LA ERA DEL ARCO IRIS

ROJO

 

Un hombre necesita sentarse en algún momento y recapacitar acerca de lo que serán sus futuras prioridades. Y sobrevivir a cualquier precio no debiera ser una de ellas. En su día reflexioné mucho sobre esa idea, y llegué a la conclusión de que era hora de ir a luchar en otro frente.   

 

Ahora que la búsqueda terminó, soy todo lo feliz que puede aspirar a ser un ciudadano de Europa del Sur. Me voy convencido de ello, por mucho que oyese que me equivocaba. Y es que al final todo llega, las cosas cambian, y sólo ahora, a las puertas de la lanzadera que me llevará a Strossburi, es cuando puedo pensar en el futuro con optimismo.

 

Esperé seis largos años al pie de la frontera, subsistiendo entre la miseria de los horribles suburbios que la bordean. Seis años de lucha para al fin obtener este visado. Pero ahora, no quiero pensar en todo el sufrimiento que supuso lograr pasar al otro lado. Sé que atrás van a quedar no pocas cosas, algunos aliados, y bastantes enemigos. Los recuerdos malos, y los menos malos. Pero en mi equipaje sólo llevaré lo imprescindible para una nueva vida, para un viaje sin retorno. Sin despedidas… sin viejas fotografías o accesorios del pasado. En suma, sin lastres para la memoria.

 

He escuchado muchas cosas acerca del norte. Cosas terribles en su mayoría. Llevo escuchándolas desde que era un crío. Cuanto puede haber de verdad en todo ello, no lo sé aún. Hablan de opresión y sometimiento, de máquinas, y de una ciudad que no sueña. Lo que sí sé con seguridad, es que esa libertad por la que aquí todos abogan no es más que una moneda falsa que tintinea en el bolsillo. Todo el mundo tiene una, aunque no sirva más que para contemplar lo bonita que parece cuando resplandece al sol. A mí, ni siquiera me ha traído suerte. Y es que dejé de creer hace mucho en los sistemas que promueven las autonomías republicanas del sur, prometiendo un futuro a costa de olvidar constantemente el presente. Ese futuro, ahora ya es pasado para mí.

 

            Soy consciente de que no todo está hecho, y exigirá mucho sacrificio acostumbrase a todo lo nuevo. Será algo así como empezar de cero, pero voy a poner todo mi empeño en superar las pruebas que imponga esa nueva vida, por fuerza exigente con los recién llegados. Dejaré atrás los vicios y las manías del sur, y ello hará que nunca vuelva a ser el mismo de antes. Y sobre todo, comenzaré a vivir esta segunda oportunidad siendo humilde de corazón y mente.

 

            Europa de Sur, os dejo todo el orgullo que me prestasteis. Donde voy no me hará falta. A partir de ahora, mi patria será otra. Y sus fronteras, inmensas: el suelo que pise, y el aire que respire. 

 

ANARANJADO

 

Strossburi.  

 

La ciudad que duerme en paz. La que no sueña.

 

Ahora soy uno más de los 10.520.613 ciudadanos y ciudadanas que la pueblan. Mi cédula es NV/5435/2071, en régimen de «nóvulo» varón, justo como indican las iniciales. Como es preceptivo, se renombra a los nuevos establecidos «alfabetizando» los números de identificación y año con un sistema de cifrado muy simple, con lo cual un sistema automático ha dispuesto que a partir de ahora me llame Saes Zotl (¿Debería importarme? ¿Realmente podría importarle a alguien cuál era mi vieja identidad?).

 

De acuerdo a este método, recién nacidos y recién llegados comparten apellido coincidiendo con el año de su advenimiento a Strossburi, bien haya sido en el paritorio de un hospital, o en el muelle de una línea de desembarque. Por tanto y para ilustrarlo mejor, el apellido que correspondía a ambos tipos el pasado año era Zoto, y el del año que viene pasará a ser Zotz.

 

            Y por fin, la civilización.

 

Mi nueva vivienda en un habitáculo de 40 m², que se ubica en la planta veintisiete del edificio 8402. Está equipada con lo justo e imprescindible, y es más que suficiente para una persona (desde luego infinitamente mejor que estar hacinado al lado de desconocidos en un sucio barracón y tener que dormir con un ojo abierto). Como es norma, en el ala norte no hay ventanas, pero como en esta ciudad hace frío y llueve bastante, tampoco las echo mucho de menos.

 

 El edificio, como todos los edificios de Strossburi, integra en su estructura un blindaje electromagnético y forma parte de un núcleo urbano energéticamente autosostenible. El cupo diario de agua es de 150 litros, que se controlan con facilidad gracias al contador digital que tienen implantados todos los grifos. Cuando nos acercamos al consumo crítico, los dígitos pasan de azul a rojo, y llegados al límite se corta el suministro de forma automática. Los litros que sobran no se almacenan físicamente para ser reutilizados más adelante, sino que se acumulan en forma de bonos en tu cuenta personal, al igual que pasa con la energía eléctrica, restringida a 6 kW/h por persona y día. Excederse con el consumo de electricidad no hace que se corte y te quedes a oscuras, pero se penaliza con severas multas como así advierten los sistemas de voz de los aparatos cuando detectan un abuso. Y cada trimestre, según sea el montante total acumulado, los bonos son canjeados por créditos de consumo en tu cuenta bancaria (¡una cuenta bancaria! ¿Lo oyen bien, Señores del sur?).

