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Relato 62 - Malasueña
2023-10-06
Presentación
El camino a cumplir tus sueños puede convertirse en el peor de ellos.
Relato
«¿Le habrá dado una dentellada uno de sus carneros?», imaginó Helena cuando abordó a un cabrero que pastoreaba cerca para preguntarle por Altorrincón. Aparte de su boina calada y su largo cayado, le llamó la atención la feísima cicatriz del labio. Aturullada y desorientada, ella se había pasado cuatro veces el desvío que llevaba al pueblo. —Date la vuelta, joven, que estás del revés —le espetó arrugando el verdugón que era su boca y acompañando sus palabras con una risa sibilante. Finalizadas las indicaciones, la chica se alejó de allí, impulsada más por su aspecto desagradable que por las ganas de llegar al destino. La cobertura se había evaporado con la misma rapidez que el asfalto se llenaba de socavones y baches. Las líneas blancas impolutas del último carril doble que vio seguían un patrón similar: cada metro estaban más desconchadas y agrietadas. Los faros de xenón desgajaban la densidad de las tinieblas en mitad de un mutismo electrizante. La carretera continuó estrechándose, asfixiando los márgenes entre el vehículo y la fronda del bosque, cuyas ramas arañaban la carrocería con una estridencia que erizó el lomo de la conductora. —¡Me cago en la puta!, ¿dónde me he metido? —bramó. Sopesó retroceder hasta un lugar más ancho y cambiar de sentido; siempre había creído que una huida a tiempo puede ser una victoria. Sin embargo, observó por el retrovisor la sinuosidad del sendero que se perdía tras el ocaso, descartó recular y, armándose de valor, avanzó sin volver la vista atrás. Por fin la ruta se despejó y alcanzó su meta. Un cartel empalidecido por los años al sol la recibió con las letras «ALTORRINCÓN». —Gracias por tu ayuda, Siri —resopló sardónica, mirando el móvil, mientras aparcaba su robusto Volkswagen frente al nuevo hogar. Era una casita encalada y rematada con teja cerámica. Unos batientes de madera, que ocultaban las ventanas, iban a juego con la puerta, de listones de pino veteados en los mismos tonos marrones. Pese a la luz macilenta de la única farola de la aldea, no albergaba dudas de que la casa era más bonita en vivo que en las fotos de la web. Estaba anocheciendo y se le había hecho tarde por la dificultad de llegar. La oscuridad de la noche devoraba todo con su avance y le daba una atmósfera algo lúgubre a la villa. —Una, dos, tres —contaba las casas en torno a la bombilla de la plaza—, cuatro, cinco y seis. Se tensó como el amarre de un barco al percatarse de la soledad de la calle. Cuando apagó el motor, todo quedó envuelto por un silencio silvestre mecido por la melodía de los árboles y el ulular de algún cárabo lejano. Sin atreverse del todo a salir, y mientras evitaba pensamientos absurdos de pavor pueril, agarró el iPhone para comprobar si había señal. ¡Pam!, una palmada en la ventanilla la estremeció y dio un respingo a la vez que chillaba. —¿Ande veneh tú? ¡Eh! ¿Caces qui?, ¡eh!, ¡tú mu gapa, oye! ¿Pa qué veneh sola?, ¿no tene miendo tú? El ser amorfo que vociferaba preguntas casi ininteligibles debía de medir más de uno ochenta, pero para Helena, hundida en el asiento, aparentaba tres metros. Los gestos bruscos y las expresiones faciales asimétricas le impactaron más todavía y convirtieron la escena en un cuadro bizarro. —¡Tira p’allá, Felipe! —gritaba una señora avanzada en años detrás de él dándole manotazos en el hombro—. Anda, ponte las gafas bien, que se te van a caer, y no molestes más a la chiquilla. La anciana, enlutada, manejaba al grandullón con meras palabras. Él la obedeció al instante y se colocó tras ella. —Perdona a mi hijo, no sabe contenerse, y siempre que llega alguien nuevo sale a darle la bienvenida. Lo hace a su modo; no es que sea la manera más formal, pero no tiene maldad alguna. El pobre es un poco cortico, ya sabes… Una penitencia que me mandó el Señor el día de su nacimiento. ¿Te ha asustado mucho? —No pasa nada, mujer, si casi que me ha hecho más gracia que otra cosa —mintió Helena con sus mejores dotes de actriz de serie b. —Tú debes ser la nueva inquilina del Plan Repuebla del Gobierno, ¿verdad? —Pues sí, así es; soy su nueva vecina. —Imagino que estarás cansada, mañana te presentaré al resto de paisanos. Por cierto, mi nombre es María, y a mi hijo Felipe ya lo conoces. