Relato 051 - Treinta y dos escalones

Los violentos timbrazos me despertaron. Por la escasa luz que entraba por un resquicio del cortinón violeta supe que no debían de ser más de las seis y pico de la mañana y, aun así, esa vieja bruja ya estaba dando guerra. Intentando hacer caso omiso a esa condenada campanilla con la que la vieja y déspota señora Asuaga me reclamaba, me giré en la cama y me arrebujé bajo el edredón de plumón, dándole así la espalda a todo el entramado de tubos dorados que la vieja usaba para reclamarme. Estuviese dónde estuviese e hiciese lo que hiciese, a ella le daba igual; si la vieja hacía sonar la campanita, yo debía dejar todo lo que estuviese haciendo para ir a su cuarto y esperar paciente lo que ordenase. Bastaba un simple giro de muñeca de su momificada mano para hacer sonar aquella campanita de bronce y mango de madera que en buena hora le regalé hace ahora varios años atrás y que ella siempre tenía presta en su mesilla de noche. Sólo debía hacerla oscilar suavemente delante que aquellos condenados tubos que junto al cabecero de estilo barroco de su cama había, para que ese suave tintineo se multiplicase hasta convertirse en un estruendo que se propagaba por todo el pequeño palacete, como si de un entresijo de venas y arterias se tratase. ¿Qué les voy a decir?, cortesía de los avances tecnológicos del siglo XIX.

Los timbrazos, sin tregua ni cuartel para mí, volvieron a dejarse oír, a pocos centímetros de mi oreja, pues los tubos también yo los tenía junto al cabecero de la cama, de estilo mucho más sobrio que el de la vieja.

—No tienes escapatoria—me dije.

Resignado y muy a mi pesar, eché hacia atrás el edredón. El frío me rodeó y un estremecimiento me recorrió por entero. La vieja, rácana como cual buitre, decía que la calefacción era un bien que yo no podía permitirme, que era algo destinado sólo a la gente de alcurnia como ella.

Siempre que me decía eso, yo le repetía que la casa contaba con unas excelente chimeneas repartidas por toda ella, propias de un pasado en el que los radiadores y las estufas no se podían imaginar, y que si su fin era ahorrar energía, siempre podía bajar a la leñera a por unos pocos tronquitos y encender la chimenea de mi cuarto, a lo que ella respondía que tampoco, que se le gastaba. Esa era su respuesta para cada una de mis peticiones, fuesen de la índole que fuesen: si le pedía permiso para encender mi chimenea, me lo denegaba diciéndome que le gastaba la madera de su leñera; si otro día le sugería salirnos del frugal menú de todos los días –me hacía comer lo mismo que ella– y preparar algo más elaborado, me lo denegaba diciéndome que le gastaba la comida; si le pedía permiso para leer uno de los miles de libros que conformaba su ingente y en desuso biblioteca, ¿adivinan ustedes lo que me respondía? Efectivamente, que le gastaba sus libros, esos libros que no tocaba ni ella ni nadie desde hacía más de treinta años. Sólo me daba acceso a ellos cuando me ordenaba quitar el polvo y limpiarlos, uno por uno, además. Ya ven lo bien que me trataba, que me tenía todo el invierno privado de calor, entre otras muchas cosas.

Debo decir también, llegado a esta altura del relato, que la vieja no es que perteneciese a una familia aristócrata, nada más lejos. Por lo que sé, hace unos cuatro años atrás, la ya sesentona señora Asuaga, sin más familia que unos primos lejanos que vivían en el sur, al otro lado de la península, contrajo nupcias con un empresario que, como regalo de bodas, le regaló este modesto palacete. No obstante, su recién estrenado esposo murió de una embolia a los pocos meses de la boda; la viuda señora enterró en menos de lo que canta un gallo a su difunto marido, despidió a todo el servicio y me cogió a mí. Desde entonces, tan sólo estamos la vieja buitre y yo.

Miré la hora que marcaba el reloj-despertador de mi mesilla: las 5:43. ¡Maldición! ¡No eran ni las seis de la mañana y esa vieja bruja ya estaba pidiendo! Estábamos en pleno invierno; aún no habría ni amanecido. ¿Qué demonios querría ahora?

A pesar de atenazarme el frío crepuscular, me senté un par de segundos en la cama con el fin de desperezarme. Los timbrazos volvieron a sonar por tercera vez. La vieja se impacientaba ahí arriba.

En otro momento me hubiera deshecho del pijama y me hubiera vestido con el uniforme que ella me impuso al llegar a servir a la casa, una especie de mezcla entre mayordomo y botones de hotel, sombrerito incluido, pero basta que a la vieja le urgía, tan sólo me anudé la bata y me calcé las zapatillas.

Con paso firme salí de mi cuarto, fui hasta la escalera principal, subí sus treinta y dos escalones y me encaminé hacia su dormitorio.

—¿Qué desea, señora Asuaga?—le pregunté servicial.