 

Supongo que el futuro es esto.

 

Los habitáculos del ala norte mantienen el mismo número de metros e idéntico equipamiento minimalista. Todo ello dispuesto de la manera más racional, los espacios parecen haber sido estudiados a conciencia para que nada estorbe o esté fuera de sitio. Los tabiques de separación, en sí mismos armazones huecos, son armarios bien disimulados repletos de baldas, repisas y percheros, a los que se puede acceder indistintamente desde uno u otro lado deslizando los ligeros paneles sobre sus carriles. La decoración es de una sobriedad absoluta, y el color blanco predomina en todas partes. Paredes, suelos, ropa de cama, aparatos eléctricos, prendas de vestir… el criterio estético busca la uniformidad, y la pulcritud es el lema de cualquier casa. De hecho, los adornos están considerados socialmente como motivos superfluos e incluso síntoma de mal gusto, y para hacer un hogar acogedor se utilizan comúnmente libros y flores frescas, cosas por las que aquí sienten auténtica predilección.

 

No hay interruptores de luz, y los puntos de iluminación responden a sensores de presencia o movimiento, y a medidores de luminosidad ambiental. Es un poco incómodo, pero te acabas acostumbrando a ese juego constante de luces y sombras. De hecho, todas las viviendas poseen pequeñas linternas de dinamo en cada habitación, y es habitual que partir de las diez de la noche, las personas desactiven los sistemas eléctricos desde su consola (aun así, las primeras veces extraña levantarse en medio de la noche a orinar, y quedarse iluminando el inodoro con la linterna cogida entre los dientes…).

 

            Los electrodomésticos no se identifican con ninguna marca, porque en Strossburi sólo se fabrican para sostener la demanda interna; y su desarrollo se lleva a cabo tras seleccionar los mejores prototipos entre tres equipos de diseño rivales. Estos aparatos son sustituidos de manera gratuita tanto si se estropean, como si surge un modelo más moderno y eficaz. Lavadoras, secadoras, y planchas, no existen en los hogares, dado que toda la ropa se entrega de manera gratuita en las tintorerías públicas, que se encargan de reciclar las prendas desechables e higienizar y desinfectar las permanentes. Así, cuando tú entregas tu cupo semanal de prendas sucias de diario, ellos te adjudican un lote nuevo preseleccionado según las tallas que figuran en tu ficha (y que, por supuesto, habrán sido utilizados montones de veces por otras personas).

 

Son tantas cosas nuevas, que podría pasarme horas y horas enumerándolas. El cambio de vida, brutal. El sólo hecho de poseer un televisor, disfrutar gratis de las noticias, o ver documentales hasta la hora que se corta la emisión del único canal oficial, aún me suena a ciencia ficción. Y gracias a ello espero poder enterarme de cómo está el mundo… de cómo se las han apañado en otros lados para sobrevivir a la guerra de pulso electromagnético.

 

AMARILLO

 

Resulta un poco chocante comprobar que los noticiarios no se hagan eco de lo que pueda suceder en el sur. Las ofensivas y conflictos que yo viví, y que aún deben sucederse, no importan aquí. La frontera es aislamiento, tanto físico, como de pensamiento.

 

Finjo participar del regocijo de mis compañeros y compañeras ante la noticia más comentada del día. Todos se alegran, todos lo celebran… la televisión anuncia que una expedición (de las muchas que parten de la capital de Norda Eŭropo hacia el resto del mundo), ha confirmado el redescubrimiento en el noreste de Indostán, de una especie que no se veía desde hace ciento veinte años. Y esto al parecer, está sucediendo en los últimos años con relativa frecuencia. Así, los noticiarios emiten imágenes tomadas a un reducido núcleo de Rhodonessa caryophyllacea, y todos hablan del increíble hallazgo y de lo maravilloso que resulta ser, que el bellísimo pato de cabeza rosa reaparezca entre nosotros. No quiere decir que no me alegre de que la naturaleza se vaya recuperando paulatinamente de nosotros mismos, y ver anunciado en TVNovaĵoj que han vuelto a observarse ejemplares del zifio de Travers nadando frente a las costas de Aotearoa, o que se ha clonado con éxito ejemplares de paloma migratoria. Pero sí que me extraña el hecho de que parezcan omitir las malas noticias, prefiriendo mantener esta sociedad al margen de las miserias y desmanes del resto del mundo.

