Relato número 1 - El llamado de los cerdos
EL LLAMADO DE LOS CERDOS
I wish this would be your colour.
-Einstürzende Neubauten.
Dentro del palacio la armonía de las formas deslumbraban junto al brillo de los lagrimales y las lámparas de piso. Un enorme reloj, cuyas manillas averiadas estaban detenidas en el mediodía, adornaba la muralla entre dos cuadros clásicos, donde los rostros de los antiguos patriarcas reposaban con orgullo y miradas afectadas. El joven Arthur apareció desde la esquina de la habitación, haciendo resonar sus pezuñas con un eco que se distribuyó por la gran mansión. Vestía con traje de marinerito, pulcro, limpio, con insignias y medallas puestas a lo largo de su chaqueta; preseas obsequiadas por los ancestros de su familia. El mayordomo se acercó hasta Arthur. Se inclinó ante él.
-Joven Arthur- dijo con un tono solemne- Sus padres lo esperan en el salón-comedor. Están alegres de disfrutar de un nuevo día junto a usted.
Arthur dio un gruñido ronco y movió las manos de forma agresiva.
-¡No quiero comer¡ ¡La comida es mala!
-¡Joven!- exclamó el mayordomo- No olvide que el nutricionista ha dejado muy en claro los alimentos con los cuales usted debe reponer energías. Además, le recuerdo que su profesor particular de historia llega en una hora. Así que por favor, le ruego tome asiento junto a sus padres y disfrute lo más pronto de su apetitoso plato.
De mala gana, siguió al mayordomo hacia el salón-comedor. Al verlo aparecer, sus padres, cada uno ocupando un extremo de la mesa, hicieron un ligero movimiento de cabeza. Arthur tomó lugar frente a su plato.
-¡Ay!- exclamó al dejarse caer aplastando su cola enroscada. El mayordomo se la tomó y la hizo a un lado con suavidad.
-¡Esta comida es un asco! ¡Ustedes también!- gritó el joven.
Los padres tomaron unos binoculares y se observaron con rostros acongojados.
-No descargues tu rabia contra nosotros, hijo- habló la madre. La mujer usaba un collar de perlas de color verde. Su vestido amplio acariciaba el suelo de caoba- Algún día comprenderás que todo lo que hemos construido ha sido pensando en ti.
Entonces Arthur dio una mirada inspecciosa a través del salón. Las pequeñas esculturas con forma de cerdos, las pinturas en las que unos chanchitos antropomorfos vestían de frac y jugaban póker o el tapizado del techo donde se apreciaba un coro de seres rubios cantando alrededor de un cerdito, claramente eran una referencia hacia él. Sin embargo, había algo incómodo en todo aquello. Algo que le hacía sentir tan distinto que ni siquiera tenía claro quién era él mismo.
-¿Por qué todo esto, padres?- preguntó el joven. En su rostro seboso unas lágrimas hicieron su recorrido con dificultad, chocando con las cerdas que aparecían en derredor de la carne rosa.
El padre dejó a un lado su binocular. Suspiró. Tomó la campanilla y la agitó. De inmediato llegó el mayordomo secundado por dos mucamas quienes llevaban bandejas con postres.
-Cómete luego eso- ordenó a su hijo- y disfrutarás estas delicias.
Arthur observó con amargura a las jóvenes. Ellas no quisieron topar los ojos con los suyos. Al irse las mucamas junto al mayordomo, Arthur se mostró nostálgico.
-Ellas ni siquiera me quieren mirar- dijo arrojando más lágrimas.
-Si te molestan podemos enviarlas al matadero- dijo el padre- ¡Nada ni nadie te hará ninguna afrenta!
-¡Padres!- exclamó el joven- ¡No quiero seguir llevando esta vida de mentira!
-Demasiado llanterío- dijo la madre levantándose de su asiento- ¡Alegremos esta jornada, que nuestro pequeño Arthur necesita recordar que él es el ser más amado en este hogar!