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? —Ah, qué maleducada, lo siento. Me llamo Helena, encantada. —El placer es mío. Te dejo descansar y, si necesitas cualquier cosa, nosotros vivimos allí. —La vieja señalaba con el índice extendido. —Muchísimas gracias, María. Voy a empezar a descargar el maletero, que traigo una caterva de paquetes. —Buenas noches, hija, espero que encuentres todo a tu gusto. Necesitamos gente joven para que Altorrincón continúe vivo. —La sonrisa de la señora enfatizó las arrugas que le decoraban la faz. La madre y su vástago emprendieron la marcha hasta su domicilio. De pronto, María giró en seco sobre los talones para comentar una última cosa: —¡Ay, hija mía!, casi se me olvida: evita salir de madrugada, los jabalís han perdido la vergüenza y hocican todas las esquinas buscando basura. Además, se ven lobos últimamente rondando el pueblo. —Es bueno saberlo, gracias por el consejo —respondió Helena con una risa floja ante el pensamiento de una bestia hambrienta cerca de su hogar rural—. Buenas noches, María, y a ti también, Felipe, que descansen. El gigantón deficiente agitaba los brazos como despedida, trotando. Los dientes amarillentos le asomaban al ensanchársele la sonrisa. Se quedó a solas con el frescor nocturno, olía a hierba recién cortada y tierra mojada. Sin pararse demasiado a contemplar el entorno, bajó el equipaje del auto. Con una caja de grandes dimensiones en brazos, logró abrir el portón de la vivienda. Los chirridos de unas bisagras desnutridas anunciaron su llegada. El salón que se iluminó ante ella, tras el clic del interruptor, era chiquitito pero práctico: losa gris en el suelo, paredes blancas y, en el centro, una mesa ovalada que, por su color, dedujo que quizá era de nogal. No había tele, pero tampoco la iba a extrañar demasiado, traía un cargamento de libros pendientes que la tendrían ocupada una buena temporada. Las vetustas sillas que acompañaban al tablero eran muy cómodas, perfectas para su tarea prosaica: se había buscado una casa perdida en el mapa para aislarse y culminar la dichosa novela que le había ocupado los últimos quince años. Deseaba paz y soledad, encontrar un espacio donde desarrollar su narrativa, su creatividad. —Un poco de polvo, pero me gusta. Mañana, zafarrancho de limpieza —soltó en voz alta. Mientras descargaba las maletas y bultos, iba descubriendo el resto de las estancias: un baño con ducha de pie, dos habitaciones con cama de matrimonio y una cocina equipada con fogones de gas. —Bonita cocina, solo falta el chef. El ambiente interior se notaba cargado y abrió algunas ventanas con el fin de respirar aire fresco. La puerta trasera daba a un jardín privado, un viejo huerto, cercado por una valla de hierro herrumbroso. Tras ella, se vislumbraba el bosque. Escuchó los suspiros del viento entre el ramaje y miró ensimismada las figuras cenicientas que dibujaban los pinos, olmos, fresnos y chopos, o eso pensó; siempre le había costado identificar los árboles y las plantas. Mientras recorría el caminito de baldosas del huerto, un frondoso arbusto lo perfumaba todo con una fragancia deliciosa que le decía «acércate». Anduvo hacia el emisor del aroma que la embriagaba de felicidad. Entre los tallos aparecían bayas de diferentes tonalidades, desde el púrpura hasta el magenta. Arrancó la más roja de todas y comprobó su consistencia. El tacto maduro la animó a darle un mordisquito, y una tormenta de sabores dulces y ácidos se desató en su lengua. Cuando degustaba ese fruto del paraíso, escuchó un aullido espeluznante que resonó en la lejanía, se refugió con rapidez en casa y cerró de un portazo. —¡Coño con los lobos, sí que están cerca! Después de vaciar las maletas, se encerró en una habitación, se recostó en su nueva cama, contestó mensajes y ojeó las redes sociales. Solo un rato, había poca señal. El sueño llegó sin previo aviso y se durmió profundamente; preparar el equipaje y tantos kilómetros la habían agotado. La madrugada robaba segundos al reloj, Morfeo dictaba sentencia sobre la forastera y el silencio en la habitación imperaba sin oposición. Entonces llegó el segundo aullido, una llamada suplicante, alargada y melancólica. Las voces de los cánidos salvajes abrieron uno de los ojos de Helena, y se encontró algo tan inaudito como surrealista: a sus pies había una persona erguida y de espaldas. «¡Ah!», el