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Relato 54 - Impromptu macabro
2024-11-16
Presentación
Un relato con todos los ingredientes de una historia de terror, con buenas descripciones que nos lleva a un mundo de ultratumba tenebroso, no os la podéis perder.
Relato
El miedo todavía no era ni un atisbo en nuestros corazones cuando levantamos aquella pesada losa y nos introdujimos por la negra boca rectangular que ahora formaba la oquedad que antes tapaba. Quizá algo de recelo o un ápice de inquietud desasosegaba a algunos de los más supersticiosos de nuestro grupo, pero la mayoría emprendimos la expedición con una variada mezcla personal de avidez y emoción. Por supuesto, sabíamos de la aciaga leyenda de aquel lugar enterrado bajo el desierto desde hacía siglos; según algunos de los pocos documentos que quedaban sobre él, podía haber sido una gigantesca catacumba o una concatenación de ellas, mientras que otras fuentes afirmaban que se trataba de una antigua ciudad que había resultado desolada por alguna plaga o mal ignoto. Paradójicamente, había sido descubierta por un equipo de arqueólogos casi noventa años atrás, pero estos habían decidido volverla a sellar su acceso a los pocos días del hallazgo y no dar a conocer su descubrimiento al mundo. Había sido un milagro que, de alguna manera, sobreviviera algún rastro de aquel suceso y de que este llegara a nuestro conocimiento. De lo contrario, quién sabe si aquella urbe —o necrópolis— subterránea hubiera seguido siendo un secreto durante otro milenio, o quizá para siempre… Para nosotros, aquella expedición significaba riquezas y fama o, para los menos materialistas, simplemente la oportunidad de una gran aventura. Durante la primera media hora no sucedió nada que se pudiera calificar de anómalo o inesperado. Ciertamente el miasma que reinaba en aquellas ruinas olvidadas nos obligó a cubrirnos con pañuelos al poco de penetrarlas, y aun así el olor a antiguo y a cerrado llegaba a hacerse agobiante conforme nos íbamos adentrando en el complejo, pero, poco a poco, conseguimos acostumbrarnos. También prevalecía allí una oscuridad casi orgánica que los rayos de nuestras linternas rasgaban con dificultad. Debíamos dar cada paso con cierta precaución, pues además de tener que sortear numerosas estructuras y escombros caídos de techos y paredes, pronto comprobamos que la directa y sencilla entrada al subterráneo comenzaba a bifurcarse en varias calles o pasillos que a su vez también se volvían a ramificar. No nos desalentaron todas aquellas primeras contrariedades y, dirigidos por los miembros del grupo más duchos en Historia y Arqueología, fuimos improvisando una ruta hacia donde ellos suponían, en base a sus conocimientos de otras culturas antiguas similares, que podía estar el núcleo de la ciudad. Estábamos totalmente seguros de dar con importantes tesoros en aquella zona, ya fueran metales y piedras preciosas o, al menos, reliquias de igual o mayor valor. Fue algo después cuando sobrevino el primer sobresalto. Algunos de nosotros ya habíamos acusado mareos y náuseas, sin duda provocados por el aire viciado de aquel laberinto milenario. Había también quien aseguraba haber oído pasos, voces o susurros en los últimos minutos, pero la mayoría no dábamos demasiado crédito a aquellos temores y los aducíamos a las mismas causas que los malestares físicos que se estaban presentando. En cualquier caso, lo cierto es que nuestro brío inicial ya había empezado a menguar, si bien en aquel momento dicha merma no era muy significativa. Esta disminución del temple aumentó en gran medida cuando nos acercábamos a una gran cámara, la primera habitación de ese tamaño que veíamos. De momento no habíamos dado con ningún tesoro ni con piezas que pudieran considerarse mínimamente valiosas; apenas algunas monedas y alguna daga o punta de lanza oxidadas a las que prestamos poca atención, todo ello entremezclado en ocasiones con algunas osamentas humanas descompuestas. Mucho más valor parecían tener, para nuestros compañeros expertos, algunos relieves, estatuas y tinajas que encontramos en algunos puntos del trayecto, pero estos eran elementos que no podíamos acarrear fácilmente, por lo que nos limitamos a sacar fotografías de ellos. Un largo pasillo conducía