Relato 85 - ODIO INTERNET
Resultaba patético en cierto modo, desde luego.
Pero le amaba demasiado como para abandonarla.
Era un sentimiento de sumisión que en el fondo me gustaba. Suponía que era eso me convertía en un vulgar masoquista.
No estaba seguro de ello, pero por lo que había leído en Internet juraría que tenía algunos rasgos.
Cuando ella me pedía que encerrara a alguno de los niños en el cuarto de la enfermería, nunca había tenido el carácter y la valentía para negarme a ello. Quizás yo disfrutaba también con sus chillidos de terror.
Y eso estaba mal. Por Dios si estaba mal; Estaba jodidamente mal, pero eso suponía obedecer a Elvira, mi más placentero deseo.
Hacíamos auténticas barbaridades con los chavalillos que se quedaban a dormir en el internado, aprovechando que todos los profesores y casi todos los empleados abandonaban el centro hasta el día siguiente.
Y siempre protegidos por el grado de autoridad que nos confería el título de Directores del Centro. En cualquier caso, restringíamos estas actividades a un grupo muy reducido de chicos para evitar cualquier rumor, o cualquier repercusión fuera del internado.
Hubo ocasiones en las que no pude soportar el asco que me producían algunas situaciones por el grado de degeneración que alcanzábamos, y las nauseas que eso me hacía sentir. Me ausentaba por un momento para ir al baño, y lo que hacía era vomitar hasta la última papilla.
Las tenazas y los pinchos que les mostrábamos era sólo parte de la puesta en escena, pero en cualquier caso nos reportaba resultados inmediatos muy positivos.
Tratábamos de limitar nuestras acciones al ámbito sicológico; era hasta más interesante que lo puramente físico.
A un pobre chico llamado Víctor, lo torturamos de una forma atroz y sistemática durante varias sesiones con evidente satisfacción por parte de Elvira. Para mi gusto fue una gran operación que nos reportó a ambos momentos inolvidables. Sin embargo, debió írsenos la mano en algún momento y el pobre chiquillo sufrió la rotura de un pedazo considerable de uña de su índice, con la consiguiente hemorragia, que pudimos solventar de una manera eficiente.
Desde luego tuvimos que inventar una buena historia acerca de una excursión durante la cual el pobre resbaló accidentalmente en una pedriza y él mismo se causó la herida. Todo era aceptado sin rechistar por sus padres en aquellos tiempos duros.
En lo que respecta a los chicos, jamás hubo ningún problema; sabían guardar muy bien los secretos. En cualquier caso las amenazas que recibían por nuestra parte eran más que suficientes para que no abrieran el pico. Más les valía.
Ahora todo eso eran meros recuerdos. La jubilación y el cierre del centro habían resultado reconfortantes para los dos.
Elvira había dulcificado, por así decirlo, su carácter.
Yo seguía locamente enamorado de ella y sumiso en grado absoluto.
La vida nos sonreía. Como de habitual.
Y llegó el fatídico día 24 de octubre de 1994.
Todavía me acuerdo de la extraña sensación que me asaltó desde primera hora de la mañana.
Lo primero que me llamó la atención fue no lograr llegar a acariciar los muslos de Elvira con mis manos al extender mi brazo sobre el colchón. No era nada habitual en ella levantarse temprano.
Miré en la salita contigua al jardín para comprobar si ya se encontraba preparando las tostadas para el desayuno, con resultado negativo.
Me pareció extraño desde luego, pero lo achaqué a alguna urgencia que le hubiera hecho salir de improviso. Sin embargo no había dejado ninguna nota que lo aclarara.
Esperé paciente durante toda la mañana.
Al mediodía la situación era ya preocupante. No daba señales de vida ni recibí ninguna llamada.
Me puse de plazo hasta las ocho de la tarde para dar parte a la policía. Durante los últimos años no nos habíamos separado por tanto tiempo por ninguna razón.
Comencé a notar que mis nervios afloraban y anduve por el pasillo dando grandes zancadas para tratar de tranquilizarme.
Estaba a punto de realizar la llamada al cuartelillo más próximo denunciando la desaparición, cuando un muchacho desgarbado llamó a la puerta y dejó un sobre, para salir corriendo a continuación.
Rasgué con impaciencia los bordes y no pude creer lo que veían mis ojos. Era un mechón del sedoso cabello de Elvira, junto con una nota en la que se me invitaba a recogerla en una dirección de las afueras.
Se indicaba por supuesto que olvidara hacer cualquier llamada a la policía.
No lo dudé ni un segundo y me puse en marcha.
Creo que ni cerré la puerta con llave.
En unos cuarenta minutos llegué al punto indicado. Era una casucha vieja y desvencijada, que se alzaba en un solar en el que los hierbajos crecían de un modo caótico.
Me lancé con decisión hacia la puerta, pero no hizo falta que llamara siquiera.
Dos fuertes brazos me agarraron firmemente y me lanzaron bruscamente hacia el interior del lóbrego cuartucho.
Allí fui maniatado y llevado de una forma poco amable hacia una habitación contigua, donde me dejaron tirado boca abajo, mientras me debatía entre la rabia y la desesperación.
En cuanto me acostumbré a la oscura penumbra, me percaté de la existencia de un ventanuco de unos veinte por veinte centímetros.
Traté de averiguar que se podría ver a través de la trampilla y me quedé aterrado: una mano inconfundible para mi, con su anillo de zafiros, reposaba sobre una mesa, con un montón de alfileres clavados en el dorso.
