Relato 56 - Cronestesia del eterno retorno

El tiempo es un cobarde: todo lo que sabe hacer es escapar”

Reiner Maria Rilke

Y hasta que se inventara la máquina del tiempo, no había más opción que confiar en el retornógrafo. Su creador, en cambio, confiaba en los millones de angustiados que andaban por allí con sus caras de payasitos tristes, dispuestos a someterse a esta nueva evasión. Como, por ejemplo, el protagonista de esta historia, que no tenía tiempo para la ciencia ficción: buscaba un refugio aquí y ahora.

El hombre llegó al laboratorio una hora más tarde de lo concertado. Aburrido, con la máquina prototipo y el software ya configurados y listos para el próximo cerebro, el neurólogo a cargo del procedimiento de cronestesia autoinducida se preguntó si realmente el fulano estaba tan desesperado. El usuario en cuestión resultó ser un cuarentón muy flaco, de barba entrecana y traje desalineado. Las ojeras y la sonrisa tembleque completaban el retrato de otro melancólico arrinconado por la vida. A la inversa de muchos jóvenes testeadores, que cobraban para someterse al proceso de prueba, este tipo había pagado para que lo sentaran en el diván del prototipo y le llenaran su cabeza de cablecitos.
Estaba visiblemente ansioso, y el neurólogo imaginó muchos ansiolíticos para lograr superar la noche anterior. El sujeto no había querido atravesar el proceso de selección de los conejillos de Indias: ni bien había entrado en la oficina del único accionista (por ahora) y director del proyecto, le había dejado sobre el escritorio una pila de billetes. Quería ser el primer cliente de “Time machine neurotravel” (el nombre en inglés pretendía darle seriedad al asunto y a la vez atraer a inversores extranjeros), y no le importaba pagar para evadirse, ni correr los riesgos que traía el quedar a merced de un dispositivo que estaba en fase de desarrollo. El “tratamiento”, si fallaba, podía dejar al “paciente” en estado de catatonia permanente. Él conocía bien estos “efectos colaterales”, el folleto promocional que reclutaba testeadores y que había encontrado abandonado en la calle lo aclaraba con una letra microscópica, al pie del tríptico.
“Le advierto que es apenas un recorrido de media hora por su pasado, aunque en su consciencia, como en los sueños, usted sentirá que revivió una jornada completa”, le había dicho el director antes de decidirse a agarrar el fajo de billetes. Ese anónimo que se había presentado sin cita previa parecía confiar demasiado en el retornógrafo, y no era cuestión de que, desilusión mediante, luego del viaje pretendiera la devolución de lo pagado. “Considere que es un prototipo tan falible como la neurociencia, y la satisfacción del cliente todavía no está garantizada”, le aclaró el director con voz jocosa de fenicio. “No hay problema, con ese rato me alcanza para redimirme”, fueron las crípticas palabras del desasosegado. Los ojos enrojecidos y la sonrisita patética habían apiadado al director, que estuvo a punto de devolverle el dinero. “Véngase mañana a las ocho, y trate de recuperar algunas imágenes del día que elija revivir. Cuanto más recuerde mejor funciona la máquina”, fueron las últimas instrucciones del director, mientras emparejaba los billetes desde el canto.
Y ahí estaba el soñador, en mangas de camisa, dispuesto a someterse al “tratamiento”: vivir en el pasado, literalmente y sin angustia; porque lo novedoso de la máquina era que la mente no sabía que habitaba una fantasía química, sino que “creía que vivía” (tal como lo subrayaba el folleto) en ese ayer ideal. Le pidieron que se recostara en el diván, mientras una enfermera le conectaba los neurotransmisores al cerebro. Luego el médico se lo quedó mirando, sin decidirse a presionar “Play”. “Necesitamos que se relaje, señor Martínez. De otra manera no podremos iniciar la sesión”, le rogó, mientras observaba el monitor de la máquina. El hombre respiró profundo y cerró los ojos. De a poco, como la luz de una galaxia distante, la pantalla comenzó a colorearse con el verde y el celeste de un día ventoso y un cielo despejado en el campo. Y el retornógrafo puso en marcha el teatro onírico de la memorabilia.
Ese 14 de enero de 1982, domingo para más datos, Ernesto Martínez lo había pasado en la chacra de su abuelo materno. Tenía diez años, y los pasajeros de aquella jornada eran cuatro varones: además del anciano dueño de casa y él, también estaban allí su padre y su hermano, quince meses menor que él. Treinta y cinco años después, Ernesto era el único superviviente y guardián de los recuerdos.
No necesitó esforzarse demasiado, porque durante todos esos años el desahuciado del reino de la infancia siempre había regresado a su día. De hecho, se lo había propuesto como ejercicio, antes de dormirse: durante años, las mismas sensaciones volvían una y otra vez para no borrarse, para no terminar como esas fotos Polaroid que ahora blanqueaban olvido. La luz, la luz deslumbrante del mediodía en la llanura pampeana cayendo a pique sobre su cabeza era lo primero que rememoraba cuando cerraba los ojos.

