Relato 124 - El Rostro
El médico forense contó 17 heridas, cinco de ellas mortales. Los vecinos descubrieron el cadáver después de que la esposa salió gritando a la calle a pedir auxilio. Algunos se armaron para enfrentar al ladrón, pero no encontraron a nadie. Había mucha sangre en la cocina, en la escalera y sobretodo en las paredes de la alcoba. Los muebles estaban revolcados y faltaban algunos electrodomésticos, el computador y las joyas. Después de una hora llegó la policía y una ambulancia. Se determinó que había sido un robo a mano armada, con resistencia de parte del dueño de la residencia quien resultó muerto. Por fortuna la esposa se había logrado salvar, escondida en el baño. Fue una investigación rápida debido a las evidencias que se encontraron, y al testimonio convincente de ella, el único testigo presencial. Los vecinos coincidían en que el barrio se había vuelto muy peligroso y que eran ya tres casas asaltadas en el último mes.
Ese día estuve trabajando hasta muy tarde. Llamé a mi mujer para decirle que no me esperara para comer, aunque eran muy pocos los días en que lo hacíamos juntos, mi trabajo como detective me impedía tener un horario organizado, y además nuestra relación no pasaba por un buen momento. Entré al cuerpo policial hace diez años y ascendí rápidamente hasta alcanzar la jefatura de una ciudad pequeña, gracias a golpes certeros contra la mafia local, que nos permitió desmantelar una tenebrosa red de tráfico humano con fines sexuales. Al comienzo de nuestro matrimonio tuvimos una relación intensa, con buenos momentos. Pero tal vez por mi forma de ser, abierta y jovial, o como descubrí luego, por murmuraciones que una de las chicas de la jefatura le llevó, mi esposa comenzó a sospechar de todo y eran tan frecuentes sus reclamos que acababan en discusiones interminables. Sospechaba de todas las mujeres que se acercaban y de todos mis amigos, a los que acusaba de cubrir mis infidelidades. Un día la encontré revisando mi cartera. Había encontrado fotos de una de las chicas desaparecidas y la relacionó como una de mis supuestas amantes. Otro día al salir del trabajo, me dirigí con algunos amigos a jugar un partido de baloncesto. Me comuniqué con ella y se lo comenté. De camino a la cancha, un carro me estaba siguiendo y descubrí que era ella. Al llegar, me acerqué por detrás.
–¿Qué haces? –le pregunté, sorprendiéndola.
–Solo estaba donde una amiga acá cerca. Ya me voy –y arrancó.
En una fiesta de fin de año que nos ayudaba a relajar el estrés del trabajo, el ambiente festivo nos llevó a tomar unas copas de más. Habíamos logrado golpes importantes contra la delincuencia organizada. Todos estábamos felices. Una de las chicas del grupo que yo dirigía, también pasada de tragos, se movió de manera muy sugestiva mirándome a los ojos. Yo solo reía. Al finalizar, mi esposa me lanzó un vaso de agua en la cara y salió disgustada del salón. La seguí hasta el vehículo y regresamos a la casa en medio de una fuerte discusión. En la cocina, la disputa subió de tono. Me llamó hipócrita, sinvergüenza, descarado, y algunos calificativos más que no recuerdo. Le dije que debía ver a un psiquiatra, que su desconfianza era enfermiza y que yo no podía manejar el comportamiento de los demás, solo el mío. En la mitad de la discusión, tomó un cuchillo y me amenazó. Me asusté. La borrachera que tenía podía desembocar en una agresión real. Cuando se dio cuenta, dejó el cuchillo a un lado. Por recomendación de nuestras familias, quisimos solucionar los problemas en la relación. Asistimos a terapias de pareja que no llegaron a ningún resultado. Algo había muerto entre los dos y los celos impedían que ese algo volviera a renacer.
Nunca la engañé a pesar de las mujeres que se me insinuaban directamente. Siempre he pensado que, en cuestiones de infidelidad, al final se sabe todo. Nada se puede ocultar en los romances prohibidos y menos en una ciudad como en la que vivíamos nosotros, en donde todos se conocen. Para un hombre infiel, las mentiras se vuelven recurrentes y los descuidos inevitables. Pero nadie sospecha de una mujer o eso fue lo que me pasó.
El día del crimen tuve la visita de dos altos rangos de la jefatura de la capital. Visitamos los barrios más peligrosos y se entrevistaron con los oficiales de turno. Cuando terminamos, cerca de las 9 de la noche, cerré el escritorio y salí de la oficina. Me ofrecí a llevar a nuestros visitantes al hotel y al llegar, me invitaron a tomar algo para cerrar un duro día de trabajo. Acepté y después de tomar unas cervezas y tratar algunos temas intrascendentes, salí del hotel En el camino, escuché algunas canciones en la radio y me esforcé para que el sueño no me venciera. Paré en una estación de gasolina solo para hablar con el dependiente y despertarme un poco. A las 11:20 llegué a mi casa.