Se oían sollozos apagados y creí adivinar la forma de su espalda arqueada sobre una mesa.
No entendía absolutamente nada y la angustia iba apoderándose de mí.
Chillé como loco durante un tiempo que me pareció la eternidad hasta que caí derrumbado llorando como un niño en el suelo de cemento agrietado.
No sé el tiempo que pasó, pero de repente la puerta se abrió y dio paso a tres figuras bien plantadas que se me acercaron lentamente.
Traté de reconocer sus facciones pero la falta de luz no lo permitía. El más menudo me lanzó un escupitajo sin más ni más y vomitó esta pregunta:
-¿Quién crees que soy, mariconazo?
Comencé a temblar de forma incontrolada, mientras mis intestinos se rebelaban y no pude impedir que unas arcadas violentas hicieran ascender por mi garganta un reflujo con sabor asqueroso.
Los otros dos comenzaron a reír de forma escandalosa y sacaron una foto, alumbrándola con una potente linterna.
La reconocí enseguida. Era la fiesta de despedida de curso del último año en el que dejamos la Residencia.
Aparecíamos con unos jovencitos que nos rodeaban, en cuyos rostros un poco macilentos no se reflejaba demasiado entusiasmo.
- ¿Te acuerdas de Víctor, cabronazo?
- ¿Y de Luis y Alfredito?
.-Pues sorpresa, aquí estamos, un poquito mayores, claro ¡¡
.-Para que nunca más te olvides de nosotros ¡¡
Las carcajadas ahora eran ensordecedoras, en medio de un ambiente irreal que me hizo sentir débil de pronto.
Recibí unas collejas en la cabeza mientras el pavor se adueñaba de mí. No podía respirar y mis ojos comenzaron a nublarse. Preveía que algo terrible se aproximaba.
Los tres anfitriones no perdieron el tiempo. Sacaron de una bolsa de viaje de la que extrajeron unas tenazas y alfileres que desplegaron ante mí.
.-Ahora, capullo, te vamos a hacer sentir lo mismo que nosotros tuvimos que soportar cuando éramos sólo unos niños.
Era todo tan sobrecogedor que por un momento me había olvidado de la situación de Elvira.
Uno de ellos había ido a por ella y la traía a rastras con facilidad hasta la habitación donde estábamos, donde la dejó caer. No se si estaba inconsciente. Vi con horror que tenía un ojo completamente amoratado y los brazos cubiertos de rasguños.
Me faltó valor para seguir mirándola.
Mis esfínteres se aflojaron e hice de vientre allí mismo, mientras los tres captores lo celebraban con excitación.
Por mis poros, se deslizaba una sudoración maloliente y viscosa de un modo incontrolable.
El que aparentaba más edad, comenzó a juguetear con unas tenazas que brillaban siniestramente en cada giro que les imprimía con su índice.
-¿Ves que bonitas son?
.-Vamos a jugar un poco con tus uñas, querido. Así tendrás una experiencia que no olvidarás jamás ¡
Creí que iba a desmayarme y mi corazón comenzó a latir con una velocidad infernal.
No podía siquiera tragar la poca saliva que todavía conservaba en mi boca reseca.
Mis manos se retorcían con movimientos espasmódicos.
Mi instinto hizo que me lanzara en una loca carrera hacia la única puerta de la habitación, sólo para recibir un tremendo golpetón en el muslo derecho.
Caí en el suelo en medio de un vómito asqueroso que empapaba mi camisa.
Unas luces extrañas comenzaron a bailar en mi cerebro y mis ojos no terminaban de enfocar correctamente el entorno.
Súbitamente me sentí atrapado y una fuerza extraordinaria aferró mi mano derecha.
Noté la frialdad del acero de las tenazas resbalando por mi brazo hasta llegar al dedo índice, mientras un paroxismo de espanto inundaba mi cuerpo.
Las palas de la tenaza comenzaron a perforar la uña mientras giraban y se retorcían, provocándome un dolor insoportable.
Comencé a gemir con un cerdo.
Estaba a punto de estallar.
Mi cabeza era un polvorín y un pitido insoportable resonaba en mis oídos.
El oxígeno no llegaba correctamente a mis pulmones.
Traté de huir, no se cómo ni hacia donde.
Quería salir de allí, volver a ser un niño, quería acabar con todo esto, quería morir.
Inesperadamente, noté una luz al fondo de mi mente. Algo se movía y me hacía señas.
Luego, un líquido frio empapó mi frente.
Traté de quitarme las lágrimas de mis ojos.
Era la cara de Elvira, que me observaba con preocupación, mientras me frotaba la frente con una toalla empapada en agua.
Su mano se deslizaba sobre mi cabeza, tratando de hacerme volver a la realidad.
.-Por Dios ¡¡ Qué te pasa¡¡ Te has cagado en medio del colchón¡¡
- ¿Qué mierda has tomado esta vez?
.- No se para qué sigo confiando en ti ¡
Terminé de despertarme y lo primero que hice fue alcanzar el frasco de píldoras que tenía en la mesilla y arrojarlas por el váter. Era un potente somnífero que anunciaban por internet, ese procedimiento tan novedoso, con el que prometían sueños inolvidables.
Siempre he sido partidario de las experiencias excitantes, y las pastillas me han ayudado siempre a cumplir muchos de mis sueños, pero esta vez había superado cualquier expectativa.
Durante unas cuantas noches tomé a regañadientes la tila que Elvira me preparaba con regularidad, pero pronto volví a comprar potentes somníferos, en la farmacia de esquina, por supuesto.
Odio internet.