—¿Dónde estabas?—bramó—¿Acaso no has oído mis llamadas?—agregó despectiva.

—Perdóneme usted, señora, estaba durmiendo y…

—¡Durmiendo! ¡Ja!—me cortó—Eres un maldito dormilón. ¡Y un vago también!—me reprendió—¿Para esto te pago? A veces creo que no mereces ni que te dé de comer…

—Sí, señora. Tiene razón—atajé.

¿Ven ustedes qué amablemente le trataba, a pesar de ella tratarme a mí siempre con hostilidad y rencor? En algunas ocasiones, tras alguna de sus repetidas reprimendas hacia mí, las cuales se caracterizaban por su despotismo, en las que lo único que hacía era mostrarme mi propia bajeza y humillación, sentía que, de pronto, unos fuertes temblores acudían a mis manos. Cuando eso me pasaba, trataba de inspirar y expirar repetidamente y, la mayoría de las veces, lograba controlar esos temblores, pero otras, eran tan fuertes que se hacían irrefrenables; entonces, notaba como una desconocida ira nacía de mi más profundo interior y se extendía por todo mi ser como si fuera una llama que por dentro me consumiese. La verdad es que me sentía arder. Era entonces cuando las imágenes acudían a mi mente, imágenes en las que me veía a mí mismo estrangulando ese arrugado y momificado cuello de la vieja. ¡Qué placer sentía entonces! Sí, sí, lo que oyen. Placer y alivio, pues sólo la contemplación de esas imágenes apagaban el fuego que internamente me abrasaba. No me malinterpreten. Cuando yo entré a su servicio me trataba bien y hasta podía decir que sentía cierto aprecio por la vieja; sin embargo, en estos últimos once meses se había operado un cambio en ella, volviéndose huraña y despreciable conmigo, sin motivo aparente. Simplemente, de un día para otro, decidió vetarme muchas habitaciones de la casa, como la biblioteca o la sala de estar, empezó a decir que yo le gastaba todo y a maltratarme.

Tras varias frases más despectivas y humillantes hacia mí, al fin me informó del motivo de su llamada, aquello que supuestamente tanto le urgía.

—Hoy me apetece desayunar antes—sentenció—. Ve y prepáramelo.

Displicente, bajé de nuevo las treinta y dos escaleras y me interné en la amplia cocina, dispuesto a prepararle un rico desayuno con el que disculparme por mi comportamiento de antes. Hasta fui al jardín para coger algunas flores con las que le monté un pequeño aunque muy alegre ramillete, el cual coloqué cuidadosamente sobre la bandeja en el que le serviría el desayuno a la vieja, junto a la taza de café y la infusión matinal. Con ello esperaba que se le pasase el enfado, pues cualquiera la aguantaba en ese plan el resto del día.

Con el desayuno listo, volví a subir de nuevo la escalinata y cuidadosamente le deposité la bandeja en el regazo. La vieja, en cuanto vio el pequeño ramo de flores, lejos de agradecérmelo, me lo tiró a la cara. Tras él, vino el café, aún humeante.

—¡Estúpido! ¡Inútil!—exclamó desde la cama, fuera de sí.

Tan sólo había cortado unas pocas flores, de aquellas plantas, además, que vi que tenían más. Debí haberlo sabido, de todas formas, pero no lo hice.

—¿¡Cómo has tenido el atrevimiento de cortar mis plantas!?

Antes de que pudiese hacer o decir nada, estiró el brazo y agarró el bastón que reposaba junto a la cama y me propinó con él dos fuertes golpes.

—¡Maldito inútil!—volvió a repetir.

De nuevo, ahí estaba, ese misterioso temblor en las manos.

—¡No te quedes ahí parado!—me dijo ella—¡Ayúdame a levantarme!

Ignorando el temblor, que no cesaba ni regularizando mi respiración, la ayudé a levantarse de la cama.

—Aún es pronto para levantarse. ¿No prefiere quedarse en cama un rato más?—le aconsejé.

—Tonterías. Quiero ver por mí misma el estropicio que has hecho en el jardín—dijo. Y apoyándose con su mano derecha en el bastón y con la izquierda en mí, salimos al pasillo.

—Maldito mentecato. Mostrenco—iba murmurando.

Cada vez nos acercábamos más a la escalinata. Y yo sentía que el fuego en mi pecho se extendía más y más.

—No haces nada bien. Ya sé por qué tu familia…

No pude más y la empujé. Sí, lo que oyen; la empujé escaleras abajo.

Ella gritó, pero nada más pudo hacer. Sólo gritar antes de caer.

El fuego se disipó automáticamente en el momento en que vi su descoyuntado cuerpo dar con cada uno de los treinta y dos escalones y que oí cada golpe seco que hacían sus huesos al romperse a cada peldaño.

Tras observar la escena desde arriba, pausadamente descendí la escalinata y llegué hasta ella. ¡La vieja aún estaba viva! Yo la había dado por muerta y la muy asquerosa aún vivía… El fuego volvió a renacer dentro de mí.