 

Muy por encima retratan la actualidad, y aún hablan de Chinasia como de un territorio yermo… un páramo nuclear de 12 millones de Km². Todo a consecuencia de los múltiples fallos en cadena que originaron los sistemas de seguridad de veinte de sus cuarenta y nueve centrales atómicas, y el ulterior colapso de las restantes tras la Guerra 3.0 iniciada con la bomba arco iris. De las tierras de Sahul al parecer poco se sabe, salvo que son territorios cuasi salvajes en los que subsisten no pocos clanes y tribus caníbales peleando entre sí por los pocos recursos que hay, entre ellos, el agua potable. Otro tanto sucede con la Unión Africana, salvo que en este caso no es tanto por la guerra como por la desidia que siempre ha provocado en el norte, pues es evidente que fueron ellos quienes mejor soportaron las consecuencias de la Guerra 3.0, y los que más rápido se recuperaron de los daños. Con el Atlántikocéano de por medio, Kanado-Arkta y Nordamériko apenas generan noticias, y aparecen como regiones semidesérticas y altamente contaminadas tras padecer el grueso del ataque con misiles nucleares provenientes de oriente (G-3.2). Para su completa recuperación medioambiental aún faltan muchas décadas, pero todavía se conservan enormes ciudades vacías y prácticamente intactas para recordarnos cómo era el mundo antes de la guerra. Por el contrario, Amériko Amazono ha logrado subsistir, absorber buena parte de la inmigración venida del norte, e incluso prosperar; amén de ganar más de 3 millones de Km² de nueva selva. Rusiaberia es un vasto territorio prácticamente despoblado en el cual lobos, osos y renos campan a sus anchas. Allí y en Meza Oriento es donde se sucedieron los más grandes incendios tras explotar tanques y tuberías en sus refinerías, de nuevo tras una cadena de fallos eléctricos sin precedentes. Por su parte, Norda Eŭropo sufrió más que nadie la devastación HEMP, agravada con las bombas de oscurecimiento (G 3.1) que evitaron que se pusiese en marcha una contraofensiva con misiles nucleares.

 

El colapso electrónico hizo que grandes masas humanas hubieran de migrar hacia el sur huyendo del frío invierno. Menos de la mitad, unos doscientos millones de personas, consiguieron su objetivo a largo plazo sobreponiéndose a todas las calamidades imaginables. Pero Europa del Sur, inmersa en su propia oscuridad, era incapaz de acoger, dar refugio, medicinas y alimento a semejante aluvión humano. Desde entonces, la vida se convirtió en una vuelta a los tiempos bárbaros, donde sólo habría de prevalecer la ley del más fuerte. Veinte años después de padecer una masacre tras otra, los jefes tribales al fin empezaron a unir sus fuerzas y repartirse los pocos recursos disponibles. Y pasadas tres décadas, siguen intentando (con poco éxito) restablecer la política, los gobiernos, las leyes, y la autoridad, y reparar lo que aún quedaba intacto o siquiera en pie de las antiguas urbes.

 

Strossburi es la única ciudad que ha previsto crecer atendiendo a la amenaza de otro ataque HEMP (por improbable que parezca), blindando sus infraestructuras de manera que nunca haya lugar a un nuevo colapso electrónico. En los libros es posible ampliar esta información y comprender los orígenes y consecuencias de la guerra, el fin de la civilización tal y como la conocieron nuestros abuelos, y el nuevo orden mundial en el cual se debaten los supervivientes. La cifra total es imposible de saber, pero calculan que no haya más de quinientos millones de personas sobre la faz de la Tierra. Y entre ellos, por desgracia, ya no está mi familia.

 

 

VERDE

El sistema de gobierno que impera en la única mega ciudad del norte es tan peculiar y distinto a lo que conocí, que inevitablemente me retrotrae a los tiempos de los caciques allá, en mi anterior patria. Se trata de una democracia deliberativa auto asistida, y dentro de la obligatoriedad de acogerse a una opción, se puede decidir entre varios sistemas operativos constitucionales (VIN-Ligo). La mayoría de ciudadanos elige entre los tres más potentes y asentados. Al parecer, el preferido es el «Centra», una vía de programación agnóstico positivista que cuenta, entre otras muchas cosas, con un servidor provisto de seis leyes de intendencia exclusiva, e implanta un software educativo de aplicación en Sueño Delta. Lo sigue «Unigi» (entorno informático de autonomía moderada especializado en labores ecosociales y educación no intrusiva en el sueño), y el «Efika» (sistema ejecutivo de interfaz laica en versión 6.1). Cada cual tiene sus ventajas e inconvenientes, sus peculiaridades que los distinguen del resto, y ofrecen diferentes alternativas a sus usuarios en pos de adecuarse mejor a las necesidades de cada cual. Pero ello no los hace incompatibles entre sí, dado son dependientes del Bloki Komputilo, del Konsenton Centra Administra y del Homaj Maŝino Parlamento. De este modo, cualquiera puede elegir quien dirija su entorno, su economía, su cuenta bancaria, sus trámites administrativos, sus derechos... en definitiva, su administración civil.

