Relato 39 - Ya no serás una sombra
El bermejo crepúsculo se coló entre las columnas del porche del edificio, una suave brisa otoñal levantó la hojarasca arrastrando algunas hojas hasta el borde de la escalinata. En el interior del internado para señoritas The Oak House, reinaba el silencio.
Desde la ventana de una de las habitaciones del ala oeste, Rosana observa el horizonte; el sol lentamente se va alejando y el cielo se cubre de un velo naranja con tintes azulados. Un día más se desvanece ante sus ojos. Pronto la oscuridad de la noche absorberá el mundo; su mundo.
Rosana se aparta de la ventana y merodea por la habitación. Mira despectivamente su reloj de pulsera. No se fija en la hora pero sabe que de un momento a otro tañerá la campanilla anunciando la cena y deberá reunirse con el resto de sus compañeras en el salón. Como de costumbre; no tiene apetito.
Sus ojos siguen fijos en la esfera del reloj, observa como las manecillas siguen su ritmo; el tiempo avanza impertérrito. Le gustaría que se hubiera paralizado en el mismo momento en que el corazón de Moly se quedó quieto; de eso hacía un par de días. Desde entonces, también a ella le falta el aire, sobre todo cuando las sombras de la noche acechan tras la ventana.
El tintineo de la campana irrumpe estridente, un escalofrío recorre su espalda y, de pronto, el perfume de lavanda inunda la habitación. El pulso se le acelera y busca desconsolada la figura de su amiga, pero Moly no está, un profundo desasosiego la arremete, «murió hace dos días y hoy le dieron sepultura», recuerda. Titubea, quiere volver a mirar por la ventana, desiste. Avanza deprisa hacia la puerta, la abre. Se dispone a salir al pasillo, se para en seco. Deshace sus pasos y la cierra estrepitosamente. Sus ojos recorren la habitación, un ligero temblor agita su pecho, contrae la respiración y se obliga a cerrar los ojos. Un soplo de aire insufla en su nariz el aroma de lavanda, abre los ojos y vuelve a mirar a su alrededor. Alguien susurra su nombre, presta atención y afina el oído; es la voz de su amiga. Sí «Moly la está llamando», asevera. Corre hacia la ventana, se asoma; está oscuro. Fija su mirada en el viejo roble del jardín, entorna los ojos para definir la imagen del árbol, hace un barrido ocular desde la copa hasta el pie, concentra su mirada en la tierra removida y abre la ventana. El aire atenúa el perfume y la imagen de Moly se desvanece. Un grito se ahoga en su garganta, se siente mareada.
Desorientada deambula por la habitación, se fuerza en respirar pausadamente, poco a poco su ritmo cardiaco se estabiliza. Con pasos vacilantes logra llegar hasta la puerta; no sabe por qué la abre. Tras unos instantes de desconcierto recuerda que la campanilla había anunciado la hora de la cena.
De pronto siente un hambre atroz. Inconsciente se toca el abdomen, nota un leve movimiento en su vientre y, un apremiante rugido de su estómago le hace evocar una mesa engalanada con los más exquisitos manjares: Se concentra en las carnes rojas; excepcionales piezas de entrecot. Empieza a salivar. Cierra los ojos y traga; un sabor acre semejante a la sangre baña su paladar; lo saborea y se relame los labios. Un pensamiento irracional se funde en su cerebro. Se siente feliz, exhala una lúgubre carcajada y a grandes zancadas se dirige al comedor.
***
Durante la cena, las residentes de la institución, mantenían un discreto silencio; están de duelo. Moly era una joven muy apreciada. Su hermosura no estaba reñida con sus modales y su bondad era el vivo reflejo de un alma pura. Todas admiraban su sencillez y honestidad. Aquella noche en el salón se cernía la tristeza que envolvía la pena y el desconsuelo. En la mente de las jóvenes la imagen del sepelio de su compañera nublaba cualquier otro pensamiento.
No obstante, Rosana parece ajena a todo aquello. Come con glotonería, arrebatando los restos abandonados en las bandejas, engulle grandes trozos de carne que traga sin masticar, bebe con ansia, apurando la última gota de su vaso y lo rellena continuamente. Sus compañeras sienten una gran lástima por ella; está trastocada, «más de lo habitual», murmuraban.
Rosana es una chica introvertida, con un áspero rictus en el rostro y una mirada turbadora, sus redondos ojos saltones de un azul vidriado son fríos; sin expresión. Moly era su compañera de cuarto; su mejor amiga en la residencia, a decir verdad; su única amiga y había fallecido.
