Santos Difuntos

Se bajó medio adormilado. Miró a su izquierda y vio como el tren se perdía en la noche. Avanzó y entró en la estación. Un par de luces apenas iluminaban la entrada. No había nadie. Le pareció extrañó. Volvió al andén para intentar averiguar dónde estaba. Era evidente que no se había bajado en Santa Rosalía de Camargo. No había ningún letrero que le indicara el lugar en que se hallaba.

 

–¡Carajo! Debí dormirme.–pensó

 

José Guadalupe Hurtado cogio su pesada maleta y se dispuso a pasar la noche en la desolada estación. No le sería difícil conciliar el sueño. Después de veinte años como comerciante de fertilizantes para los granjeros de todo Chihuahua, era capaz de dormirse hasta en el mismísimo infierno.

Se acomodó en un banco e intentó descansar. Miró el reloj de la estación. Marcaba las doce y diez. Se sonrió al pensar en la fecha; ya era dos de noviembre.

–Todo sea que esta noche salga La Catrina…–masculló.

Al rato lo despertó un ruido de pasos lentos y arrastrados. Trató de averiguar en la penumbra de la estación mal iluminada de quién se trataba. Pensó que sería un viajero despistado, pero, al momento, apareció una campesina: sombrero de ala ancha, pollera de colores y rebozo cubriéndola hasta los pies.

 

­–Buenas noches, ¿le desperté?

–No, apenas estaba en el primer sueñecito. Dígame, ¿qué pueblo es este?

–No tiene nombre, la gente le llama Santos Difuntos, pero nadie sabe por qué.

La mujer debía de ser bastante anciana, pues tenía todo el pelo cano, grandes surcos le recorrían el rostro y se movía con la torpeza que dan los muchos años.

De entre las faldas sacó un mezcal y le ofreció un trago.

– ¿Quiere, señor?. Así el camino se le hará menos largo. Hágame caso. Sé de lo que hablo.

–Sabría usted decirme ¿a qué hora pasa el próximo tren?

–No sé, señor. ¿Tiene prisa?

–No, lo que sucede es que ya debería haber llegado a Santa Rosalía de Camargo.

–Pues, ni modo, no se preocupe bébase un tragito no más.

Tomó el primer sorbo de mezcal. Le sentó bien. Parecía revivir.

La mujer sonreía afectuosamente; sus ojos infundían confianza. Era como si se reconocieran mutuamente.

–¿Quiere más mezcalito?

–Si, me está apapachando, aquí hace frío.

A medida que el alcohol recorría sus venas una extraña sensación se apoderaba de su cuerpo y su conciencia. Empezó a sentirse bullir, evaporarse y diluirse; la anciana se desdibujaba. Todo carecía de sentido y empezaba a tenerlo al mismo tiempo.

 

Se fijó en el rostro lleno de ancianidad transmutado en calavera de sonrisa petrificada, bajo el sombrero de ala ancha emplumado y florido. El castañeteo de su esqueleto lo sobresaltó.

–Ya se acabó lo que tenía que hacer aquí José Guadalupe, su viaje terminó– le dijo La Catrina.

– ¿Cómo sabe mi nombre?, ¿me conoce?

–Desde hace tiempo atrás le esperaba para hoy…Yo no falto a una cita.

–No comprendo.

–Nadie lo entiende al principio, pero déjeme que, de camino a donde le acompaño, se lo explique…

 

Transcurrido justo un año, a las doce de la noche, Hermenegildo Edmon Menéndez descendió del tren con su maleta en “Santos Difuntos”. Parecía algo despistado por el largo viaje.

 

Un ruido de pasos lentos y arrastrados se escuchó en el silencio de la vieja estación…

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