Ver Relato del Concurso

Id	Relato	Publicación
164	Relato 15 - Gentrificación	2024-10-09

Presentación
Este es un texto de terror que, utilizando un tono cáustico y cierta mala leche, intenta revisar un clásico como es el de las casas encantadas, con un problema muy actual.

Relato
Recuerdo con claridad la caída y el estruendo del impacto. Después solo tengo la imagen de los vecinos asomados a los balcones, y la de un tipo preguntando a la policía si el seguro le cubriría que una vieja, cayendo desde un sexto piso, le hubiese destrozado la furgoneta. Luego los pulmones se me encharcaron de sangre y dejé de respirar. No tardé mucho en morir. A partir de ahí, todo es confuso. Tengo claro que no vi ninguna luz brillante ni desfiló ante mí la película de mi vida, lo único que pasaba en bucle ante mis ojos era la cara de sádico del gordinflón de mi sobrino mientras me empujaba por el balcón. De pronto, me encontré en la sala de estar sentada en mi butaquita preferida, con una sensación de paz y bienestar que no había sentido desde que era joven. Me empecé a preguntar si en aquello consistía estar muerta. Lo cierto es que se me hacían confusos los conceptos de tiempo y espacio, pero no era muy diferente de cuando me despertaba de la siesta, sin saber apenas dónde estaba o si era por la mañana o por la tarde; así que me limité a disfrutar de ese nirvana que Dios, o lo que sea que haya por ahí arriba, me había regalado. Es por eso que no puedo saber cuánto tardó mi sobrino en volver al piso, quizá algunos días o tal vez varias semanas, pero lo que sí sé es que vino acompañado de un señor que estuvo husmeando por toda la casa y tomando medidas de las habitaciones. Yo intenté hablar con ellos, pero no me hacían caso, ni siquiera parecía que me vieran. Entonces me di cuenta de que yo misma no podía verme ni sentía mi cuerpo. Era como si solo existiera mi consciencia, mi pensamiento, que flotaba, ingrávido, sobre el salón. Me había convertido en un fantasma, supongo. El problema es que no sabía qué significaba ser un fantasma, solo tenía las referencias de algunas películas —bastante burdas, por cierto— y un par de libros que había leído. Era como el superhéroe que ha recibido un poder que no sabe manejar. Cuando se fue mi sobrino y el tipo aquel, intenté seguirles, pero cada vez que atravesaba la puerta de la calle me encontraba de repente en el centro del salón de nuevo. Por lo visto mi existencia como espíritu estaba circunscrita a mi casa, lo cual no me importaba lo más mínimo, me encantaba la tranquilidad del hogar. No debieron pasar muchos días —o quizá sí, ya digo que mi sentido del paso del tiempo se ha vuelto bastante incierto— hasta la mañana en que vino la cuadrilla. Cinco muchachos grandotes como montañas, con acento del este de Europa, acompañados del tipo que vi con mi sobrino y que se puso a darles instrucciones nada más atravesar la puerta. Dos empezaron a destrozar las paredes a martillazos mientras otros dos bajaban mis muebles al contenedor de la basura, el quinto atornilló en la puerta un cartel que decía “Vivienda de uso turístico”. El que parecía el jefe los miraba y fumaba un cigarrillo tirando la ceniza sobre mi alfombra de seda. Juro que si hubiese tenido cuerpo les hubiese abofeteado, pero, dado el estado en el que me hallaba, intenté otras alternativas: mover objetos, romperlos, hacer ruidos. Hasta probé a concentrarme con fuerza en mis propios pensamientos para aparecerme como un espectro amenazador. Todo fue inútil. Me quedé sin fuerzas y sentí como iba disolviéndome en el éter, como si mi consciencia se fuese haciendo más liviana, hasta que vi por la ventana a uno de aquellos operarios dejando mi butaca junto al contenedor de la basura. En aquel momento me enfurecí de tal modo que pensé, ojalá te atropellara un camión, me gustaría que un autobús te pasara por encima y te reventara. De repente, el tipo se quedó inmóvil en mitad de la acera, escrutando el trafico que circulaba a esas horas por la amplia avenida. Esperó unos minutos con la mirada perdida, hasta que un camión, que había pasado en ámbar el semáforo, se aproximó a toda velocidad. El operario se lanzó en ese momento sobre la calzada. El camión no tuvo tiempo de frenar y lo arrolló, estampándolo contra el muro que había tras los contenedores. Su cuerpo quedó tirado sobre la acera en una postura rara, como un guiñapo, con la cabeza aplastada por el golpe. Había caído junto a mi butaquita, fragmentos de su cerebro salpicaban el tapizado ocre. Me sorprendí pensando en lo difícil que iba a ser sacar aquellas manchas. Si hubiera tenido rostro estoy segura de que habría sonreído. Descarté de inmediato la casualidad: aquello lo había provocado yo de alguna manera, pero no sabía cómo. A partir de aquel momento intenté centrarme en controlar mi nueva capacidad, para poder defenderme de la invasión de mi hogar, pero, a pesar de que cada día me concentraba en diferentes situaciones para ver si se convertían en realidad, no conseguía dar con la fórmula que liberara mi poder. El tiempo jugaba en mi contra. Tras el revuelo que se formó después del accidente, las obras de reforma continuaron y mi pequeño piso quedó transformado en una vivienda moderna y funcional, con capacidad para amontonar en su interior a cinco personas. No quedaba ni rastro de mi antiguo hogar. Un horror. Un día vi aparecer por la puerta a cuatro muchachos, rubios como el sol, que hablaban un idioma que no conseguí entender, y que dedicaron dos días con sus respectivas noches a beber cerveza, fumar porros y alborotar con su música estridente. Ojalá te tiraras por el balcón, pensé una mañana en que uno de ellos fumaba en la terraza, tras haber vomitado por todo el comedor. El muchacho se quedó inmóvil de repente. Sus músculos se tensaron y sus ojos quedaron fijados en el horizonte, con una expresión ausente en la cara. Luego bajó la mirada hacia la acera, una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó sobre el techo del coche que estaba aparcado abajo. Con mano temblorosa dejó caer el cigarrillo y se encaramó vacilante en la barandilla. Tras un breve instante de duda, cerró los ojos y se lanzó al vacío. En ese momento lo entendí todo. No es que pudiera adivinar o influir sobre el