La madre dio unos aplausos. De inmediato, desde unos parlantes colocados en cada rincón de la mansión, emergió la melodía de un vals. Junto con esto, tras unas puertas rojas aparecieron decenas de parejas vestidas de gala, las que repletaron el salón y bailaron para deleite de la familia. Arthur, resignado, comió su plato con desazón. El postre tampoco fue de su agrado. Luego dio un eructo que hizo temblar la mesa. Ante esto las parejas detuvieron su baile para aplaudirle. El joven tapó su cabeza con los brazos. Sus dedos terminaban en uñas con forma de pezuñas las que herían su cuero al abrazarse.
A las doce en punto llegó a la mansión el profesor de historia. El mayordomo le condujo hacia la sala de estudios, un amplio lugar habilitado por los padres del joven para que este pudiese saciar su sed de conocimiento sin la necesidad de revolcarse en la podredumbre del exterior. Al entrar, hallaron al joven Arthur frente a su piano, tocando desanimado tecla por tecla. Estas emitían un sonido duro y prolongado.
-Joven, su profesor ha llegado dispuesto a compartir con usted una nueva jornada repleta de ideas y enseñanzas prácticas- anunció el mayordomo con gestos afectados.
El profesor respondió a aquello con una ligera inclinación de cabeza. Luego, esperó a que el mayordomo se retirase y entonces se acercó a Arthur.
-Te noto un poco triste, ¿sucede algo?
El joven hizo un gruñido con la garganta y se rascó una pierna con sus pezuñas. El traje de marinerito empezaba a incomodarle.
-Yo no pertenezco aquí, ¿no cierto?- las pestañas blancas en los ojos de Arthur, eran gruesas cerdas que se asemejaban al pelo de un pincel. Los grandes orificios de su nariz contenían pelos aún más grandes.
El profesor no dijo nada por unos segundos. Luego se pasó una mano por el rostro y sonrió.
-Todo lo que ves en esta mansión está hecho en función tuya. Eres la base de la dinastía, a partir de ti es de donde nace el sentido del orgullo familiar. Eres el rey de este mundo. Lo tienes todo, ¿qué más quieres?
Arthur se levantó del pisito frente al piano y avanzó hacia una pintura que adornaba uno de los muros del estudio. En ella había un cerdo vestido de general. Ante él las tropas enemigas rendían pleitesía.
-¡Todo lo que me has enseñado es una mentira!- exclamó apuntando la pintura. Luego dio una patada con su pezuña, rompiendo el muro- ¡Jamás ha existido este general! ¡Jamás ha habido otros como yo! Construyeron esto sólo para que no me volviera loco.
El profesor se llevó una vez más una mano a la cara. Luego sacó de su bolso un libro titulado Cómo los porcinos hicieron crecer la economía del país. Alargó un brazo para pasárselo al joven Arthur.
-Esta es la lección de hoy- dijo- Por favor, toma el libro y leamos el capítulo tres que trata sobre la teoría inflacionaria del cerdo Pariasius.
Arthur tomó el libro y lo lanzó lejos. Sus ojos estaban inyectados de impotencia.
-Yo soy un error, ¿no cierto?- dijo- ¿Por qué no me mataron?
-El único error es cuestionarse tanto las cosas- respondió su profesor- Créeme que mientras más escarbas en la propia identidad, más comprendes que esta no existe. Es sólo una fachada. Entonces, al llegar a ese punto, deseas con todas las fuerzas no haber puesto ni un pie en esos territorios pues ahí es donde se encuentra la locura y el horror.
Arthur regurgitó y vomitó una pasta grisácea en el piso. El joven tocó una campanilla y de inmediato aparecieron unos sirvientes quienes equipados con una pala, un escobillón y un balde de agua, limpiaron el desastre. Luego, como si nunca hubiese pasado nada, se fueron.
-Soy un asco- dijo- Por más que quieran hacerme ver como uno de ustedes, no podrán quitarme esta apariencia.
-La sangre tiene misterios insondables- dijo el profesor- Los genes poseen caminos que muchas veces no nos compete indagar. Tú eres un milagro y quédate con eso. Lo demás sería sólo escarbar en el sinsentido y eso es peligroso.