alarido le surgió en la cabeza, pero no llegó a las cuerdas vocales. Intentó gritar de nuevo. Imposible. Abrió la boca, pero su voz no salía de la garganta. Contempló al intruso, la leve iluminación que se escurría de la inmensa luna llena se lo permitía. La figura ennegrecida seguía clavada sin inmutarse ni un milímetro. Aquella espalda, anchísima, ocultaba casi entera la puerta de la habitación. Helena lo miraba con ojos desorbitados sin comprender qué ocurría. Trató de revolverse cuando un dolor lacerante le inmovilizó las muñecas y tobillos. Vueltas de alambre de espino enrollaron los miembros y la dispusieron en una equis unida a las patas. El pánico se apoderó de ella por completo, sudaba témpanos de hielo. Ansiaba gritar a pleno pulmón, pero resultaba infructuoso. De repente, sonaron las carcajadas secas del visitante nocturno al tiempo que un cirio que sostenía se prendía espontáneamente. Un resplandor tembloteante iluminó con tono suave el cuarto de paredes claras. De la vela se desprendió una nube carmesí que abrasó las fosas nasales de la chica. La pobre muchacha seguía sin poder articular sonidos y lloraba por la mezcla de dolor y miedo. Los bolsillos de la tétrica estatua se menearon con un rasgar de tela recia y de sus adentros emergió una marabunta de ciempiés en dirección a Helena, quien se agitaba pese a que las púas de acero se le incrustaban en la carne. Los cuerpos segmentados y las antenas de los bichos se movían sin cesar. Treparon a la cama, algunos por encima de las sábanas y otros bajo ellas, con las mandíbulas prestas en busca de alimento. Las patas de los atacantes provocaron cosquillas espantosas a la prisionera; con su tacto repugnante se le desbocó el pulso. Quiso cerrar la boca, pero no respondía a sus órdenes mentales. Las hileras de artrópodos cubrían su cuerpo y se acercaban a los labios. Se fijó en los cuatro ojillos negros que coronaban la cabeza de esas criaturas justo cuando sucedió lo inevitable: los animales, largos y duros, se adentraron en las tragaderas de la desdichada. Notó el primer picotazo cuando la cavidad oral se colmó de cuerpos extraños que no podían seguir su camino hacia lo profundo de su ser. Saltó de la cama tras el despertar conturbado. Un sudor frío le cubría la piel y el corazón le latía tan rápido que su sonido destacaba en la quietud reinante. Miró en derredor y contempló que ya despuntaba el sol. Había sido una horrible pesadilla para estrenar su nueva vivienda. «Esto sí que ha sido levantarse con el pie izquierdo… Bueno, arriba, que hay faena por delante», pensó con determinación. Era una mañana esplendorosa. La fregona y las bayetas funcionaban a tope de revoluciones. El suelo brillaba mientras una película de agua se evaporaba. Pilas de platos y cacharrería se escurrían en el fregadero. Las maletas vacías se amontonaban en el pasillo. Y los armarios, todos abiertos, admitían los enseres que la mujer iba ordenando a su gusto. El estómago ya empezaba a mandar señales de que también había despertado. El sueño nauseabundo que la levantó de golpe había secuestrado sus ganas de desayunar, pero ya casi había olvidado la pesadilla. No recordaba con nitidez los detalles, tan solo algo de escolopendras que la picaban en la lengua. Restándole importancia, se preparó un tazón de avena con café instantáneo y reflexionó sobre la senda que la había llevado hasta aquel pueblo olvidado: una relación tóxica que necesitaba dejar atrás, disputas con sus hermanos por una herencia mal repartida, un jefe de servicio que le hacía la vida imposible, la letra del préstamo con la que iniciaba cada mes cuesta arriba… Dándole vueltas a la sesera recordó su anterior apartamento, sombrío y húmedo, donde no era capaz de mantener vivo ni un cactus en la repisa de la ventana. Ahora, las vistas eran muy diferentes. «Cómo cambia este pueblo de la noche al día», se dijo, esperanzada. El riachuelo cercano esparcía el murmullo del agua. Dos ardillas correteaban por un sendero enzarzadas en una cómica disputa por llegar antes al tronco más próximo. Las mariposas coloreaban el cielo bailando con vuelos erráticos. Y los petirrojos y las currucas llenaban los minutos con sus trinos. Se rio al recordar que los únicos pájaros que veía en su antigua vivienda eran los colibríes pintados en el cabecero de su vieja, minúscula y deteriorada cama, aves que trazaban el símbolo del