la pérdida de combustible. Que un físico brillante ganador de un premio Nobel e inspirador de aquella misión científica, un ingeniero eminente que había diseñado hasta el último sistema de la nave y un técnico tan hábil que había ensamblado ambas visiones en uno de los prodigios técnicos más admirados a lo largo de la historia no hubiesen sido capaces de encontrar una solución a aquel problema era algo que le producía terror al único tripulante despierto de aquel navío estelar.

Delante de él se encontraba una pila de papeles, discos holográficos y planos con los apuntes, datos e informes de Cronski, Borgnine y Delecourt, el cual, haciendo gala de su buen humor había dejado una nota encima, que contenía dos escuetas palabras: Bonne chance! El hombre pensó que no sólo él, sino sus compañeros y los demás ocupantes de la nave necesitarían toda la buena suerte del universo para superar aquella situación.

 

Día Dos.

Delante de la claraboya de la galería de exploración, el viajero de las estrellas estaba sentado en el suelo, rodeado de papeles, de bandejas de comida vacías expoliadas de la cocina de a bordo y devoradas con ferocidad animal y con una taza de café humeante en la mano. Su mente llevaba ardiendo casi desde que escuchara el informe emitido por el ordenador de la nave, y la urgencia de la situación no se le había escapado en ningún momento. El azote de una tormenta de polvo estelar había provocado daños al fuselaje exterior, y concretamente fisuras casi microscópicas en los tubos de combustión que impulsaban la nave. Eso había provocado que el sistema de energía necesitara bombear más combustible fisionable para compensar esa merma de impulso. Incluso a escala tan minúscula, una pérdida continuada mantenida sin reparación a lo largo del tiempo había acabado generando una desviación entre material fisionable almacenado y energía necesaria para alcanzar el punto de destino suficiente como para impedir que la nave pudiese alcanzar el mismo. La computadora había requerido que las mentes más brillantes de la nave, que viajaban en animación suspendida, analizaran el problema y buscaran una solución, pero ninguno había encontrado una respuesta viable al problema acuciante que amenazaba a las miles de almas que navegaban dormidas en un sueño de un millar de años por las estrellas, ajenas al peligro que se cernía sobre ellas. El hombre no entendía porqué había sido elegido entre decenas de candidatos para ser el cuarto hombre en investigar el problema, pero con las estrellas asomadas sobre su hombro y la vida de sus semejantes pendiendo de un hilo estaba dispuesto a dar lo mejor de sí mismo. Y el hombre siguió repasando una y otra y otra vez los informes de sus compañeros, nuevamente dormidos.

 

Día Tres.

Las conclusiones de Cronski, Borgnine y Delecourt eran descorazonadoras. La pérdida de energía resultaba irremplazable con ninguna fuente de energía alternativa que existiera en la nave. De la misma forma se carecía de los materiales o instrumentos necesarios para generar otras formas de energía que suplieran a la perdida en el espacio. Y para agravar el problema, ni siquiera se podría mantener el soporte vital de las cámaras criogénicas. Cuando los motores agotaran el combustible nuclear ya no habría forma de mantener con vida a nadie en aquella gigantesca arca espacial que se convertiría en una tumba fría y silenciosa anclada en un punto muerto en mitad de las estrellas. El hombre había leído decenas de veces todos los informes, repasado los videos técnicos y escudriñado hasta la última sección holográfica de los planos tridimensionales de la nave. La falta de solución era evidente hasta para él mismo, cuya formación era completamente opuesta a la de los hombres que le habían precedido y que habían fracasado. Era un soñador, un hombre de letras, un escritor de noveluchas de tercera que había tenido la mala suerte de anticipar en sus fantasías la cruel realidad que había amenazado a la raza humana. Y de una de esas novelas de ciencia ficción publicada en tapa blanda y destinada al consumo rápido y el olvido había surgido la solución que la humanidad había abrazado con esperanza. Como premio había recibido el honor de ser uno de los elegidos para participar en la primera oleada de arcas lanzadas a los puntos más remotos de la galaxia en busca de mundos habitables en los que la humanidad pudiera volver a comenzar desde cero. Debía haber sido un sueño de mil años del que habría despertado en un nuevo mundo, un viaje del que ingenieros y técnicos se habrían ocupado y en el que los encargados de hallar soluciones milagrosas habrían sido otros. El peso de la responsabilidad vencía los hombros del solitario viajero mientras caminaba por los pasillos de servicio y los almacenes de carga de aquella nave concebida más como un transporte de ganado que como un crucero de placer. De cuando en cuando, por ventanales, galerías y claraboyas el universo respondía con distante frialdad a sus mudas súplicas de ayuda.