Arthur avanzó hacia un mueble. En él había fotografías de su infancia. En ellas aparecía siempre solo pero rodeado de muchos juguetes, vestuario elegante y caro y mucha comida. Había una foto que era su favorita: él, un niño, sonreía al recibir su regalo de manos de alguien disfrazado de cerdo, a su vez ataviado de un abrigo rojo y un saco al hombro.
-Una vez me enseñaste que el universo había sido creado por un cerdo gigante que había vomitado una masa en forma de luz y que esta emanó las diferentes galaxias, ¿no es así?
El profesor sintió algo amargo en su boca. Movió la cabeza afirmativamente pero no habló.
-Siempre tuve una duda con relación a eso… Y es extraño porque recién ahora puedo expresarla con palabras y es que cuando era niño apenas me salían gruñidos… Pues bien, mi pregunta es la siguiente: ¿por qué ustedes, mis padres, los empleados, los trabajadores de la viña, la gente que veo en las calles cuando corro la cortina o usted, no son como yo ni como ese cerdo creador?
El profesor hizo un gesto con los labios. Miró hacia el techo. En él no había ninguna pintura. Sólo un lagrimal.
-Porque nosotros somos los distintos, Arthur. Nuestros cuerpos son infinitamente grotescos. El tuyo es un ejemplo de perfección y belleza.
-Te pagan mucho, ¿no cierto?- dijo el joven.
El profesor se puso nervioso. Arthur dirigió sus ojos hacia el suelo.
-¿Hay un lugar para mí? ¿Un lugar de verdad?
El profesor tomó su bolso.
-Lee el capítulo tres. La clase ha terminado.
El paseo por la viña familiar, la cual estaba ubicada tras la mansión como si hubiese sido un jardín, tenía un protocolo estricto. Los padres de Arthur, uno a cada lado del joven, caminaban felices mientras los empleados cargaban las sombrillas con las que les protegían del fuerte sol. Para estos paseos Arthur era vestido con una chaquetita de terciopelo, un corbatín y un gorro de copa. Sus pezuñas eran protegidas por un calzado especial de cuero de jabalí. La regla inviolable consistía en que ningún trabajador (inquilinos y temporeras o temporeros) hablase con el joven. Por ello, cuando la comitiva pasaba por la viña, la gente agachaba la cabeza con más sumisión que la acostumbrada. Era curioso verles escogiendo las uvas de los racimos y con el mentón apegado al pecho.
-¿Por qué nunca se acercan a mí?- preguntó Arthur.
Los padres dejaron escapar una risa que fue imitada de forma respetuosa por los sirvientes de la comitiva.
-Ellos nacieron del barro. ¿No te ha hablado tu profesor de historia sobre esto?- dijo el padre- Contienen virus, parásitos y otros microorganismos que pueden dañarte.
-¿Y por qué jamás me miran?- preguntó.
-Porque son seres envidiosos. El bajo sitial en el que están los han convertido en animales brutos, sin lógica ni conciencia elevada. Si nos miran, nos estarán echando su odio y malas energías. Ellos nacieron para alimentar nuestro disfrute. ¡Pero cuidado, Arthur! ¡En cualquier momento nos traicionarán!- contestó la madre mientras era abanicada por un empleado no vidente.
Arthur dio un suspiro. El sol le hacía sudar a pesar de la protección de las sombrillas y de una crema blanca que su madre mandó le aplicaran en el cuerpo.
-Me gustaría elegir las uvas también- expresó Arthur- ¿Puedo?
Los padres se detuvieron horrorizados. Los sirvientes de la comitiva observaban temerosos. La madre de Arthur se sacó un guante de la mano y con él golpeó la cara grasienta de su retoño.
-¡Jamás vuelvas a decir eso!- exclamó- No debes romper la lógica de tu vida. ¡Hijo!, ¿qué te sucede?
-¡Ay, nuestro Arthur!- se lamentó el padre- ¿Qué pasa que te estás haciendo tantas preguntas? ¿Acaso nuestro heredero está creciendo? ¿Acaso no nos hemos dado cuenta que ya es todo un hombrecito? Hijo, no manches tu destino ni tus genes. Tienes un propósito hermoso y es el de mantener el legado familiar. Así como el sol cada jornada aparece en el cielo para iluminar el día, así debemos nosotros, vez tras vez, alumbrar el destino de la humanidad.