Encontré todas las luces apagadas. Abrí la puerta del garaje, guardé el auto y cerré de nuevo con llave. Entré en la sala, dejé mi arma en un sitio seguro y me dirigí a la cocina para preparar algo de comer. Escuché algunos ruidos y sospeché que fuera el gato, pero todo estaba tranquilo y oscuro, con excepción de la luz de la cocina. Regresé, abrí la puerta de la nevera, y cuando iba a tomar un recipiente con comida, un golpe me tumbó al suelo. Sentí algo caliente en la espalda y me toqué con la mano. Era sangre. Al levantarme sentí el segundo golpe. Me agarré de la puerta de la nevera, pero resbalé y caí de nuevo tumbando algunas cosas. Desde el suelo, vi a un hombre encapuchado armado con un cuchillo, vestido con una camiseta amarilla. Tomé una botella que había caído y se la lancé, pero la desvió con su brazo. Me deslicé de espaldas lanzando patadas y balbuceando gritos de angustia. El hombre movía su brazo tratando de alcanzarme con el cuchillo, pero logré mantenerlo alejado. “¡Hijueputa, la vas a pagar caro!” le grité, pero seguía intentando herirme de nuevo. Aproveché un momento en que se detuvo para levantarme, recostándome contra la pared. La espalda me quemaba. Tomé una jarra del mesón de la cocina para defenderme. Miré hacia el suelo y vi un charco de sangre, pero aún tenía fuerzas en mi cuerpo. Mi esposa no había respondido a mis gritos. ¿Estaba dormida? Debía despertarla para que activara la alarma y llamara a la jefatura. Moví mi brazo con la jarra para mantenerlo alejado y retrocedí tratando de llegar a mi arma, pero el hombre me bloqueó el paso amenazándome con el cuchillo. Parecía saber el sitio exacto donde la escondía. Tenía que llegar a la escalera. La alcoba principal estaba en el piso de arriba y allí había un teléfono. Podía llegar, bloquear la puerta y llamar por auxilio. Entramos en la oscuridad y solo veía una sombra amenazante. Yo continuaba moviendo mi brazo con la jarra en la mano. El hombre trastabilló por un momento y aproveché para comenzar a subir de espaldas. Vi el reflejo del metal acercándose nuevamente. No veía los escalones, pero me agarré a la baranda con la mano libre para guiarme. La sangre seguía cubriendo mi espalda y las piernas me flaqueaban. Tenía un dolor muy fuerte, parecido a una quemadura. Mi estómago se revolvía con náuseas. Sentí un líquido en la garganta y lo tragué. Grité a mi esposa y escuché algunos ruidos en la alcoba. Me imaginé que era ella. La oscuridad se hacía más densa al subir y con la distancia entre los escalones podía defenderme mejor. Escuché cerrar una puerta. El hombre dejó de lanzar cuchilladas y percibí no tenía la intención de matarme, solo de guiarme hacia el piso superior. La alcoba quedaba al final del corredor y seguí de espaldas. Veía su sombra y el brazo con el cuchillo. Cuando encontré el final del corredor, busqué la puerta de la alcoba y me di cuenta que estaba trancada con seguro. Mantuve la jarra en mi mano y golpeé fuertemente para que mi esposa abriera. Le grité. Sentí un golpe en mi brazo. Me había alcanzado. El dolor me obligó a soltar la jarra y con la otra mano traté de parar la sangre que brotaba. El hombre llamó a mi esposa y le ordenó que abriera. Estaba recostado a la puerta cuando esta se abrió de repente y caí al suelo. Empezó a patearme y a insultarme. Me arrastré hasta la cama, buscando algo que me protegiera de sus golpes. Había perdido mucha sangre y mi fuerza había disminuido. Tomé el cubrecama para protegerme y con mucho esfuerzo logré pararme. Me lancé hacia él, pero caí de bruces, vomitando sangre. En el suelo, no lograba balbucear palabras completas y sentí que me desmayaba. Alcancé a verla parada a un lado, observando. Y en un acto reflejo, solo di la vuelta para cubrirme la cara con el brazo. Entonces recibí un nuevo golpe caliente en el estómago, y otro, y otro. Antes de que mis ojos se nublaran completamente, vi el rostro impertérrito de mi esposa sobre mí, mientras seguía recibiendo los puñetazos.