Relato 102 - El Muerto

 

Me desperté en el ataúd hace un rato, a las seis. Lo pude saber por el reloj de pulsera que me regaló mi tía Esther, que cuando le aprietas el botón de la derecha tiene luz. Al principio creí que estaba muerto. Por supuesto, qué ocurrencia del destino despertarse en un ataúd. Pero luego, la sensación de humedad en la cara me despabiló, volví a abrir los ojos, y logré ver con claridad una pequeña rendija por la que se filtraba la luz de un farol, y el agua de lluvia que salpicaba contra los bordes. Escuché una conversación y cuando quise prestar atención, pensando que tal vez se trataba de un sueño, y que en ese mensaje se encontraba la llave de mi despertar, un pedazo de la rendija se oscureció. En ese momento entendí lo que ocurría. Un poco de agua me llegó hasta la cara. Yo aún estaba bajo los efectos de ese mismo malestar que en la morgue no me había permitido expresar, o tan solo moverme, y ni siquiera hice el intento de esquivarla. Al instante me aterré ante el entendimiento de lo que estaba ocurriendo. Esta agua no lo era tal, era barro. Me encontraba en una caja de madera, aún no podía moverme, estaba lloviendo y me estaban enterrando vivo. Un agudo grito se ahogó en mi garganta y por supuesto al instante me desmayé.

Supongo que cuando recuperé el conocimiento el pesar que me retenía ya había terminado. Porque apenas abierto un ojo mi cuerpo se convulsionaba contra la tapa del ataúd, en el medio de lo que debo definir como un ataque incontrolable. Fue de mí sorpresa ver que los clavos de la tapa cedían, y esto me tranquilizó en gran medida. Debo de haber empujado con todas mis fuerzas pues la tapa cedió al húmedo exterior, al barro y al agua. Por alguna razón, por supuesto desconocida, los que me habían estado enterrando decidieron abandonar apenas comenzado el trabajo. La proximidad de la lluvia los debió haber ahuyentado. La tierra que tiraron al interior del pozo se diluyó con el gran torrente que trajo la tormenta de verano y se deslizó hacia los costados del ataúd, atascándolo en el poso pero liberando la tapa.

El agua de la lluvia demoró en calmarme la sed (cosa que en este momento dudo pues aún estoy sediento). Pero la disfruté con deleite. Poco a poco fui recobrando el control sobre mi cuerpo, a pesar de lo cual no podía evitar una leve cojera hacia la derecha y una insensibilidad general. Aún no sentía la cara, y las manos parecían estar atravesadas por un millar de galerías recorridas por incesantes y diminutos insectos.

En la morgue no me podía mover, ni siquiera los ojos, pero veía y escuchaba todo. El funcionario me examinó de forma displicente: me alumbró los ojos con una linterna, metió dos dedos en mi boca, y luego me palpó la garganta. Después leyó la planilla que vino con el cuerpo y firmó las dos hojas. Paro respiratorio, listo, a otra cosa. Después de eso flashazos, nada conciso, nada definido hasta el ataúd.

Dejo que el agua me saque el barro de la cara y de la ropa y me refriego el pecho con las manos. No lo siento. Pienso en que hace calor, en que podría ir a algún lugar, bajo la lluvia y sin ningún inconveniente, en volver a casa; e inevitablemente pienso en Helena. Recuerdo todo sobre ella en un instante. La boda, la casa, las vacaciones en Bahía, el accidente de la madre, el otro de mi cuñada.

Y luego recordé a mi hermano. Andrés vino a vivir con nosotros hasta que lo pudiera ubicar en la fábrica, eso también viene a mi memoria. Mi hermano menor: la mujer se mató en un Fiat uno, en la Ruta 8.

El no quiso vivir más allá y se vino conmigo. Pensamos que de última, congelando pescado se gana bien y se trabaja en buen horario. Esa fue la mejor época, íbamos los tres juntos a todos lados y hasta en ocasiones con alguna compañera de mi hermano. Seguíamos los turnos rotativos de la pescadería. Yo salía de trabajar a las ocho de la noche, Andrés a las cinco de la tarde y Helena a las tres, de modo que de tarde nunca nos veíamos entre semana, pero a las noches siempre cenábamos juntos. Recuerdo la época en la que lo hacíamos afuera, en bares y otros boliches.