Entonces siguieron caminando. Arthur se sobajeó la cara. Sintió que aquella sangre sagrada que recorría sus venas cargando la gloria familiar, quería escapar de su grueso cuero. De pronto, ocurrió algo espantoso. La madre gritó. Los empleados se observaron confusos. El padre ordenó retroceder a su hijo. Un viejo que estaba seleccionando uvas se plantó frente a la comitiva y les observó a todos. Se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa.
-Joven Arthur, por fin puedo admirar su perfección- dijo el viejo y luego rio a carcajadas.
El padre sacó de sus bolsillos un pito. Lo hizo sonar y de inmediato llegó la guardia de la mansión. Agarraron entre todos al viejo.
-¡Envíenlo al cepo!- ordenó el padre.
A rastras, la guardia se llevó al viejo.
-La tradición está peligrando- dijo la madre mientras abrazaba a Arthur. Este se sentía impactado.
-¡Profesor!- exclamó Arthur apenas comenzó la clase particular- ¿Qué opina de la gente que trabaja en el viñedo?
El profesor de historia abrió los ojos.
-Son seres ruines pero necesarios. Sin ellos, el negocio familiar se vendría abajo. Pero debes tener cuidado, Arthur, no los subestimes. La historia muestra que en el pasado fueron capaces de levantarse y crear sus propias dinastías… Claro que sin la elegancia de tu familia.
Arthur se levantó de su piso y se acercó hasta el profesor.
-Quiero ver al viejo que mi padre mandó a ejecutar.
El profesor hizo un movimiento nervioso.
-Pero… Pero, ¿qué dices? ¿Y para qué?
-Necesito hacerle unas preguntas.
-Arthur, no lo hagas. Esa gente está poseída por el odio. Te pueden hacer daño.
En la mirada del joven se dibujó algo extraño. Era una seguridad pocas veces vistas en él. Incluso sus gruñidos y ronquidos sonaban majestuosos.
-Iremos ahora y usted me llevará con él.
El profesor se levantó de su asiento.
-¿Estás loco? ¡Tus padres me matarían!
-Si no me lleva lo harán de todas formas porque les diré que me está enseñando la historia prohibida.
El profesor se llevó las manos a la cabeza y dio vueltas de un lado a otro. Miró el techo. La fragilidad del lagrimal reflejaba su angustia.
-¿Qué estás haciendo con tu vida, Arthur?- preguntó.
-Estoy limpiando mi charco.
Con el pretexto que saldrían a estudiar la composición de los parrones, la guardia dejó al profesor y al alumno entrar a la viña. Ayudó a esto el hecho de que en ese horario no hubiese trabajadores cerca, pues estaban encerrados en búnkeres donde una pantalla les adiestraba sobre nuevas técnicas para una mayor eficacia laboral. Caminaron hasta llegar a un sitio hediondo, lleno de barro y excremento revuelto con orines. Ahí, en el medio, estaba el viejo atrapado en el cepo, esperando su ejecución. Arthur se acercó al cepo. Mientras, el profesor observaba nervioso hacia todos lados. Al ver al joven, el viejo lanzó una risita.
-¡Vaya! Tengo una visita real. ¿Viene a perdonar mis pecados, su alteza?
Al ver aquella zona repleta en barro, Arthur tuvo una extraña sensación, casi familiar.
-Tú conoces el mundo exterior, ¿no cierto?- dijo el joven.
El viejo acercó el rostro hacia Arthur.
-Pues sí, yo vengo desde allá.
-¿Cómo es ese mundo?- preguntó Arthur.
-Es un lugar tan detestable como este. Sólo que el daño que aquí hacen los amos, allá lo comete la gente contra ella misma.
El olor a humedad y hediondez parecía incrementarse a medida que Arthur permanecía en aquel sitio. Sentía que sus pezuñas de a poco se hundían. Pero no le molestaba. Tomó por los hombros al viejo.
-¿Existe allá afuera algún lugar para mí?
El viejo le dirigió una mirada sarcástica. Luego rio.