futuro, lo que ocurría era que podía meterme en la mente de los demás y forzarles a hacer lo que me diera la gana. Después del “suicidio” de aquel vikingo, decidí utilizar a sus colegas como conejillos de indias y descubrí que también podía hacerles ver o sentir lo que quisiera. Pobres muchachos, era como si pudiera implantarles en el cerebro una realidad paralela. Por primera vez en mi vida —o, más bien, en mi muerte— me sentí poderosa. Era paradójico que para empoderarme hubiera tenido que morirme, pero al menos podía utilizar toda aquella energía para vengarme del capullo de mi sobrino. En algún momento tendría que aparecer por el piso. Yo tenía toda la eternidad para esperarle. Literalmente. —¡Joder, qué susto! ¿Has oído ese ruido? —Josh se despertó de repente y se encontró desnudo en mitad del comedor. Apenas recordaba nada de la noche anterior. —Mmmm, ¿ruido?, ¿qué ruido? —Mike, que estaba a su lado, abrió un ojo para cerrarlo de inmediato — ¿Ya es de día? —He escuchado un porrazo que venía de la calle, como si se hubiera caído algo muy pesado —insistió Josh. —Vale. Déjame dormir, ¿quieres? —Espera, tienes una cosa en la boca. ¡Hostia!, se mueve, está viva. Es un bicho enorme… o algo. —¿Un bicho?, ¿qué dices? —Mike intentó llevarse la mano a la boca, pero descubrió que no podía moverse, estaba paralizado—. Algo me pasa, Josh. Ayúdame. —No te preocupes, yo te lo quito. ¡Joder, qué asco! Josh le metió la mano en la boca, intentando agarrar su lengua, pero se le escurría entre los dedos. —¿Qué mierda haces? —consiguió articular Mike cuando Josh sacó la mano. —Es como una serpiente… o una culebra. Se resbala, no puedo cogerla. Espera, que voy a buscar algo. Salió corriendo hacia la cocina y regresó de inmediato con un cuchillo enorme y las pinzas de la barbacoa. Cuando lo vio llegar, Mike intentó gritar, pero para entonces Josh ya tenía su lengua agarrada con la pinza y tiraba con fuerza hacia afuera. Mike empezó a hiperventilar cuando vio aproximarse el cuchillo a su boca. Con movimientos delicados y mano firme, Josh empezó a cortar de lado a lado por la base, hasta que la lengua quedó desprendida. Luego la estrelló contra el suelo y se puso a pisotearla. —Le he cortado la cabeza, pero sigue viva la cabrona. Se ha metido para dentro —Josh empuñaba el cuchillo con fuerza; sus ojos, alucinados y de pupilas dilatadas, reflejaban el rostro horrorizado de su amigo—. Hay que sacártela. Mike, que seguía sin poder moverse y con la tráquea inundada de sangre, emitía un borboteo gutural. Notó en la garganta la incisión del cuchillo, que bajó, chocó con el esternón y siguió avanzando hacia el abdomen, donde se hundió sesgando sus órganos internos. Luego notó como Josh introducía las manos, removiendo entre sus entrañas. En ese momento se desmayó. —La encontré —dijo Josh, sacando los intestinos y esparciéndolos por todo el salón—. ¡Hey!, que se escapa. Salió de un salto a la terraza y se puso a correr en zigzag, intentando atrapar a un ser invisible. Al cabo de unos minutos se quedó quieto mirando hacia el balcón del vecino. Con movimientos sigilosos se subió a la barandilla. —No sé cómo has llegado hasta ahí, pero ten por seguro que te voy a atrapar —susurró. Mientras, abajo se había congregado una pequeña multitud en torno al cadáver de aquel rubio oxigenado, que había impactado contra el coche que estaba aparcado frente al portal. —¡Mecagüen la leche con el balconing! —decía el que parecía ser el dueño del vehículo, llevándose las manos a la cabeza. —¡Hay otro! —gritó alguien, señalando hacia arriba— ¡Se ha subido a la barandilla, se va a tirar! Todo el mundo alzó la cabeza justo en el momento en que Josh se precipitaba al vacío, para reventarse sobre el cuerpo de su amigo. A Sam lo despertaron las sirenas de las ambulancias y la policía. La noche anterior se había ido a dormir más temprano que sus colegas, hacía una eternidad que no fumaba y los canutos debían de haberle sentado mal. Se metió en la primera habitación que vio y a los cinco minutos estaba frito. —¿Qué mierda pasa? —vociferó, mientras entraba en el salón hurgándose la nariz con ahínco. Se espabiló de golpe cuando vio pedazos de intestinos de Mike que colgaban de las cortinas. Luego se fijó mejor y vio los colgajos de las vísceras salpicados por todas partes, y un trozo grande y rosado de carne rodeado de un charco de sangre en medio del comedor. Mike yacía al lado de su lengua cercenada, con los ojos desorbitados y el cuerpo abierto en canal. El mango del cuchillo asomaba por el boquete que se veía donde había estado su vientre. Como a cámara lenta, Sam fue avanzando de puntillas hacia la terraza. El barullo de la multitud que se agolpaba en la calle se mezclaba con el resplandor de las luces de las sirenas reflejadas en las ventanas. Sam miró hacia abajo, dónde los servicios de emergencia estaban retirando los cadáveres, y lo que creyó ver fue a un grupo de seres extraños, unos alienígenas, que desmembraban los cuerpos de sus amigos. Alguien alertó de su presencia en la terraza y la multitud alzó de pronto sus rostros hacia él. Sam vio a unas criaturas, con los ojos inyectados en sangre, que le mostraban sus sonrisas macabras, con unas bocas desmedidas de dientes afilados. Aquellos entes tenían una piel de color grisáceo y unos cuerpos retorcidos que se movían de una manera desarticulada. Sam se apresuró a entrar de nuevo en la sala justo en el momento en que la policía llamaba al timbre. Estuvieron golpeando la puerta y gritando para que les abriera durante un par de minutos, que Sam dedicó a armarse con el cuchillo que había extraído del cuerpo de su amigo. Al final fueron los bomberos los primeros que entraron en el domicilio, reventando la cerradura con un hacha. Se quedaron paralizados ante el espectáculo de sangre y vísceras, y al ver a aquel joven que les amenazaba con un cuchillo. Sam vio entrar en la casa a unos seres de piel brillante y viscosa, empuñando unos instrumentos que sin duda utilizarían para torturarle. Sus cabezas deformadas mostraban varias filas de dientes puntiagudos similares a los de los tiburones, y emitían unos sonidos estridentes que se le clavaban en el cerebro. No podía pensar con claridad, una especie de voz aguda dentro de su cabeza