 

Por tanto, no hay una fecha para las elecciones, sino contratos de permanencia que pueden ser reconsiderados cada seis meses, o cada doce sin recibir penalización administrativa. De este modo, no es necesario estar supeditado a un gobierno u régimen que no nos satisface, y así tener que sufrirlo varios años en contra de nuestros deseos como pasa en la inmensa mayoría de repúblicas autonómicas de Europa del Sur.

 

Una de las primeras gestiones que debemos efectuar los recién llegados, es precisamente decidir qué sistema operativo de gobierno tramitará nuestros asuntos. Como quiera que los nóvulos llegamos un poco a ciegas, la elección puede ser complicada. De todas maneras, si no se tienen nociones suficientes, siempre es posible acogerse a un régimen aleatorio, o a un sistema de gestión básico mientras realizamos un curso de política adaptativa.

 

Existen las parejas de hecho y las familias civiles, con la particularidad de que se administran como si se trataran de contratos de larga duración. Esto es, que son revisables cada lustro, fecha en la cual se puede decidir ante un juez virtual si renovar los votos o finiquitar la relación conyugal de manera concluyente (otra peculiaridad es que la separación de bienes es obligatoria en cualquier caso antes de comenzar una vida en común). El número de miembros de una familia está regulado por ley de manera que se permite un único sucesor natal por cónyuge (cuyo sexo puede estar determinado de antemano y de manera voluntaria por los futuros padres en los centros de genética estatales). Una vez alcanzado el cupo, las personas deben someterse con obligatoriedad a una esterilización, en todo caso irreversible aun sobreviniendo una desgracia familiar. Todo esto (según se explica en el software constitucional de nuestras consolas), en pos de estabilizar la población en unas cifras que no alteren los parámetros por los que se rige el Strossburi Bloki Komputilo.

 

Aquí nada va al azar, y para aceptar una solicitud de nacionalidad, S-BK se asegura primero de que tiene todo listo para sostener una nueva plaza de ciudadano. Por tanto, la vivienda y el trabajo se asignan previamente a la llegada de los nóvulos. S-BK es quien expende automáticamente las invitaciones tras hacer un cálculo entre el número de ciudadanos en activo, las necesidades de producción, las viviendas disponibles, los nacimientos, los decesos, y el número de solicitudes extranjeras que cumplen con los requisitos. 

 

Me defiendo bastante mejor de lo que pensaba en esperanto, aunque sigo teniendo alguna dificultad con la comprensión oral (de algo hubieron de servirme esos seis años deambulando por la frontera…). Los dialectos y variantes del idioma oficial están prohibidos, pero he comprobado que a menudo se filtran en diálogos informales, especialmente en presencia de nóvulos. Supongo que es una forma de mantener una cierta confidencialidad en las conversaciones, aunque aquí todo el mundo habla en un tono muy bajito. De hecho, existe un esperanto alemánico más propio de los barrios del norte que ellos denominan «germanaj», una variante franca que se oye más al sur, y el alzako que se escucha al este de la ciudad, aún presente de manera testimonial.

 

            Strossburi es, por así decirlo, una gigantesca fábrica que acoge dentro a sus trabajadores. Una urbe edificada sobre las mismas factorías que la surten. Los bajos de un edificio cualquiera son terminales de recepción de mercancías que comunican con los centros de producción subterráneos. Los ciudadanos se asignan a un determinado complejo de viviendas que se ubique justo sobre sus trabajos. Y es lícito mudarlos de vivienda según determinen las necesidades de logística interna, de manera que nadie necesite desplazarse más que a pie y en ascensor para llegar a sus respectivos puestos de trabajo. Para evitar que surjan futuras incompatibilidades laborales y de residencia, se establecen los llamados sindicatos de planificación familiar, donde se ofertan bolsas de candidatos con solteros y solteras de un mismo sector.

 

            Los nóvulos que busquen pareja deben apuntarse a la bolsa de núbiles por obligación, y mi futura esposa, si tengo la suerte de conocerla, será una vecina del ala norte del edificio 8402, con quien coincida alguna vez en los pasillos de servicio o en el enorme ascensor que se atiborra de solteros cada mañana. Quién sabe. De momento, mi currículum de soltería no ha logrado seducir a ninguna candidata, pero sé que aún es pronto para hacerme ilusiones.

 

            El trabajo es obligatorio y no hay distinción por sexos. Todos y todas producen en las mismas condiciones. Las jornadas laborales constan, salvo casos especiales, de turnos rotatorios de nueve horas y media que se distribuyen de la siguiente manera: después de fichar, los primeros veinte minutos se reservan para efectuar una ligera tabla de ejercicios en el gimnasio, a la que se suma a continuación, otros veinte minutos de natación en los pabellones con piscina que aloja cada sector. Luego viene la preceptiva ducha, y la recogida del uniforme de trabajo en la lavandería. Tras el turno preliminar se comienzan las labores del medio turno principal, que se prolongan sin pausas durante cuatro horas hasta la preceptiva hora del almuerzo. Para ello se dispone de una hora en el buffet libre y si te sobra tiempo, puedes dedicarlo a charlar con los compañeros, o al relax en la sala de esparcimiento. El segundo medio turno consta de tres horas, pasadas las cuales se espera la llegada del relevo y se suspenden las labores. Y al fin se pasa de nuevo al comedor para tomar fruta o café, la ducha antes de salir, y la entrega del uniforme sucio. Se ficha a la misma puerta de los ascensores, y para arriba hasta el próximo turno. Y así, un día tras otro.