Su voracidad, conjeturan sus condiscípulas, seguro que se debe al duelo, nunca la vieron comer tan ansiosa. Pero algo no encaja Rosana se ve feliz. El gesto sonriente que muestra, es como si no sintiera ninguna pena, como si estuviera disfrutando de un instante placentero. La observaban con disimulo, no la quieren molestar, pero sorprendidas comprueban, sin lugar a dudas, de que está contenta.
En esos momentos, la actitud de Rosana frente a la mesa, distaba mucho del modo en que se mostró en el entierro. Desquiciada lloraba amargamente expresando palabras incoherentes y gritos perturbadores. Todas sufrieron por su vida cuando, en un arrebato, intentó lanzarse por el agujero recién cavado bajo la sombra del roble. Por suerte, cayó sobre el féretro que contenía los restos de Moly (los sepultureros aún no lo habían bajado a la fosa). No menos impactante fueron los chillidos de desaliento que la joven profirió mientras cubrían el nicho con tierra.
La cena tocó a su fin y con el nuevo repique de la campañilla, las jóvenes residentes abandonaron el salón y se dirigieron a sus respectivos dormitorios.
***
Rosana, como una autómata, se une al grupo de jóvenes que con su habitual disciplina se retiran a sus aposentos. Abstraída sigue la comitiva; el aspecto de su rostro ha cambiado, una mueca de tristeza se dibuja en sus labios mientras susurra frases entrecortadas dirigidas a…
Al entrar en la estancia, el frescor de la noche la envuelve; la ventana sigue abierta. Fuera el viento agita las ramas de la arboleda, el aroma a lavanda del perfume de Moly continúa impregnando el ambiente. Rosana nota una contracción en el estómago, una arcada queda atascada en su garganta produciéndole un sabor corrosivo en la boca, la tristeza invade su mente. Por segunda noche consecutiva no la acompañará su amiga, «tenía que haber hecho algo por ella, su corazón había dejado de latir, solo necesitaba un impulso más para seguir viviendo», se recrimina mientras las lágrimas bañan su rostro. Durante mucho rato el llanto toma protagonismo, finalmente el cansancio la vence: Se desploma sobre el acolchado cobertor de la cama y se sume en un profundo sopor.
«Rosana corría apresurada, la niebla la había desorientado, tenía que encontrar el árbol, llevaba mucho rato buscándolo y tuvo la sensación de que estaba transitando en círculo. Por suerte, la bruma se iba disipando y entre el celaje el albor de la luna llena se hacía, cada vez, más presente. Se paró en seco y oteó el entorno, el silencio era abrumador. Sabía que estaba cerca. Respiró profundamente y el fresco aire otoñal llenó sus pulmones. Sacó fuerza de flaqueza, entornó los ojos para enfocar su mirada con precisión; un haz de luz se filtraba a través de la espesura iluminando el camino. Prosiguió el trayecto a grandes zancadas, pero observando con atención donde ponía los pies, el camino era estrecho y tortuoso. De vez en cuando echaba una mirada hacia las copas de los árboles; arriba, la luna y las estrellas destellaban en la negrura de la noche.
Decidió descansar un momento, estaba exhausta, debía recuperar fuerza. Tras unos minutos reanudó la marcha. Esta vez sus pasos eran taimados.
Aunque no la pudiera ver, su presencia, con cada pisada, se hacía más patente. Un ave nocturna arrancó el vuelo y el bu-bu, u-u de una lechuza rompió el silencio Rosana no se inmutó, con decisión y paso firme continuó andando. Sabía que Moly paseaba por el jardín, el aroma a colonia de la lavanda impregnaba el ambiente. Siguió su rastro orientada por la fragancia, omitió llamarla; no quería que se asustara. Se detuvo, olfateó el aire y volvió a mirar la cúpula celeste; la cara de la luna se exhibía, orgullosa; radiante. Bajó la vista, parpadeó y reconoció el lugar. Apretó los dientes y la rabia contenida la hizo fuerte. Con una vehemente furia se deshizo de los obstáculos; piedras, ramas, tierra, madera… Soportó el esfuerzo hasta que el llanto afloró, no permitió que las lágrimas se detuvieran y enturbiaran sus ojos; dejó que rodaran por sus mejillas. Más sosegada continuó escarbando. Pasó un buen rato hasta que se encontró con su amiga. ¡Volvían a estar juntas! Rosana no dejaría que nada ni nadie las separara. La recogió en su regazo y meciéndola con ternura la ofreció cobijo mientras acariciaba sus rubios cabellos. Enlazadas, en un fraternal abrazo, recorrieron el camino de regreso a la residencia.