Sigan leyendo y sabrán lo que hice a continuación… Sin alterarme por el hecho de que la vieja no hubiese muerto en la caída, volví a su cuarto, cogí el gran almohadón de plumas de su cama y volví hacia donde ella.

¡Cuánto miedo había en sus ojos cuando me suplicó con ellos que no lo hiciese! Pero yo tenía que acabar con ese fuego, debía poner fin a ese calor abrasador. Por ello, lentamente, como quien lleva a cabo una tarea cotidiana, coloqué el gran almohadón sobre su cara y apreté. Sólo tuve que apretar hasta que las sacudidas de la vieja cesaron por completo. Les parecerá una tontería, pero entonces lo único que me vino a la cabeza fue aquel relato de Poe que leí hace ya algunos años. ¿Cómo se titulaba…?, ¿lo saben ustedes?

No sabía lo que haría a continuación, pero estaba claro que allí no la podía dejar –aunque se lo mereciese–, así que me la llevé de nuevo a su dormitorio y la metí por el momento en su cuadrado y amplio armario. Más adelante ya tendría tiempo de pensar qué demonios hacer con el cadáver.

Pensado en ello estaba mientras me hallaba tumbado en aquel sofá de terciopelo verde del gran comedor, bebiendo una copita de licor, ambas cosas –sofá y bebida– vetado hasta entonces para mí, cuando llamaron de pronto a la puerta.

Totalmente tranquilo, pues no había nada que temer, me incorporé y me recompuse el pelo con los dedos, en un intento por recolocarme los rebeldes y morenos mechones que sobre la cara me habían caído durante el forcejeo con la vieja.

Abrí la puerta de par en par para encontrarme con aquello que menos hubiese esperado: la policía; y es que frente a mí se hallaban dos uniformados agentes.

A pesar de su inesperada visita, les di cortésmente la bienvenida y me hice a un lado, dándoles permiso para pasar.

—¿Desean algo de beber?—les pregunté, a pesar de hallarnos a primeras horas de la mañana.

Ellos declinaron mi ofrecimiento, pero sí que accedieron a sentarse en el mullido sofá de terciopelo verde y a explicarme el motivo que les había llevado hasta la puerta del pequeño palacete.

Así es como supe que algún vecino de la adinerada urbanización había oído un grito y, preocupado, había alertado a las autoridades.

Haciéndome el ignorante más ignorante, negué que tal grito hubiese salido de esta casa. Ellos me creyeron a pies juntillas, ya que ni me mostraron intención de ver a la señora de la casa. ¿Ven ustedes con qué facilidad los engañé? Hasta manejé la posibilidad de enseñarles la casa y que pasasen frente al armario en el que ocultaba a la vieja, cosa que me regocijó sobremanera sólo de imaginármelo, pues, ¿qué habría de temer? Sin embargo, a cuenta de la vieja y sus inmisericordes timbrazos apenas había pegado ojo aquella noche, y me sentía cansado, por lo que por pereza más que por otra cosa, descarté la idea.

Tras haber respondido a todas las cuestiones de los policías y quedar éstos satisfechos con mis calculadas respuestas, la conversación giró hacia otros derroteros, caracterizados por temas más banales. Al fin, tras un intercambio de miradas, me anunciaron que se marchaban y me dejaban tranquilo.

Antes de salir, uno de los policías se detuvo a mirarse en el espejo y, no sé cómo explicarlo, pero el temblor en mis manos que creí ya resuelto con la muerte de la vieja, volvió a mí una vez más. Entonces –desconozco el cómo o el por qué– supe que debía matar a ese policía si lo que pretendía era vivir en paz de una vez por todas.

Me acerqué más al policía por detrás.

—¿Quiere algo?—me preguntó, mirándome desde el espejo en cuanto me vio acercarme.

Rápidamente, tracé un plan.

—No—le respondí de inmediato—. Es tan sólo que… me preguntaba cómo sería una comisaría por dentro, cómo funciona todo.

El hombre pareció sosegarse un poco.

—¡Claro!—me contestó, sonriente. Parecía realmente contento—Venga cuando quiera; yo mismo se la enseñaré.

Varias veces le mostré mi agradecimiento por tal ofrecimiento, luego les despedí y, por último, cerré la puerta. ¡Al fin estaba otra vez solo!

A gusto por el hecho de sentirme solo otra vez, enfilé de nuevo mis pasos hacia el sofá. Para antes de haberme sentado en él, yo ya había trazado completamente mi plan. Verán, yo me haría amigo de ese policía poco a poco para, luego, ¡acabar con él! Sí, sí, eso es. Debía acabar con ese temblor y ese fuego. Lo que oyen. Un plan perfecto, sin fisuras de ningún tipo.

Sintiéndome cansado de repente, me recosté más sobre el sofá. Ya habría tiempo para llevar a cabo mi plan…

Consulta la comparativa de eReaders en Español, más completa de internet.

Podría interesarte...

 

 

 

 

 

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)