 

AZUL

 

Adquirir lo que necesitemos no es un gran problema, porque si no es en nuestro bloque, lo obtenemos de los adyacentes, a los que accedemos por los corredores aéreos que interconectan los edificios de un sector determinado. El comercio, los servicios básicos y el entretenimiento ocupan de dos a seis plantas por encima de los entresuelos (y justo por debajo de las sedes educativas y las guarderías), y allí encontraremos desde centros de salud y farmacia, hasta mercados de abastos, centros de restauración y esparcimiento, bibliotecas-librería, teatros, tiendas de calzado, florerías, etc.

 

Hay muy pocas cosas que no se consideren de primera necesidad y que el estado no las proporcione gratis. Los lujos y caprichos son los menos. Por ejemplo, la ropa. Saltarse el protocolo de la vestimenta blanca es inusual, y el resto de colores se reservan sólo para ocasiones muy especiales. Por tanto, son muy pocos los establecimientos no oficiales que atienden las necesidades del vestir. Otra cosa es el calzado, los perfumes, los cosméticos, los relojes y las flores, de los cuales los nativos son auténticos idólatras. Así, los domingos pueden verse a las mujeres vistiendo una vaporosa túnica con bordados en hilo brillante, calzadas con unas lujosas sandalias de tacón aero sustentado, y con una gran flor natural adornando su pelo. O los hombres vistiendo una toga color hueso, zapatos de suela presurizada, y un precioso reloj cronógrafo adornando su muñeca. Pero esto sólo podremos contemplarlo en fiestas y galas, pues los días de diario está prohibido hacer ostentación pública de bienes.

 

Así mismo hay otra serie de prohibiciones que atañen a los usos y costumbres estéticas en Strossburi. Por ejemplo, se prohíbe realizar modificaciones corporales artísticas, salvo en los apéndices de las orejas (dicha norma es fácil de cumplir, pues tampoco hay clínicas que puedan realizar este tipo de operaciones).

 

He aquí a mi modo de ver, otro inmenso contraste entre lo que yo conocí, y lo que estoy empezando a conocer. En Europa del Sur la gente gusta de cubrir su piel con pirsin y tatuajes, bien como un simple rasgo estético o bien para denotar su posición social. O lo que es peor, ponerse en manos de cirujanos clandestinos y realizarse costosísimas operaciones de estética corporal aún a costa incluso de vender lo que fuere. Desde un riñón, a sus propios vástagos.

 

En el norte, la gente aparece con la piel inmaculada, lisa y brillante a base a mimarla con cremas y tratamientos epiteliales que, eso sí, les gusta utilizar tanto a ellos como a ellas. De hecho, los fines de semana lo más habitual es que la gente concurra al «banurbo» (spa), a las termas públicas, o a cualquier tipo de centro que ofrezca terapias con o sin agua, de los que suelen encontrarse vayas donde vayas. Y todos ellos poseen sus anexos de estética y peluquería, donde se ofrecen tratamientos corporales de todo tipo. Los más grandes y lujosos Akvo Templos siempre ocupan las últimas plantas de cualquier bloque de edificios, y donde yo vivo también lo hay. Su ubicación se debe a dos motivos bien sencillos: el primero es aprovechar todo el agua de lluvia que les sea posible (en Strossburi no se desperdicia una gota), y el segundo, para ser vaciados fachada abajo en caso que sobreviniese un fuego.

 

Ni que decir tiene que he de acostumbrarme a frecuentar estos lugares, dado que es uno de los pasatiempos favoritos en Strossburi. Aparecer bien aseado, sin vello en el cuerpo, y con la piel tersa y suave como el culito de un bebé. Y sé que debo mí visado gracias a haber resistido la tentación, pues condición sine qua non para acceder a Strossburi (aparte de saber leer y escribir, y no padecer enfermedades infecciosas) es aparecer con la piel libre de marcas o dibujos permanentes, cosa que comprueban con meticulosidad en el reconocimiento médico que los candidatos han de pasar en la frontera por obligación.

 

Todo ciudadano debe realizar al menos tres acciones benéficas al año. El sistema es alternante de modo que los años pares lo hace VIN-Ligo por ti, y los impares es posible escoger de una lista de acciones. Esas van desde lo simple, a lo más sacrificado. De este modo podrías plantar un árbol entre los escombros de una urbe próxima, participar limpiando las orillas del río III a su paso por el casco histórico, o tal vez ayudar a restaurar un espacio público con una patrulla de mantenimiento. Y quizá fueras a dar compañía a un anciano en el sector asilo, o a prestar tu colaboración en un centro de rehabilitación hospitalaria… y otras tareas por el estilo.

