Relato 121 - Tac, tac, tac
Estaba muerta. No existía la menor duda de que su corazón había dejado de latir y sus pulmones de coger y expulsar aire. Su marido, ahora su viudo, la observaba sentado en la butaca favorita de la difunta, fumando un cigarrillo con avidez. A la vez, recordaba como apretar su cuello hasta que había sentido como moría. Por un instante, deseó que ella despertarse de ese sueño eterno, para poder estrangularla de nuevo y sentir ese placer tan intenso.
—Amorcito, ya no me prohibirás fumar en casa.
Se terminó el cigarrillo con parsimonia, después lo apagó en la almohada de bolillos que descansaba apoyada al brazo de la butaca. Ese era el pasatiempo favorito de su difunta esposa.
—Tac, tac, tac. Todo el día igual —se quejó Manuel, que así se llamaba el asesino.
Treinta años de matrimonio habían finalizado en un abrir y cerrar de ojos. Eran treinta años de casados, pero no así de vida matrimonial. Durante muchos años, él había trabajado en Suiza y volvía a casa para pasar los pocos meses en los que la nieve le impedía realizar su faena de albañil.
Un día, cuando la edad y un problema de corazón lo amenazó, dejó ese trabajo lejos del hogar. A partir de ese instante la convivencia diaria, mensual y anual fue un mazazo para el matrimonio.
Manuel se levantó del asiento, rodeó el cuerpo y lo agarró por las piernas. Después, lo arrastró por la sala, sin preocuparse por el bamboleo. La cabeza de la mujer chocó contra el dintel de la puerta, pero su asesino no se inmutó. Siguió hasta situarse delante del armario empotrado que servía de guarda cosas. Allí soltó las piernas, golpeándose estas contra el suelo. Después, volvió a la salita y cogió la dichosa almohada, cuanto antes la perdiese de vista mucho mejor.
—Seguro que le sacas provecho en el otro mundo —Manuel acompañó su ocurrencia con una carcajada.
Abrió la puerta del armario, después cogió el cuerpo de su mujer e intentó levantarlo.
—¡Cómo pesas, jodía!
Manuel lo dejó caer. No había pensado que le iba a ser tan difícil guardar a su esposa en el armario. Volvió a intentarlo, abrazándose a ella más de lo que lo había hecho en años. Arrastró los pies hacia atrás para llevarla al interior del trastero, quedando la muerta entra la salida y él. Manuel resopló. El espacio, estrecho y lleno de trastos no le ayudaba a manejarse con soltura. Como pudo, paso a paso, fue rotando su cuerpo y el de su esposa hasta que, con gran satisfacción, vio que ya podía salir del armario. Entonces, la soltó y el cuerpo cayó hacia delante, lo que le obligó a sujetarlo de nuevo.
—¡Hasta muerta das problemas!
Aguantándola con una mano, cerró la puerta del armario. Fue en ese instante cuando vio la almohada, con un trabajo a medio realizar. Manuel no entendía de encaje de bolillos, pero su mujer le podría haber explicado que eran unas arañas entrelazadas. Cogió la almohada y con cuidado abrió la puerta, de que su difunta no le diese por caer de nuevo. Cuando consideró que ya había hueco suficiente, botó la almohada dentro, fijándose que el cuerpo estaba hacia delante, con la cabeza apoyada en la puerta. Entonces, empujó para vencer la gravedad que obligaba a la difunta a caer.
Con un golpe secó, Manuel cerró la puerta y después le pasó el pestillo. Ya podía estar tranquilo.
—Ahora, la segunda parte.
Manuel preparó cogió su pistola de silicona y con ella selló la puerta, fijándose de no dejarse huecos. Una vez satisfecho, salió al garaje y preparó una mezcla de cemento de rápido secado. Cogió también unos ladrillos finos y todos los utensilios necesarios para subir una pared. Una carretilla le ayudó a entrar todo en la casa y llevarlo hasta la parte exterior del armario donde yacía su difunta.
Su pasado como albañil le ayudó a que su trabajo con los ladrillos y el cemento fuese rápido y profesional. En poco tiempo una pared le separaba aún más del cuerpo de su mujer.
—Querida, descansa en paz.
Tras otra risotada, cogió la maleta favorita de su esposa, la llenó de ropa y enseres femeninos y la dejó en el garaje. Después, compró un billete en autobús a nombre de su esposa y usando la tarjeta de crédito de ella. El destino elegido era al otro lado del país. También le reservó una habitación en un motel de una estrella.
