Relato 80 - Allegro ma non troppo
ALLEGRO MA NON TROPO
¿Qué se entiende por estar jubilado? Es la situación legal proclamada en una persona, por su edad o por otras causas, mediante la cual queda exenta de realizar cualquier tipo de trabajo remunerado, pudiendo percibir, en su caso, una pensión de jubilación en razón de su cotización a los servicios que la amparan.
En otro sentido ¿Qué entiende por jubilación la persona jubilada? Es la disposición de tiempo libre y de ocio, para desarrollar actividades de su agrado y elección: la variedad de actividades puede ser infinita. Los más acomodaticios se desprenden de obligaciones horarias y suelen dormir a pierna suelta, retomando el mundo de su vida jubilada y jubilosa, acercándose a una terraza para tomar el sol y leer los diarios.
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Y así me encontraba yo aquel día: tomando el sol y hojeando los diarios, cuando encontré en ellos una oferta de trabajo bastante curiosa, que decía: “Se necesita Empleado/a de Hogar, culto, adicto a la lectura y al recitado oral, con conocimientos de Bel Canto. Catorce horas a la semana. Sueldo a convenir. Interesados, contactar por teléfono XXXXXXXXX, o personalmente en la siguiente dirección: calle Santos del Alma, número 4-2º.
Esa oferta de trabajo exacerbó mi curiosidad: ¿De qué se trataría? Catorce horas a la semana suponían dos horas al día, no era mucho tiempo. Si la remuneración se ajustaba a la cátedra cultural que se exigía, podría ser interesante, e incluso entretenido. Yo tenía gusto por la lectura y a veces me timbraba en voz alta en sus fundamentos. Conocimientos de “Bel Canto” no tenía, pero así tenorizaba piezas en “Allegro ma non tropo” mientras me bañaba, o frente al espejo. Además, mi situación de jubilado me permitía soslayar las cotizaciones y otras incomodidades económicas oficiales, penosas para ambas partes.
Al día siguiente, como el mejor jubilado que se rinde placentero al paseo, a eso de la media tarde, tomé curso y camino hacia el domicilio de esa oferta de trabajo. Mi curiosidad podía más que otra cosa. El domicilio lo conocía, estaba ubicado en un barrio que en otros tiempos fue considerado el centro de la ciudad, bullicioso, canto y prosa de los visitantes, muy cerca del puerto y de la playa; en la actualidad había quedado marginado, como reliquia arquitectónica, colindando con la esbeltez uniforme de los edificios colmena, que abundaban en lo que ahora era el centro de la ciudad, albergando oficinas y otras empresas de servicios.
Era un edificio antiguo, como todos los de aquel barrio, que se decoraba en su exterior con un rancio modernismo por el que habían pasado los años, pero no los cuidados en su remozamiento. Su puerta de entrada no conocía las nuevas tecnologías y se consumía y carcomía en un sucio y oscuro color caoba, que degeneraba a negro. Como único y triste lucimiento, exhibía en su parte frontal superior un enorme badajo o picaporte que había que golpear para llamar la atención. Segundo piso: dos golpes... ¡Toccccc! ¡Toccccc! Los golpes sonaron sordos y pesados, y se escucharon en su interior con un eco reverberante, siniestro y tétrico, que parecía perderse en los infiernos.
Una señora mayor se asomó por uno de los balcones del segundo piso mirándome, y así tuve que gritarle, para mejor ensayo de Bel Canto: —Vengo por la oferta de trabajo... La señora se escondió y al poco la escuché bajar las escaleras hasta abrirme la puerta. —Sígame, -me dijo-. La entrada y el rellano de los pisos se hallaban iluminados por una luz enfermiza y difusa, que alumbraba lo justo para no tropezar. Las paredes de las escaleras y sus rellanos delataban el saldo de los años y su descuido en ellas, con chorretones y manchas de pintura seca, corroída y desconchada.
Llegamos al segundo piso y la señora me hizo pasar al vestíbulo. Contrariamente a lo que había visto, ese vestíbulo y esa vivienda se encontraban limpios y aseados, sin una mota de polvo. En el vestíbulo había un mueble de estilo clásico, decorado con unas figuras de alabastro que retornaban la mente a épocas lejanas. A través del vitral, irisado en pedrería gótica, de unos de sus compartimentos, se adivinaba un teléfono de primera generación, seguramente guardado allí, para atenuar el estruendo de su funcionalidad auditiva, y mejor preservar el silencio que reinaba en aquella casa. Sus paredes se adornaban con platos de cerámica que ilustraban motivos florales. Había cuadros de estilo modernista y de épocas anteriores que representaban hechos históricos. Me dio la impresión de encontrarme en un museo de arte antiguo.