 

            Los nóvulos somos considerados «civitanos B» por defecto, y ello supone que sólo percibimos el 70% del salario. Vamos aumentando el porcentaje a medida que sumamos puntos de ciudadanía, por lo cual siempre es interesante acogerse a las acciones solidarias con un ratio más favorable. Ahí se encuadra el voluntariado para reforestación y extinción de incendios, para la deconstrucción de ciudades abandonadas, o para colaborar en los gigantescos invernaderos que se asientan en la periferia y abastecen a la ciudad de alimentos frescos.

 

            La mayoría de servicios básicos los cubre el estado y tampoco hay mucho donde elegir para gastar nuestros créditos. Por ello el sueldo es bajo y cubre el alquiler de la vivienda (no existen en propiedad) y algunos costes esenciales, pero apenas da para mucho más. No tendré un buen reloj, ni tecno-calzado hecho a medida, y tampoco orquídeas adornando el salón. Tampoco podré acceder a los más placenteros servicios que ofertan los Akvo Templos, ni cenar en un exclusivo restaurante con una carta a base de pescado y especias importadas, pero eso no me preocupa demasiado. Tengo mucho más de lo que podría haber imaginado, y lo único que siento es no haber encontrado aún esa compañera con que formar mi propia familia. Supongo que no soy muy buen partido, por cuanto mi sueldo sigue siendo bajo. Aún debo mejorar el idioma, socializar con mis vecinos, y mejorar mis aptitudes laborales para ascender en la cadena de producción. Pero todo llegará. Por lo pronto, espero poder sumar un buen puñado de puntos de ciudadanía dedicando días de fiesta a acciones benéficas.

 

AÑIL

          

  La primera acción solidaria de primer grado a la cual me presté voluntario, tenía como escenario la antigua Urbo Berlín. Lo que yo no había considerado es que el viaje se efectuaría por aire, pero ya era tarde para echarse atrás. Dicen que en Europa del Sur hubo personas, técnicos y entendidos en esas cosas, que lograron reparar y sustituir los circuitos eléctricos de aeroplanos ligeros para dejarlos en condiciones de poder volar nuevamente, pero verlos surcar el cielo era un hecho del todo insólito. Alguna vez me acerqué hasta uno de esos aeropuertos para observar aquellas enormes y majestuosas aeronaves que estaban aparcadas pudriéndose al sol. Y me fascinaba al pensar que las personas viajasen en ellos por millones todos los días. No obstante, a mis mayores siempre les resultaba triste recordar lo que dieron en llamar «Lágrimas del Arco Iris», hecho que transcurrió tras detonar la primera bomba EMP, y cuya primera y más grave consecuencia pronto hizo tambalearse al mundo entero. Los aviones fueron cayendo del cielo con sus sistemas electrónicos fritos hasta en un número de 5.000, y eso sólo en la vieja Eŭropa Komunumo. El desastre que originaron en tierra, inconmensurable.

 

            Jamás imaginé que tendría oportunidad de subirme a un aparato volador. Strossburi ha sido capaz de fabricar su flota de grandes tricóperos, otra cosa de la que me maravillo. Pero entonces prefería contemplarlos de lejos antes que tener que subirme en uno de ellos. El caso es que al fin, hube de hacerlo.

 

            Partimos de Strossburi seis voluntarios, dos soldados guía, dos pilotos, y el oficial de operaciones. La nave hubo de cubrir el trayecto de 700 Km. en poco más de tres horas, que a los nóvulos voluntarios se nos hicieron eternas. Recuerdo que sobrevolamos bosques que parecían no acabar nunca, y enormes ciudades desiertas y prácticamente engullidas por la vegetación.

 

            El tricóptero aterrizó al fin escogiendo para ello las rajadas y descoloridas pistas de un complejo deportivo. El estruendo ahuyentó a una manada de grandes bóvidos que vagabundeaba por allí, de los que los soldados dieron en llamar bisontes. Nos indicaron que no tuviésemos cuidado pues eran inofensivos, y uno de los animales que más y mejor había prosperado pudiendo encontrarlos ahora por casi cualquier rincón. En cambio, nos advirtieron del peligro de habérnoslas con jaurías de perros salvajes, descendientes de los millones de mascotas que en su día quedaron abandonadas a su suerte y que no acabaron formando parte de la dieta humana. Yo ya me las había visto con esos animales en alguna otra ocasión, cuando me aventuraba a explorar por las ciudades abandonadas de mi anterior patria intentando encontrar cosas útiles. Y conocía lo perseverantes que pueden llegar a ser cuando vislumbran una presa. Aún con todo, recuerdo personas que murieron de hidrofobia tras recibir alguna mordedura intentando defenderse de ellos. Luego entonces, había que andarse con ojo y no despistarse del grupo.

