Relato 34- Pasos a tu espalda

PASOS A TU ESPALDA

 

Los anglosajones tienen un dicho para mi defecto: “la curiosidad mató al gato”, cuya moraleja no me ha impedido nunca pasar las noches –y parte de los días, tengo que reconocerlo– “maullando” en busca de los secretos inconfesables de los demás. Soy un cotilla, un curioso irredento, un devorador de noticias, un espía frustrado, un voyeur. Mi herramienta, unos prismáticos. Mi coto de caza, la ventana de mi cuarto. La noche, mi elemento. La oscuridad, mi aliada.

La primera vez que descubrí mi afición estaba en primaria. Había una niña rubia, pecosa, de grandes ojos azules que me gustaba. Yo era tan tímido que sólo me atrevía a mirarla de lejos y en los recreos. La única forma de verla más de cerca era espiando tras una esquina –lo cual era harto peligroso, pues era fácil que te descubrieran y se formara una importante algarabía de niñas insultándote– o desde las ventanas de la escalera, tan sucias que desde el patio nadie podía distinguir a quién correspondía la silueta que se adivinaba tras ellos. Aquellas sesiones de furtiva observación me hacían volverme loco por ella hasta la obsesión. Y dicha obsesión desapareció el día que la niña se plantó frente a mí y me saludó zalamera. Evidentemente quería algo conmigo, y empezó a hacerse la encontradiza a la menor ocasión. Ya no tenía que espiarla. Repentinamente, había perdido todo interés en ella.

Desde entonces, no había desperdiciado ninguna ocasión para fisgar, desde la más absoluta de las discreciones y con el mayor sigilo, a cualquier hijo o hija de vecino. Sí, sí, también hijos, ya que mi curiosidad no era meramente sexual. Espiar de lejos el comportamiento oculto de cualquier persona era lo que me llenaba. Estaba más que claro cuál iba a ser mi profesión el día de mañana. De momento me dedicaba a repetir el último año de mis estudios, dado que mis fisgoneos le habían quitado siempre tiempo a los libros, haciendo mella en mis resultados académicos. Este año no iba a ser distinto, así que los libros se quedaban abiertos sobre el escritorio de mi cuarto, mientras mis manos se aferraban a los prismáticos como si de la curvilíneamente vertiginosa anatomía de una bella mujer se tratase. Así me enteré de que a la vecina la visitaba tanto un técnico en televisiones mientras su marido trabajaba, que no era posible que su aparato se averiara con tanta frecuencia (me refiero al de televisión, claro). Y de que el cartero debía tener una doble vida nocturna, ya que aprovechaba cualquier ínterin para, mirando a un lado y a otro previamente, rascarse el pubis como deseando arrancarse las bestias que se lo reconcomían. O de que uno de los barrenderos que pasaban junto al camión de la basura llevaba peluquín. Etcétera, etcétera, etcétera.

Aquella imprevista infección que tuve en marzo me regaló una semana en mi casa, apostado en el ventanuco del desván, encañonando con los prismáticos a toda pieza que pasara por aquel coto. La veda se había levantado. Y cuando la observación detectaba el más mínimo síntoma de interés en el objetivo a espiar, pasaba a la persecución. Salía de mi casa y empezaba a seguir a la víctima (aunque nunca infligí daño alguno) con un sigilo encomiable: ni siquiera un observador externo detectaba que estaba siguiendo a alguien en vez de paseando tranquilamente, como aparentaba. Era un genio. En aquellos momentos, me sentía superior.

