Relato 013 - Dolores
Le temps qui efface tout,
n’efface pas le souvenir.
- Paco, ayúdame a bajar por favor – suplicó, dirigiendo una sonrisa maquillada a la pequeña figura que arrastrando un mono azul de trabajo, llegaba a su encuentro.
El sepulturero intentó encaminar los pasos inseguros de la mujer por unos peldaños estrechos y metálicos que unían, en una difícil diagonal, la plataforma superior con la base de la escalera. Estos artilugios que el ayuntamiento había distribuido recientemente, para comodidad de los visitantes del cementerio, cumplieron su cometido, pero fueron incapaces de fundirse con el entorno; su fría estructura geométrica no logró conectar con la altiva elegancia de los cipreses, ni rimar con los versos espinados de las rosas, y apenas pasados unos días desde su llegada, se conformaron con una vida solitaria y mecánica, empujados por manos extrañas y cambiantes, que con duelo esforzado hacían girar sus duras ruedas de plástico, conduciéndolos a salvar alturas aquí y allá por caminos y calles.
- Estas piernas ya no son lo que eran -, lamentó la mujer en voz baja mientras poblaban su recuerdo retazos de una juventud perdida.
- Paco, ¿tú te acuerdas de mis piernas? - El hombre, sosteniendo cariñosamente su brazo, asintió tímidamente, notando un rubor que encendía las arrugas de su rostro moreno y curtido, labrado por los años y una vida de trabajo mano a mano con la muerte.
Había trabajado como marinero a bordo de La Antonia Peña durante décadas, hasta que en la tarde de un día ya lejano de faena, pescando de altura en busca de la preciada gamba roja, un cabo en exceso tensado le estalló en la pierna, adormeciéndosela ya para siempre desde entonces. La muerte que lo acechó voraz sobre cubierta, en forma de látigo trenzado de alambres y estopa, era ahora su más fiel compañera, su cómplice mas devoto.
Ya en el suelo, respiró aliviada. Aunque con gesto fatigado; no pudo remediar sentirse complacida, al comprobar la explosión de color que sus manos arrugadas habían logrado dibujar sobre la lápida del nicho, tras la cual descansaba su esposo desde hacía casi diez años. Esas manos, deformes y heridas por la artritis, conservaban aún la ágil habilidad de años pasados, cuando todavía estaba al frente de un pequeño negocio de lanas que emprendió con ilusión y esmero junto a su marido, tras tomar la decisión de abandonar el viejo barrio del sur de Madrid y embarcarse en una nueva vida al lado del mar.
El tiempo se detuvo en la tarde y permitió que se viera menuda, detrás del primoroso mostrador desenvolviéndose con soltura y amabilidad, cautivando a cuantos visitantes se decidían a cruzar la puerta de entrada. Los contornos del camposanto perdieron definición para que de nuevo se sintiera orgullosa de la pequeña salita, poco más de una mesa camilla y tres sillas, que dispuso en el centro de la reducida tienda. Escenario donde sus agujas desentrañaban el secreto de los puntos más intrincados con la precisión certera del más hábil de los espadachines, dejando boquiabiertas a sus aplicadas alumnas, en lo que muchas veces se convertía en animada e improvisada tertulia. Y creyó oír en la trastienda a su esposo en un ir y venir atropellado, afanándose en organizar género recién llegado y clasificando entre murmullos albaranes y facturas.
Entre las flores de tallo más corto y los brotes verdes, se adivinaba una foto pequeña y ovalada, como un broche que ajustara las costuras de la muerte, robada a su dueño ignorante aún de un futuro cercano de reposo y ausencia. Quizá por ello, desde arriba su mirada parecía sorprendida, esbozando una leve sonrisa y dirigiendo su atención hacia un punto indeterminado, difícil de precisar. Sin embargo, por eso de las intuiciones, la mujer pensaba a menudo que al tomar aquella foto, su marido ya veía a la muerte venir de frente para llevárselo.
- ¡Luis, qué solito estas ahí, y cuánta falta me haces! -, gritó con lágrimas en los ojos, mientras se agachaba con dificultad para iniciar el ritual de limpieza diario. El tiempo, a fuerza de años, había combado su espalda, como si quisiera que día tras día mirara más de cerca la tierra que ya no muy tarde la sepultaría. Un hilo de agua sucia agotaba breve su efímera existencia hasta uno de los desagües que salpicaban las calles del camposanto; en su corriente caprichosa flotaban pétalos de rosa, restos ajados de margaritas y un sinfín de pequeños insectos, desesperados al sentir inútil su lucha frenética por sobrevivir. Unas lagartijas de ojos fríos y nerviosos se acercaban temerosas al diminuto arroyo, sin poder ocultar su voracidad.