 

Día Cuatro.

El escritor se había rendido a la evidencia. Habían llegado muy lejos, a millones de kilómetros de distancia de su contaminado y condenado hogar, pero no había servido de nada. Desesperado lloró al despertar del cuarto día, sabiendo que era inminente que la computadora solicitase su informe final y le conminara a dormir de nuevo el sueño sin sueños. Con los ojos muertos y casi arrastrándose por el entorno silencioso, metálico y estéril que cada vez asemejaba más a un mausoleo, el hombre se dirigió a la sala central de la computadora. La estancia era vasta, blanca en su totalidad, con un sillón en el centro. Una vez sentado en él, una voz surgió de la nada y resonó por doquier. ¿Informe de situación? Necesario computar solución a problema planteado. El hombre lloraba en silencio, con serenidad, sabiendo el precio final de su fracaso, y pensando en las lágrimas que sus compañeros habrían derramado en el mismo lugar. Resistiéndose todavía a aceptar la derrota, el hombre decidió gastar sus horas restantes de vida disfrutando del único placer que le quedaba, la lectura de su obra literaria preferida, el referente que todo escritor se marca a sí mismo sabiendo que jamás podrá escribir nada remotamente cercano. Cervantes, Miguel. Quijote. Capítulo primero. Lectura, dijo el hombre. Y la máquina comenzó a proyectar sobre las paredes las letras que un hombre tullido escribiera tras no pocas vicisitudes y desgracias siglos atrás, la historia de un soñador irredento que prefirió perder la vida a dudar de la veracidad de sus sueños e ideales. La mente del escritor se sumergió en la serenidad de la lectura y viajó en espíritu a las llanuras manchegas en compañía del escuálido caballero y su rechoncho acompañante. Los capítulos fueron pasando como estaciones del año, dejando cada uno su propio poso en la mente del escritor, sin detenerse, inexorables, y llegó el capítulo octavo, uno de sus pasajes preferidos del libro, cuando el alucinado caballero ataca unos molinos de viento que confunde con gigantes enfurecidos que mueven sus brazos en son de burla. La mente del hombre se detuvo en esa parte y disfrutó con una sonrisa en los labios de la azarosa peripecia, del choque de mentalidades entre caballero y escudero. Pero en lo más profundo de sí, el escritor encontró una semilla de desconcierto. Una sombra de duda se cernió sobre él y el germen de una idea comenzó a prender en su encallecida cabeza de escritor empedernido, la idea para un relato, tan descabellada y loca como hermosa y poética. El hombre refrenó su impaciencia y dejó revolotear la idea en su cerebro, mientras daba instrucciones a la computadora. Quijote. Búsqueda de términos. Estrellas. Selección relacionada con el problema. El hombre aguardó expectante a que el ordenador buscase en el texto, y pronto aparecieron sobre la pared en rápida sucesión varias frases: Ocurrencia: ¡desventurado de mi!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas. Ocurrencia: hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase. Ocurrencia: en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo… La mente del escritor hervía de ideas y posibilidades, y ya estaba empezando a elaborar metáforas y reflexiones con que adornarlas. Ordenador, interfaz de escritura, dijo. Y cuando delante del sillón emergió un teclado el hombre se abalanzó sobre el mismo y aporreó las teclas con fuerza, sin levantar la vista, sin descanso.

 

Día Cinco.

Sobre el sillón estaba impreso el último relato que aquel hombre se prometió a sí mismo que escribiría jamás. Si esta locura funciona ya habré dado todo lo que tengo dentro de mí. Si funciona… Dejó las hojas impresas sobre el montón de documentos y con el último asomo de energía que le quedaba en el cuerpo, escribió a mano una dedicatoria bajo el título. Desnudo sobre su cámara criogénica, con agujas penetrando en sus brazos, el hombre dijo con voz temblorosa: Computadora, reinicio de protocolo de emergencia: Primera fase. Despertar a físico teórico Cronski. Y al tiempo que cerraba sus ojos cansados, sus labios se movían musitando una silenciosa y olvidada oración.

 

Día Cero.