a la enorme estancia. Los haces de nuestras luces no alcanzaban su final debido a aquella negrura inusual que nos envolvía. Lo primero que consiguieron perfilar fue una extraña silueta que se aproximaba a nosotros. Conforme lo hacía y se iba tornando algo más nítida, nuestra primera impresión fue la de que se trataba de un perro de tamaño mediano; después dedujimos que un coyote o un chacal parecía más apropiado en aquellos lares. Era posible que hubiera excavado su madriguera por alguna otra parte de las catacumbas y hubiera hecho de estas su guarida, o incluso que alguna o varias de estas fieras simplemente residieran de manera continua dentro de ellas, quisimos razonar… Se trataba sin duda de una criatura cuadrúpeda, pero, cuando ya la teníamos a unos pocos metros, con nuestras linternas contorneando más claramente su forma, vimos que no se parecía a nada que conociéramos ni por referencia. Andaba a cuatro patas, sí, pero aquello no parecía un animal. Se nos acercaba muy despacio, como renqueando, emitiendo de vez en cuando un desagradable chasquido y contorsionando a cada paso y de una manera grotesca todas las partes de su cuerpo, tanto sus supuestas extremidades como lo que parecían, por analogía, su cabeza y su tórax. Un escalofrío nos recorrió el espinazo a la par que algunos del grupo emitían un grito callado al tener aquella cosa a tan escasa distancia. Reaccionamos con rapidez y sin mediar palabra, valiéndonos de nuestros picos y palas para acabar con aquel ser sin ni siquiera esperar a ver cuál era su actitud hacia nosotros. Aun intentando justificar que se trataba de alguna especie común mutada quizá tras varias generaciones viviendo en aquel gran subterráneo, decidimos dejarlo atrás sin detenernos demasiado a observarlo. Fue la primera vez en toda la noche en la que sentimos miedo… Alterados, entramos en la gran cámara con cierta premura, como queriendo ignorar a aquel engendro que había deteriorado nuestro hasta ahora imbatible espíritu aventurero por si acaso aún se levantaba. Fue sin duda un descuido lamentable pues, a poco que nos dimos cuenta, nos descubrimos casi en el centro de lo que parecía una inmensa plaza o ágora. Desde donde estábamos no alcanzábamos a vislumbrar sus confines en ninguno de los cuatro puntos cardinales. Seguimos avanzando, esta vez con más cautela, abriendo nuestra formación para acercarnos un poco más hacia los extremos de la estancia sin separarnos demasiado. Nos pareció que estaba, al menos en parte, rodeada de gradas, por lo que llegamos a conjeturar si no se trataría de alguna especie de estadio o de recinto para espectáculos. No obstante, no tuvimos tiempo de seguir discutiendo sobre eso, pues una serie de ruidos muy quedos acabó interrumpiendo nuestras discusiones. Al principio parecían chasquidos similares a los del repelente cánido que nos había recibido; después percibimos otras variantes de estos, con diferentes volúmenes y texturas. Al final, mientras todos permanecíamos inmóviles y en silencio, creímos escuchar, sobre la arena acumulada en el suelo por los siglos, pisadas que se aproximaban muy lentamente a nosotros y se mezclaba con otros sonidos no menos enervantes, como chirridos de lo que parecían elementos de madera y metal entrechocando con materiales más difíciles de distinguir. Empezamos a ver a aquellas nuevas criaturas muy poco a poco, primero una sola, luego, tras unos segundos, otra más, después varias a la vez. Esta vez eran bípedas pero, de nuevo, había algo antinatural en ellas. Recordaban a personas, pero no acababan de serlo del todo. Quizá lo habían sido mucho tiempo atrás, pero ahora eran burdas caricaturas de un ser humano, descarnadas, deformes y anómalas. Sobreponiéndonos a la impresión que nos producían, luchando contra la mella que devoraba nuestra entereza, algunos de nosotros sopesamos, en un primer momento, enfrentarnos a aquel tétrico comité de bienvenida y dar cuenta de sus integrantes de la misma forma que habíamos hecho con su predecesor, pues, además de los útiles de excavación, también portábamos machetes y cuchillos. No obstante, mientras nos decidíamos por la solución a tomar, más de estas monstruosidades emergieron de la oscuridad y constatamos que su número aumentaba preocupantemente, y que se