Y fue el viernes por la tarde, ya oscureciendo, harto ya de espiar durante toda la semana desde la casa, aburrido de no descubrir más que nimiedades y fruslerías, cuando mis ojos se posaron en una chica que caminaba a buen paso, subida a unas plataformas de, al menos, veinte centímetros. Me llamó la atención. ¿El motivo? Volvía la cabeza a cada minuto, como buscando ver a alguien siguiendo sus pasos. ¿Alguien persiguiendo a otro alguien? ¡Ahí estaba yo! Se necesitaba alguien que persiguiera al perseguidor, estaba claro. Me enfundé en mi cazadora caqui y me puse las gafas de sol y una gorra de los Yankees con la visera hacia atrás: el disfraz perfecto. Nadie se fijaría en mí. Esperé unos instantes a que ella traspusiera calle abajo y me apresté a esperar el paso del acosador para seguirlo. Tras unos segundos sin que nadie asomara, extrañado y un poco decepcionado a partes iguales, alongué tras el tronco del árbol que me ocultaba y, dando un paso al frente, me planté en medio de la acera con los brazos en jarras. El choque fue brutal. Aquel tipo era un armario empotrado y salí despedido contra la pared. ¡Ni siquiera se volvió para mirarme, el muy cabrón! “Perdona, ¿eh?”, le grité mientras me levantaba sacudiéndome el trasero, arrepintiéndome en seguida por dos motivos obvios: me estaba delatando a mí mismo y perdía la opción al anonimato; por otro, me la jugaba al correr el riesgo de que aquel coloso se volviera y me aplastara como a un gusano. Sin embargo, no sucedió nada de esto. Aquel tipo siguió andando como si acabara de dar una patada a una lata. Parecía hipnotizado, absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en el punto del espacio por el que había desaparecido la mujer cincuenta segundos antes. Él también desapareció como una exhalación, deteniéndose antes en la esquina para asomar la cabeza a cámara lenta en busca de su presa.

“Ya te tengo”, pensé, y la excitación pareció dar alas a mis talones, como si de un moderno Mercurio se tratara, y salí en pos del gigante convirtiéndome en sombra, en aire, en hombre invisible. Al poco ya estábamos los tres en línea: la chica, el gigante y yo, a unos cien metros cada uno de su objetivo o perseguidor, respectivamente. La calle se prolongó visualmente hasta transformarse en una pista de atletismo en la que competíamos en la mímesis y el camuflaje con el entorno, cuando no en ocultarnos en cada portal, tras cada árbol. Aunque no podía ver el rostro de la chica, la creciente aceleración de sus pasos y la frecuencia con la que volvía la cabeza en busca de su perseguidor me informaba de que estaba próxima al paroxismo. En su frenética carrera, no se dio cuenta de que se le caía un papel. Tampoco su perseguidor lo vio caer, así que lo cogí al vuelo, inclinando mi cuerpo ligeramente, sin dejar de andar, y me metí el papel en el bolsillo arrugándolo, sin mirarlo siquiera. Ya habría tiempo más tarde. Ahora lo esencial era no perder la pista a aquella extraña pareja que parecía abocada a un suceso luctuoso, con un desenlace trágico del que esperaba no ser testigo.

En un momento dado, el gigante se plantó en dos zancadas a menos de veinte metros de la chica que, aterrada, echó a correr, torciendo a la izquierda para adentrarse en un callejón apenas sin luz, ya que había una sola farola y parpadeando, con la bombilla a punto de fundirse. “Se está suicidando”, pensé, y ver al gigante echar a correr tras ella me heló la sangre en las venas. A esas alturas, el gato que había en mí estaba dispuesto a morir con tal de averiguar qué estaba pasando, aunque fuera de lejos e interviniendo sólo para llamar a la policía si se consumaba la agresión. Cuando me asomé jadeando al callejón, no se oía absolutamente nada. Tampoco se veía nada en la tenue nebulosa de incandescencias que emitía aquella farola agonizante. Sólo me quedaba la opción de largarme de allí, o tal vez... No, no podía entrar en aquellas lobregueces cargadas de amenazadoras sombras y acechantes peligros. Así que... entré. Primero con pasos vacilantes y con todos los sentidos alerta. Luego, normalizando el paso y recuperando el aliento mientras escudriñaba las siluetas que conformaban el paisaje de oscuridad. Allí no había nadie. Llegué hasta el final del callejón, donde una tapia de ladrillo ennegrecido, que en su día pudo ser rojo, ponía fin a las mínimas posibilidades lógicas dentro de aquella sinrazón. La contemplé absorto, y luego comprobé atónito que no había ni una sola puerta en los dos laterales de los edificios que limitaban el callejón. Sólo había ventanas, cerradas todas, y balcones con sus correspondientes verjas también cerradas, ni una sola luz encendida en ninguna de las viviendas. Nada. Se habían esfumado, evaporado, licuado o sublimado, pero no quedaba rastro de ninguno de los dos.

Decepcionado, salí arrastrando los pies del callejón y eché a andar con las manos en los bolsillos calle abajo, de vuelta a casa. No había andado ni diez pasos, cuando las inconfundibles pisadas de una persona corpulenta sonaron a mi espalda. Me detuve, petrificado y con los ojos dilatados como lentes de binoculares, sin querer darme la vuelta para comprobar quién me seguía. El sonido se interrumpió en cuanto yo dejé de andar. Sabía quién estaba a mis espaldas, pero no sabía qué significaba todo aquello. De repente, lo vi claro: eché a correr. Yo era más joven, más ágil, más ligero y más veloz. Como alma que lleva el diablo, corté el aire con el balanceo de mis brazos y el filo de mi nariz, hasta que las lágrimas corrieron hacia mis sienes.

