Relato 13 - Plaga

PLAGA

 

 

No podía dormir. Contemplaba a mi mujer acostada a mi lado, y las gotas de sudor que se le habían formado sobre sus labios. ¡Qué felicidad si pudiera dormir como ella! El aire del ventilador parecía que no atravesaba el mosquitero y yo no hacía sino dar vueltas y más vueltas en la cama. Todo me molestaba: la almohada, que mi cabeza calentaba y me obligaba a virar periódicamente para buscarle la parte más fresca, el contacto pegajoso del cuerpo de Belkis, la sábana arrugada, todo.

Decidí levantarme y tomar agua. Quería salir de la cama para suprimir su tormento. Imaginaba la agradable sensación del frescor del mosaico en la planta de los pies y del líquido mojando mi garganta. Con esos pensamientos tenía ocupada mi mente cuando vi salir a mi cuñado del cuarto del niño rumbo a la cocina.

El tampoco puede dormir - pensé – allá en el campo, donde vive, ¿harán los calores que hacen aquí?

Al dirigirme a la puerta lo vi regresar. Avanzaba de una forma rara, como si le costara trabajo, apoyándose en las paredes. ¿Caminaba dormido, sonámbulo? Pero no, En una de sus manos llevaba un cuchillo. Me detuve sin saber que hacer, pero al fin reaccioné y fui a alcanzarlo.

En ese instante llegaba hasta la cama de mi hijo y levantaba el mosquitero. Por mi mente todavía no había pasado idea alguna de anormalidad o peligro. En tantas cosas simples puede usarse un cuchillo: un nudo que no afloja, una ventana trabada, pero... ¿en la cama de José Angel? ¿Y con ese brillo en su mirada? ¿Y esas facciones desencajadas?...

¡Está loco! ¡Va a matar a mi hijo! No, no es posible. ¿Por qué?

- Yiyo – lo llamé - ¿Qué pasa? ¿Qué haces?

  Vi como me miraba, aun con el cuchillo en alto.

Estáticos, sin movernos, pasaron unos segundos en los que ninguno realizó un solo gesto.

Mi hijo dormía con su cabecita ladeada sobre la almohada. Tan cerca, tan indefenso y pensé: - No puedo equivocarme. Está loco. ¿Qué hago? Estaba muy lejos para intentar algo; ni aun lanzándome sobre él podría llegar a tiempo si se decidía a descargar el golpe.

Me apoyé en la cómoda, doblándome como si tuviera un dolor y repetí:

- Yiyo, ayúdame, corre. 

Quedó indeciso pero sus facciones siguieron contraídas, sus ojos desorbitados, el brazo levantado con el cuchillo...- No, no me hará caso. Lo va a matar.

- ¡Ay! ¡Ayyy! – gemí en voz baja. Las lágrimas saltaron de mis ojos. De miedo, con desesperación, por la impotencia de no poder hacer nada, absolutamente nada.

Pero parecía dudar, me miraba. ¿Se habrá creído realmente que yo...? Estiré la mano como pidiéndole que me sostuviera. Di algunos pasos torpes a su encuentro y, ¡al fin! Lo vi como dejó caer el mosquitero y se acercó hacia mí.

- Pepe, lo ha matado ¡lo ha matado! Nos va a matar a todos, exclamó con voz alterada.

 Pude finalmente agarrarlo por el brazo. – Ayúdame – le dije – tengo que ir al hospital.

El siempre fue fuerte, acostumbrado a los trabajos del campo. Su cuerpo no tenía grasa y sus músculos estaban en tensión. Me dio pánico pensar que si trataba de arrebatarle el cuchillo me vencería y entonces sería peor. Estaba empapado en sudor, no sabía que hacer...

De un tirón se zafó del brazo y me dijo: - ¿No lo ves? Se hace el dormido pero está riéndose. Engañándonos. Ya mató a José Angel y ahora quiere acabar con nosotros.

No se cómo ni cuales palabras utilicé para convencerlo de que “eso” no podría matar a nadie ahora, que cerraríamos las puertas y las trancaríamos con muebles para que no pudiera escaparse y después lo atraparíamos. Pero hacía falta que me llevara al hospital pues me sentía morir.

De súbito me agarró por el cuello y alzando el cuchillo me ordenó: - Abre la boca. Déjame ver tus dientes.

Aunque no hubiera querido hacerlo me tenía ahogado y eso me obligó a abrir la boca para poder respirar.

Al convencerse de que no tenía lo que esperaba encontrar y que lo aterrorizaba me soltó y volvió a mirar hacia la cama. En ese momento mi hijo se movía para cambiar de posición. Esto lo hizo decidirse y me empujó hacia la puerta diciéndome:

- ¡Apúrate! Al hospital, ¡Vamos!

Cogí el pantalón y colgándome de su brazo salimos a la calle lo más rápido posible por miedo a que cambiara de idea.

Por suerte paramos enseguida un vehículo y le pedimos al chofer que nos llevara al hospital. Por el camino se descontroló totalmente como si sus nervios hubieran estado amarrados, comprimidos bajo una enorme tensión y de pronto se hubieran roto.

Se llevó las manos a la cara y rompió a llorar como un niño. Le rogué al chofer que se apurara y traté de calmarlo.

Hablaba con frases incoherentes. – “Un Güije”... y nos va a matar... Pobre José Angel – repetía entre sollozos y con voz apenas audible.