Informe de situación: Fin fase de emergencia. Progreso de daños: Solucionado. Evaluación: Estable. Desarrollo: Evaluada solución planteada por Alonso Cervantes sobre pérdida de combustible. Potencia de los motores a pleno rendimiento. Combustible para alcanzar destino final: Suficiente. Objetivo del sujeto: Revisar las notas de Alexei Cronski, físico teórico; Delmer Borgnine, ingeniero; François Delecourt, técnico de estructuras. Cerrar informe de daños. Tiempo estimado para evaluación de situación y archivo del informe: Un día. Fin de informe de situación.

 

El tono del mensaje había cambiado por completo, la urgencia había desaparecido y la computadora, con su fría e impersonal voz metálica afirmaba que sus compañeros habían hallado una solución viable a partir de sus notas. El hombre estaba desconcertado, pues ni él mismo creía plenamente en las posibilidades de éxito de la expedición. Frente a él había una nueva pila de documentos, grabaciones y planos, y unas apresuradas notas a mano de cada uno de sus compañeros explicando sus progresos. Alonso Cervantes, que no tenía relación alguna con el famoso escritor español pero sí un padre devoto amante de la literatura y con mucho sentido del humor que había inculcado en su hijo la pasión por las letras y le había dado el nombre de la criatura y de su creador, comenzó a leer todo aquel montón de información con una sonrisa de alivio en sus labios. Lo primero que llamó su atención fue la sagaz deducción de Alexei Cronski de que, a fin de cuentas, sí que había una fuente de energía que podían emplear. Los vientos estelares, formados por la masa gaseosa residual que perdían las estrellas y transformada en radiación, podían ser almacenados en forma de energía pura y luego convertidos en formas de combustión que los motores pudieran emplear. Para ello, Delmer Borgnine hubo de adaptar principalmente los paneles solares, inútiles en la inmensidad del espacio pero de prometedor uso futuro en el hipotético planeta de destino, transformando la clase de radiación a captar, depurar y almacenar y adaptando los transformadores de energía para que retuvieran la nueva forma de energía. Por su parte, Delecourt había cogido los diseños de sus colegas y los había plasmado en la realidad con la eficiencia y la mano artística que le caracterizaba, mejorando si cabe los planos de Bornigne y volviendo una y otra vez a la visión de Alonso Cervantes y a la de su inspirada idea. Con ayuda de los sistemas robóticos de ingeniería de la nave la tarea se había completado en tres meses de arduo trabajo y no pocas dificultades técnicas. Alonso admiró la capacidad de sus colegas, que habían convertido un escueto cuento de menos de diez páginas en un milagro de la ingeniería humana moderna. Al final de los informes una nota de François le emplazaba a la galería Uno.

Cervantes se hallaba frente a la amplia claraboya de la galería Uno, ubicada en el punto más alto de la nave y con una perspectiva de 360 grados sobre la misma. El espacio a su alrededor se mantenía aparentemente inamovible, insensible al penoso viajar de aquella embarcación sideral y a las esperanzas y anhelos de sus ocupantes. El hombre se había quedado sin respiración. En el tercio trasero de la nave se alzaban dos inmensos travesaños metálicos cruzados perpendicularmente. A cada lado de los listones se agrupaban hasta cuatro filas de placas solares dispuestas en hileras paralelas. Las gigantescas aspas se unían en un rotor circular que conectaba las mismas con un cuerpo cilíndrico que contenía los acumuladores de radiación y los transformadores de energía. El fulgor de los propulsores se reflejaba en las placas dándoles un fulgor blanquecino, al tiempo que hacía brillar como minúsculas partículas de diamante los restos de polvo estelar que se acumulaban en las aspas, que con un parsimonioso movimiento circular, captaban hasta el último átomo de radiación que las estrellas, al fin y al cabo, les habían enviado para continuar su camino.

En sus manos estaba la última broma de Delecourt, su relato impreso y encuadernado en piel sintética. El molino que se alzó en las estrellas, por Alonso Cervantes. Dedicado a todos los seres humanos de buena voluntad. La dedicatoria del libro, que contenía una de las ocurrencias que le había dado la idea, pertenecía al mismísimo Miguel de Cervantes Saavedra, y aparecía en la primera página: ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y mañana amanezca en tierras de las Indias, o en otras que ni las describió Tolomeo, ni las vio Marco Polo? Y con la tranquilidad de saber que ese viaje proseguiría un poco más por las oscuras y procelosas aguas del mar sideral, el caballero escritor Alonso Cervantes se sentó en la galería a leer de nuevo aquellas palabras inspiradas en un modelo lejano y siglos atrás olvidado que había sido su inspiración última, con las estrellas, sus salvadoras, brillando con fuerza sobre su hombro.

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