lo inundaba todo. La voz le explicó la única manera de escapar de aquellos monstruos, de evitar que lo torturaran. Empuñó el cuchillo con mano firme y, apoyándolo en la base de su oreja izquierda, lo hundió con fuerza, moviéndolo hacia la derecha hasta cercenarse por completo la garganta. Nacho era uno de aquellos tipos que tienen que afilar el ingenio para llegar a fin de mes. Las más de las veces se alimentaba a base de bocadillos de mortadela y su nevera estaba siempre vacía, pero no salía de casa sin su traje Giorgio Armani de imitación y su corbata de seda. La mala leche que utilizaba para defenderse del mundo le venía de sus años de colegio, cuando los demás chavales se burlaban de él y le llamaban “el gordito”, debido a un leve exceso de peso que venía arrastrando desde entonces. Siempre le andaba rondando la cabeza la idea del negocio definitivo, aquel que le sacaría de la miseria, pero que no acababa de hacerse realidad. Había sableado a amigos, familiares y conocidos para embarcarlos en los negocios más peregrinos. Se había caído mil veces y se había levantado mil más, pero se dejaba jirones de piel y multitud de amistades en cada intento. La historia se repetía una vez más. Toda la inversión para reformar el piso que había heredado de su tía Leonor, estaba a punto de irse a la mierda por culpa de unos niñatos a los que se les había ocurrido irse a morir allí. Además a lo grande, con un baño de sangre de los que salen en las primeras páginas de los periódicos. Pero su lema era hacer de la necesidad virtud, así que andaba dándole vueltas a un nuevo negocio, hasta había ideado el eslogan con el que se publicitaría: “Atrévase a pasar la noche en la casa de los horrores y descubra los crímenes que allí se cometieron”. Sería un híbrido entre vivienda turística y escape room, solo necesitaba inventarse una buena historia sobre aquellas muertes y decorar el piso de forma siniestra. Pero esto tendría que esperar hasta que la policía acabara con la investigación. De momento se dirigía hacia allá para ver cómo había quedado todo y hacer una especie de control de daños. Esbozó una sonrisa mientras aparcaba frente al portal, decían por el barrio que ya nadie se atrevía a dejar el coche allí, por si te llovía un guiri sobre el parabrisas. Un escalofrío le recorrió la columna mientras introducía la llave en la cerradura, desde que su tía había muerto era la primera vez que volvía a la casa solo. Accedió al recibidor abriendo la nueva cerradura que sustituía a la destrozada por los bomberos, y se tuvo que frotar los ojos un par de veces para intentar asimilar lo que estaba viendo. La casa estaba tal y como la recordaba de su infancia, cuando iba con sus padres a visitar a su tía los domingos: el barroco papel pintado de colores apagados, la retorcida lámpara de araña y hasta la butaca decimonónica donde tía Leonor solía sentarse a leer. Se estremeció al notar que un soplo de aire frío le agitaba los cabellos, y percibió una presencia a sus espaldas. Al volverse, distinguió una pequeña sombra que atravesaba el salón para meterse precipitadamente en uno de los cuartos. Nacho tragó saliva mientras entraba en la habitación tras la aparición, para descubrir a una niña de unos siete años, con un vaporoso vestido rosa inundado de lacitos, que le daba la espalda mientras jugaba con un peluche. Las paredes estaban pintadas de colores pastel y decoradas con dibujos infantiles, un ejército de muñecas con estética de mediados del siglo pasado le miraba con sus ojos inertes. Las pesadas cortinas, estampadas con flores de color carmesí, ocultaban las ventanas y solo permitían pasar unos apagados rayos de luz, que daban al conjunto un aspecto siniestro. —Hola, pequeña, ¿qué haces aquí? —dijo Nacho, agachándose hasta quedar a la altura de la niña. —Esta es mi casa —respondió ella, mientras seguía jugando con el peluche. —Me parece que te has equivocado. ¿Dónde están tus padres? —Murieron hace mucho tiempo. Nacho sintió como se le erizaba el vello de la nuca. —¿Cómo te llamas, bonita? —Leonor. Nacho dio un salto y salió como un relámpago de la habitación. Su corazón se aceleró mientras intentaba buscar la puerta de la calle, pero ya no estaba allí; en su lugar se alzaba un armario rococó de tres cuerpos, adornado con unas extravagantes volutas en forma de flor. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que también habían desaparecido las ventanas. No había forma de salir de allí. Una luz mortecina, que parecía provenir a la vez de todas partes y de ninguna, iluminaba la casa. Entró en la habitación de nuevo, Leonor seguía dándole la espalda, concentrada en su juego. —Oye, niña, ¿cómo se sale de aquí? Necesito volver a mi casa —dijo Nacho fingiendo un tono irritado, pero sin poder evitar un temblor en la voz. Leonor se volvió. Su cara, surcada de arrugas, era la de una anciana. Nacho reconoció de inmediato a su tía, aunque su cuerpo seguía siendo el de una chiquilla. —Esta es ahora tu casa —dijo con voz gastada—. Me mataste para conseguirla y, si es que tienes alma, se quedará aquí para siempre. Nacho dio un respingo y cayó hacia atrás, quedando sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. —Aunque, si juegas conmigo, yo seré buena contigo —Leonor se dio la vuelta para concentrarse de nuevo en su peluche, su voz volvía a tener un infantil tono dulce y agudo. Nacho se quedó congelado sin saber qué hacer. Después de unos segundos eternos comenzó a avanzar a gatas y con la cabeza baja hacia la pequeña. Cuando llegó a su altura alzo la mirada y vio que la cara de Leonor se había transformado en un rostro infantil. Sin pronunciar palabra, la pequeña le dio una muñeca de ojos extraviados y sonrisa inquietante. Estuvo jugando con la niña sin atreverse a decir nada hasta que perdió la noción del tiempo. Le pareció que ya debía ser de noche cuando Leonor se levantó de repente. —¡Mañana más! —gritó mientras salía corriendo. —Espera, por favor. Dime cómo se sale de aquí. Corrió tras ella hasta el salón sin conseguir encontrarla. Buscó por toda la casa, pero todo fue inútil. Leonor había desaparecido. Se puso a gritar y a golpear las paredes para pedir ayuda, sin resultado. Al final se sentó en el sofá e intentó dormir, pero no conseguía