Ahora están arriba de un bote, navegando mansamente por una laguna de poca profundidad. Serán cerca de las nueve de la mañana y hace unos pocos momentos que los visitantes han llegado. Abuelo Pedro, sentado a la popa, aferra con firmeza y parsimonia los remos. Sus dos nietos, adormecidos por lo apacible del paseo, parecen levitar en el silencio del campo. Con la objetividad de la lente de una cámara, Ernesto testimonia la escena desde dentro de su propia mirada. Cada tanto, algún pez plateado se sacude en la superficie, espantado por las paladas que cavan en el agua. Es la primera vez que Ernesto se sube a un bote, y al saltar dentro de él, haciendo equilibrio en la orilla fangosa para no mojarse las zapatillas, tuvo miedo de ese suelo de madera tan movedizo. Ahora, por el contrario, siente que flota sobre el espejo de agua, y al murmullo de los remos entrando y saliendo se le agrega la respiración agitada de su abuelo octogenario que frente a él, sin dejar de sonreír, empieza a sentir el esfuerzo de este ejercicio mañanero. ¿Y su padre, dónde estará? Algunas horas después, con el sol alto en el cielo, Ernesto se verá regresando a la casa de campo. Marcharán en fila india, y cargarán el bote como sombrero, puesto de revés. Abuelo avanzará medio encorvado, para compensar la diferencia de altura con los chicos. Allí estará padre, de espaldas, cuidando la carne puesta a asar en la parrilla que ellos mismos han traído. El cuarentón, con el torso desnudo que dejará contar las costillas en su pecho escuálido, girará un momento al escucharlos regresar, desentendiéndose del asador. Y al descubrirlos así, portando el bote como la crisálida de un ciempiés, largará una risotada de sorpresa que romperá la embotada calma del mediodía.
Pero antes está el amanecer de ese día de verano. Ahora son las cinco de la mañana y ya ha clareado por estas latitudes. Ernesto recupera para el retornógrafo la sensación de frescura que le corre por sus brazos cuando salen a la calle, listos para subirse a la camioneta de padre y comenzar el lento viaje de treinta y cinco kilómetros hasta la chacra del abuelo don Pedro. La brisa matutina le eriza la piel de sus brazos desnudos y le recuerda el frío en pleno verano. Además está el sol naciente, colorado y grande sobre el este, toda una novedad para un chico que se pasa las noches mirando televisión hasta que termina la transmisión de los cuatro canales que existen, y las mañanas durmiendo. Padre conduce con el vidrio de la ventanilla bajo de esta Ford F100 modelo 71, y el viento que cruza la cabina les acerca los aromas del campo. De repente, una bandada de vilanos los invade, y los asteriscos de angora quedan flotando entre los tres ocupantes como astronautas liliputienses.
Ahora atardece en la llanura pampeana, y cuatro siluetas bien recortadas por el sol que cae transpiran tras una pelota de cuero que huele a grasa de vaca. El “picado”, como ellos llaman a un match de fútbol informal, está formado por dos duplas: Ernesto quiso jugar con su abuelo, su hermano Martín formó equipo con su padre. En el amplio terreno de pasto irregular que hay entre la edificación de la casa y la tranquera de la entrada, los chicos han fijado los arcos con cuatro pilas de ropa bien apilada. Enseguida el abuelo se cansa, y con voz entrecortada anuncia que se quedará en la defensa. Ernesto debe arreglarse solo en el ataque, y cada vez que gira buscando a su compañero de equipo lo halla con los brazos en jarra y una sonrisa de disculpas: “ya no estoy para estos trotes”, pareciera confesarle su abuelo. Pretendían jugar hasta que uno de los equipos llegara a los diez tantos, pero quince minutos después de haber arrancado el viejo, con ironía, pide a voz en cuello ser sustituido y se encamina hacia el tanque australiano que hace las veces de piscina. Olvidándose del balón, los demás lo siguen. La pileta es un círculo formado por chapas curvadas encastradas en el suelo. Tiene poca profundidad, pues el artilugio fue construido como bebedero para el ganado que alguna vez hubo en la chacra. El dueño de casa y su cuñado se sientan en el suelo de cemento, con el agua hasta el pecho, y se quedan conversando. Los chicos aún tienen energía para nadar. De esta experiencia sensible Ernesto recordará el piso resbaladizo de la “piscina” debido al verdín acumulado.
Ahora estamos sentados a la mesa y hemos terminado de cenar, en la cocina apenas iluminada por una lámpara tenue. Fuera, infinidad de insectos de todos los tamaños se disputan la luz blanca que zumba en el farol de la galería. Padre nos manda a armar los bolsos, que están en el dormitorio “de los huéspedes”, porque ya nos vamos, cuando abuelo interviene. “Quédense a dormir. Total, mañana no hay escuela”, le dice a su cuñado. Festejamos por adelantado, pero sabemos que aún nos falta la confirmación de la patria potestad. Padre es lo que se dice por aquí un “cuentapropista”: tiene su propia tienda de ropa y desde hace cinco años está divorciado. Sin patrón ni esposa, no necesita rendirle cuentas a nadie. “Está bien, pero mañana nos vamos después del almuerzo, que a la tarde quiero abrir un rato la tienda”, nos anuncia después de mirarnos fijo por un momento. Felices, saltamos de las sillas y corremos hacia la habitación trasera, pero para instalar los colchones en donde pasaremos la noche. Padre usará la cama de una plaza, nosotros dormiremos en el suelo. Lo último que recuerdo antes de dormirme es observar en la penumbra a una mariposa (o quizá sea una polilla) muy extraña, del tamaño de una paloma, que revolotea más allá de la ventana chocando frenética contra el mosquitero tejido que le impide entrar en la habitación. Me cubro la cabeza con la sábana y ahora sí la oscuridad es completa.