-Ni aquí ni allá afuera hay un lugar para nadie- respondió. Luego añadió: -Pero quizás haya un sitio en el que te puedan aceptar…
-¿Cuál?- preguntó Arthur ansioso. El profesor escuchó unos pasos.
-Arthur, debemos irnos- dijo el profesor- Temo que nos vigilen.
-Dicen que allá arriba- el viejo indicó con la mano unas colinas. Hizo ademán de ponerse en pie pero el cepo se lo impidió. Dio un quejido- Dicen que allá arriba existe un grupo de jabalíes. Son hoscos, primitivos pero al parecer viven en libertad. Son como tú en apariencia pero su piel es oscura y están cubiertos por pelos gruesos y largos. Para llegar hasta ellos debes cruzar el pueblo. Y si te los encuentras, muéstrales respeto.
-¡Gracias!- exclamó Arthur- Por tu ayuda, te liberaré.
El rostro del profesor se desfiguró ante la propuesta del joven.
-Olvídalo- dijo el viejo- Moriré en mi ley. Además, no hay mejor razón para ser ejecutado que la de haber sido un insolente.
Entonces, Arthur y el profesor emprendieron el rumbo de regreso.
-Me iré de aquí- dijo Arthur.
-¿Estás loco? ¿Cómo harás eso?
-Mañana habrá una fiesta en honor de la sangre. Es la oportunidad que tengo.
A lo lejos, las colinas pintaban el horizonte con un manto verde, de tierna exuberancia, abrazadas por nubes que merodeaban cuales vigías de lo improbable. Las colinas eran mucho más grandes que la mansión.
Arthur entreabrió la cortina, con timidez pero a la vez con emoción. Más allá del antejardín de la mansión, traspasando la reja, había una calle. Por ella vio pasar algunas personas. Unos niños corrían tras de sí en un juego que a Arthur le hizo sentir envidia. Tenía deseos de estar con esos niños para ser parte de sus travesuras. Había muchas cosas más allá de la calle. Había visto todo ello en los libros que el profesor de historia le hacía leer pero deformado con la ubicua presencia de la perfección porcina: edificios en los cuales vivían personas exitosas con rostros de cerdos, vehículos robóticos con siluetas porcinas y un sin fin de formas derivadas de él. No obstante bastaba descorrer la cortina un poco para que el ideal familiar se derrumbara. Y más allá de ese pueblo, colindando con el cielo, tocando las estrellas, conversando con la luna, se levantaban las colinas donde quizás, si el viejo tenía razón, podría habitar una tribu parecida a Arthur. Una familia real.
Entonces tocaron la puerta de su habitación. Con rapidez volvió a su cama y se hizo el dormido. A los segundos, entró el mayordomo. Ahora usaba un antifaz.
-Joven Arthur, la fiesta en honor de la sangre familiar comenzará en unos minutos. Es menester que baje de inmediato para reunirse junto a sus padres y prodigar de saludos y agasajos a los invitados.
Tras el mayordomo venía una comitiva de estilistas y personas del ámbito de la moda. Hicieron entrada en la pieza y, sin consultar nada con él, tomaron a Arthur y le dejaron listo para la fiesta.
-¡Joven Arthur!- exclamó el mayordomo al ver el resultado del fashion emergency- Jamás había visto tanto glamour en usted.
Arthur tenía los labios pintados, una peluca de rizos dorados adornaba su cabeza puntiaguda, una levita con una rosa en un bolsillo le daba elegancia más los guantes blancos en sus manos. Sus pezuñas fueron calzadas con unos zapatos lujosos de jabalí, bordados con hilo de plata. Además, su cola enroscada fue bañada con un perfume exquisito. Arthur, debido a su metabolismo, solía excretar sus desechos en cualquier momento y lugar. Ahora, gracias a aquel perfume, el mal olor pasaría desapercibido. Al bajar las escaleras fue recibido con un gran aplauso por parte de sus padres y de la servidumbre. Arthur sintió un dolor en su estómago al ver la cabeza del viejo flotando en un recipiente con ponche. El padre abrió una botella de vino y sirvió él mismo las copas. Pasó un vaso a su mujer y otro a su retoño.