Al llegar a la puerta de mi casa, saqué apresuradamente las llaves y se me cayeron al suelo. ¡Mierda! ¡Joder! ¿Y si el tío venía pisándome los talones? ¡Me iba a pillar justo a las puertas de mi salvación! ¡Joder! ¡Mierda! Me agaché jurando en arameo y pisé la llave intentando cogerla. Arañándome los dedos, conseguí aferrar el manojo de llaves y, con manos temblorosas, separar la llave de la entrada de las otras. Apenas podía introducirla en la cerradura y se me escapaban los sollozos mientras rezaba mentalmente por que la muerte fuera rápida. Por fin se abrió la puerta y entré en tromba, cerrándola de un portazo a mis espaldas. Caí de rodillas y luego hacia atrás, contra la puerta. En el silencio de la noche, el sonido de unas pisadas isócronas, pausadas, amenazantes, llegó justo hasta el felpudo, que las silenció. El gigante estaba al otro lado. Y yo, totalmente acojonado, pegué la oreja a la puerta sin respirar, solo para oír precisamente su respiración. Luego, las pisadas alejándose de la puerta, de la casa, por la calle. Al infierno. Me levanté del suelo y me tiré en el sofá, zapeando canales en la tele sin prestar la más mínima atención a ninguno de ellos. El susto había sido grande, y las ganas de espiar se me habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. Había estado cerca, muy cerca. Me acosté antes de que regresara mi padre del trabajo. Al día siguiente por la tarde tendría que apostarme otra vez en mi ventana. Tardé en dormirme. Si había algo que yo no podía resistir era la provocación.

Me desperté con la sensación de tener resaca, aunque nunca bebía, y con un cierto dolor en el alma por el ramalazo de cobardía que había tenido la noche anterior. El gigante se habría descojonado a mi costa, burlándose de la falta de agallas de aquel chiquillo, es decir, yo. Valiente cobarde. Pedazo de gallina. Tendría que poner toda la carne en el asador para compensar mi imperdonable huida. Me pasé todo el día en la cama, haciendo acopio de fuerzas para estar, si hacía falta, toda la noche en vela persiguiendo, espiando, investigando o cualquier otro “ando” que surgiera. Al caer el sol me subí al desván y me aposté junto al ventanuco con mis prismáticos en ristre. Durante casi una hora se convirtieron en una prolongación de mis ojos, tanto que podría haber dejado de sostenerlos y no se hubieran caído. Cuando, ya con los ojos doloridos, bajé la guardia y me restregué  los párpados con la punta de los dedos, me encontré a mi amiga la de los tacones mirando hacia atrás con preocupación. Esta vez llevaba una gabardina charolada de color negro y unas botas hasta la rodilla, también negras. Los tacones seguían teniendo una altura vertiginosa. Llevaba la larga mata de pelo negro recogida en una coleta que le nacía de la misma coronilla. Me puse de pie de un salto y bajé corriendo las escaleras, agarrándome a ambos pasamanos para saltar los escalones de tres en tres, jugándome el tipo. Una vez en la puerta, abrí una rendija mínima que me permitiera ver qué dirección tomaba. Repetía el mismo recorrido del día anterior, pero esta vez el gigante la seguía a menos de cincuenta metros. Iban mucho más rápido que el día anterior, así que tendría que despabilar. Ella parecía estar desesperada. Tal vez el día anterior había escapado por los pelos (pero ¿dónde se había metido?) y el gigante no pensaba darle una segunda oportunidad.  Yo les seguía a prudente distancia, aunque no hubiera hecho falta, ya que la ciega obsesión guiaba a aquella mole como a la cabeza de un misil térmico y ella concentraba todos sus sentidos en trazar con la mirada la trayectoria de aquella tromba humana. El final se precipitó con una alocada carrera de la chica hacia el callejón, con la gabardina abierta ondeando como una capa. ¿Le estaba engañando la vista o aquella chica no parecía llevar ropa debajo de aquella prenda negra? Fueron una fracción de segundo y, al siguiente, el gigante, que parecía haber incrementado su tamaño con la excitación, aceleró hasta casi rozar el cinturón de la gabardina con la punta de sus dedos. En cuanto doblara la esquina la atraparía, sin duda. Yo también hice un sprint final para ser testigo de lo que ocurriera, me fuera o no la vida en ello. Tenía decidido no volver a enfrentarme más con la vergüenza de la cobardía. ¡Si era un maldito cotilla, moriría con las botas puestas! Al girar en la esquina, sin intención alguna de detenerme, una pared de carne me estaba esperando. Contra cualquier otra persona, mis ímpetus nos hubieran hecho rodar por el suelo, pero contra aquella muralla de músculos reboté, aunque no llegué a caer porque un brazo hercúleo me aplastó contra sus pectorales mientras la otra mano me tapaba la boca y la nariz para que no gritara. No podía. Ni siquiera podía respirar. Antes de comprobar siquiera la futilidad de oponer resistencia, me desmayé.