relajarse y la noche se le hizo eterna. Le pareció que habían pasado muchas horas cuando Leonor volvió a aparecer sonriente en la puerta de su cuarto. —¿Jugamos? —propuso. Nacho respiró hondo y la siguió hasta la habitación. Cuando la pequeña le ofreció una muñeca, la arrojó con fuerza a un rincón. —Mira, Leonor, tenemos dos formas de resolver esto, por las buenas o por las malas. Dime de una vez cómo se sale de esta casa. La respiración nerviosa de Nacho desmentía la determinación de su mirada. Se acercó y agarró a Leonor por los cabellos para intentar asustarla, pero la niña se le quedó mirando con ojos cínicos y una media sonrisa pintada en el rostro. La respiración de Nacho se agitó aún más, sin embargo notaba que le faltaba el aire, algo en su interior impedía su paso. Soltó el pelo de Leonor y se llevó las manos a la garganta, en su cabeza resonaba la risa infantil de la niña, que al mismo tiempo le decía: —No seas malo o te castigaré. ¿Te vas a portar bien? El rostro de Nacho empezó a ponerse azul, mientras sus manos intentaban expandir su tráquea, arañándose el cuello, para permitir que pasara el aire. —¿Serás bueno? —insistió la chiquilla. —Sí. Jugaré contigo. Te lo prometo —consiguió articular a duras penas. En ese momento sintió que el aire llenaba de nuevo sus pulmones y se dejó caer en el suelo, boqueando. Leonor, que había vuelto a sus juegos sin prestarle atención, le tendió un peluche, un osito de color salmón con un corazón enorme dibujado en el pecho. A partir de aquel momento se estableció una rutina entre ambos, pasaban el tiempo jugando en el cuarto de la niña hasta que esta daba por terminada la jornada de forma abrupta, desapareciendo sin dejar rastro. Nacho sentía pasar los días mientras su desesperación iba en aumento. En las pocas ocasiones en que osaba suplicar a la niña que le indicara cómo salir de la casa, esta no le hacía caso y, si insistía, le castigaba de las formas más crueles imaginables. Nacho veía pasar las semanas y más tarde los meses, hasta que llegó un momento en que no pudo aguantar más. Soltó con desidia el juguete que tenía entre sus manos y se quedó mirando a los ojos a la pequeña. —Haz lo que quieras conmigo —le dijo con semblante grave—. Me da igual, ya no te aguanto más —bajó la mirada, una sonrisa triste se pintó en su rostro—. Nunca te he querido, tía. Lo cierto es que de pequeño odiaba venir a esta casa. Odiaba estos muebles, este olor a viejo, esas siniestras cortinas —Nacho señalaba a su alrededor con cara de asco—. Tu me dabas miedo y repugnancia, siempre enlutada y siempre con esa cara de mala hostia. Más de una vez juré vengarme de todo el tiempo que me hiciste perder, hasta que al fin encontré la fórmula perfecta, que además sería el negocio de mi vida: transformar tu amado hogar en un nido de turistas con ganas de pegarse una buena juerga. Nacho cerró los ojos mientras agitaba la cabeza hacia los lados, como para espantar los malos recuerdos. Cuando los abrió, se encontró con que estaba frente a su tía Leonor que, sentada en su butaca, le miraba con una sonrisa que nunca le había visto en vida. —Es bueno soltarlo todo, ¿verdad, sobrino? Decir la verdad y reconocer los propios pecados es una forma de arrepentimiento. Te has portado bien todo este tiempo y espero que hayas aprendido la lección. Nacho vio como su tía abría los brazos hacía él mientras le sonreía con la mirada. Ven, acércate —Leonor le hacía gestos para que se aproximase—. Hay una forma de salir de aquí. —Gracias, tía —Nacho tenía lagrimas en los ojos y la respiración agitada cuando se le acercó con paso vacilante—. Te prometo que a partir de ahora voy a cambiar, seré mejor persona. Honraré tu memoria. Lo juro. Leonor le hizo señas para que acercara su cabeza. —Hace muchos años usábamos un conducto para tirar la basura —le susurró al oído mientras señalaba hacia la cocina—. Aún sigue ahí. Es estrecho y baja en picado hasta el sótano, pero creo que cabrás. Te puedes ir apoyando en las paredes para no caer a plomo. Nacho entró en la cocina y vio una pequeña puerta con una barra que servía de tirador, que sobresalía de la pared. La abrió y miró en su interior. —Está muy oscuro —dijo, alzando la voz. —Tiene luz. Gira el mando que hay encima de la puerta —Nacho sintió que la voz de su tía provenía del interior de su cabeza. Accionó el mando y, cuando se encendió la luz, introdujo con cuidado los brazos en el agujero, luego empezó a meter la cabeza. —No creo que quepa. —Sí cabes —la voz de Leonor lo inundaba todo dentro de su cerebro, no dejaba espacio para sus propios pensamientos—. Tranquilo, no te pasará nada. Nacho empujó hacia adelante con sus brazos y su cabeza pero, al poco, vio que no podía avanzar. Cuando lo intentó, se dio cuenta de que tampoco podía retroceder. —¡Estoy atrapado! —gritó con voz temblorosa. Empezó a notar un calor intenso que provenía de todos lados, abrasando la parte superior de su cuerpo que tenía introducida en el agujero. Gritó pidiendo auxilio, pero solo oía la risa de tía Leonor, mientras un hedor a pelo y carne chamuscados lo inundaba todo. Pasó aún unos minutos de agonía hasta que perdió el sentido justo antes de que le estallaran los globos oculares. Los vecinos habían alertado de unos gritos de auxilio que provenían del piso, así que los bomberos tuvieron que forzar de nuevo la puerta destrozando la cerradura. Uno de ellos bromeó con que aquello se estaba empezando a convertir en una costumbre, provocando unas amortiguadas risas en algunos compañeros, que quedaron congeladas en el momento en que pudieron acceder a la casa. El olor a carne quemada anegaba todo el piso. En la cocina encontraron el cuerpo de Nacho, con la cabeza y medio cuerpo metidos en el horno aún encendido. Tuvieron que identificarlo por las piezas dentales, ya que la cara y las huellas digitales estaban calcinadas por completo. Aunque todo apuntaba a un macabro caso de suicidio, dadas las trágicas características de la muerte la policía decidió iniciar una investigación. Cuando preguntaron a los vecinos, estos les dijeron que apenas habían pasado un par de horas desde que vieron a Nacho aparcar frente al portal, hasta que empezaron a oírse los gritos en el interior de aquella siniestra vivienda turística.