 

            Salimos con dirección a la antigua Biblioteca Estatal de Berlín montados en el transporte eléctrico articulado que viajaba en la parte trasera del tricóptero. Al cabo de quince minutos llegamos a un edificio grande que debió haber sido bastante importante en sus tiempos. El equipo ya había estado allí muchas más veces, y de cada viaje se llevaban consigo entre mil quinientos y dos mil libros. Una vez abrieron las verjas que protegían la entrada, penetramos con el vermo-trasporti por los pasillos del ala este.

 

            Ayudamos a retirar algunos asientos para que pudiese maniobrar el vehículo, que después bordeó hábilmente las estanterías vacías para colocarse paralelo a las que estaban llenas a rebosar de libros polvorientos. Sin duda había mucho trabajo que hacer allí, y siguiendo las indicaciones del oficial comenzamos a vaciar anaqueles por estricto orden y a colocar los libros en los compartimentos estancos de nuestro trenecito. No nos entretuvimos ni un momento, y seis horas después, habíamos llenado el transporte hasta los topes.

 

            Con la misma diligencia encaramos el viaje de vuelta, siempre bajo la persistente lluvia. Nunca quedé tan impresionado al contemplar las calles de una ciudad abandonada. Repletas sus orillas de coches muertos, con enormes edificios de ventanales fríos y oscuros que exhalaban un sobrecogedor silencio. El vermo-trasporti zigzagueaba entre toda esa chatarra siguiendo un antiguo camino abierto por los zapadores del ejército; y para nuestra sorpresa no se dirigía al tricóptero. En su lugar tomó un desvío y se introdujo en el laberinto silencioso varias manzanas más.

 

            Hicimos un par de paradas por el camino. Ambas a las puertas de dos joyerías, a las cuales accedimos tras quebrar las cerraduras oxidadas de sus persianas metálicas. Colgamos las alforjas llenas de los ganchos exteriores, y como premio por nuestra colaboración y pago por nuestro silencio, nos dieron a elegir el reloj cronógrafo que más nos gustara. Nuestro sobrecargado trenecito tenía una reserva de baterías limitada, y el soldado indicó que debíamos poner rumbo al tricóptero de inmediato.

 

            Por el camino me dio tiempo a pensar en muchas cosas, ya que nadie decía nada. Mis compañeros callaban, subiéndose de vez en cuando las mangas sólo para observar detenidamente sus imponentes regalos.

 

            Entonces me di cuenta de que no es oro todo lo que reluce en Strossburi, como no es oro todo lo que ahora reluce en nuestras muñecas.

 

            Yo escogí acero y titanio.

 

            Las aspas del aparato comenzaron a moverse impulsadas por sus dos poderosas turbinas, pero el oficial de operaciones nos ordenó permanecer a la espera sentados en nuestros respectivos asientos. Todavía no nos íbamos. Acompañado de uno de los soldados, se dirigió hacia un edificio cercano portando una especie de baúl con ruedas. Ninguno de los nóvulos teníamos idea de qué iban a hacer entonces.

 

            Yo asomé la vista con disimulo por una de las escotillas para seguir atento sus evoluciones. Entonces, cuando llegaron al pórtico de dicho edificio, los vi abrir el bulto y comenzar a sacar de su interior un montón de mercancías empaquetadas con mantas de aluminio. La vista no me engañó como creí al principio. Era una mujer joven y despeinada asomándose entre las sombras, ansiosa por recoger las cosas que la entregaba el oficial, mientras el soldado permanecía de guardia en la puerta. Y alrededor de sus faldas, revoloteaba una pequeña y sucia criatura que acababa de recoger un juguete entre sus manos. El oficial la instaba a meter todo dentro con rapidez, y así lo hizo la mujer, que antes de despedirse juntó sus manos en actitud de ruego, y se dirigió de palabra al oficial con lágrimas en los ojos. Juraría que pude leerlo en sus labios, pero seguramente sólo fuesen imaginaciones mías intentando convencerme de que así era. Desde crío que no escuchaba ese Nombre precediendo una súplica, ni en mi idioma, ni en ningún otro.

 

            Tal y como antes, nadie dijo nada. Fuera lo que fuese aquello que estaba pasando, tenía toda la pinta de querer seguir perteneciendo a un secreto. Yo pensé en las veces que había contemplado lágrimas en rostros ajenos, y cosas mucho peores, sin poder hacer nada por ponerle remedio. Y nuevamente me acordé del sur, y me entró pánico.

 

            Sí… helo aquí otra vez: un futuro, a costa de olvidar el presente.