-¡Brindemos por nuestra sangre! ¡Brindemos porque jamás muera la tradición!
Arthur, sin ánimo, brindó junto a sus padres. Entonces, el mayordomo fue autorizado a dejar entrar a la mansión a los invitados. Todas eran personas de buenas familias. Algunas venían disfrazadas de cerdos y otras con vestimentas graciosas pero siempre conservando la sofisticación.
-¡Hola, primo!- dijo una mujer joven muy atractiva. Estaba disfrazada de mujer pobre con harapos y una camiseta que decía I am hungry. Arthur miró hacia los lados, incrédulo de que le hablase a él.
-¿No me recuerdas?- añadió ella- Una vez hablamos a través de la reja.
Los padres de Arthur se acercaron hasta ella y la abrazaron.
-¡Qué gusto verte, sobrina!- exclamó la madre.
-Jovencita, nuestro Arthur en cualquier momento querrá reproducirse. ¿No te gustaría proteger nuestra sangre uniéndote a tu primo?- dijo el padre.
-¡Por supuesto!- respondió ella. Entonces tomó a Arthur y se unieron al baile de tecno-polca en el gran salón de fiestas.
La fiesta era una explosión de lujo, belleza y de conversaciones interesantes acerca del futuro de la sangre. El vino iba y venía en las copas y los padres estaban tan felices que dejaron a los guardias y a la servidumbre ser parte de la fiesta.
-¡Mi señor!- exclamó una sirvienta emocionada- ¿Qué seríamos sin ustedes?
-Nada- respondió él.
Arthur aprovechó el desorden del jolgorio y, luego de dejar a su prima bailando con un hombre vestido de rey, se unió a la cuncuna en la que había varios invitados vestidos de cerdos. Después de un rato se salió de la cuncuna y abrió la gran puerta de la mansión. Corrió por las escalinatas, atravesó el jardín pasando al lado de la fuente (donde la escultura de un cerdito bebé escupía agua) y llegó hasta la reja. Aquí, los dos guardias que custodiaban la entrada estaban ebrios.
-Joven… ¿Joven Arthur? ¿Es usted?- preguntó uno.
Arthur cambió la voz.
-¡No! Soy un invitado vestido como Arthur. Ahora debo irme.
-¿Por qué se va?- preguntó el otro guardia.
-¿De verdad creen que alguien como yo se va a rebajar a darles explicaciones a personas como ustedes? ¡Más encima están borrachos! ¿Qué pasaría si supieran esto los padres de Arthur?
Los guardias se sintieron contristados y sin dudarlo abrieron la reja. Entonces Arthur pudo escapar.
Las calles del pueblo rezumaban silencio y soledad por doquier. El primer contacto con un ser en el exterior lo tuvo al encontrar un cúmulo de basura. En él, un niño famélico agonizaba.
-¿Qué te sucede?- le preguntó Arthur.
-Te vamos a comer- respondió el niño.
Arthur se alejó de él y se adentró en las calles oscuras. A través de las ventanas de los edificios se podía ver gente apegada a computadores escribiendo desesperada. Un hombre vestido de látex, con un enorme látigo en una mano y la cabeza de un conejo en la otra, apareció desde una esquina.
-¿Sabes lo que hacemos con bestias como tú?- preguntó el hombre.
-¿Qué cosa? – dijo Arthur temblando de pavor.
-¡Las comemos!- gritó el hombre.
Arthur corrió. Sintió que el látigo golpeó su cuerpo y cayó en una posa inmunda, manchando todo su vestuario elegante. Se levantó y siguió escapando. De repente, al llegar a un callejón sin salida, unos paneles puestos a modo de postes se iluminaron y posaron sus luces sobre él. De un alto parlante se escuchó una voz:
-Encontramos comida. Repito: encontramos comida. Ha llegado la hora del festín.
Se escuchó el rugido de motores emerger de improviso como avispas al acecho. Se sintieron disparos y gritos. Arthur saltó la muralla del callejón y cayó a un sitio repleto de fierros y chatarra. Sus zapatos de jabalí cayeron de sus pezuñas. Las heridas de su cuerpo crearon frágiles cursos de sangre que se juntaron al óxido de los fierros. Entonces escuchó un tumulto venir tras el muro que había acabado de saltar.