***
El sol despuntó por Oriente cubriendo con sus rayos la fachada este del edificio. En el interior de la residencia para señoritas The Oak House empezaba la actividad matutina. El aroma de pan acabado de hornear recorría su diario periplo. Desde la cocina al salón: dos bandejas repletas de tiernos panecillos fueron transportadas por la doncella.
Las jóvenes estudiantes se congregaron en la sala y con diligencia tomaron asiento en sus respectivos lugares. Leves sonidos producidos por el choque de las cucharas al remover la leche malteada que contenían las tazas se unía al susurro de las voces. Cuándo la tutora de las jóvenes pasó lista, constató que Rosana no estaba presente. Extrañada por su ausencia decidió ir a su dormitorio.
La maestra andaba con paso firme a través de los largos pasillos del edificio pensando en que los últimos dos días habían sido fatídicos para la residencia; una alumna había muerto en extrañas circunstancias. El motivo del óbito: un paro cardíaco.
A pesar de que la joven gozaba de buena salud y nunca se le había detectado ninguna disfunción del corazón, el dictamen del doctor Folch fue concluyente: «La joven Moly Bristol presentaba un rictus de terror en su semblante, propio reflejo del dolor causado por un ataque cardiaco y, la certeza de saber que se está a punto de perder la vida» había manifestado el médico, pero para la instructora aquel dictamen era cuestionable y así se lo expuso al galeno quien, como colofón dijo: «Quizás podría haber hecho alguna cosa por reanimar a la señorita Bristol, en el supuesto de que hubiera tenido la disponibilidad de un desfibrilador».
Sumida en sus cavilaciones, la institutriz no llamó a la puerta del habitáculo, la abrió y entró precipitadamente.
Encontró a Rosana sentada en el sofá de la sala.
—Hoy no se ha presentado al desayuno. Sabe que se deben cumplir las normas, sin excepción. —espetó con aspereza.
La joven no respondió, se limitó a levantar la cabeza. Parecía extenuada como si se hubiera despertado de un sueño confuso, mantenía una mirada extraviada, sus ojos saltones estaban muy abiertos produciendo una sensación inquietante.
—¿Rosana le ocurre algo? —Preguntó
La joven exhaló un grito gutural que culminó con una horrible carcajada.
—Señorita mantenga la compostura —dijo la institutriz mientras la zarandeaba para hacerla reaccionar.
De pronto Rosana estaba excitada, trataba de mitigar el terror que envolvía su espíritu. Al ver a la tutora frente a ella, supo que la estaba amonestando, «pero que decía aquella mujer» se preguntó. Al no tener respuesta, se le ocurrió sonreír. Una repulsiva mueca apareció en sus labios produciendo una risa desagradable; un ruido estridente que estalló en el rostro de la maestra. Advirtió que no hubo ningún cambio en el gesto severo de la tutora. «¿Es que se había comportado mal?», se preguntó y aunque no tenía una idea concreta de lo que podía ser, sintió un halo de remordimiento.
—¿Qué he hecho? —susurró aterrada Rosana.
La institutriz la cogió enérgicamente del brazo y la llevó frente al espejo de la cómoda.
—Mírese —dijo.
—¿Qué? —preguntó asustada la joven.
Tenía las ropas manchadas de barro. Entonces, supo que recibiría un castigo por haber deteriorado el uniforme. Pero la maestra la cogió delicadamente las manos y se las mostró; las tenía rasguñadas, los dedos heridos y las uñas rotas. La instructora señaló la pared, concretamente; un objeto. Rosana durante un instante se negó a mirar hacia allí, sentía una desconcertante repulsa, pero la insistencia de su mentora la obligó a enfocar su mirada; era la pala del jardinero. Exhaló un grito y como si fuera empujada por una fuerza superior corrió hacia la habitación anexa. La maestra la siguió, pero no logró entrar, cuando Rosana traspasó el dintel de la puerta, la cerró y arrastrando una silla; la bloqueó.
—Abra la puerta —inquirió la tutora mientras golpeaba enérgicamente con los nudillos de la mano.
Rosana se parapetó detrás de la puerta sentándose en la silla con los brazos cruzados.
—Si lo que desea es, bañarse y cambiarse de ropa, hágalo. La espero en la sala de música. No se demore la clase está a punto de comenzar.
Rosana omitió cualquier respuesta.
***
Las residentes de la institución, ajenas a los acontecimientos que acaecían fuera de su zona de estudio, cumplían con sus obligaciones diarias de férrea disciplina. No en vano aquellas señoritas, la flor y nata de la sociedad, debían representar el gran papel que su linaje les exigía y su vida acomodada les ofrecía.