La señora tomó la palabra y en tono riguroso, me anunció:
—El trabajo consiste en leer una serie de libros y pasajes de los mismos, durante dos horas, desde las doce de la medianoche hasta las dos de la madrugada. Me atengo y presupongo su gusto por la lectura y por la entonación y recitado en voz alta.
La señora extrajo de uno de los compartimentos del mueble del vestíbulo un voluminoso libro, cubierto de polvo, el cual se expandió flotando en el ambiente, como si de un ente vaporoso se tratara. –Los libros han de conservar el polvo de los años para que así no pierdan su misticismo, -murmuró entre dientes-. Esta situación estaba empezando a ponerme nervioso e intranquilo. La señora abrió el libro eligiendo una de sus páginas al azar, y buscó un punto y aparte. Me lo mostró y me lo señaló, diciéndome:
—¿Puede usted leer, por favor, unas líneas de este pasaje?
—Sí, sí, por supuesto, -contesté cada vez más intranquilo-.
Haciendo acopio de fuerzas, y tratando de sobreponerme a esa situación, tan inesperada como inquietante, leí mentalmente unas cuantas líneas de ese pasaje para conocer el asunto que en él se desarrollaba; luego lo hice en voz alta, dando la entonación debida a sus signos de puntuación. Cuando llevaba recitadas cuatro líneas y había alcanzado un punto y seguido, la señora me atajó, diciéndome:
—Bien, reúne usted las condiciones. Por el tono de su voz lo presumo capaz de entonar decentemente alguna composición de Bel Canto... ¿Conoce alguna?
— Bueno sí... “O sole mio” y algunas otras en “Allegro ma non tropo” preferentemente –dije titubeando-.
—De acuerdo. Si le sigue interesando la oferta, sígame y le mostraré el lugar y objeto de su trabajo.
Seguí a la señora a través de un largo pasillo, postulado en sus paredes por multitud de cuadros, que observé solo de reojo, más pendiente de los movimientos de la anfitriona. Se detuvo frente a una puerta, se giró, y cruzando el dedo índice en sus labios me demandó silencio y sigilo. Asentí con la cabeza. Accionó el pomo de la puerta con cautela, procurando hacer el menor ruido posible. Una vez que la abrió, y antes de entrar en esa estancia, se giró y repitió con sus manos el ademán anterior reiterándome silencio.
Entramos. La estancia era un salón de estar, decorado a la vieja usanza, en el que había una chimenea y en uno de sus laterales un mueble piano. Dos amplios ventanales, tirados hasta el suelo por un cortinaje preciosista y barroco; una armadura de tamaño natural nos vigilaba desde uno de los ángulos del salón; en el otro, varios escudos de armas que blasonaban la rigidez histórica que demandaba el respeto y silencio de aquella casa. En el centro había unos butacones-mecedoras, cinco, tallados en madera, con la pulcritud y el esmero abigarrado del barroco, formando un semicírculo. Junto a uno de ellos, se hallaba un mueble, en cuya repisa había unos libros, tres o cuatro. La señora, con ademanes, me indicó que visionara toda la estancia, y puso énfasis en ese butacón, a cuyo lado se encontraba el mueble donde se encontraban los libros. Los tomó y con el mismo sigilo con el que habíamos entrado, salimos. Cerró la puerta, y así me dijo en el pasillo:
—Este será su lugar de trabajo. Deberá sentarse en el butacón que le he señalado con insistencia, el que se encuentra al lado del mueble en el que viera depositados estos libros. Junto a ellos, hallará un vaso y una botella de agua, para que pueda usted refrescar su boca y su garganta cuando lo estime conveniente. No se demore en sus abluciones y aproveche los puntos y aparte de los pasajes, guardando en la medida de lo posible, las pautas y silencios de su estructura textual.
—De los libros, deberá leer los pasajes que tiene señalados y separados con estos cartoncillos. Puede variar el orden de lectura a su voluntad, pero siempre deberá acabar su horario de trabajo leyendo estas jaculatorias en latín. ¿Conoce el latín? ¿Sabe entonarlo? La lengua latina carece de acentos y sus palabras se pronuncian todas llanas o esdrújulas, nunca agudas.