adivinaban aún muchas más fuera del alcance de nuestras luces. Nuestro error fue quizá salir corriendo hacia el extremo opuesto de la cámara, al que estaba frente a aquel por el que habíamos entrado, en lugar de rehacer el camino e intentar volver hacia la salida, pero en aquel momento los nervios y el pánico comenzaban a adueñarse de nosotros. Corrimos cuanto pudimos y casi a ciegas hasta dejar atrás la gran sala, tropezando con infinidad de objetos en el suelo y pasando muy cerca de aquellos seres a los que preferimos no prestar atención, recorriendo un pasillo similar a aquel en el que habíamos encontrado al cuadrúpedo… Cuando, jadeando, decidimos detenernos, considerando que habíamos dejado atrás el peligro, no estábamos muy seguros de nuestra posición ni de cuántos cruces habíamos dejado atrás. Solo pudimos distinguir una nueva sala más pequeña que la de las apariciones. Resollando con violencia, formando intuitivamente un círculo para poder observar todo lo que se nos aproximaba, intentamos sobreponernos al horror que empezábamos a sentir y a trazar un plan de escape o supervivencia, pero creo que algunos de los del grupo ya comenzaban a intuir que habíamos sellado nuestro destino. Fue muy difícil coordinarse a partir de aquel momento para ponerse de acuerdo sobre las acciones a emprender y la ruta a tomar, pero, cerciorándonos por los sonidos que nos llegaban de que los seres que nos habían hostigado en la gran cámara seguían en pos de nosotros, y de que estos eran ya un tropel, optamos, sin duda con cobardía y mínima lucidez, por alejarnos de ellos, internándonos así, todavía más, en el complejo subterráneo. Lo que creíamos nuestra ruta de escape pronto se descubrió falsa; de hecho, resultó todo lo contrario: un callejón sin salida pues, al girar un recodo, fuimos a dar, casi de bruces, con más de aquellas criaturas cortándonos el paso, y creo que con otras muchas de forma y aspecto todavía más perturbador. Varias de entre ellas eran incluso más veloces y grandes que todas las que habíamos visto hasta ahora. De repente, sobrecogidos y casi paralizados, nos supimos a punto de quedar atrapados entre el grupo que nos seguía y el que teníamos enfrente y fuimos presas de un comprensible paroxismo de terror que descompuso nuestra unidad y, rebajándonos casi a un nivel infantil, hizo que saliéramos corriendo en diferentes direcciones. El grupo original de trece componentes se dividió en al menos dos mitades, permaneciendo junto a mí media docena de mis acompañantes. A trompicones, casi a oscuras, rompimos a correr sin rumbo fijo con la única intención de dejar atrás a todas aquellas monstruosidades que amenazaban con darnos caza. Aún fui capaz de conservar cierto aplomo y de dirigir a los demás hacia un pasillo más bajo y estrecho que salió a nuestro paso. Deduje que, a través de él, aquel tétrico ejército no podría perseguirnos en gran número, pues se vería obligado a espaciarse para penetrar en el corredor. Hallamos ocasión de detenernos un instante para recuperar el aliento e intentar improvisar un plan mínimamente cabal, dadas las circunstancias tan desesperantes en que nos hallábamos. Me parecía increíble que aquellos hombres sucios y magullados, con las ropas rasgadas y buena parte de su equipo perdido en la incesante huida, con ojos desorbitados y rostros desencajados por el horror, fueran los mismos que, hacía poco más de una hora, habían penetrado en la ciudad perdida dispuesto a salir de ella ricos y famosos. Hube de erigirme en involuntario líder de aquel grupo de despojos temblorosos, aún asustado como estaba también, y tratar de insuflar algo de calma y de nervio en ellos. Buscaríamos alguna salida y, si era necesario, nos enfrentaríamos a las criaturas que nos seguían pues, al fin y al cabo —intenté argüir yo— parecían privadas de toda inteligencia o plan y actuar, bien por instinto o, más probablemente, por alguna fuerza misteriosa y sobrenatural. En aquel momento, sin expresarlo en voz alta, creo que a todos empezaba a quedarnos claro que nos perseguían los antiguos habitantes de la ciudad, vueltos a la vida por sabe Dios qué siniestra magia o poder, remodelados en engendros tan informes como espantosos. Disfrutamos del lujo de unos pocos minutos de tregua mientras