Me contó que lo había despertado una voz que lo llamaba por su nombre. Al principio creyó que era José Angel y al mirar hacia la cama vio una figura del mismo tamaño que mi hijo pero con cara malévola el cual, sentado en la cama, lo miraba fijamente. En su boca, una sonrisa diabólica le mostraba unos colmillos tan grandes como los de un perro.

El pensó que soñaba pero el Güije, sin dejar de mirarlo, le señaló bajo la cama donde estaba sentado. Al seguir el gesto con la mirada descubrió unas piernecitas que sobresalían y una mancha de sangre en el piso que se extendía alrededor de ellas. Mientras las contemplaba espantado oyó que “él” le dijo: - Ahora les toca a ustedes. Yiyo entonces corrió hasta la cocina a buscar un cuchillo para matarlo.

A medida que hablaba mi cuñado se fue calmando, pero mantenía la mirada extraviada, la mandíbula caída y respiraba entrecortadamente lo que me ratificó su grado de locura. Tenía que encontrar alguna solución, pero al menos logré quitarle el cuchillo que aun empuñaba,

En ese momento llagamos al hospital. Entre el chofer y él me “ayudaron” a salir del carro y fui casi cargado hasta el Cuerpo de Guardia de urgencias.

Me acostaron en una camilla y el médico vino enseguida a atenderme. Casi en un susurro le expliqué que mi cuñado era el que se había vuelto loco pues quería matar a mi hijo y yo lo había engañado con lo del dolor para sacarlo de la casa. El médico al principio creyó que el que se había vuelto loco era yo, pero llamó a Yiyo y se puso a conversar aparte con el. Vi como poco a poco su aspecto denotaba que comprendía y mas tarde me hizo una seña de inteligencia y se lo llevó hacia el interior del hospital.

Pasó una media hora tras la cual el médico regresó y me dijo que le había dado un sedante muy fuerte. En ese momento dormía y ya estaba localizada la ambulancia para remitirlo a una institución especializada en enfermos mentales.

Regresé a casa. Tenía que decírselo a Belkis. Su hermano no había padecido anteriormente de trastornos nerviosos. Era un hombre muy equilibrado y no me explicaba que podía haberle pasado para llegar a ese estado de locura.

Entré y miré el reloj del comedor. Todo había transcurrido en menos de dos horas. Me acerqué a la cama de mi hijo. Todavía tenía el mosquitero desarreglado. En la oscuridad de la habitación su cuerpo parecía aun más pequeño de lo normal. Al acercarme a besarlo sus labios se distendieron en una sonrisa. Sus ojos se abrieron y me miraron fijamente. En su boca se destacaban dos colmillos desarrollados como los de un perro de gran tamaño. Su sonrisa era perversa, cruel. ¡No era mi hijo!

Se incorporó poco a poco. Acercó su cara a la mía y me envolvió un vaho pútrido y maloliente que emanaba de su garganta. Salté rápidamente hacia atrás pero tropecé con algo que sobresalía debajo de la cama. Antes de mirar ya sabía lo que era. Me vino a la mente lo que me había dicho Yiyo. No, no podía ser. Esto no es verdad. Tengo que despertarme. Tiene que ser una horrible pesadilla. Pero no, veía las dos piernecitas y el charco de sangre que se extendía hasta mis pies. Ya “el” se había parado en la cama y se reía silenciosamente con los dos puños puestos en la cintura. Burlándose.

Choqué contra la pared, espantado. Sin poder separar la mirada de ese cuerpo repulsivo vi como, con su mirada clavada en mi y sin dejar de sonreír, bajaba de la cama y lenta, muy lentamente, se me acercaba.

Así que era verdad. No era locura de Yiyo. Pero, ¿Por qué se dejó llevar al hospital?, ¿Por qué no lo mató? ¿Cómo dejó que lo convenciera?, Es que esto es irreal, estas cosas no pasan. Estos bichos no existen. No, ¡No!

Ya estaba muy cerca. Sus manos, como garras, estaban listas para desgarrarme con sus afiladas uñas. Me sentía como un pájaro indefenso frente a una serpiente. Sin poder moverme. Completamente hipnotizado. Traté de retroceder, de incrustarme en la pared mientras que él, con desesperante calma, seguro de su triunfo, se acercaba cada vez más.

De pronto oyó algo que lo hizo regresar rápido hacia la cama. No había salido de mi asombro cuando comprendí que algo lo había asustado. Era mi única oportunidad para atacarlo. Me acerqué buscando en mi bolsillo el cuchillo que le había quitado a Yiyo y al destapar el mosquitero oí la voz de Belkis que me decía: 

- Pepe. ¿Qué pasa? ¿Qué haces? Ven, ayúdame. Tengo un dolor muy grande. Tienes que llevarme al hospital.

Supe que mentía. Su cara estaba demacrada. Tenía miedo pero no me soltaba y vi como dentro del mosquitero “el” se revolvía y pensé que dentro de un instante nos miraría hipnóticamente y todo habría terminado.

Por eso me dejé llevar hasta la calle. Para alejarnos del peligro.  Comprendí. Al fin comprendí a Yiyo, lo que había hecho y por qué.

Me fijé en las casas de los vecinos. Había luces encendidas en las habitaciones donde dormían los niños.

Vi salir de sus hogares mujeres con sus esposos. Igual a como salía yo.

Y ahora, en el hospital, tendremos que esperar a que nos atiendan, pues una larga cola de máquinas espera turno, mientras una pequeña figura contrahecha, con mirada penetrante y sonrisa diabólica, nos abre las puertas.

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