Relato

     Recuerdo con claridad la caída y el estruendo del impacto. Después solo tengo la imagen de los vecinos asomados a los balcones, y la de un tipo preguntando a la policía si el seguro le cubriría que una vieja, cayendo desde un sexto piso, le hubiese destrozado la furgoneta. Luego los pulmones se me encharcaron de sangre y dejé de respirar. No tardé mucho en morir.
     A partir de ahí, todo es confuso. Tengo claro que no vi ninguna luz brillante ni desfiló ante mí la película de mi vida, lo único que pasaba en bucle ante mis ojos era la cara de sádico del gordinflón de mi sobrino mientras me empujaba por el balcón. 
     De pronto, me encontré en la sala de estar sentada en mi butaquita preferida, con una sensación de paz y bienestar que no había sentido desde que era joven. Me empecé a preguntar si en aquello consistía estar muerta.
     Lo cierto es que se me hacían confusos los conceptos de tiempo y espacio, pero no era muy diferente de cuando me despertaba de la siesta, sin saber apenas dónde estaba o si era por la mañana o por la tarde; así que me limité a disfrutar de ese nirvana que Dios, o lo que sea que haya por ahí arriba, me 
había regalado.
     Es por eso que no puedo saber cuánto tardó mi sobrino en volver al piso, quizá algunos días o tal vez varias semanas, pero lo que sí sé es que vino acompañado de un señor que estuvo husmeando por toda la casa y tomando medidas de las habitaciones. Yo intenté hablar con ellos, pero no me hacían caso, ni siquiera parecía que me vieran. Entonces me di cuenta de que yo misma no podía verme ni sentía mi cuerpo. Era como si solo existiera mi consciencia, mi pensamiento, que flotaba, ingrávido, sobre el salón. 
     Me había convertido en un fantasma, supongo.
     El problema es que no sabía qué significaba ser un fantasma, solo tenía las referencias de algunas películas —bastante burdas, por cierto— y un par de libros que había leído. Era como el superhéroe que ha recibido un poder que no sabe manejar. Cuando se fue mi sobrino y el tipo aquel, intenté seguirles, pero cada vez que atravesaba la puerta de la calle me encontraba de repente en el centro del salón de nuevo. Por lo visto mi existencia como espíritu estaba circunscrita a mi casa, lo cual no me importaba lo más mínimo, me encantaba la tranquilidad del hogar.
     No debieron pasar muchos días —o quizá sí, ya digo que mi sentido del paso del tiempo se ha vuelto bastante incierto— hasta la mañana en que vino la cuadrilla. Cinco muchachos grandotes como montañas, con acento del este de Europa, acompañados del tipo que vi con mi sobrino y que se puso a darles instrucciones nada más atravesar la puerta. Dos empezaron a destrozar las paredes a martillazos mientras otros dos bajaban mis muebles al contenedor de la basura, el quinto atornilló en la puerta un cartel que decía “Vivienda de uso turístico”. El que parecía el jefe los miraba y fumaba un cigarrillo tirando la ceniza sobre mi alfombra de seda. 
     Juro que si hubiese tenido cuerpo les hubiese abofeteado, pero, dado el estado en el que me hallaba, intenté otras alternativas: mover objetos, romperlos, hacer ruidos. Hasta probé a concentrarme con fuerza en mis propios pensamientos para aparecerme como un espectro amenazador. Todo fue inútil.
     Me quedé sin fuerzas y sentí como iba disolviéndome en el éter, como si mi consciencia se fuese haciendo más liviana, hasta que vi por la ventana a uno de aquellos operarios dejando mi butaca junto al contenedor de la basura. En aquel momento me enfurecí de tal modo que pensé, ojalá te atropellara un camión, me gustaría que un autobús te pasara por encima y te reventara. De repente, el tipo se quedó inmóvil en mitad de la acera, escrutando el trafico que circulaba a esas horas por la amplia avenida. 
     Esperó unos minutos con la mirada perdida, hasta que un camión, que había pasado en ámbar el semáforo, se aproximó a toda velocidad. El operario se lanzó en ese momento sobre la calzada. El camión no tuvo tiempo de frenar y lo arrolló, estampándolo contra el muro que había tras los contenedores. Su cuerpo quedó tirado sobre la acera en una postura rara, como un guiñapo, con la cabeza aplastada por el golpe. Había caído junto a mi butaquita, fragmentos de su cerebro salpicaban el tapizado ocre. Me sorprendí pensando en lo difícil que iba a ser sacar aquellas manchas. Si hubiera tenido rostro estoy segura de que habría sonreído.
     Descarté de inmediato la casualidad: aquello lo había provocado yo de alguna manera, pero no sabía cómo. A partir de aquel momento intenté centrarme en controlar mi nueva capacidad, para poder defenderme de la invasión de mi hogar, pero, a pesar de que cada día me concentraba en diferentes situaciones para ver si se convertían en realidad, no conseguía dar con la fórmula que liberara mi poder. 
El tiempo jugaba en mi contra. Tras el revuelo que se formó después del accidente, las obras de reforma continuaron y mi pequeño piso quedó transformado en una vivienda moderna y funcional, con capacidad para amontonar en su interior a cinco personas. No quedaba ni rastro de mi antiguo hogar. Un horror.
     Un día vi aparecer por la puerta a cuatro muchachos, rubios como el sol, que hablaban un idioma que no conseguí entender, y que dedicaron dos días con sus respectivas noches a beber cerveza, fumar porros y alborotar con su música estridente. Ojalá te tiraras por el balcón, pensé una mañana en que uno de ellos fumaba en la terraza, tras haber vomitado por todo el comedor. El muchacho se quedó inmóvil de repente. Sus músculos se tensaron y sus ojos quedaron fijados en el horizonte, con una expresión ausente en la cara. Luego bajó la mirada hacia la acera, una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó sobre el techo del coche que estaba aparcado abajo. Con mano temblorosa dejó caer el cigarrillo y se encaramó vacilante en la barandilla. Tras un breve instante de duda, cerró los ojos y se lanzó al vacío. 
En ese momento lo entendí todo. No es que pudiera adivinar o influir sobre el futuro, lo que ocurría era que podía meterme en la mente de los demás y forzarles a hacer lo que me diera la gana. Después del “suicidio” de aquel vikingo, decidí utilizar a sus colegas como conejillos de indias y descubrí que también podía hacerles ver o sentir lo que quisiera. Pobres muchachos, era como si pudiera implantarles en el cerebro una realidad paralela.
     Por primera vez en mi vida —o, más bien, en mi muerte— me sentí poderosa. Era paradójico que para empoderarme hubiera tenido que morirme, pero al menos podía utilizar toda aquella energía para vengarme del capullo de mi sobrino. En algún momento tendría que aparecer por el piso.
     Yo tenía toda la eternidad para esperarle. Literalmente.