recorríamos, desorientados, varias de las calles de aquel interminable mausoleo, avanzando con gran recelo, tan en silencio como podíamos, con nuestros sentidos alerta ante cualquier cosa que pudiéramos ver u oír. De vez en cuando nos llegaban sonidos lejanos difíciles de distinguir. Unas veces nos parecían alaridos, otras, rugidos. Creo que a todos se nos pasó por la cabeza cuál podía haber sido el destino de los demás integrantes de la expedición pero, de nuevo, preferimos no expresar nuestros temores en voz alta. Cuando nos falló la primera linterna, ya no el pánico, sino la insania absoluta, poseyó a uno de los miembros de nuestro grupo. Fue así de rápido. Un hombre por lo habitual valiente y cabal quedó desprovisto de toda razón al ver la luz de su aparato fallar. Creo que toda lo vivido desde el comienzo de nuestra incursión, toda la presión y la angustia que se habían ido inoculando en nuestras almas en la última media hora, lo insólito e inconcebible de lo que estábamos presenciando aquella noche —por mucho que hubiéramos estado intentando reprimirlo o justificarlo— terminó estallando en el cerebro de aquel pobre desgraciado, y su arrebato de locura bien cerca estuvo de contagiársenos a todos los demás. Intentamos auxiliarle mientras se arrojaba al suelo abrumado, alternando sollozos y gritos a la vez que se tiraba del cabello, golpeaba después las baldosas con la base de los puños, e intentaba zafarse de nosotros cuando pretendimos refrenar su comportamiento. Temíamos sobre todo que, con aquellos gritos, fuera a llamar la atención de nuestros nefastos perseguidores, aunque la verdad era que no teníamos claro si a estos les motivaban y accionaban los estímulos físicos, como lo harían con un ser vivo. Finalmente, librándose de nosotros con un codazo, salió corriendo hacia una negra bocacalle. Dudamos por un momento sobre cómo proceder, pues creo que algunos de los nuestros ya habían dado a aquel hombre por perdido y pensaban que era mejor dejarle ir. Tras unos segundos, nos pudo la conmiseración, y tres de nosotros salimos tras de él con la esperanza de calmarle y hacerle volver a sus cabales. Otros dos compañeros, por miedo o por considerar nuestro propósito inútil, se quedaron en donde había acaecido el acceso de demencia del huido. Guiándonos por los gritos del fugitivo, cuyo eco rebotaba por doquier, intentamos darle alcance lo antes posible, pero aquella tarea no era nada fácil en el tétrico y oscuro dédalo del que éramos prisioneros. Cuando al fin lo vislumbramos a unos metros —me preguntaba cómo había podido llegar tan lejos sin luz alguna— y le instamos a regresar, el enajenado pareció volver en sí por un instante, se detuvo, y se giró hacia nosotros. Fue entonces cuando observamos con horror e impotencia cómo varios de aquellos resucitados malditos aparecían tras él y lo atrapaban antes siquiera de que pudiera prevenirlo. Ante nuestros atónitos ojos, acabaron con él de manera cruenta e inhumana —¿quién podía esperar lo contrario de aquella legión del averno?—, destrozándolo con garras y fauces en cuestión de pocos segundos y encaminándose tras ello hacia nosotros. No tardamos en darnos cuenta de que nos era imposible volver a encontrar el camino por el que habíamos venido, para así reunirnos con los dos compañeros que habían quedado atrás. Por fortuna, nosotros tres conseguimos no dividirnos todavía más, pues estaba claro que, sin la fuerza de nuestro grupo, nuestras posibilidades de sobrevivir y de plantar cara, tanto física como moralmente, a las aberraciones que nos seguían, disminuían a pasos agigantados. Si la voluntad de alguno de nosotros tres se quebraba, si perdíamos el poco valor y la escasa resolución que nos quedaban, estaríamos condenados sin remedio. Incluso en aquel momento quise aún creer que íbamos a poder superar todas aquellas calamidades y desgracias y, de algún modo, dar con una salida de aquel gigantesco cementerio. No recuerdo cuánto tiempo ni qué distancia anduvimos tras presenciar la muerte de nuestro amigo. Por momentos me parecía que había sido un rato, pero a veces tenía la sensación de que llevábamos horas recorriendo las interminables catacumbas con gran cautela, rehuyendo de los grupos de cadáveres andantes cuando los distinguíamos en las