Luego vino mi pelea con ella y dejamos de cenar por un tiempo. De esa pelea puedo pensar mucha cosa. Es uno de esos sucesos que sacuden nuestro diario y rutinario accionar y durante un segundo nos tienta a pensar; tentación que es dejada a un lado ante la amenaza de que lo revelado joda más así, y hubiera sido preferible ignorarlo. Si Andrés no fuera mi hermano hubiera dudado de él. Y si no supiera que me ama, también hubiera dudado de ella.

Salto el muro y salgo a un corredor. Es una calle, pero parece un corredor. Camino hasta una avenida y la reconozco. Llueve torrencial y no hay nadie en la calle, que comienza a inundarse. Cada auto que pasa salpica pero eso no le importa a nadie dado el caudal de agua que cae. Ha sucedido algo extraño, una tormenta fuera de lo normal, de esas que ocurren cada determinado lapso de tiempo, y que son asimiladas con supersticiones y creencias de lo más variado. Algo escuché, hace unos días, de la curiosa coincidencia del fenómeno con la celebración de algunos ritos religiosos. Como sea, la tormenta ha adelantado la noche.

Cuando llegue voy a tomar un plato de la sopa de Helena. Aunque me dé sueño, tal vez después me venga bien dormir.

Cuando las cosas mejoraron se hizo costumbre cenar en casa. Siempre los tres y a veces, como ya he dicho, cuatro o cinco, dependiendo de los invitados ocasionales. Es en esa época que yo me empecé a enfermar. Siempre ocurrió de la misma forma. Después de cenar, y después de tomar la sopa que me hacía mi querida mujer, me invadía una inquebrantable sensación de cansancio. Me acostaba a dormir, lo cual no venía nada mal pues al mediodía siguiente me levantaba como nuevo para ir a la fábrica a trabajar. Mi mujer y mi hermano siempre entraron a sus respectivos trabajos más temprano por lo que no demoran en a su vez irse a la cama. Sé que en ocasiones se quedan a ver televisión, pero nunca hasta largas horas y esto lo entiendo pues me lo han contado.

Llego a mi calle. Reconozco a una cuadra mi casa por el enorme ciprés que se agita por el temporal. Enfrente un pino se ha caído y una de sus horquetas sostiene los tirantes cables de luz, que no se han roto de milagro. Mis entumecidos sentidos me ayudan con el viento y sigo adelante. Ansío legar a casa. Verla a ella. El regocijo de la sorpresa. « ¡Mi amor, estoy vivo! Hay que llamar a alguien, cometieron un error. Tan solo mi enfermedad. Esta vez me quedé dormido más de lo habitual. ¡Creyeron que estaba muerto! ».

La noche de ayer no fue nada fuera de lo común, y no entiendo a qué puede deberse un ataque tan extremo. Llegué a casa un poco tarde, por quedarme charlando con unos compañeros y perder el ómnibus de las ocho y media. Cuando entré ya estaban comiendo. Helena se mostró impaciente, pero cuando le expliqué se calló. Ambos estaban callados, muy serios y con un extraño gesto en el rostro. Me senté a comer y mi mujer se fue a fumar un cigarro a la cocina con gesto nervioso. Yo le conté a Andrés la ocurrencia de un compañero de gastarse los ahorros en poner una barra en un boliche de cumbia y él sonrió pero no me miró a la cara. Rechacé la sopa y Helena insistió. No entendía por qué el clima se había enrarecido tanto en ese momento. «Los tres vamos a tomar sopa», dijo como si yo desconfiara. Y nos sirvió para los tres, a mí de último. Yo no me pude negar. Recuerdo que había pensado ver una película con Harrison Ford que empezaba a las once, pero eso no pudo ser. Comencé a cansarme y me dirigí a la cama.

Viene a mi memoria la mirada de Andrés, que evitó la mía hasta un instante antes de quedarme dormido.

Después, en sueños escuché palabras: ellos dos hablando, nada más.

Luego la imagen de la morgue. Un sol de luz sobre mi cabeza; y la azarosa posición de mis ojos en vertical hacia abajo que me permitía ver el reflejo del médico en la reluciente superficie metálica del final de la camilla. Veía mis pies desnudos y el tramo de bata sobre mis piernas. Y el hombre que firmó los papeles, luego se levantó y cerró la puerta de un golpe. Y el ruido se repitió en el eco de un poso oscuro, y lo siguiente fue la escasa luz de la rendija del ataúd.