En un acopio de valor y destreza, tomé el libro de las manos de la señora, y recité en voz baja, algunas de sus jaculatorias.
—Bien, perfecto –contestó la señora. Me parece usted una persona culta, reúne las condiciones. Los emolumentos que usted percibirá serán diez euros por hora, es decir, veinte euros en total. Lo considero apropiado, dado el horario de trabajo y el acervo cultural que requiere. Los emolumentos se los abonaré diariamente, al día siguiente, porque en su hora de término del trabajo, yo me hallaré descansando. Usted ya conoce la casa, y sabe donde se encuentra la puerta de salida. Exijo rigurosa puntualidad. Cuando usted acuda no golpeé el picaporte para no molestar a los vecinos, haga uso de estas dos llaves: esta grande es la de la puerta de entrada desde la calle, y esta otra más pequeña es la que le dará acceso a esta casa.
—Correcto, entendido, –contesté-...
Cogí las llaves y me marché de aquella casa, tal como había llegado, paseando. Por el camino, tomé cuenta de todo lo que había visto y escuchado. Las vicisitudes que en mi mente se proclamaban con un halo de misterio y ansiedad, no iban más allá de los gustos y rancias manías de la nobleza que la decoración de esa casa exhibía. Mis cometidos se reducían a sentarme en aquel butacón y recitar con entonación los pasajes de aquellos libros de repisa. Los emolumentos que ofrecía no eran nada despreciables: veinte eurillos diarios daba para mantener los pequeños vicios e incontinencias, que en la situación de jubilado se sugerían. Además, el horario, aunque nocturno, se proclamaba aquiescente y relajado. Daba tiempo a cenar y reposar la cena; después, tomaría el coche y cumpliría con el horario y mis deberes, para mejor derroche posterior del retributo de los veinte euros.
Y así, esa noche, tras haber cenado y reposado, tomé el coche muy concienciado de mis obligaciones, y me dirigí hacia ese museo de antigüedades. Al llegar, anduve deambulando por sus calles adyacentes buscando aparcamiento. No era fácil, pero siempre había alguien que salía, que se marchaba... ese novio que retozaba y cenaba en casa de los padres de la novia para marcharse después a su casa, ufano y con la tripa llena, permitía el aparcamiento a mi vehículo, que saludaba su partida intermitenciando sus luces. Arriba, en el balcón del quinto, una chica joven, la novia, despedía aquel vehículo dedicándole con las manos besos en el aire, de buen sueño y plácido descanso, complacida de figurar como protagonista de sus desvelos.
Al llegar a la puerta de entrada, introduje la gruesa llave, tan pesada como unos alicates, en la cerradura de aquel cascarón. Maniobré, y la cerradura se descorrió con un ruido sordo y grotesco, más propio de cárceles de las mazmorras romanas. Ya en el interior, accioné el artilugio de “clic clac”, que había pegado en la pared, y la bombilla de la entrada, cubierta de polvo, abrió sus ojos, decrépitos y casi apagados, dándome con su escasa luz la bienvenida de manera desvaída y penosa. Así también lo hicieron las bombillas de cada uno de los pisos. En mi ascensión, pude comprobar y sentir, el cáncer de humedad y putrefacción que padecían las paredes y rellanos que delimitaban las escaleras, las que, agónicas y redimidas a una muerte en ciernes, despedían un olor nauseabundo y pestilente. En los días venideros, me aprovisionaría con una linterna, por si, de un funesto caso, esos entes lumínicos me negaran su aletargada vida y me abandonaran a la eterna oscuridad de mi suerte.
Oclusivos son los mundos,
que proclaman el infierno,
no menos faustos y oscuros
los hilos del pensamiento.