infinito con las alas. Aquel bucle eterno formaba ya parte del pasado junto con la frustración y la desesperanza. El único lunar que mancillaba la escena era ese agrio desayuno, le sabía peor que nunca. Se trataba de añadir café soluble y azúcar a un vaso de leche, muy simple, y ni eso le había salido bien. Sus dotes culinarias nunca habían sido como un buen vino que acumule años; si acaso, se avinagraban. Con todo, ese día fue muy productivo. Escribió y escribió hasta componer veinticuatro páginas de «magma», como lo llama Vargas Llosa. La novela iba adquiriendo ritmo. Su corazonada había sido acertada, necesitaba una ubicación evocadora como la de allí, en Altorrincón. En la pausa para merendar volvió a notar el sabor a trapos sucios de todo lo que se había echado a la boca, y se fijó en el montículo desordenado de ceniza y colillas espachurradas que rebosaba el cenicero. —Como siga así, me voy a secar las papilas gustativas —soltó mientras prendía el enésimo de la jornada en el porche. —¿Con ken habla tú? Tú mu loca, ¡eh!, ¿ha vito un pantanma tú? —se mofaba Felipe con una carcajada atronadora. —¡Felipe, tú sí que me vas a volver loca con esos sustos que me das! Pues sí, tengo tendencia a los soliloquios. Sobre todo cuando estoy en plena ola artística. —Ah, beno. Ta ben, ta ben. Si ta sente cantenta, ta ben. —¡Otra vez dando la brasa a la moza, chiquillo! Anda, no la marees más, que tendrá cosas que hacer. La vieja llevaba una cesta de mimbre con manzanas rojas que relucían como la amatista. —No se preocupe, mujer, con alguien tendrá que hablar. Así me hace compañía, que esto está más desierto que el Sahara. Por cierto, todavía no conozco al resto de vecinos. —Ay, hija mía, que se me pasó. Toma estas pomas que hemos cogido mientras segábamos, están en su punto. La señora dejó la canasta en las manos de la escritora y regresó hacia un cobertizo situado al lado de su casa. Conforme abrió la puertezuela, comenzó a desfilar una procesión compuesta por un perro lanudo, tres gallinas ponedoras y una cabra saltarina de la misma raza que las del rebaño del pastor que la ayudó a llegar al pueblo. —Te presento al resto de aldeanos: esta loquita se llama Mecánica, el perrito es Tomy, y a las gallinas ponles tú los nombres que te dé la gana —dijo María entre risas ante la perplejidad de la novata. Tras conocer su nueva y original realidad, la autora malograda dejó atrás su anterior vida insatisfactoria y volvió al trabajo. Prosiguió componiendo textos con ritmo demencial hasta que anocheció. Le estaba cundiendo como nunca, corría como un fórmula uno sobre las teclas del portátil; la página en blanco, el miedo a exponerse en público y los agujeros de guion eran adelantados por la derecha con los dedos que aporreaban el teclado con precisión quirúrgica y a tal velocidad que casi echaban humo. Se estiró ante la conclusión de un nuevo capítulo, con los brazos tirando de su cuerpo hacia arriba como buscando una escala invisible para subir al techo. —Por hoy ya está bien. Último cigarrito y a la cama. Salió al jardincillo de la parte trasera, encendió un cigarrillo y, contemplativa, miró la zarza del fondo. Esta vez no le llegaba la fragancia a ambrosía. Se acercó a las frutillas rojizas, tendió la mano hasta la que más brillaba en la noche cadavérica y se vio sorprendida por las espinas que defendían el tesoro de los hambrientos imprudentes. —¡Au! Seré idiota… —se reprochó, chupando la gota de sangre que brotaba del pinchazo. Cogió el fruto con más cuidado, lo masticó con fruición y le supo a la nada absoluta. «Parece una gominola de agua destilada», caviló. Se extrañó mucho. Cierto era que había fumado lo indecible esos días, pero no era como para perder por completo la capacidad de apreciar sabores. Sin dar mayor importancia a su anosmia y su ageusia, colmó de moras la cesta que le habían prestado, esta vez con cuidado de las pinchas traicioneras. Prepararía mermelada con la receta que tantas veces había seguido su abuela aprovechando los higos, fresas o naranjas que se quedaban sin dueño en el frutero durante más tiempo de la cuenta. El dios del sueño llegó de nuevo con presteza en cuanto se derrumbó en la cama. Pasajes de su vida anterior fueron los protagonistas de sus ensueños: la oficina con torres de papeles amontonados, el día que cortó con Santi, su primer beso con otro chico, aquel partido de balonmano