Ahora, el siguiente paso era mandar la maleta de viaje. A través del WhatsApp contactó con una empresa de transportes, especificándoles que hallarían la maleta en el garaje y que les daba permiso para entrar en el mismo, ya que ella no se encontraría en casa para atenderles y que necesitaba que la maleta llegase a su destino en 24 horas. Sin demora recibió una respuesta afirmativa, aceptando las condiciones de la clienta.
—Señora María Navarro, se hará como ha indicado.—Fue el mensaje de aceptación.
Manuel se sentó en la butaca renqueando de la pierna derecha, pero satisfecho por el buen trabajo realizado. Estaba seguro de que no le iban a atrapar. Nadie sospecharía de él.
—Estúpida gota —dijo descalzándose para observar el dedo gordo que tenía hinchado.
Al día siguiente, a primera hora, la maleta fue recogida según sus órdenes.
Tres días después, Manuel recibió una llamada. Era la dueña del motel, preocupada porque le había llegado una maleta, pero la dueña de la misma no daba señales de vida. Manuel reaccionó como un profesional, en esta ocasión no de la albañería, sino de la actuación.
—¿Dónde está mi esposa? —inquirió con voz trémula.
—Señor, yo no lo sé.
—¿Le parece bien no avisarme antes? ¡Son dos días! Puede haber tenido un accidente. Puede estar tirada en cualquier zanja. O quizá está… —Manuel cortó la frase a propósito, para que su interlocutora la interpretase de la peor manera posible.
Tres años después…
—Manuel, ¿estás seguro de que deseas quedarte aquí? Sabes que en mi casa siempre te recibimos bien. A mi Juan no le importa que vengas.
La que así hablaba era Marta, la cuñada mojigata de Manuel, como él la definía. Parecía una tormenta viviente, siempre vestida de negro y gris. No la soportaba, con ese aire de mosquita muerta y menos al calzonazos de su Juan.
—Seguro, Marta. Estaré bien.
Marta había acompañado a Manuel a la casa de este. En los últimos meses, desde la muerte de María (bueno, desaparición para la familia), Manuel había decidido cambiar de residencia cerrando la casa y trasladándose a la ciudad. La excusa había sido que no soportaba los recuerdos que le traía la soledad. Lo cierto era, que tras un mes desde el asesinato, no toleraba vivir al lado del cadáver de su esposa. No eran los remordimientos; se sentía molesto.
—Entonces, te prepararé algo de comer —dijo Marta, metiéndose en la cocina.
Manuel la escuchó remover, mientras se dirigía a su habitación, pasando por delante del cadáver. Oyó un ruido.
Tac, tac, tac
Por un instante se detuvo. ¿Qué había sido eso?
Tac, tac, tac
Otra vez. Molesto, odiaba los golpeteos repetitivos, buscó con la mirada de donde podía venir el ruido.
—Debe ser una ventana mal cerrada —se dijo.
Entró en el cuarto y lo inspeccionó sin éxito. Allí nada podría producir semejante algarabía. La ventana estaba perfectamente cerrada y las puertas del armario encajadas.
Se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre la cama. Se fijó en la foto de la mesilla, su esposa le observaba. Molesto, se acercó para guardarla en el cajón. Iba a hacerlo cuando oyó pasos acercándose.
—¿Manuel? —preguntó Marta.
El susodicho respondió después de jurar por lo bajo.
—¿Te falta algo, cuñada?
—Te estoy preparando algo, aunque no hay mucho donde elegir —Manuel se fijó que Marta se había detenido justo delante de donde estaba el cuerpo de su hermana.
—No te preocupes, tampoco necesito mucho. No creo que me quede más de un día o dos.
—Sí cambias de idea…
—Sí, lo sé. Puedes irte ya. Tu familia te está esperando.
Tac, tac, tac
—Otra vez, ese maldito ruido —se quejó Manuel con voz ronca.
—¿Qué ruido?
Tac, tac, tac
—Ese ruido —repuso Manuel molesto.
La expresión bobalicona de Marta alteró aún más a Manuel. No la soportaba ni un minuto más en la casa y encima le mentía.
—Será el cansancio —se excusó.
—Sí, han sido muchas emociones. De nuevo, gracias por venir. Mamá te quería mucho.
—Y yo a ella. —Por una vez era cierto. Había apreciado y querido a su suegra.
—No debes perder la esperanza, algún día María aparecerá —dijo Marta.
—Seguro—respondió su cuñado—. «Si supieras que la tienes al lado».
Cinco minutos después había conseguido librarse de Marta.