Llegué al segundo piso, introduje la llave pequeña en la cerradura de su puerta y accedí a su interior. Accioné un interruptor de luz del vestíbulo, tan antiguo como el de la puerta de entrada, y el vestíbulo y el largo pasillo, se iluminaron. De una puerta que daba a la cocina, apareció la señora, quien volvió a demandarme silencio y me indicó con gestos que marchara a mi lugar de trabajo. Me presenté ante esa puerta, que ya conocía, tomé aire y... no me dio tiempo a pensar en nada, porque la luz del pasillo se apagó, dejándome a oscuras. Accioné el pomo de esa puerta y entré a la estancia, cuyas luces se hallaban encendidas. Allí estaba todo, tal como lo vi por la tarde. Allí estaban los libros, acompañados de un vaso y una botella de agua. Me senté en mi butacón, tomé uno de los libros de repisa, y cuando el reloj de péndulo, que colgaba en una de sus paredes, proclamó la medianoche, con un gong siniestro y sobrecogedor, empecé el recitado de uno de los libros.
En mi recitado, solemne y entonado, mi mente trataba de alcanzar y comprender el significado de lo que estaba leyendo. Eran cuentas que se acordaban con épocas pasadas, y que así se veneraban en su elocución y trascendencia futuras. De un libro pasé a otro, con la misma trascendencia: Pactos y profecías, que se me antojaban diabólicas respeto de los personajes que se citaban, en conmemoración fatídica ante su incumplimiento. Tal como la señora me comentó, aproveché los puntos y a aparte, para retomar prestancia y alivio de mi garganta, bebiendo el vaso de agua que se depositaba en aquel mueble. No podía demorarme en mi pausa refrigeratoria, porque, a poco que lo hiciera, las luces de aquella estancia, titilaban difusas e intermitentes, conminándome a mi trabajo de recitación. Ante este hecho, me procuré cumplido y apresurado en la lectura, para no profanar la divinidad y venerabilidad ascentral de aquel lugar.
Seguí recitando, seguido y presuroso, sin reiterarme en mis abluciones acuosas, deseando que el tiempo pasara cuanto antes. Cuando en mi reloj de pulsera dieron las dos de la madrugada, cesé en mi recitación, y quedé al acecho, esperando alguna respuesta. Las luces de las lámparas permanecieron incólumes en su intensidad. El silencio se hacía ominoso y pesado, cayendo como una losa en mis oídos. Dejé el libro que estaba leyendo y me divulgué en el sigilo que me había proclamado la señora anfitriona. Abandoné de puntillas aquella estancia y cerré su puerta. Ya en el pasillo, divisé la puerta de salida y aceleré el paso para alcanzarla, procurando hacer el menor ruido posible.
El día siguiente, no se manifestó en la relajación y comodidad propias de una situación de jubilación como la que gozaba. La rigurosidad, excelsa y siniestra, no ya de la anfitriona, sino de aquella estancia, mantuvo mi mente ocupada durante todo el día, con continuos devaneos y elucubraciones sobre el contenido de aquellos libros: acechanzas inciertas, duelos de hidalguía, promesas incumplidas y desleales... todas ellas nocivas a mis fundamentos y al sueño de mis noches, envuelto en elegías de pecado y funestas predicciones. Al final, mi mente, desangelada y revuelta, se abrigaba en la practicidad de mis actos, y en su correcto fundamento. Sólo tenía que leer, beber agua de vez en cuando, y esperar sentado a que vencieran las dos horas de recitado y rigor literario.
Todos los días, cuando llegaba a esa casa, unos minutos antes de la medianoche, la señora me abonaba los veinte euros correspondientes al día anterior, y a continuación, yo entraba en aquel salón y comenzaba mi perorata nocturna: siempre la misma canción... siempre el mismo estribillo. Andando el tiempo, llegó un momento en que aprendí de memoria un pasaje, y así lo recitaba. Esto me procuraba un descanso a la vista, y me permitía observar aquellos butacones que tenía alrededor, los que, mudos e impertérritos, parecían ser mis únicos oyentes.
Llegué a obsesionarme hasta tal punto con esos pasajes, que durante el día, sin nada mejor que hacer, los repasaba mentalmente y los recitaba en casa en voz alta. Hasta que un buen día, transcurridos unos meses, logré recitar todos los pasajes de memoria, salvo el último, el que estaba escrito en latín. Mi empecinamiento con ese pasaje, me condujo a la idea de llevarme el libro que contenía esos latinajos y sacar fotocopia de ellos. Así lo hice: al día siguiente, fui a una imprenta-fotocopiadora y pedí que me fotocopiaran esa página.
