Relato 82 - Angustia
Debería estar horrorizado por el examen de matemáticas, como lo estaban el resto de sus compañeros. Pero no era así, no había estudiado nada, y aunque en una época no muy lejana habría aprobado, lo más probable es que suspendiera. Ahora sus calificaciones no tenían la menor relevancia para él.
Miró al frente y fijó la vista en el hueco de la puerta de entrada al instituto. Tras el marco verde manzana, la negrura, el terror, el miedo, la tensión. Respiró hondo, cerró los ojos un momento buscando una fortaleza que, ya hacía meses, le había abandonado. El horror le esperaba tras esa oscuridad. No sabía de qué forma se manifestaría hoy, pero allí estaba. El miedo salía por los poros de su piel en forma de sudor, que empezó a manifestarse en cuanto su pie pisó el patio del recinto escolar. Bajó, ya por costumbre, la cabeza en un estúpido intento de pasar inadvertido y también por vergüenza. Subió rápidamente los peldaños de entrada al edificio. Le hubiera gustado poder teletransportarse, no tener que atravesar los infinitos pasillos que le separaban del aula que era más o menos un refugio. Le hubiera gustado no tener que mirar de reojo, pero sin levantar la vista del suelo, si alguien se le acercaba. Le hubiera gustado no encogerse involuntariamente esperando un golpe, un escupitajo, un empujón, una fuerte colleja cada vez que se cruzaba con alguien. Sus inseguros pasos se aceleraban involuntariamente cuando estaba en el pasillo.
Otro tipo de tortura era aguantar sus necesidades fisiológicas durante el tiempo que permanecía en el centro. Evitaba a toda costa ir al baño, pero eran demasiadas horas, y a veces no tenía más remedio que utilizarlo. Entrar en el baño era como entrar en el infierno de la incertidumbre, era el sitio donde su imaginación se explayaba para hacerle pasar los peores ratos. Se imaginaba así mismo con la cara estampada contra uno de los espejos, sangrando porque las esquirlas del mismo se le habían clavado en la frente y en los ojos. Podía llegar a imaginarse su cara distorsionada y sangrante viéndose a través de la tela de araña que se forma en los espejos rotos, mientras que una o más voces se reían detrás de él. Podía visualizar su cara hundiéndose en el agua de una de las tazas cuando una abyecta mano lo obligaba a sumergirse en ese líquido impío una y otra vez, rezando por que aquella humillación acabase. También se veía encogido de dolor, en posición fetal en el embaldosado suelo. Él sólo era un borrón contra el blanco piso. Así se sentía, eso es en lo que se había convertido. No podía enumerar la cantidad de barbaries que se le ocurrían cada vez que tenía que ir a mear. Y en la medida de lo posible lo evitaba. Con estas reflexiones consiguió llegar al aula sin levantar la cabeza y sin ningún golpe en la misma o en ninguna otra parte de su anatomía. Casi agradeció a un dios en el que nunca había creído haber sido capaz de ocupar su sitio en la clase. Cuando se hubo sentado en su pupitre por fin se atrevió a levantar la vista. Mal rollo. Ningún compañero. Tampoco había llegado el profesor, era extraño porque Nico, el profe de mates siempre estaba en clase, incluso a primera hora como pasaba ese día. El pánico empezó de nuevo a apoderarse de él. Notaba cómo su frecuencia cardiaca volvía a acelerarse, poco había durado el respiro. El monstruo llegaría en breves a la clase de al lado, y si por un casual asomaba la cabeza y le encontraba sólo no tendría escapatoria. Empezó a respirar más deprisa, recordó lo aprendido sobre la hiperventilación y casi le pareció un alivio, si llegaba a desmayarse y la bestia le veía, no le atacaría ¿o sí? Quizá fuese peor, quizá la bestia le infringiera una paliza aún estando inconsciente, la parte positiva es que al menos no se enteraría, ni del dolor ni de la humillación. En la pared del fondo, a su espalda colgaba un reloj analógico en el que no había reparado hasta pocos meses antes. Hasta que se vio envuelto en esta pesadilla. Hasta que necesitó saber cuántos minutos quedaban para que el sonido de la campana anunciara el fin de la clase y el comienzo de su siguiente desplazamiento por los pasillos, su vuelta al sufrimiento. Sólo a tres minutos, ciento ochenta segundos, ciento ochenta tics, de que empezara la clase, aún no había llegado nadie. Justo en ese momento entraba Paula, la sonriente, pizpireta y despreocupada Paula. No había mantenido con ella una relación estrecha, pero al principio de curso parecía apreciarle, al menos sus breves e insustanciales conversaciones le hicieron pensar que así era. Ahora ella le miraba con cierto desprecio, ¿repugnancia tal vez? Pero no era enemiga, no era una amenaza, era otra persona que intuía su infierno y no estaba dispuesta a ayudar, tampoco se lo podía pedir. Tras Paula empezaron a llegar en tropel el resto de alumnos, fueron ocupando sus sitios en las mesas que se habían separado para el examen. Todos llegaban con cosas que decir, algunos en pequeños grupos, otros en voz más alta intentado ser oídos por el resto, todas las conversaciones giraban en torno al examen. Nadie, ni uno solo de sus compañeros, se dirigió a él, al menos verbalmente, aunque podía percibir los gestos de desagrado hacia su persona. De todo lo que pasaba a su alrededor en el instituto, aquello podía soportarlo. De hecho, pensaba que merecía el desprecio de cualquier ser humano.