—¡Por fin!
Tras cenar algo de lo que le había dejado preparado decidió acostarse. Era cierto que se sentía cansado.
Se puso el pijama y se echó en la cama. Cerró los ojos dispuesto a dormir. No habían pasado ni diez minutos cuando el sueño le invadió.
Tac, tac, tac, tac, tac, tac
Saltó de la cama. No podría dormir sin averiguar de donde venía ese golpeteo informal. Revisaría cada centímetro de la casa hasta encontrar el origen.
Comenzó por el pasillo, siguió por la habitación de invitados, la salita, la cocina, el cuarto de baño. Nada. Ahora, esperaba oírlo para poder identificar su origen, pero nada. Silencio. Molesto con su fracaso volvió a la habitación. Se acostó de nuevo.
Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac
—¡Maldita sea mi estampa!
El ruido estaba aumentado de intensidad y duración.
Se sentó a los pies de la cama. Entonces, se le ocurrió una idea.
—Seguro que viene de casa del vecino. Ya le diré yo unas cuantas…
Convencido de que tenía razón, salió a la calle en pijama y se dirigió a la casa del vecino. La misma le recibió en silencio. Un cartel, que no había visto antes, indicaba que la residencia estaba a la venta.
«Habrá okupas», pensó.
Se acercó a la puerta principal y escuchó. Nada. Seguidamente intentó mirar por una de las ventanas, pero todas estaban tapiadas.
«Seguro que se ha dejado algo mal cerrado y ahora da golpes. Mañana tengo que hablar con el dueño y advertirle». Después de pensar así volvió sobre sus pasos. Se acostaría y miraría de dormir.
Diez minutos pasaron hasta que se encontró en la cama con los ojos cerrados. Se estaba quedando dormido, ahora sí.
¡Tac, tac, tac, Tac, tac, tac, Tac, tac, tac, Tac, tac, tac!
—¡Cabrones! —gritó sin saber muy bien a quien estaba insultando.
Con los nervios en punta, saltó de la cama. Ahora no se oía nada. Parecía una burla.
«Necesito algo, estoy alterado. Me tomaré un tranquilizante, alguno debe quedar en el botiquín», pensó.
Salió de la habitación y entonces, ocurrió de nuevo; pero está vez el ruido era mucho más ensordecedor.
¡¡¡Tac, tac, tac, Tac, tac, tac, Tac, tac, tac, Tac, tac, tac, tac, tac!!!
Tembloroso identificó de donde venía el golpeteo. Detrás de la pared que ocultaba el cuerpo sin vida de su mujer. ¿Cómo era posible? Tenía que solucionarlo. Quizá era algún hueso golpeando contra la puerta. No podía dejarlo así. Cualquiera podía escucharlo.
—Hasta muerta me das trabajo.
Se dirigió al garaje y eligió las herramientas adecuadas para hacer un boquete en la pared y así acceder a la puerta del armario y después a su esposa. Trabajó duro unos minutos, martilleando sobre la pared de ladrillos hasta conseguir abrir un boquete. Pero no se detuvo, continuó golpeando hasta romper la madera de la puerta del armario que había servido de trastero. A cada golpe que daba él oía otro en respuesta. Al terminar, dejo caer la herramienta, que casi le da en el pie derecho, ese que le daba la lata cuando tenía un ataque de gota. Ni se inmutó. Abrió los ojos desmesuradamente. No podía creer lo que estaba viendo. Era una pesadilla. Era irreal.
—Querido, has tardado mucho en venir a buscarme —dijo María, ladeando la calavera que tenía como cabeza.
Manuel observaba aterrado como las manos de su mujer se afanaban sin parar, moviendo los bolillos, colocando los alfileres, desarrollando el hilo…
—¿Quieres que te enseñe mi último trabajo? Son unas arañas entrelazadas.
La muerta separó el encaje de la almohada y lo lanzó hacía su esposo. Este gritó aterrorizado. Una gran telaraña estaba cubriendo todo su cuerpo. Intentó luchar, liberarse, pero la telaraña le tenía cada vez más atrapado. Pronto, la difunta esposa tiró del hilo, arrastrando el cuerpo de su asesino al interior del armario.
—¡¡¡Aaaaaaaaah!!! —gritó él.
Fue lo último que dijo. Al día siguiente, los dos cuerpos fueron encontrados. Él, doblado por la cintura tenía medio cuerpo dentro del armario. Ella, todo huesos. Él, con una expresión de terror en el rostro y ella de satisfacción.