El libro, abierto no era muy voluminoso, pero así y todo, había que presionar la tapa de la fotocopiadora para que la fotocopia resultante no tomara la luz del exterior. El empleado pulsó un botón y la máquina comenzó a emitir un “rum, rum”, procedente de su rotativa interior. El ruido prosiguió unos segundos, sin que por el lateral de vertido apareciera ninguna fotocopia. El empleado desconectó el fluido eléctrico de la máquina y abrió la carcasa delantera. En su interior se hallaba un folio arrugado y tiznado de negro. El empleado lo extrajo con precaución y cierta dificultad... lavó sus manos manchadas de tizne y procedió de nuevo. En este segundo intento, ocurrió lo mismo. Cuando el empleado se disponía a desconectar el fluido eléctrico de la máquina, se escuchó una pequeña explosión en su interior, a la vez que por los bordes de la carcasa se veía salir humo. Cuando el empleado la abrió, observamos que la rotativa estaba en llamas, ardiendo.
Ante esto, requerí presuroso al empleado que me devolviera el libro, antes de que sufriera desperfectos. El empleado tomó un extintor y roció el interior de la máquina mientras yo desaparecía de ese establecimiento asombrado por lo sucedido. No alcanzaba a entender, cómo esa máquina, tecnológicamente avanzada, no se había desconectado automáticamente, evitando así lo sucedido. No sabía qué pensar... tal vez el libro, procediendo de donde procedía, hubiera provocado... pero no, esto era mucho suponer. No obstante, para evitar complicaciones y quebraderos de cabeza, devolvería el libro a su paradero y me aprendería de memoria esa página en latín.
Esa noche, cuando llegué a la casa, la señora me espetó:
—Veamos, qué conocimientos tiene usted de “Bel Canto”. Empiece a cantar y hágalo lo mejor posible, porque estas no son horas...
—Pero señora ¿Y eso por qué? ...
—¿Porqué? Usted se ha llevado de aquí algo que no es suyo y esa puerta no se abre. Creo que fui muy rigurosa en mis explicaciones. No debiera abonarle el día de ayer, pero le daré únicamente diez euros; el resto lo dejo en manos del veredicto que se tramite ahí dentro por su pecado. –dijo señalando a la puerta de la estancia-.
—Señora, perdone, he traído el libro...
—No me implore el perdón, porque eso ya no está en mi mano. Empiece a cantar y no deje de hacerlo hasta que esa puerta se abra.
Empecé a cantar con miedo e inseguridad. Mi voz se escuchaba quebrada y desentonada. Unas gotas de sudor frío perlaban mi frente. Me encontraba de pie, rígido, ante esa puerta esperando que la abrieran desde dentro. Me atemperé con firmeza al llegar al estribillo, y entonces, esa puerta se abrió sola.
La señora me indicó con gestos, que cesara en mi cántico, guardara silencio y entrara. Lo hice avanzando lentamente, temeroso. Miraba a los butacones y a la señora, que me animaba con gestos a que siguiera avanzando. Llegué hasta mi butacón y deposité el libro que me había llevado el día anterior, sobre la repisa de aquel mueble, sin perder de vista aquellos butacones que me rodeaban. Volví a mirar a la señora, que se encontraba en el dintel de la puerta, y me indicó con gestos, que empezara a leer y a recitar. Lo iba a hacer de memoria, pero ante su presencia, tomé uno de los libros y leí uno de sus pasajes, que bien conocía. Cuando acabé su lectura. Bebí agua del vaso que tenía a mi lado, me giré y la señora ya no estaba, había cerrado la puerta y se habría marchado a descansar.
Su ausencia me relajó, y así empecé a recitar de memoria secándome el sudor de la frente y de la nuca. No obstante, mis ojos no se apartaban de aquellos butacones, que parecían escucharme silenciosos e impávidos. Cualquier movimiento en ellos, por muy imperceptible que fuere, no me habría pasado desapercibido. Mi estado de nervios provocó que recitara los pasajes antes del tiempo previsto. Ahora venía lo peor: tenía que leer el pasaje en latín, por no saberlo de memoria, y en su lectura, tendría que descuidar mi vigilancia sobre los butacones. Estaba aterrado y tremendamente nervioso, no sabía qué hacer. Mi cuerpo se había vuelto a empapar de sudor... Bebí agua de nuevo, tomé el libro, me levanté de mi butacón mediando más separación de aquellos butacones. Me parapeté detrás del mío a modo de defensa, y empecé a recitar.