     —¡Joder, qué susto! ¿Has oído ese ruido? —Josh se despertó de repente y se encontró desnudo en mitad del comedor. Apenas recordaba nada de la noche anterior.
     —Mmmm, ¿ruido?, ¿qué ruido? —Mike, que estaba a su lado, abrió un ojo para cerrarlo de inmediato 
    — ¿Ya es de día?
     —He escuchado un porrazo que venía de la calle, como si se hubiera caído algo muy pesado —insistió Josh.
     —Vale. Déjame dormir, ¿quieres?
     —Espera, tienes una cosa en la boca. ¡Hostia!, se mueve, está viva. Es un bicho enorme… o algo.  
     —¿Un bicho?, ¿qué dices? —Mike intentó llevarse la mano a la boca, pero descubrió que no podía moverse, estaba paralizado—. Algo me pasa, Josh. Ayúdame.
     —No te preocupes, yo te lo quito. ¡Joder, qué asco!
Josh le metió la mano en la boca, intentando agarrar su lengua, pero se le escurría entre los dedos.
      —¿Qué mierda haces? —consiguió articular Mike cuando Josh sacó la mano.
      —Es como una serpiente… o una culebra. Se resbala, no puedo cogerla. Espera, que voy a buscar algo.
     Salió corriendo hacia la cocina y regresó de inmediato con un cuchillo enorme y las pinzas de la barbacoa. Cuando lo vio llegar, Mike intentó gritar, pero para entonces Josh ya tenía su lengua agarrada con la pinza y tiraba con fuerza hacia afuera. Mike empezó a hiperventilar cuando vio aproximarse el cuchillo a su boca. Con movimientos delicados y mano firme, Josh empezó a cortar de lado a lado por la base, hasta que la lengua quedó desprendida. Luego la estrelló contra el suelo y se puso a pisotearla.
     —Le he cortado la cabeza, pero sigue viva la cabrona. Se ha metido para dentro —Josh empuñaba el cuchillo con fuerza; sus ojos, alucinados y de pupilas dilatadas, reflejaban el rostro horrorizado de su amigo—. Hay que sacártela.
     Mike, que seguía sin poder moverse y con la tráquea inundada de sangre, emitía un borboteo gutural. Notó en la garganta la incisión del cuchillo, que bajó, chocó con el esternón y siguió avanzando hacia el abdomen, donde se hundió sesgando sus órganos internos. Luego notó como Josh introducía las manos, removiendo entre sus entrañas. En ese momento se desmayó.
     —La encontré —dijo Josh, sacando los intestinos y esparciéndolos por todo el salón—. ¡Hey!, que se escapa.
     Salió de un salto a la terraza y se puso a correr en zigzag, intentando atrapar a un ser invisible. Al cabo de unos minutos se quedó quieto mirando hacia el balcón del vecino. Con movimientos sigilosos se subió a la barandilla.
     —No sé cómo has llegado hasta ahí, pero ten por seguro que te voy a atrapar —susurró.
     Mientras, abajo se había congregado una pequeña multitud en torno al cadáver de aquel rubio oxigenado, que había impactado contra el coche que estaba aparcado frente al portal.
     —¡Mecagüen la leche con el balconing! —decía el que parecía ser el dueño del vehículo, llevándose las manos a la cabeza.
     —¡Hay otro! —gritó alguien, señalando hacia arriba— ¡Se ha subido a la barandilla, se va a tirar!
    Todo el mundo alzó la cabeza justo en el momento en que Josh se precipitaba al vacío, para reventarse sobre el cuerpo de su amigo. 


     A Sam lo despertaron las sirenas de las ambulancias y la policía. La noche anterior se había ido a dormir más temprano que sus colegas, hacía una eternidad que no fumaba y los canutos debían de haberle sentado mal. Se metió en la primera habitación que vio y a los cinco minutos estaba frito.
     —¿Qué mierda pasa? —vociferó, mientras entraba en el salón hurgándose la nariz con ahínco.
     Se espabiló de golpe cuando vio pedazos de intestinos de Mike que colgaban de las cortinas. Luego se fijó mejor y vio los colgajos de las vísceras salpicados por todas partes, y un trozo grande y rosado de carne rodeado de un charco de sangre en medio del comedor. Mike yacía al lado de su lengua cercenada, con los ojos desorbitados y el cuerpo abierto en canal. El mango del cuchillo asomaba por el boquete que se veía donde había estado su vientre.
     Como a cámara lenta, Sam fue avanzando de puntillas hacia la terraza. El barullo de la multitud que se agolpaba en la calle se mezclaba con el resplandor de las luces de las sirenas reflejadas en las ventanas. Sam miró hacia abajo, dónde los servicios de emergencia estaban retirando los cadáveres, y lo que creyó ver fue a un grupo de seres extraños, unos alienígenas, que desmembraban los cuerpos de sus amigos. Alguien alertó de su presencia en la terraza y la multitud alzó de pronto sus rostros hacia él. Sam vio a unas criaturas, con los ojos inyectados en sangre, que le mostraban sus sonrisas macabras, con unas bocas desmedidas de dientes afilados. Aquellos entes tenían una piel de color grisáceo y unos cuerpos retorcidos que se movían de una manera desarticulada.
     Sam se apresuró a entrar de nuevo en la sala justo en el momento en que la policía llamaba al timbre. 
     Estuvieron golpeando la puerta y gritando para que les abriera durante un par de minutos, que Sam dedicó a armarse con el cuchillo que había extraído del cuerpo de su amigo. Al final fueron los bomberos los primeros que entraron en el domicilio, reventando la cerradura con un hacha. Se quedaron paralizados ante el espectáculo de sangre y vísceras, y al ver a aquel joven que les amenazaba con un cuchillo.
     Sam vio entrar en la casa a unos seres de piel brillante y viscosa, empuñando unos instrumentos que sin duda utilizarían para torturarle. Sus cabezas deformadas mostraban varias filas de dientes puntiagudos similares a los de los tiburones, y emitían unos sonidos estridentes que se le clavaban en el cerebro. No podía pensar con claridad, una especie de voz aguda dentro de su cabeza lo inundaba todo. La voz le explicó la única manera de escapar de aquellos monstruos, de evitar que lo torturaran.
Empuñó el cuchillo con mano firme y, apoyándolo en la base de su oreja izquierda, lo hundió con fuerza, moviéndolo hacia la derecha hasta cercenarse por completo la garganta. 