– Hay que resignarse – contestó Paco, intentando consolarla. Recuperado del sofoco anterior, se alejaba conduciendo una carretilla repleta de flores secas y calaveras blancas. Su figura fue empequeñeciendo poco a poco, marcando al andar un ritmo cadencioso, a consecuencia sin duda del accidente, e impropio de un enterrador. A cada vaivén, la mujer creía oír las notas de una tenue melodía, cincelada con los retales de los sueños y un aroma de azahar.
Se sentía cansada. Durante los últimos años, con un plan calculado e inexorable, el luto y el dolor devoraban sin misericordia cualquier atisbo de una juventud antaño exultante. El maquillaje y un moderno corte de peluquería no lograban disimular las huellas crueles que surcaban las veredas desencantadas de su rostro. En sus muñecas, decenas de pulseras cargadas de campanas plateadas y cascabeles de coral componían una pequeña sinfonía de aleteos cristalinos al rozarse.
La vida en ocasiones no se para a pensar en treguas pasajeras y colocándose un tupido capuchón negro, se convierte en el verdugo nada piadoso que mata poco a poco, sin querer saber de últimas voluntades o discursos de despedida. No hay que darle más vueltas.
A Luis, la muerte vino a buscarlo en la sala de cuidados intensivos del viejo hospital provincial, tras permanecer una semana ingresado. Una enfermedad de las raras se le arrimó a los pulmones, dejándoselos secos en un abrir y cerrar de ojos. A no ser por la morfina, habría muerto ahogado, suplicando por el aire, como esos peces a los que después de liberarlos del engaño del anzuelo, boquean desesperadamente sobre el cemento del muelle, hasta que una quietud tremenda y sus inmóviles ojos fijos hacen que perdamos la esperanza de oír la historia de algas y corales que pretendían contarnos. El enfermero de turno entró en la sala como un fantasma, y deslizó con fuerza la almohada que sujetaba la cabeza de Luis, haciendo que todo su cuerpo girara sobre la cama, y lo dejó así, como un saco de grano que se apila en el sobrado al lado de las manzanas y los melones de invierno. Sólo los sollozos interferían el continúo y agudo pitido que provenía del pequeño monitor, donde una fina línea verde se proyectaba interminable. Sobre la mesilla, restos de pañuelos e infinidad de cajas de medicamentos parecían empequeñecer ante la rotundidad de la muerte. Afuera, livianos copos de nieve pugnaban por ganar la superficie de los cristales, mientras que Luis ya paseaba de nuevo por las labranzas y secanos del pueblo manchego que lo vio nacer.
- Por Dios Paco, no dejes de buscar el número que falta -, rogó la mujer, al tiempo que terminaba de recoger todos los utensilios desperdigados por el suelo. El enterrador, en su acarreo monótono, llegaba de vuelta empujando su carretilla, cargada ahora de ángeles de mármol y epitafios incompletos. Una sonrisa antigua y extraña animó sus labios, haciéndolos parecer una arruga más.
- Puedes estar tranquila, la fabrica de Manises no tardará en recibirlo y me lo enviará al almacén -, contestó Paco, algo molesto aunque sin dejar de sonreír.
- Llevo semanas escuchando el mismo cuento -, replicó airada, y alzó una mano para intentar espantar un moscardón verde mar que con un insoportable zumbido, se empeñaba en engarzarse en su dedo corazón a modo de un anillo de esmeraldas.
Subida a la atalaya privilegiada de una de aquellas escaleras solitarias, la mujer había empleado buena parte de la tarde en limpiar cuidadosamente la lápida de su marido y cambiar la pequeña jardinera de flores muertas por otra, rebosante de vida vegetal, que le preparaba una floristería cercana al camposanto. Después de que Luis muriera; el ayuntamiento adjudicó sin concesiones la siguiente plaza vacante, y lo condenó desde entonces a vivir su muerte en las alturas, ocupando la última posición en el eje de coordenadas por el que se organizaba el pabellón de nichos donde finalmente descansaba, sin posibilidad de elegir vecinos u orientación. Desde entonces, casi a diario, la mujer restregaba minuciosamente una bayeta empapada en agua y esencia de nubes por cada una de las juntas de la pequeña superficie del mármol oscuro; haciendo huir precipitadamente a una legión de insectos que se ocultaban despavoridos ante una invasión tan inesperada como fulminante y amarilla. Con su dedo índice recorría cada recoveco de las líneas grabadas en la fría superficie, quizás buscando el último hálito de vida de su esposo escondido en la caligrafía. Era en esos momentos, cuando recordaba que hacía meses que el juego de tres pequeñas piezas cerámicas que componían el número asignado a la tumba seguía incompleto, y sentía por un segundo su falta tan intensamente como la ausencia de su compañero.