A medida que iba recitando, aterrado, y sintiéndome culpable de mi proceder, mi voz parecía resquebrajarse y apagarse por momentos. Mientras leía, observaba a los butacones por el rabillo del ojo. Tenía la boca seca, necesitaba beber agua de nuevo, pero no podía descuidar la entonación y el ritmo de la lectura. De pronto, me pareció escuchar un zumbido y un rumor leve, como de viento. Uno de los butacones, uno de los de en medio, empezó a mecerse suavemente. En un punto y aparte, lo miré un momento, y comprobé que era cierto, que se estaba meciendo, que no estaba imaginando nada. Mi terror y mis nervios se aceleraban por momentos; podía sentir en mis oídos los latidos de mi corazón, zumbando y galopando como caballos desbocados. No podía oír mi voz, sino sólo imaginarla. Seguí recitando, no podía detenerme; el ritmo y la entonación se hacían cada vez más rápidos y más altos, resolutivos e infaustos con tal de alcanzar el final del párrafo y de la página.
En mi estado de excitación, cuando hube acabado el pasaje escrito en latín, volví a leerlo, esta vez en voz más alta, encarándome con los butacones, arpegiando en mi voz tonos y timbres nunca antes oídos ni ensayados. Me estaba volviendo loco. Había abandonado mi parapeto y estaba allí, en el mismo centro de ese semicírculo, desafiando a esos butacones con los latinajos que salían de mi boca de forma siniestra y diabólica...
Antes que lo terminara de leer por segunda vez, ese zumbido y ese rumor cesaron, y el butacón dejó de mecerse ipso-facto, quedando rígido como si nunca se hubiera mecido. Quedé expectante y en silencio durante unos segundos... nada ocurrió. Dejé el libro sobre la repisa, salí de puntillas de aquella estancia y me marché. Había acabado media hora antes mi jornada de trabajo, pero no podía soportarlo más. Debía sentirme afortunado de que esos butacones me hubieran dejado marchar ileso. Desconocía qué podría suceder al día siguiente cuando volviera.
Ni qué decir tiene, que esa noche no pude conciliar el sueño hasta bien entrada el alba. En mi mente se repetían todas las palabras de aquel latinajo, asociándolas con los momentos de terror vividos. Tomé un bolígrafo y una hoja de papel y las fui escribiendo al dictado de mi memoria. Lo que hasta ese día me había parecido un gran escollo, acababa de hacerse realidad. Había aprendido de memoria esa página en latín, en una sola noche. Mis fuerzas se rindieron exhaustas y me vencieron al sueño hasta pasado el mediodía. Cuando desperté, procuré no pensar en lo sucedido, pero fue inútil: me dolía todo el cuerpo, sentía una enorme pesadez en los ojos, y me dolía la cabeza. Durante unos minutos, acaricié la idea de no volver más a aquella casa y dedicarme a la solacidad que se merecía mi situación de jubilado. Pero pronto deseché esa idea, porque había descubierto que el recitado, fuera memorizado o leído, tenía que hacerlo desde el centro equidistante del semicírculo que formaban aquellos cuatro butacones. Conocer ese dato me permitía ciertas opciones de maniobra, para aliviar la soledad acompañada de mis miedos y de aquellos cuatro muebles. Cuando volví aquella noche, la señora no me advirtió de nada anormal, me abonó mis honorarios puntualmente, y proseguí con mis dos horas de trabajo, que transcurrieron con normalidad.
En mis horas diurnas barruntaba la posibilidad de vaciar el contenido de mi memoria en una cinta de casette, y colocar un radiocasette en el justo centro equidistante del semicírculo y que el aparato leyera por mí. De este modo, además de no fatigar mi garganta, podría moverme con libertad en aquella estancia y escudriñar todos los secretos que guardaba. Podría incluso, fumar algún cigarrillo y llevar oculta alguna botella de licor y echar unos tragos en el más riguroso silencio. Las dos horas de trabajo se me pasarían volando.