que ganó en la liga universitaria… La mente navegaba en lo más profundo de su ensoñación hasta que volvieron los aullidos prolongados de los lobos. Se halló de nuevo en una tenue oscuridad amarrada por cuatro puntos a las patas del lecho. Las ligaduras de alambre espinoso la contenían en un paroxismo de terror que se agudizó al contemplar, gracias al velón, cómo aquel diablo envuelto en sombras fue girando la cabeza despacio hasta colocarla mirando hacia ella. Ciento ochenta grados de cuello retorcido y el resto del cuerpo apuntando en dirección contraria a su cara, tapada por un pasamontañas. Del interior del nigromante nació una risa cascada que heló todos los poros de la piel de la encamada, y con esa sintonía de fondo brotaron de los costados unas extremidades quitinosas rematadas con garras roñosas. Los muelles del colchón rechinaron por los botes impotentes de Helena. El espectro lanzó las zarpas y le sajó las palmas de las manos. Tensarse y mirar impotente la sangre tibia que derramaba era lo único que lograba hacer porque, por más que lo intentaba, era incapaz de chillar. La luz del día la sorprendió en un estremecimiento. Su respiración era muy agitada y tenía la piel perlada de sudor. El nuevo día avanzó y la etapa de escritura le rindió igual o mejor que la anterior. En el parón para oxigenar sus ideas se dispuso a preparar la mermelada con las vagas nociones que recordaba y la ayuda de YouTube. Puso agua a hervir, pesó el azúcar y comenzó a partir las bayas por la mitad para que se cocieran antes. Al poco, el jugo de un fruto saltó en todas direcciones y le alcanzó un ojo. Fue una aguda punzada de escozor. —¡La madre que me parió! Mejor las echo enteras, que lo voy a poner todo perdido —refunfuñaba mientras iba a lavarse. Durante la reducción del brebaje, las burbujas de la ebullición le salpicaron varias veces en los antebrazos. No le dolió, continuó meneando la cuchara de palo y se centró en catar una vez tras otra la mixtura. Buscaba el sabor a éxtasis de la primera ocasión, pero no había suerte, no encontraba ese contraste de sensaciones en la boca. Poco a poco, , tragos de la nada más completa para ella. El preparado tenía buena pinta a pesar de todo. Recordó cuando pasó el coronavirus por primera vez. «Habré pasado la COVID o me estará atacando, quizá estoy iniciando síntomas leves», supuso. A continuación, vertió la elaborada mezcla todavía caliente en botes y acudió a visitar a sus vecinos. —¡Felipe! ¡María! La vivienda parecía abandonada, persianas bajadas y luces apagadas. Poco más se escuchaba aparte de la orquesta de chicharras que vibraban dispersadas por el campo. Le abordó un temor incipiente ante la indefensión de no tener a nadie que la amparase en la soledad de la calle. Retrocedió varios pasos sin perder de vista la casa de sus paisanos y, al darse la vuelta, chocó de golpe contra un muro de grasa y huesos. —¡Joder, Felipe! ¡¿Es que no sabes avisar antes de acercarte a la gente?! El pueblerino se reía a mandíbula batiente, bobalicón como siempre. Helena vio incontables caries en su dentadura, montada igual que teclas de piano. —No pasa na, Lena, son bomah. ¿Qué tene n la mano? ¿Eso keeh? —Pues era un regalo para ti, pero con tanto susto ya me tienes hartita. Me voy a pensar si te lo doy o no al final… —Pedona, Lena, pedona. No quelía… era bomah. Dame eso, dámelo sí. —Toma, anda. Son botes de mermelada, la he hecho con las moras que crecen en mi patio de atrás. —¡¿Qué?! ¡Eso no come, oye!, ¡san pensaillah, san pensaillah! —El hombre lanzó los tarros de un manotazo y salió corriendo. Patidifusa, la mujer se limitó a recoger los cristales del suelo mientras reflexionaba sobre aquella reacción tan exagerada. La madre se personó ante el griterío para comprobar qué sucedía: —¿Qué ha pasao, hija? Este crío no va a crecer nunca, me tiene ya cansaíca. —No lo sé, señora. Se ha vuelto loco cuando le he dicho qué era lo que le había preparado. Es cierto que soy una cocinera pésima, pero no era para ponerse así. —¿Y qué es lo que habías cocinado, niña? —Nada del otro mundo: una mermelada de zarzamoras. —¿Zarzamoras, por aquí? —Sí, de esas moras que salen en las zarzas silvestres. Estaban buenísimas el primer día que las probé, pero ahora no me saben a nada. —Enséñamelas, bonica, que me aclare las dudas. Llegaron hasta el arbusto, que estaba cuajado de frutillos entre las