     Nacho era uno de aquellos tipos que tienen que afilar el ingenio para llegar a fin de mes. Las más de las veces se alimentaba a base de bocadillos de mortadela y su nevera estaba siempre vacía, pero no salía de casa sin su traje Giorgio Armani de imitación y su corbata de seda. La mala leche que utilizaba para defenderse del mundo le venía de sus años de colegio, cuando los demás chavales se burlaban de él y le llamaban “el gordito”, debido a un leve exceso de peso que venía arrastrando desde entonces.
     Siempre le andaba rondando la cabeza la idea del negocio definitivo, aquel que le sacaría de la miseria, pero que no acababa de hacerse realidad. Había sableado a amigos, familiares y conocidos para embarcarlos en los negocios más peregrinos. Se había caído mil veces y se había levantado mil más, pero se dejaba jirones de piel y multitud de amistades en cada intento. 
     La historia se repetía una vez más. Toda la inversión para reformar el piso que había heredado de su tía Leonor, estaba a punto de irse a la mierda por culpa de unos niñatos a los que se les había ocurrido irse a morir allí. Además a lo grande, con un baño de sangre de los que salen en las primeras páginas de los periódicos. 
     Pero su lema era hacer de la necesidad virtud, así que andaba dándole vueltas a un nuevo negocio, hasta había ideado el eslogan con el que se publicitaría: “Atrévase a pasar la noche en la casa de los horrores y descubra los crímenes que allí se cometieron”. Sería un híbrido entre vivienda turística y escape room, solo necesitaba inventarse una buena historia sobre aquellas muertes y decorar el piso de forma siniestra. Pero esto tendría que esperar hasta que la policía acabara con la investigación. De momento se dirigía hacia allá para ver cómo había quedado todo y hacer una especie de control de daños.
     Esbozó una sonrisa mientras aparcaba frente al portal, decían por el barrio que ya nadie se atrevía a dejar el coche allí, por si te llovía un guiri sobre el parabrisas. Un escalofrío le recorrió la columna mientras introducía la llave en la cerradura, desde que su tía había muerto era la primera vez que volvía a la casa solo. Accedió al recibidor abriendo la nueva cerradura que sustituía a la destrozada por los bomberos, y se tuvo que frotar los ojos un par de veces para intentar asimilar lo que estaba viendo. La casa estaba tal y como la recordaba de su infancia, cuando iba con sus padres a visitar a su tía los domingos: el barroco papel pintado de colores apagados, la retorcida lámpara de araña y hasta la butaca decimonónica donde tía Leonor solía sentarse a leer. 
     Se estremeció al notar que un soplo de aire frío le agitaba los cabellos, y percibió una presencia a sus espaldas. Al volverse, distinguió una pequeña sombra que atravesaba el salón para meterse precipitadamente en uno de los cuartos. Nacho tragó saliva mientras entraba en la habitación tras la aparición, para descubrir a una niña de unos siete años, con un vaporoso vestido rosa inundado de lacitos, que le daba la espalda mientras jugaba con un peluche. Las paredes estaban pintadas de colores pastel y decoradas con dibujos infantiles, un ejército de muñecas con estética de mediados del siglo pasado le miraba con sus ojos inertes. Las pesadas cortinas, estampadas con flores de color carmesí, ocultaban las ventanas y solo permitían pasar unos apagados rayos de luz, que daban al conjunto un aspecto siniestro.
     —Hola, pequeña, ¿qué haces aquí? —dijo Nacho, agachándose hasta quedar a la altura de la niña.
     —Esta es mi casa —respondió ella, mientras seguía jugando con el peluche.
     —Me parece que te has equivocado. ¿Dónde están tus padres?
     —Murieron hace mucho tiempo.
     Nacho sintió como se le erizaba el vello de la nuca.
     —¿Cómo te llamas, bonita?
     —Leonor.
     Nacho dio un salto y salió como un relámpago de la habitación. Su corazón se aceleró mientras intentaba buscar la puerta de la calle, pero ya no estaba allí; en su lugar se alzaba un armario rococó de tres cuerpos, adornado con unas extravagantes volutas en forma de flor. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que también habían desaparecido las ventanas. No había forma de salir de allí. 
     Una luz mortecina, que parecía provenir a la vez de todas partes y de ninguna, iluminaba la casa. Entró en la habitación de nuevo, Leonor seguía dándole la espalda, concentrada en su juego. 
     —Oye, niña, ¿cómo se sale de aquí? Necesito volver a mi casa —dijo Nacho fingiendo un tono irritado, pero sin poder evitar un temblor en la voz.
     Leonor se volvió. Su cara, surcada de arrugas, era la de una anciana. Nacho reconoció de inmediato a su tía, aunque su cuerpo seguía siendo el de una chiquilla.
     —Esta es ahora tu casa —dijo con voz gastada—. Me mataste para conseguirla y, si es que tienes alma, se quedará aquí para siempre.
     Nacho dio un respingo y cayó hacia atrás, quedando sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. 
     —Aunque, si juegas conmigo, yo seré buena contigo —Leonor se dio la vuelta para concentrarse de nuevo en su peluche, su voz volvía a tener un infantil tono dulce y agudo.
     Nacho se quedó congelado sin saber qué hacer. Después de unos segundos eternos comenzó a avanzar a gatas y con la cabeza baja hacia la pequeña. Cuando llegó a su altura alzo la mirada y vio que la cara de Leonor se había transformado en un rostro infantil. Sin pronunciar palabra, la pequeña le dio una muñeca de ojos extraviados y sonrisa inquietante. Estuvo jugando con la niña sin atreverse a decir nada hasta que perdió la noción del tiempo. Le pareció que ya debía ser de noche cuando Leonor se levantó de repente.
     —¡Mañana más! —gritó mientras salía corriendo.
     —Espera, por favor. Dime cómo se sale de aquí.
     Corrió tras ella hasta el salón sin conseguir encontrarla. Buscó por toda la casa, pero todo fue inútil. Leonor había desaparecido. 
     Se puso a gritar y a golpear las paredes para pedir ayuda, sin resultado. Al final se sentó en el sofá e intentó dormir, pero no conseguía relajarse y la noche se le hizo eterna. Le pareció que habían pasado muchas horas cuando Leonor volvió a aparecer sonriente en la puerta de su cuarto.
     —¿Jugamos? —propuso.
     Nacho respiró hondo y la siguió hasta la habitación. Cuando la pequeña le ofreció una muñeca, la arrojó con fuerza a un rincón.
     —Mira, Leonor, tenemos dos formas de resolver esto, por las buenas o por las malas. Dime de una vez cómo se sale de esta casa.
     La respiración nerviosa de Nacho desmentía la determinación de su mirada. Se acercó y agarró a Leonor por los cabellos para intentar asustarla, pero la niña se le quedó mirando con ojos cínicos y una media sonrisa pintada en el rostro. La respiración de Nacho se agitó aún más, sin embargo notaba que le faltaba el aire, algo en su interior impedía su paso. Soltó el pelo de Leonor y se llevó las manos a la garganta, en su cabeza resonaba la risa infantil de la niña, que al mismo tiempo le decía:
     —No seas malo o te castigaré. ¿Te vas a portar bien?
     El rostro de Nacho empezó a ponerse azul, mientras sus manos intentaban expandir su tráquea, arañándose el cuello, para permitir que pasara el aire.
     —¿Serás bueno? —insistió la chiquilla.
     —Sí. Jugaré contigo. Te lo prometo —consiguió articular a duras penas.
     En ese momento sintió que el aire llenaba de nuevo sus pulmones y se dejó caer en el suelo, boqueando. Leonor, que había vuelto a sus juegos sin prestarle atención, le tendió un peluche, un osito de color salmón con un corazón enorme dibujado en el pecho. 
     A partir de aquel momento se estableció una rutina entre ambos, pasaban el tiempo jugando en el cuarto de la niña hasta que esta daba por terminada la jornada de forma abrupta, desapareciendo sin dejar rastro. Nacho sentía pasar los días mientras su desesperación iba en aumento. En las pocas ocasiones en que osaba suplicar a la niña que le indicara cómo salir de la casa, esta no le hacía caso y, si insistía, le castigaba de las formas más crueles imaginables.
     Nacho veía pasar las semanas y más tarde los meses, hasta que llegó un momento en que no pudo aguantar más. Soltó con desidia el juguete que tenía entre sus manos y se quedó mirando a los ojos a la pequeña.
     —Haz lo que quieras conmigo —le dijo con semblante grave—. Me da igual, ya no te aguanto más —bajó la mirada, una sonrisa triste se pintó en su rostro—. Nunca te he querido, tía. Lo cierto es que de pequeño odiaba venir a esta casa. Odiaba estos muebles, este olor a viejo, esas siniestras cortinas —Nacho señalaba a su alrededor con cara de asco—. Tu me dabas miedo y repugnancia, siempre enlutada y siempre con esa cara de mala hostia. Más de una vez juré vengarme de todo el tiempo que me hiciste perder, hasta que al fin encontré la fórmula perfecta, que además sería el negocio de mi vida: transformar tu amado hogar en un nido de turistas con ganas de pegarse una buena juerga.
     Nacho cerró los ojos mientras agitaba la cabeza hacia los lados, como para espantar los malos recuerdos. Cuando los abrió, se encontró con que estaba frente a su tía Leonor que, sentada en su butaca, le miraba con una sonrisa que nunca le había visto en vida.
     —Es bueno soltarlo todo, ¿verdad, sobrino? Decir la verdad y reconocer los propios pecados es una forma de arrepentimiento. Te has portado bien todo este tiempo y espero que hayas aprendido la lección. 
     Nacho vio como su tía abría los brazos hacía él mientras le sonreía con la mirada.
     Ven, acércate —Leonor le hacía gestos para que se aproximase—. Hay una forma de salir de aquí.
     —Gracias, tía —Nacho tenía lagrimas en los ojos y la respiración agitada cuando se le acercó con paso vacilante—. Te prometo que a partir de ahora voy a cambiar, seré mejor persona. Honraré tu memoria. Lo juro.
     Leonor le hizo señas para que acercara su cabeza.
     —Hace muchos años usábamos un conducto para tirar la basura —le susurró al oído mientras señalaba hacia la cocina—. Aún sigue ahí. Es estrecho y baja en picado hasta el sótano, pero creo que cabrás. Te puedes ir apoyando en las paredes para no caer a plomo.
     Nacho entró en la cocina y vio una pequeña puerta con una barra que servía de tirador, que sobresalía de la pared. La abrió y miró en su interior.
     —Está muy oscuro —dijo, alzando la voz.
     —Tiene luz. Gira el mando que hay encima de la puerta —Nacho sintió que la voz de su tía provenía del interior de su cabeza.
     Accionó el mando y, cuando se encendió la luz, introdujo con cuidado los brazos en el agujero, luego empezó a meter la cabeza.
     —No creo que quepa.
     —Sí cabes —la voz de Leonor lo inundaba todo dentro de su cerebro, no dejaba espacio para sus propios pensamientos—. Tranquilo, no te pasará nada.
     Nacho empujó hacia adelante con sus brazos y su cabeza pero, al poco, vio que no podía avanzar. Cuando lo intentó, se dio cuenta de que tampoco podía retroceder. 
     —¡Estoy atrapado! —gritó con voz temblorosa.
     Empezó a notar un calor intenso que provenía de todos lados, abrasando la parte superior de su cuerpo que tenía introducida en el agujero. Gritó pidiendo auxilio, pero solo oía la risa de tía Leonor, mientras un hedor a pelo y carne chamuscados lo inundaba todo. Pasó aún unos minutos de agonía hasta que perdió el sentido justo antes de que le estallaran los globos oculares.
 