Así lo pensé y así lo hice. A los pocos días, me presenté en aquella casa con un diminuto radiocasette, oculto en un bolsillo interior de la chaqueta, que coloqué en el centro semicircular, lo puse en marcha y empezó a trabajar por mí. Para mayor sigilo, me descalcé, y anduve libremente por aquella estancia, curioseando en sus muebles y avalorios, todos ellos de un valor incalculable por su antigüedad. En un rincón se erguía reluciente, la armadura plateada, de tamaño natural, provista de espada y adarga, que parecía mirarme muda y resignada a su suerte. Seguramente, fuera portadora de gestas y hazañas de algún insigne caballero, miembro de la familia. A su lado se hallaba un mueble-piano de madera, que brillaba pulido y reluciente. No quise ni tocarlo, para no perturbar el sueño hipnótico de las rapsodias que fluían melodiosas del radiocasette, meciendo en la quietud y el sosiego a aquellos Seres Invisibles de los Butacones.
Cauto y silencioso, proseguí mi innoble e infame auditoría en aquella estancia, hasta llegar al mueble central; todo un recato preciosista, que en su intimidad, guardaba fidelidad al tiempo de los siglos: una brillante platería, refulgía destellante y cegadora, reflejando en su centro los motivos olímpicos de artesanía helena; frases homéricas de trascendencia secular, cinceladas en plata; aurigas avezados, con veloces rocines, compitiendo en el circo romano. Luchas de gladiadores... reos y esclavos, condenados a la muerte y al hambre de los leones.
Los cajones de ese mueble, para mayor secreto de su impronta, atesoraban collares y pulseras de reinas y princesas, que fundían sus destellos de gloria y de grandeza, hasta la perversión de mis pecados y mis incontinencias. Había que robarles el alma y sus virtudes, y abrirlos al mercado ante el mejor postor. Tomé varias de ellas y las guardé en los bolsillos de la chaqueta, mas, pronto me acordé de lo acontecido con el libro en la fotocopiadora, y las devolví a su reducto eterno. En otro de los cajones de aquel mueble, se amontonaban monedas de oro y plata, patrimonio de la piratería, pasto de marejadas y tempestades, que auguraron su asilo y escondrijo en el fondo del mar. Había muchas, tomé unas cuantas y las rescaté para el mercado negro, y así procurarme una pequeña fortuna para el resto de mis días. Había tantas que nadie lo notaría, ni lo echaría en falta.
Miré por un momento a aquellos Seres invisibles de los Butacones y comprobé que seguían adormecidos ante la perorata mística del radiocasette. En el otro extremo de la estancia, había escudos de armas, blasonados con ilustre pedrería, tallada a la medida y alcurnia del abolengo de sus poseedores. Me acerqué a los ventanales, acechando entre sus cortinajes. Había un pequeño balcón que daba al exterior. Llegué hasta la pared lateral donde estaban los butacones, y allí... como para ellos dedicada, se sustanciaba una chimenea con brasas resecas y un atril receptorio en su entrada, provisto de atizador. En su repisa, se condenaban en sus pecados, frascos de líquidos inflamables y otros venenos de furtiva y nociva trascendencia en su uso. El agujero de la chimenea, se erguía en la estancia, majestuoso en su arquitectura y construcción, llegando hasta su altísimo techo.
Mi curiosidad se jactaba en su placer furtivo, robando a esos Seres invisibles de los Butacones la esencia de mi voz y mi persona, bien suplantada por el aparato radiocasette. Me puse en cuclillas y, ladeando la cabeza, observé el interior del agujero de la chimenea: un oscuro pasadizo que parecía conducir a mundos infernales, porque la planta en la que me hallaba, tenía más plantas superiores, y nada hacía presagiar que el agujero de esa chimenea tuviera salida exterior en el tejado. Me quedé unos momentos obnubilado, observando la oscuridad de su interior, cuando escuché dentro de ella ese zumbido que ya había escuchado anteriormente. Un viento frío y gélido recorrió mi cuerpo. Retomé la estancia y mis sentidos, y observé que los cortinajes de los ventanales se agitaban violentamente, respondiendo a un repentino huracán que se desataba en aquella estancia, alzando por los aires los objetos y avalorios que contenía.
Los butacones se mecían disparatados, como enloquecidos, en una danza ditirámbica, funesta e infernal. Yo, me encontraba allí, ante ellos, muy lejos de la puerta de salida, sin poder escapar. El terror me invadió... por unos momentos me sentí cautivo de una pesadilla de tiempos pasados, que se repetía, en aquel lugar y en aquel momento. Desesperado en mi terror, quise aferrarme al mundo de mis días, a mi vida de jubilado... a cualquier cosa. Miré el radiocasette, que estaba en el suelo y observé que se había desconectado. Corrí hasta él, traté de ponerlo en marcha de nuevo, pero fue inútil, no respondía. De nada me valía seguir recitando de memoria, no obstante, así lo hice, más no me sirvió de nada. Aquellos butacones se agitaban más y más violentamente... el zumbido aumentaba en sus decibelios hasta aturdirme. La proximidad de los butacones agitándose, me exasperó y acabé maldiciendo a ese aparato:
—¡Mierda, ponte en marcha! ¡ Por favor, ponte en marcha! ¡No me hagas esto y ponte en marchaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhh!