Cuando desperté, me encontraba amordazado y atado a una silla. En la habitación en penumbra se podía distinguir una cama, sobre la que yacía la chica de la gabardina, desnuda sobre el impermeable negro, fumando indolente un cigarrillo. El humo le subía como un guante de seda gris por la cara, distorsionando sus rasgos. A los pies de la cama, un arcón de madera que abarcaba todo el ancho del pie. Parecía un ataúd. En el techo, una lamparilla de bajo voltaje con una tulipa ocre que velaba gran parte de la luz. No había más mobiliario. Todas las paredes estaban recubiertas de armarios. Todas. No se veía puerta alguna por ninguna parte. El gigantón, con el torso desnudo (¿de verdad el cuerpo de un hombre albergaba tantos músculos?) estaba apoyado contra uno de ellos, mirándome con una conmiserativa sonrisa.

—Te has perdido todo el espectáculo, Piolín.

Ella sonrió también y contestó por mí.

—Creo que ha visto un lindo gatito…

— ¡Sí! ¡Ja, ja! Aunque más bien le habrá parecido que soy un tigre dientes de sable.

— ¡Grrrrrrr! ¡Tigre mío! Oye, ¿le hacemos un “numerito” a nuestro amigo o le damos un “tratamiento especial?

La “tigresa” estaba señalando al arcón a los pies de la cama. Yo, con los ojos desencajados, posé la mirada en él, imaginando aterrorizado qué perversiones podían ocultarse dentro de aquel mueble: ¿látigos y fustas, tenazas o pinzas, cintas de cuero, arneses, punzones y escalpelos, cables eléctricos… acaso el cadáver de otro incauto?

El gigante terció entonces, dando un respiro a mi pánico que perspiraba por cada poro y me perlaba las sienes.

—Antes vamos a preguntarle qué le parece a él, ¿no?

—¡Vaaaale! Vamos a preguntarle.

—Espera, que te quito la mordaza…

Aunque liberado de la mordaza, no me salía la voz del cuerpo y apenas pude gimotear para recuperar el aliento.

—Gra…gracias… –alcancé a decir.

—Bueno, chico, ¿qué te parece nuestra guarida?

— ¿Me vais a matar? – Espeté sin miramientos.

Se miraron el uno al otro desconcertados y luego me miraron a mí.

—Tú estás pirado, ¿no?

—Desde luego, hay que ver la de desquiciados que andan sueltos por el mundo.

—Pero, ¿tú te crees que íbamos a hacerte daño, jilipoyas?

— ¿Nnnno… no me vais a matar?

—Tú has fumado algo, tío. Esto no es normal…

—Déjalo, Max. Este fulano no se merece que le demos explicaciones.

—Ah, pero ¿no le vamos a contar de qué va la película? Quedamos en que lo íbamos a integrar en nuestro rollo.

—No me gusta. Es un niñato, un lloricas, está como un cencerro y no me pone nada. Creo que deberíamos darle pasaporte.

Saltaron todas las alarmas y yo me puse en guardia pero, nada dispuesto a manchar los pantalones y morir de rodillas, saqué fuerzas de la flaqueza y me envalentoné.

—Ya podéis ir sacando el arsenal, bastardos, antes prefiero morir que unirme a vosotros en vuestras perversiones.

— ¿De qué estás hablando? Lo único que hacemos es disfrazarnos o fingir, como estos días atrás, que somos violador y víctima. ¡No hacemos daño a nadie con ello!

—Déjalo, Max. No pienso perder un segundo con este capullo. Suéltalo y que se vaya.