     Los vecinos habían alertado de unos gritos de auxilio que provenían del piso, así que los bomberos tuvieron que forzar de nuevo la puerta destrozando la cerradura. Uno de ellos bromeó con que aquello se estaba empezando a convertir en una costumbre, provocando unas amortiguadas risas en algunos compañeros, que quedaron congeladas en el momento en que pudieron acceder a la casa.
     El olor a carne quemada anegaba todo el piso. En la cocina encontraron el cuerpo de Nacho, con la cabeza y medio cuerpo metidos en el horno aún encendido. Tuvieron que identificarlo por las piezas dentales, ya que la cara y las huellas digitales estaban calcinadas por completo.
     Aunque todo apuntaba a un macabro caso de suicidio, dadas las trágicas características de la muerte la policía decidió iniciar una investigación. Cuando preguntaron a los vecinos, estos les dijeron que apenas habían pasado un par de horas desde que vieron a Nacho aparcar frente al portal, hasta que empezaron a oírse los gritos en el interior de aquella siniestra vivienda turística.

PUEDES CREAR UNA VALORACION
AÑADIR VALORACION

Menú principal

Ver Relato del Concurso

eReaders

Podría interesarte...

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)

Menú principal

Usted está aquí

Ver Relato del Concurso

eReaders

Podría interesarte...

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)