Unos segundos antes de que sonara la campana llegó Nico, el profe, viendo que como rebaño se estaban portando impecablemente, no perdió tiempo, explicó brevemente cómo hacer el examen y repartió las hojas. Como era habitual, el que terminara el examen podía salir de la clase. Ese no iba a ser él. Durante los siguientes veinte minutos consiguió concentrarse en el examen e incluso responder correctamente, al menos eso pensó, algunas preguntas. Pero algo le hizo acordarse de que en la siguiente hora tenían que cambiar de clase, lo que suponía pasar por delante de la clase de la bestia. Tenía dos posibilidades, esperar a ser el último y atravesar corriendo hasta el laboratorio o salir cuando unos cuantos ya hubiesen terminado e intentar convencerles para ir juntos y quedar en medio del grupo que haría de escudo, aunque esta opción era más complicada, sus compañeros parecían haber olido su miedo constante y solían evitarle, igual que había hecho Paula al llegar. A partir de ese pensamiento no pudo dejar oír el lento baile de las agujas del reloj que no dejaban de recordarle que se acercaba la hora de volver a ponerse en peligro.
Finalmente, se decidió por la primera opción. Esperó a que todos sus compañeros hubiesen entregado el examen y como un condenado a muerte arrastró sus pasos hasta la mesa del profesor. Cuando Nico cogió el examen le miró a los ojos y él sólo pudo apartar la cara y bajar la vista.
. - Gabriel, no has terminado el examen y me lo entregas el último, sé que te está pasando algo, pero no puedo ayudarte si no me cuentas qué.
Gabi sacudió la cabeza aún gacha, se giró sin emitir un solo sonido, pero pensando que sólo una persona podía ayudarle a salir de aquello y era él mismo. Recogió su mochila y salió disparado hacia el laboratorio. No había nadie en los pasillos, las puertas de las aulas estaban cerradas, las clases de segunda hora ya habían comenzado. Empezó correr en dirección al laboratorio, pero al pasar por la clase de al lado le temblaron tanto las rodillas que dio con ellas en el suelo, su mente volvió a jugarle una mala pasada. Creyó que la puerta se abría y salía la bestia con su detestable sonrisa y su mirada amenazadora pero también acusadora, las piernas no le respondían para levantarse, imaginó que su verdugo aprovecharía que estaba en el suelo para patearle la cara, casi pudo sentir cómo se le saltaba un diente y la pastosa y tibia sangre le llenaba la boca mientras su cabeza impulsada por la patada rebotaba contra el suelo. Creyó que se iba a desmayar, estaba conteniendo la respiración. Soltó el aire y parece que eso le dio el impulso necesario para levantarse, aunque ya era tarde para contener el cálido líquido que mojaba sus pantalones y resbalaba por sus piernas hasta dejar un pequeño charco en medio del pasillo, marca de su vergüenza y su miedo. Cuando estuvo de pie, cambio el sentido de su carrera y se dirigió a la salida. Corrió tan deprisa como sus mojadas y temblorosas piernas le permitieron. Y por fin llegó a casa. Estaba solo, lógico a esa hora en la que sus padres estaban trabajando. Se dejó caer contra la puerta de la entrada, hecho un ovillo, con la cabeza entre las rodillas y sus brazos rodeándolas, inhalando el olor de su propio orín. Aquello tenía que terminar. No aguantaba más. Muy despacio se levantó. Se desnudó en su habitación y después preparó la ducha. Mientras pensaba en las múltiples formas de arreglarlo, bueno en realidad sabía qué tenía que hacer, lo único que tenía que decidir era cómo hacerlo. Se encerró en el baño y miró su cuerpo, las marcas moradas del puño de la bestia aparecían aquí y allá en diferentes colores, unas enrojecidas aún, otras muy oscuras y otras amarillas verdosas, según su antigüedad. Dos lágrimas enormes rodaron por sus mejillas. No entendía por qué lloraba, todo iba a terminar. Buscó una cuchilla de afeitar. Puso el tapón a la bañera y cambió el flujo del agua para que saliera por el grifo bajo. Abrió la puerta del baño y desnudo volvió a su habitación. Cogió papel y el bolígrafo que le había robado a Ana justo el día que había empezado su pesadilla.
“Mamá y papá, sé que no me vais a perdonar nunca lo que voy a hacer. Pero si supierais lo que hice tampoco podríais perdonármelo.
He descubierto hace poco lo cobarde que soy, por eso tampoco me atrevo, ni siquiera en estos momentos, a confesaros lo que hice.
Es importante que en mi nombre os disculpéis con Ana. Lo que la hice…………..
Y podéis decirle a su hermano, Adrián, que está en mi curso y va a la clase de al lado, que tiene razón, que merezco cada una de las cosas que me ha hecho, y no le culpéis por ello si os llega a contar de lo que hablo.
Os quiero.”