—No me gusta cómo te ha hablado…

En ese momento el aire se congeló a mi alrededor y se me hacía imposible respirarlo. Tal vez había ido demasiado lejos con la paciencia del gigantón. Al fin y al cabo era sólo una pareja imaginativa, buscando nuevas formas de mantener viva la pasión. ¿Quién era yo para criticar aquello? ¿No había sido yo el que había metido mis sucias narices en algo hasta cierto punto “limpio”?

—Oíd, lo siento de veras. Se me ha ido la olla con mis propias fantasías y me he pasado de listo. Por favor, aceptad mis más sinceras disculpas…

—Ahora habla como en las películas antiguas, el gachó. Pareces uno de los tres mosqueteros, tío. Solo que podía haberte atravesado, y no con un florete precisamente.

—Ahí has estado bien, Max. Anda deja que se vaya y pongámonos a lo nuestro, a ver si se me pasa el cabreo.

—Tú mandas, mi reina.

Y diciendo esto, sacó una navaja con un palmo de hoja. Ante mi respingo, el gigante levantó las palmas de las manos en un gesto de inocencia, sujetando la navaja con el pulgar derecho, y con cara de circunstancias. Luego, de un tajo y con una precisión quirúrgica, cortó las cuerdas que me ataban a la silla y me hizo un gesto para que me levantara, al tiempo que abría una de las puertas de los armarios, tras la cual se veía la puerta normal de la habitación. No hizo falta que me invitara a salir. Me faltaron piernas para salir disparado por aquella puerta, y luego por un pasillo que daba a una puerta metálica color ladrillo. Tenía la llave puesta por dentro, así que sólo tuve que girarla y dejar que el aire fresco del callejón me liberara del pánico que aún aceleraba mi corazón. Y lo peor era que sin motivo. Maldita sea. ¿Cómo podía haber metido tanto la pata? Me estaba bien empleado por fisgón. Definitivamente, tendría que ir a un sicólogo, a ver si me curaba de esta adicción malsana de espiar al prójimo.

Eche a andar hacia la calle principal. Volvería a casa con el rabo –de gato– entre las piernas y un desgarro en la dignidad. Poca cosa. Me recuperaría. Al girar en la esquina me encontré de nuevo con una pared de carne.  Reboté contra aquella muralla de músculos, aunque no llegué a caer porque un brazo hercúleo me aplastó contra sus pectorales mientras la otra mano me tapaba la boca y la nariz para que no gritara. No podía. Ni siquiera podía respirar. Aquella situación se repetía en menos de dos horas y me descolocó. Antes de comprobar siquiera la futilidad de oponer resistencia, me desmayé.

Cuando desperté, me encontraba amordazado y atado a una silla. En la habitación en penumbra. Frente a mí, otra silla, vuelta del revés, con un gigante sentado a horcajadas. No veía su rostro, pero no se trataba de “mi” gigante, el de la imaginación calenturienta y novia despampánate. Se levantó de la silla y me quitó la mordaza. Me sentía mareado y con ganas de vomitar. Cuando me tragué la angustia, miré a las dos sombras negras de aquel rostro impreciso y le pregunté.

— ¿Quién es usted?

— ¿Quién persigue al perseguidor?

— ¿Cómo?

— ¿Crees que sólo tú tienes derecho a espiar a la gente? Yo me dedico a lo mismo, ¿sabes?, aunque nunca me había divertido tanto como siguiendo a alguien que seguía a alguien que, a su vez, seguía a alguien. ¿No es exquisitamente retorcido?

—Estás loco, tío…

— ¿Ahora me tuteas? Bien. No debes preocuparte por los modales. Vamos a ser muy íntimos dentro de poco. Lo vamos a pasar bien.

Iba a preguntarle qué me iba a hacer, pero se levantó bruscamente y me recolocó la mordaza, subiendo un poco la intensidad de la luz después con un botón en la pared. Fue entonces cuando lo vi. Un arcón de madera en una esquina de la habitación. En la esquina opuesta, una camilla de ambulatorio, de esas de aluminio, cubierta con una tira de tela o papel de color blanco. Mis ojos saltaban de un objeto a otro desaforadamente hasta casi salirse de sus órbitas. No podía ver al gigante porque se había colocado a mis espaldas. Mientras empujaba la silla hacia la camilla pude ver las correas de cuero que colgaban de los lados y dejé que el chirrido de las patas de la silla contra el suelo chillara por mí, mientras yo rezaba mentalmente por que aquello no estuviese sucediendo. No a mí. Por favor…

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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