Un alarido salió de mi garganta, regurgitando el fin de mi existencia. Esos cuatro butacones se convirtieron en monstruos alados y etéreos, de sangre y fuego que se abalanzaron sobre mí, prendiendo mis entrañas, mi vida y mi cuerpo. Una cuarta llamarada se erigió prodigiosa, tomando cuerpo y fuerza en el espacio... El zumbido se proclamó estridente y poderoso, quebrando los cristales de la estancia; la platería reverberó ruidosa, cayendo sobre la superficie; la armadura dudó en su equilibrio y se despedazó contra el suelo, para mayor locura y estruendo. La nave de los tiempos naufragó en ingente huracán, haciendo volar por los aires los blasones y estandartes, engullidos por el tempestuoso torbellino de aquel infierno.
Cuando esa quinta llamarada tomó posesión de su butacón, el brío y el ruido cesaron. La calma y el silencio retornaron a aquella estancia, en la que sólo se sentía un leve rumor telepático entre los butacones, augurando futuros inminentes. Ante tal desvarío, la señora de la casa apareció y observó todo el destrozo producido. Pudo sentir el aura de aquellos seres sentados en los butacones, que cuchicheaban entre sí, en un extraño lenguaje que no entendía. La señora, tomando fuerza y efecto, proclamó en voz alta:
—Ya son cuatro Señor... marchaos al lugar que os pertenece. Se ha cumplido la última voluntad del Ilustre antepasado al que mancillasteis. Llevad con vos a estas cuatro almas, para que así os recuerden y os perseveren en la memoria, el pecado que en vida cometisteis para mayor oprobio de la estirpe de la que formabais parte. Los cuatro conocen de memoria los salmos de vuestro ajusticiamiento. Id con ellos y que sus palabras os iluminen y reconforten en el infierno.
El zumbido y el viento volvieron a huracanarse con furia y estridencia. Aquel sarcófago, lacrado en sus desdichas durante siglos, profanaba su propio mausoleo. El Primer Butacón alzó sus llamas de fuego, breando colérico por su deber incumplido. Fueron sólo unos instantes. Cobró fuerza y rebeldía, fruto de su cólera, y arrastró en su energía flamígera a esas cuatro almas que se unieron a aquella. Tomó viento y dirección hacia la chimenea, perdiéndose en sus oscuros pasadizos, ausentes del viento y proclives de un cielo que el tiempo negó para sus ojos, trasladándose a un submundo de sumisión, a las vientres del fuego, de agonía desesperada, de rostros macilentos y esperpénticos que aullaban sus lamentos; un submundo entre el sueño y la nada, que se ocultaba en la oscuridad eterna. Y así se oyó en el interior de esa chimenea, en un postrero culto a la vida de los hombres, una melodía lejana de “Allegro ma non tropo”, que decía: “io voglio amooooo, ooooo, reeeeeee, o arrivedeeeeeeee, eeeeeeer, ciiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”
Una vez que esas mancias ígneas desaparecieron por el agujero de la chimenea, aquel recinto se demudó de su esencia milenaria...
... no había restos ni nada por el suelo,
quedó atrás la necrosis histórica del tiempo.
No hubo viento, ni brisa, ni soplo de aire insano,
ni el redoblar zumbante de dípteros alados.
---....---
Fuera incierta la razón y el sentido.
Ofertas de trabajo de un mal sobrevenido,
proclamaron infaustas, en su oculto desdén,
la ambición, la codicia y el sesgo de la hiel
del Ser Humano en su razón de ser.
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Diluvien las tinieblas,
en crudo anochecer,
y abríguese el infierno,
Nunca Jamás Volver...
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La señora descorrió las cortinas y abrió las ventanas para que corriera el aire, años de allí privado; se limitó a recoger un pequeño radiocasette que había en el suelo y unos zapatos...
FIN.