-¡Queremos comer!- gritaban las voces.
-¡Te comeremos, cerdo asqueroso!- decían otras.
Arthur se puso a llorar.
-¡Hey! ¡Ven! ¡Ven aquí!
Arthur levantó la cabeza. Miró en todas las direcciones.
-¿Quién me habla?- preguntó.
Entonces vio aparecer a una bestia extrañísima. Tenía cuerpo de cordero pero usaba ropas harapientas como una persona.
-Ven- dijo el cordero- Apresúrate, antes que ellos te encuentren.
Arthur se levantó y, atravesando la chatarra, llegó hasta el cordero. Este le dio una mano.
-Bienvenido a la civilización.
El cordero abrió una alcantarilla y bajaron por ahí. Tras recorrer varios metros de aguas servidas, llegaron frente a una puerta maltrecha. El cordero tocó en forma de contraseña y les abrieron. Dentro, Arthur no pudo creer lo que veía. Había decenas de bestias como él, sólo que no eran cerdos. Una era un toro con cuerpo de cabra, otra era una gallina con alas de pavo y había una bestia con rostro de caballo y cuerpo de vaca.
-Ellos tienen hambre- dijo el cordero- Y nosotros somos su alimento.
-¡Mis padres tienen recursos!- exclamó Arthur- Seguro que me van a buscar y podrán darle comida a esta gente y salvarnos.
Las bestias se observaron unos segundos. Luego rompieron en carcajadas.
-Eso no va a pasar- respondió el cordero- Esta pelea no tiene final.
-Pero…
-Míranos- dijo el cordero- Cada uno de nosotros es el desecho de nuestras familias. Hemos sido condenados.
Arthur dio un ronquido. Luego excretó. Sin embargo, las bestias no le reprocharon nada.
-En las colinas hay una tribu de jabalíes. Dicen que ellos son libres. Quizás nos acepten.
-Ese puede ser tu sitio- contestó el cordero- Pero no el nuestro.
De pronto, los gritos de una multitud se apoderaron de la alcantarilla. Entonces la puerta fue golpeada varias veces con inusitada fuerza.
-¡Nos han encontrado!- gritó el cordero. Luego se dirigió hacia Arthur- ¡Vete! Sube por aquella escalinata del fondo. Llegarás hasta una calle. Al salir, corre siempre hacia delante. Entonces llegarás a la colina. ¡Ah! Y no te preocupes por esa calle, ahí hubo una masacre y ya no hay personas.
-¿Y qué harán ustedes?- preguntó Arthur desconcertado.
-Nosotros te cubriremos- respondió el cordero- Después de todo, tú tienes una esperanza. Nosotros jamás la tuvimos.
Cuando salió a la calle abandonada, Arthur escuchó los gritos agónicos de las bestias. Se tapó los oídos y luego arrancó. Al rato dejó su andar humano y corrió a cuatro patas.
La colina era un lugar frío pero con un aire dulce que recorría las flores y la hierba, acariciándolas. Arthur subió cuesta arriba. Su vestimenta había sido arrancada por la maleza. Se sentía extraño, desnudo, y sin la dependencia de sus padres y la servidumbre. De pronto, escuchó un sonido fuerte como un ejército en tropel. El suelo tembló. Arthur retrocedió: ante él apareció un grupo de cientos de jabalíes. Estos se detuvieron y le observaron curiosos.
-¡Buenos días!- saludó- Mi nombre es Arthur…
Los jabalíes se miraron entre sí confundidos. Sólo emitían gruñidos y sonidos guturales. Arthur intentó comunicarse con ellos una vez más pero tampoco obtuvo respuesta. Entonces, cerró los ojos e intentó olvidar toda su anterior vida. Se inclinó ante los jabalíes en un acto de sumisión y respeto. Entonces emitió gruñidos, ronquidos y eructos. Los jabalíes respondieron a ello y se acercaron hasta Arthur dándole trompadas amistosas.
Abajo, la civilización seguía.
***