La enfermera corrió hasta el despacho del director. “Señor, tenemos un problema”, le anunció mientras golpeaba la puerta con insistencia. El dueño de “Time machine neurotravel” dejó de ordenar unos papeles sobre el escritorio y se malició que ésta iba a ser una larga noche. “Qué sucede”, preguntó asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Su empleada, visiblemente nerviosa, le anunció: “No podemos despertarlo”. Ambos se apresuraron a llegar al laboratorio. Allí el neurólogo, sin dejar de observar la cara apacible de Martínez, confirmó la noticia: “No lo entiendo. Parece que entró en un bucle infinito: cuando llega al final vuelve a empezar. No puede o no quiere salir de ese día”. “¿Es culpa de la máquina o de él?”, preguntó el otro. “No lo sé”, dijo el profesional con un suspiro nervioso. “¿Y si lo sopapeamos un poco?”, propuso el empresario. “¿Usted está loco? Podría sufrir un trauma regresivo, o quedar en estado comatoso. ¿Quiere arriesgarse a que los familiares nos hagan un juicio por mala praxis?”. El director pensó: “Este pobre diablo no tiene a nadie”, pero en cambio preguntó: “¿Y qué se supone que hagamos?” “Por ahora esperar, veamos cómo evoluciona durante la noche”, dijo el médico cruzándose de brazos. El inversor movió la cabeza, contrariado, mientras recordaba que ese viernes pensaba llegar a casa temprano. La joven enfermera, asustada, asistía al drama con las manos reunidas en su pecho, como si rezara.
Los tres se quedaron observándolo en silencio como a un moribundo que se resistiera con uñas y dientes a que lo desconectaran del respirador artificial. Él, igual a un mártir del Progreso, les ofrendaba un rictus angelical, de profunda paz y compasión. La fantasía del retornógrafo se había vuelto eterna, y el hombre no necesitó más vida que la de volver a ese día, enclavado hasta el final en su patria íntima.

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