Esta es mi casa. Hay luz en la cocina, en el baño y en mi dormitorio. Pude haber demorado una hora. Aprieto el botón derecho del reloj: siete y media. La distancia no ha sido grande, pero caminé lento y estoy agotado. Tan solo una férrea voluntad me lleva a seguir. Un impulso ha ido creciendo en mi interior, casi como si la tormenta tuviera un apéndice en mi pecho y eso me arrastrara. Abro la puerta. Ella se va a sorprender.

En la cocina, sobre la mesa, hay dos platos usados y una botella de vino por la mitad. Suena una música suave y escucho voces desde mi dormitorio. Exploro algo positivo en el fondo de todo: por lo menos están juntos.

Camino por el corredor intentando ser silencio, detrás de mí va quedando una huella de agua y barro. Debo seguir. Relampaguea el cielo a través de la ventana. Veo la puerta del cuarto, del otro lado están ellos. Palpo el pomo y lo giro. La lluvia golpea en las ventanas y el vendaval ayuda. El viento acaricia todo a su paso y su gesto es desgastante, una pasión bestial que no encuentra correspondencia nunca.

Entro en silencio. Están juntos. Ella en la cama; él de pie junto a ella. Me mira y sus ojos parecen contraerse en un segundo, se achican de forma ostensible y cae desmayado al piso. Entonces entiendo que estoy medio sordo, que el rugido de la tormenta es conmovedor, y que no he sido para nada silencioso.

Mi mujer gira la cabeza, me ve y aparta la vista gritando como una loca. Todo en el correr de cinco segundos.

¡Mi amor, estoy vivo! —le digo y doy un paso adelante. Pero no es como lo imaginado. El tono de la exclamación no ocurre como en mi cabeza y en realidad es una proclama patética, un diluirse de palabras y lluvia en chasquidos y sonidos de pantano. Repito la frase y otra vez me freno preocupado, el gorgoteo en mi garganta parece el eco desde un pantano profundo.

Vuelve a mirarme, solo un segundo y grita otra vez.

La intento consolar. Es razonable: está a punto de entrar en shock, la pobre. Y el tarado de mi hermano, desmayado en el momento menos oportuno. Le sacudo con fuerza la cabeza.

Despierta, Andrés.

Ella se calla.

Compruebo la razón de tal abrupto silencio en la dirección de la mirada. Él ya está despierto. Se miran. Su silencio es cómplice entre los fogonazos de los relámpagos.

Le habla. Atina a levantar la vista pero la baja a mitad de camino.

Te equivocaste y le volviste a poner somnífero... —exclama con voz temblorosa.

¿Somnífero?

Yo... no le puse somnífero... —tartamudea ella.

¿Somnífero? —Reflexiono yo otra vez, pero en voz alta. De inmediato pienso: el ataúd, la morgue, el sueño de todas las noches.

¡Sos una tarada!

¡Esta vez no le puse somnífero! —grita ella—. Era lo que habíamos acordado.

Su cara luce desfigurada por el gesto y el incesante llanto.

¿Me pusiste somnífero... en la sopa? —pregunto, anonadado. No siento casi ninguna parte de mi cuerpo, pero un fuerza impensada ha crecido en mí.

Te equivocaste.

¡No, no, le puse lo que me diste!

¿Cómo...?

¡Le puse lo que vos me diste! ¡Dios mío, Andrés! Míralo. ¡Está muerto!

Él parece abrir los ojos, y un gesto de pánico se va dibujando en su rostro. No he notado el momento en el que me ha mirado; un instante fugaz, tan solo eso y ya basta para sacarlo de sus casillas.

Un trueno silencia el grito de mi mujer. Pero el gemido que sigue se pierde en el ruido de las ramas de los árboles, sacudidas por el viento y su rugir, entremezclándose en vaivenes rítmicos, se va perdiendo en la cadencia de la tormenta.

Ahora se turnan para gritar.

Yo, no estoy...

¡Le puse el veneno!

Y los truenos ahogan los gritos.

Yo no estoy muerto.

¡El veneno! ¡Está muerto!

Yo no estoy muerto... Yo no estoy... Yo... No…

 

 

 

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