La tutora echó una ojeada en el interior de la sala de música, los acordes melodiosos de un nocturno de Frédéric Chopin interpretado por el alumnado la saludaron. Fijo su mirada en el reloj de pared. Había transcurrido casi una hora desde que dejara a Rosana en la habitación. La alumna no estaba en el aula de música. Con un gesto imperceptible interrogó a la profesora, que estaba sentada al piano, por la ausencia de Rosana, esta sin levantar los dedos de las teclas y sin perder las notas de la melodía, se encogió de hombros como respuesta.
Una ráfaga de crispación cruzó su mente. Con pasos decididos, se dirigió en busca de la díscola estudiante. Aunque era su primera falta, se dejaría de sutilezas, esa jovencita necesitaba mano dura; se lo debía a la institución y como no, también a la familia de la joven que esperaban se le ofreciera una exquisita formación. Estaba dispuesta a no solo sermonearla sino también a castigar su mal comportamiento; no se había presentado al desayuno y eso significaba un desprecio hacia sus compañeras, «que habría estado haciendo», se dijo para estar tan sucia, herida y desaliñada y haber estropeado su uniforme. Además, la había desobedecido y eso era intolerable. Su deber como educadora era preservar los principios de la institución y mantener la disciplina.
Por segunda vez en esa mañana, paró en seco sus pasos frente a la puerta del dormitorio y al igual que había hecho anteriormente, entró sin llamar. La habitación estaba en penumbra, anduvo hasta la puerta del dormitorio, movió la maneta; seguía bloqueada.
—Rosana, abra la puerta —ordenó.
No hubo respuesta. Airada, golpeó la puerta con la palma de la mano. Aproximó su oreja al tablero y escuchó. Ningún ruido. Volvió a repicar con estrepitosa fuerza a la vez que ordenaba que le abriera la puerta. A pesar de su insistencia el mutismo de la joven prevaleció.
Fuera de sus casillas, la institutriz tomó una determinación, no le habría gustado tener que dar información de lo ocurrido a ningún empleado, ella era la directora y poner en conocimiento de un inferior su incapacidad para lograr que una alumna la obedeciera, se podría interpretar como una debilidad, falta de autoridad en el mando, pero era irremediable, la situación requería una actuación drástica. Así que, con pasos enérgicos y con la ira reverberando en su ánimo, salió de la estancia.
Media hora más tarde, la directora acompañada del jardinero, entraban en la antesala del dormitorio de Rosana. La habitación estaba vacía y la puerta de la alcoba seguía cerrada. Por precaución y manteniendo el decoro que se exigía en la institución, la educadora tras un suave golpecito movió el picaporte.
—Rosana. Tenga la amabilidad de abrir la puerta —inquirió con amabilidad.
Tras un par de minutos sin que se desbloqueara la puerta, la institutriz, repicó con los nudillos y volvió a instar a la joven para que le permitiera entrar.
—Señora, si me lo permite, claro si a usted le parece bien; derribo la puerta —dijo el jardinero con voz hostil.
—Probaré una vez más —apuntó contrariada, tratando de mantener la compostura.
—Como usted guste señora —expresó el hombre que tenía la certeza de que, si no era por la fuerza, aquella puerta permanecería cerrada hasta… por que la niña, que seguro era una mimada, no obedecería.
—Rosana, tenga la amabilidad de abrir. De lo contrario me veré obligada a castigarla severamente.
—¿Se lo va a decir a mi padre? —la voz temblorosa de la joven se escuchó tras la puerta.
—Bueno, primero abra la puerta Rosana y hablemos —exclamó la directora dando a sus palabras un toque de dulzura y esquivando la pregunta. Conocía el rudo carácter de su progenitor y más que la reprimenda que pudiera dar a su hija, que sabía sería vejatoria, no le cabía ninguna duda de que tanto ella como la institución saldrían mal paradas.
Les llevó esperar otros veinte minutos más hasta que se escuchara el ruido de las patas de una silla rozar el enlosado. Un instante después, el cerrojo de la puerta cedía. La institutriz la empujó levemente. El jardinero, atento, colocó un pie en el marco para evitar que, si fuera empujada desde dentro, se volviera a bloquear. Unos pasos apresurados resonaron en la habitación.
Cuando entraron se quedaron perplejos:
Sobre una de las dos camas, el cuerpo de Moly yacía pálido como el habitante de una tumba. Su pecho desnudo revelaba un profundo corte al lado izquierdo mostrando el corazón inerte de la joven, del cual pendía un enjambre de cables eléctricos conectados a diferentes enchufes de la habitación.
Rosana, abrazando a su amiga, gemía con un llanto espeluznante y pronunciaba a gritos frases entrecortadas.
«Déjela conmigo» «¡Aún vive!»