Durante semanas había intentado dar con la pieza faltante con obstinado empeño. Apesadumbrada, inspeccionó incansable cada palmo de la calle y las jardineras que adornaban las lápidas inferiores a las de su esposo, malogrando sin pudor las composiciones y ramos de flores que tantas manos vestidas de luto habían preparado con fe, tristeza o resignación, pero siempre con mimo y delicadeza exquisitos. El cansancio dio fin a la búsqueda, e hizo saber de la perdida a Paco, al tiempo que empezó a imaginar causas extrañas que explicaran la desaparición; tal vez un mensaje de Luis desde el más allá, una suerte de críptica señal que no era capaz de interpretar. Tampoco descartaba que alguna gaviota solitaria, deslumbrada por el llamativo vidriado de la cerámica, hubiera robado a hurtadillas el pequeño baldosín decorado, y que ahora formara parte de su nido, brillando entre hojarasca y ramas secas como una joya ancestral largo tiempo perdida.
El sol comenzaba a ocultarse. Una ligera brisa aterciopelada mecía las palmeras que flanqueaban la entrada del cementerio, haciendo que sus ramas marcaran la hora casi con total exactitud. Los dátiles se desgranaban lentamente, creando una cortina de dulces cuentas ámbar, que servia como despedida a los visitantes.
- Adiós Paco, me voy…ya es tarde -, se despidió, sintiendo un ahogo que identificó con la acostumbrada tristeza que solía acompañarla durante el camino de vuelta a casa.
- Hasta mañana Dolores -, contestó Paco, y se dispuso, antes de marcharse, a cerrar cariñosamente los ojos de los santos de granito, que ya empezaban a bostezar por todos los rincones del camposanto.
Al salir del recinto, eligió con paso fatigado el camino que pasaba por el puerto. Caminaba despacio, a pequeños pasos, como queriendo retrasar su retorno, segura de que nadie aguardaba tras la puerta de su pequeña morada. Al pasar por el castillo, vio las banderas ondear al viento y escuchó angustiada los ecos aún feroces de miles de sangrientas batallas. El pecho le quemaba pero apretó el paso, quería llegar cuanto antes a los puestos de pescado que rodeaban la lonja del puerto, y comprar una bolsa de salmonetes vivos para que la entretuvieran con su charla vivaz de vuelta a casa. Algo oculto en su interior hizo que cambiara de idea, una alegría inexplicable tiraba de ella como un imán hacia su humilde hogar.
Tras girar la llave, con un pie en el umbral, tuvo que apartar la vista, deslumbrada por el intenso fulgor que se escapaba del angosto espacio que la puerta, apenas entornada, dejaba libre: un manto interminable de rosas encendidas invadía la estancia; no existía espacio alguno que no ocuparan los tallos cuajados de espinas y los pétalos incandescentes. Cuando logro entrar en aquel vergel prehistórico y llameante, sus ojos, ya recuperados, se posaron en un pequeño baldosín de cerámica que descansaba en la mesita, al lado del teléfono. Ribeteado de azul, sobre un blanco cuarteado, abrazaba un número cuatro de negro intenso en el centro. Dolores sonrió ruborizada pensando en el enterrador, mientras un brillo de ilusión y algo parecido a un estremecimiento de felicidad volvieron a animar la mirada de unos ojos durante años entristecidos.
Embriagada, permitió que una de sus manos encontrara refugio en el hueco tibio de la que Paco le ofrecía desde una borrosa sonrisa, dulce y determinada. Con la otra, apenas con la punta de los dedos, acariciaba la superficie de un mar nunca tan hermoso, Sobre cubierta, rió con fuerza intentando imitar los andares de su compañero, y sin importarle el infierno abrasador de su pecho, desnudó su rostro maquillado contra el viento para que la fina lluvia encontrara cauce en los surcos de sus arrugas, y sosegadamente se dejó ir.
Afuera, la tarde también se había ido, dejando olvidada una tenue franja de violetas y naranjas en un horizonte aún encendido.