espinas y las hojas cuneiformes que le daban su apariencia final. La vieja se llevó las manos a la cabeza y habló más para ella que para su vecina: —¡Virgen del Saliente! Llevábamos años sin ver una de estas. Creía que habíamos acabado con todas… —¿Pero qué pasa?, ¿es que es venenosa? —Es una malasueña, ¿has dormido bien últimamente? —Ahora que lo dice, no. Llevo unos días con unas pesadillas rarísimas que se repiten. Creo que estoy incubando algún virus que me tiene tonta. Duermo mal y he perdido el gusto y el olfato. —Hija mía, eso es cosa de esta mata del demonio. No vuelvas a comer nunca más estos frutos. Espera aquí. Se marchó y enseguida regresó con guantes y una botella. Arrancó de raíz el matorral con las manos y vació un litro de aguafuerte en el agujero dejado en la tierra. Más tarde, Helena consideraba aquello una historia de paletos, pero no pudo quitarse de la cabeza el episodio con la fruta prohibida. Por si acaso, no volvió a probar la mermelada ni ninguna baya más. Se centró en la pantalla del portátil. El brillo blanquinoso que le encogía las pupilas, los ojos aún llorosos por la salpicadura durante su aventura culinaria y el esfuerzo de fijar la vista en las letras que asomaban tras el cursor la empujaron a un receso. Llenó los pulmones de nicotina con una profunda calada, exhaló el humo sobrante con lentitud y se recreó en la columna gris que dejaba en suspensión. Se miró el brazo que tenía apoyado en la mesa y comprobó con horror que tres moscas se estaban dando un festín con el exudado de las heridas. No se había enterado de que tenía esas quemaduras tan graves, ni tampoco había notado las moscardas correteando por el antebrazo. Se las quitó abanicando con la otra mano, inquieta ante la falta de sensibilidad cutánea. «¿Será posible…?», se dijo. Nerviosa, se rascó tanto el cuello que se lo arañó con fuerza. No sentía nada pese a las marcas que se había dejado. Se miró la lengua con la cámara del móvil, había ampollas reventadas producidas tras catar la mermelada ardiendo. A pesar de todo, no advertía daño ni quemazón en sus lesiones. Contempló su cigarrillo encendido. Desesperada, lo apagó en la palma de la mano. Nada. Hizo memoria, ató cabos y a la mente le vino como un rayo la malasueña y su trampa de espinas. Un sonoro «¡Mierda!» retumbó en su casa. La opacidad final del crepúsculo sobrevino sin remedio y temió que otro mal sueño la atormentase, sobre todo ahora, tras el incidente del ojo, el pinchazo y la gran cantidad de mermelada caliente que había ingerido. Trató por todos los medios de no dormirse y siguió escribiendo para engañar a la somnolencia. Con esa cadencia, iba a terminar dos libros en el tiempo que había previsto para uno. Pulsaba teclas como una condenada, releía lo que había escrito por primera vez, solucionaba incongruencias y perfilaba escenas que estaban pendientes. Sin embargo, el cráneo le pesaba como si fuese de plomo, el cuello era incapaz de sostenerlo y el confort de los brazos cruzados que le servían de almohada hicieron el resto. Regresaron las ensoñaciones vívidas y su vida anterior a la mudanza, un lamento largo y quejumbroso emitido por las fieras llenó la noche y reapareció en el lecho de torturas. Taquicárdica, miró al ser infernal frente a ella. Él se descubrió la cara y desveló su apariencia entre risas maquiavélicas propias del fondo del averno. El rostro le resultaba familiar, pero le costaba ubicarlo: cara rasurada y gastada por el tiempo, cabeza calva y tostada por el sol, ojos similares al ébano pulido, penetrantes y brillantes, y sin iris ni esclerótica. La mecha de la vela se encendió sola y de inmediato encontró aquel rostro en sus recuerdos. La cicatriz del labio era inconfundible. El cabrero. De detrás de la cintura del torturador asomó una cola con dos espolones en su extremo. Desprendían un resplandor similar al del metal al rojo vivo y los comenzó a acercar al rostro de Helena. Crucificada entre alambre de espino, tan solo conseguía mover la cabeza. La meneaba y la revolvía hasta casi descoyuntarla para escapar de las puntas incandescentes. De sus ojos desencajados se desprendían chispas de locura. Y entonces fue consciente de todo. Lo último que vio, justo antes de que el engendro le abrasase los globos oculares, fueron los colibríes de alas infinitas dibujados en el cabezal del camastro donde había estado desde el principio.