cercanías. Llegó un momento en que nos dimos cuenta de que no nos quedaba agua ni, en la práctica, casi nada del equipo, aparte de alguna brújula —absolutamente inútil en aquellas circunstancias—, un par de cuchillos y nuestras respectivas linternas. A lo largo de todo nuestro periplo, habíamos ido perdiendo nuestras mochilas o, incluso en algunos casos, nos habíamos deshecho de ellas para poder aligerar nuestra fuga. Cuando a otro de mis acompañantes se le acabaron las baterías de su linterna, este se sentó tranquilo en el suelo, apoyándose contra una pared de la estancia en la que estábamos. Su actitud fue totalmente contraria a la del horrorizado demente que habíamos visto morir en las garras de aquella hueste infernal. Pareció resignarse al destino que nos esperaba y nos dijo que siguiéramos sin él, todo ello con una calma inconcebible, con voz sosegada y sin histerismo alguno. Para él había llegado la hora de rendirse y pareció aceptarlo con gran valor, pero nosotros dos no estábamos dispuestos a imitarle ni a dejarlo allí. Le insistimos durante varios minutos, inventando pretextos para darle ánimos y que siguiera adelante, pero no hubo manera. Cuando ya estábamos a punto de desistir de nuestro empeño, descubrimos a pocos pasos de nosotros a no menos de una veintena de aquellos fantasmagóricos acosadores, seguramente seguidos por muchos más que no podíamos ver. Estábamos tan enfrascados en nuestra tarea de persuadir al compañero derrotado, o quizá ya tan exhaustos tras tantos avatares, que no nos habíamos cerciorado de su llegada. El explorador que se había sentado permaneció en la misma posición en la que estaba; el otro tomó una decisión igual o más inaudita: blandió el machete que llevaba colgado al cinto y cargó contra nuestros atacantes con inusitada furia. Su valiente acto, claro está, sirvió de bien poco, siendo derrotado y aplastado por los muertos tras un breve forcejeo durante el cual consiguió cercenar algún miembro a sus rivales. De nada valió que instara a correr al que era ahora el único superviviente que quedaba junto a mí. Impertérrito, mantuvo su postura hasta que los cadáveres acabaron también con él, pero yo ya había huido del lugar antes de eso. Corrí y corrí sin saber por dónde iba, esquivando a los resucitados cuando tropezaba con ellos, y no dejé de huir hasta que, también a mí, me falló el pequeño foco de luz que me guiaba y era mi único amparo. Solo entonces, agotado en todos los sentidos, lleno de moratones y cortes por los numerosos golpes, sin apenas fuerzas con las que continuar, con la boca seca y las sienes latiéndome con violencia, me hinqué de rodillas en el suelo y decidí que era el momento de desistir. Quedarme solo en aquella tumba interminable me había llenado de un pavor que me cortaba hasta la respiración y, cuando por fin admití para mí que jamás saldría de aquella ciudad impía, que moriría dentro de ella, ya fuera de inanición o bien a manos de sus lóbregos moradores, cuando me vi anegado de oscuridad sin poder saber qué ocurría a mi alrededor, sucumbí al desespero y este acabó privándome del raciocinio. Quizá fuera lo mejor para no seguir atormentándome por aquella terrible situación y el final que me aguardaba…
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Fecha Publicación
2024-11-17 15:29:03
Comentario
El texto es muy cinematográfico propio de una película de zombies y tiene un argumento definido. Recuerda a cuentos de Lovecraft y otros maestros del terror. Sin embargo, los personajes no están nada más que esbozados, tanto de un lado como del otro y el final es decepcionante y nada sorprendente como sería de rigor. El título es poético pero ni sorprende ni sugiere casi nada del contenido del cuento. Da la sensación de que no sabe cómo terminar y ese final tan plano no produce excesiva inquietud ni desasosiego porque es demasiado previsible. Por otro lado, todo el desarrollo queda en una sucesión de experiencias muy repetitivas y que al final cansan un poco. El texto está bien redactado y no es recargado. En suma es un texto lineal y previsible que produce inquietud en sus comienzos pero aporta poco al género y no deja mucho a la imaginación del lector ni en su título ni en su desenlace.
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