 

 

 

VIOLETA

 

            Ahora soy un civitano de categoría A+. Me he aplicado todos los paquetes de instrucción en Sueño Delta que he podido, y en la actualidad soy una persona con una cultura y una formación sobresalientes. Me he ido mudando de domicilio a medida que prosperé, y mi casa ya no es un pequeño apartamento de 40 metros cuadrados, sino uno que triplica esa superficie y que tiene sus ventanas fotovoltaicas orientadas al sur. Mi esposa, Etai Zota, trabaja treinta y dos niveles más abajo ensamblando los motores eléctricos que Strossburi exporta a Jerusalemo. Mi hija Ipze Zots juega en su cuarto haciendo puzles tridimensionales, y su hermano Ooat Zotz, duerme plácidamente en su cuna masajeadora, engordando sin parar.

 

            Al fin tengo confirmados los pases para visitar la reserva zoológica. Prometí a mi familia que las llevaría hace semanas, pero la afluencia de público ha sido tan grande que no ha habido más remedio que esperar. Todo el mundo quiere conocer el recién nacido bebé de quagga, y todos los niños de Strossburi desean más que nada en el mundo un peluche de «princino». Visitaremos también los tilacinos y las palomas migratorias, claro que sí, y almorzaremos si el tiempo lo permite, bajo un olivo de Santa Helena.

 

            Nunca nos faltan pasatiempos y cosas que hacer los fines de semana. Mi mujer es muy activa y adora asistir a los espectáculos, de los cuales hay por cientos en toda la ciudad. De hecho, ella es una componente más de una pequeña compañía de teatro, y siempre se las apaña para no perderse un ensayo (uno de cada quince o veinte civitanos hace teatro, una actividad que les apasiona). Al igual que prestarse voluntaria para las lecturas públicas de libros, con los aforos siempre llenos a rebosar de escuchantes. Para ello se entrena en clases de lectura y entonación dos veces a la semana. Y es que en Strossburi no se mide tanto el nivel cultural de una persona por los estudios que posee, sino por los libros que ha leído a lo largo de su vida. De hecho, a nuestros amigos le encanta reunirse a comer o cenar en un restaurante, y discutir acerca de los aspectos de una novela, o quizá una obra de teatro, cosa que solemos hacer los domingos noche mientras tomamos una lubina al azafrán o una ensalada de algas y frutas, acompañando la charla con una copa de buen vino de moras sin alcohol.

 

            Y aunque Etai jamás haya visto una película (debido a que quedaron inservibles todos los soportes de video), sabe tanto de cine que me apabulla, y todo ello, sólo de leer información en los libros e interpretar sus guiones en el teatro. Afortunadamente mi casa está bien surtida de ellos (¿y cuál es el hogar civilizado que no lo está, y cuenta al menos con trescientos ejemplares?).

 

            ¿Soy feliz? Así lo creo. De hecho, puedo decir que tengo todo lo que vine a buscar. Tengo salud, un sistema que me ampara, un hogar para mi familia, una esposa inteligente, una niña nativa de siete añitos fruto de su primer matrimonio, y un bebé de sexo electo con ocho mesecitos ya. Trabajo fuera de las cadenas de producción, lo cual amplía mis horizontes y me exime de realizar acciones benéficas designadas por el sistema de años pares.

 

            He ascendido a suboficial de operaciones en una patrulla de vigilancia y reconocimiento fronterizo, a base de ganar puntos guiando a los nóvulos voluntarios. Me muevo con mis compañeros a través de las abandonadas urbes del sur de la vieja Eŭropo Komunumo, y no se me da nada mal, pues ciertamente estaba acostumbrado a ello en mi anterior patria. Primero sacamos todo lo útil que hallemos dentro. Arte de sus museos, y libros de sus bibliotecas. Y a veces fotos. Fotos de rostros, de vidas que fueron alguna vez.

 

            Ciudad por ciudad. Edificio por edificio. Luego procedemos a tapiar sus entradas, a hundir sus atrios, a aplastar sus túneles, y a quemar sus palacios.

 

            Un centenar de tricópteros sobrevuelan el océano vegetal que invade todo, buscando los puntos grises. Porque a eso nos dedicamos. Somos los sepultureros de la esperanza, dejando inservibles los refugios cerca de la frontera con Europa del Sur para que ningún clan tenga la tentación de emigrar al norte sorteando las empalizadas y saltando a través de muros. 

 

            ¿Soy feliz? Eso espero. Aunque algunas veces me doy cuenta de que me hago esta pregunta demasiado a menudo.  Especialmente cuando estoy metido en una piscina de burbujas calientes, cuando hablo de libros con mis amigos, cuando disfruto viendo a mi mujer en el escenario, cuando paseo con mis hijos por la reserva natural, o cuando veo gente morir esperando al otro lado del muro. Ellos no saben nada. Mi esposa no sabe nada. Porque aquí no está bien visto hablar de cosas feas.

 

                        Un hombre necesita sentarse en algún momento y recapacitar acerca de lo que serán sus futuras prioridades. Y vivir con remordimientos no debiera ser una de ellas.

 

            Por eso ya no sueño. Decidí que no iba a tener pesadillas nunca más.

 

            Y es que todo lo que un día fui, mi humanidad, se quedó en Urbo Berlín. Y jamás pude regresar por ella.

           

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