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Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-10-07 14:41:08
3
Comentario
Relato de terror tradicional. Pueblo solitario, hasta el límite de lo versomimil. Una vez marcado los puntos cardinales dela historia, se sospecha que todo va en camino hacia un final demasiado previsible. Bien narrado, adolesce de algunos defectos típicos del género. Sobre todo la falta de sorpresa
Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-10-08 15:29:45
5
Comentario
Autor, un relato con una excelente trama, con un final que me decepcionó. Bien narrado, con ilación y una descripción maravillosa. Me gustó mucho, pero al final me dejó intrigada, los ¿colibríes? ¡Suerte!
Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-10-08 15:19:46
9
Comentario
Me agradó este relato, lo considero de género de terror. Bien logrado. Algunas palabras me hicieron desconcentrar, sugiero cambiar, por ejemplo "faz" , y poner rostro o cara. A veces por evitar repetir una palabra se usa alguna otra que suena menos espontánea, más artificiosa. También me pasó con "sensibilidad cutánea", yo quitaría "cutánea", ya que en la siguiente oración queda aclarada qué tipo de sensibilidad se menciona. Bueno, son sugerencias, algunas algo subjetivas, tomalo de ese modo. El final me pareció interesante, hay un juego sutil con su anterior situación de la que se sugiere que nunca ha salido en realidad, o quizás sí pero vuelve a ella recursivamente, como el signo del infinito calado en la cama nos induce a pensar. Un saludo, un gusto leerte.
Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-10-24 18:11:32
7
Comentario
Autor /a. Un relato interesante y de ágil lectura. Bien narrado al más puro estilo de terror, sin pretensiones, pero dada la formula de buen conocimiento de la escritura consigue su efecto entre la intriga y el temor y que, añadiendo un ligero toque de humor, lo hace más verosímill . La culminación de la historia, me parece un buen giro para sorprender al lector. ¡Suerte!
Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-10-31 16:01:20
9
Comentario
Gracias al autor o autora por su tiempo y su imaginación. Un relato que juega con la idea de lo que es real y lo que no, recurso habitual en el género. He disfrutado con las situaciones desconcertantes y los personajes, bastante bien construidos, algo difícil en un relato corto. Creo que daría para un interesante corto cinematográfico de terror. Por último, deja sin respuesta por qué o quién, aunque soy de los que no necesitan que todo esté explicado. El aspecto lingüístico está cuidado, no veo nada reseñable. Se agradece y lo valoraré muy positivamente, se lee muy bien.
Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-11-28 21:01:34
6
Comentario
Interesante relato que te deja con preguntas; ¿son todo pesadillas? ¿Es todo mentira? Una pesadilla. Consigue entretener y tiene ese punto de terror que te hace pensar. La historia se lee con interés, y no le falta algo de humor.
Fecha Publicación
Valoración Relato
2023-11-29 10:37:32
7
Comentario
Terror y humor puede ser una buena combinación y en este relato así es. El equilibrio es bueno, la trama es interesante y se lee con facilidad. En general, me ha parecido un buen relato y la construcción de ese lugar tan solitario, así como de los personajes, está bastante conseguida. Mucha suerte, autor/a
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