Relato 79 - Fuera de escena

 

"Fuera de escena"

 

 

Aunque me dedicaba al taxi, lo mío, desde bien joven, era la interpretación: siempre me soñé rodeado de glamour y con ese aura de estrella hollywoodiense; interpretando los más destacados papeles principales; de galán, de aventurero cazatesoros, investigando crímenes y resolviendo casos, misterios, cazando fantasmas o enamorando Dulcineas. La fortuna no estuvo de mi parte; así que, al menos, me conformaba con alguna que otra interpretación furtiva y, creía que, también graciosa; que desgranaba a los clientes que subían a mi auto, mientras los mareaba por la ciudad enseñándoles los lugares destacados y de interés; mezclaba interpretación y turismo.

De crío, en la escuela, hice algún que otro "pinito" con el taller de teatro. No gran cosa: vaudeville; comedia de enredo; diversos mólogos, escritos, algunos, por mi.

Pasaba los días así, añorando aquél tiempo y matando esperanzas vanas con mis solilóquios a los clientes. La cuestión era amenizar los días; los míos y los del prójimo.

 

Vivía en Montefiascone. A las afueras de la ciudad de Roma, donde paseaba mi pobre taxi por sus calles; la vida en Montefiascone era apacible y tranquila. Más de pueblo que de aledaño o periferia, allí se vivía como en una de esas villas o aldeas veraniegas que, alguna vez, había visitado en vacaciones. Todos nos conocíamos y todos estábamos al tanto de la vida de cada uno; al menos la más pública.

Mi rutina, antes de ponerme en vía a trabajar, era prácticamente la misma a diario: después de levantarme temprano por la mañana iba al bar de Santino, una tasquita pequeña y recogida, donde se servía el mejor café expreso de todo el pueblo. Los croissants y bollería varia tampoco estaban mal. Después de desayunar, a unas manzanas de allí, recogía el taxi. Lo guardaba en una vieja casona, en el patio trasero, habilitado como aparcacoches ocasional. Lo ocasional de aparcar allí duraba ya casi los dos años que llevaba viviendo en Montefiascone: doña Eleonor, una viuda venida a menos, hija de militares y de família y apellidos pudientes, me dejaba el solar para poder tenerlo a cubierto -con una vieja lona, tampoco es que durmiera bajo techo de obra el taxi-, a cambio de arreglarle un poco el jardín y hacerle alguna que otra chapuza. Generalmente, cuando llegaba a sacar el coche, doña Eleonor aún dormía; pero, como fue el caso aquella mañana, ya estaba levantada. Me saludó, balleta en mano, mientras limpiaba los cristales:

 

-¡Buenos días, Travis! -me llamaba así cariñosamente, pues le recordaba, decía ella, a Robert de Niro, por la peca en la mejilla, y el personaje que interpretó en "Taxi driver"; vamos..., más a pelo no podía venirme.

-¿Me está hablando a mi? -me paré, con cara de sorpresa impostada, señalándome con el índice al pecho-, di, ¿me hablas a mi? No veo a nadie más por aquí...

-¡Tunante! -me gritó desde la ventana, mientras reía-; ¡ay, si no fuera viuda y vieja..., te daba yo un buen papel que me interpretaras! -y reía a boca llena a la vez que me miraba con los ojillos medio achinados y se mordía el labio inferior. Doña Eleonor es que enviudó muy joven y, aunque ya sus 50 los tenía bien cumplidos, los sofocos mañaneros aún la visitaban; por éso, como fue aquella mañana, a veces me recibía con el camisón cortito; el de cuando su señor esposo aún vivía; y el escote algo abierto. Yo, cuando me decía ésas cosas, le guiñaba un ojito y ella, con ésas, se seguía sonriendo; que es de lo que se trataba: amenizar los días; los míos y los del prójimo.

 

Algunas mañanas, antes de llegar al patio de doña Eleonor y después de salir del bar de Santino, como me pillaba de camino, paraba en la frutería de Fredo, que tenía siempre unas naranjas que, de sólo olerlas, te acababas de desperezar. Cogía tres o cuatro, algún plátano también, a veces, y me lo llevaba, envuelto todo en una bolsa de papel marrón que tenía él ya preparadas para éso:

 

-¡Tres y un plátano! -le gritaba desde fuera, donde tenía las cajas con la fruta, como en un escaparate-, ¡luego me paso a pagártelas!

-¡Venga Travis, que vaya bien la ronda! -y nos despedíamos, levantando la mano; como en los pueblos.

 

Llegué a la parada de taxis temprano, como casi siempre; aparqué en mi sitio y al rato recibí por la radio el primer encargo de la mañana:

 

-451, para Vía Santino 29..., 451, 451, recogida..., Sr. Corleone...

-Aquí 451, en Vía Santino 29 en 15 minutos..., recibido -y salí para allí, a recoger al tal Sr. Corleone.

 

Cuando llegué al número 29, frente a una sucursal del Banco Italia; apoyado en un paraguas esperaba el Sr. Corneole: alzó su mano, mostrándome la palma, para que me detuviera. Aparqué allí mismo y, estirándome lo más que pude, le pregunté si era él, asomando por la ventanilla. Asintió y quité el seguro de la puerta trasera para que pudiera subir. Advertí que, a parte del paraguas, llevaba también un especie de maleta pequeña; una funda de lo que parecía un violín. Le pregunté si quería ponerlo en el maletero y, mirándome con cara de asco, me contestó que "nunca me separo de mis herramientas de trabajo". Me dejó algo parado con su respuesta pero..., el cliente siempre tiene la razón.

Subió y se acomodó, dejando a un lado el paraguas y la funda. Como siempre, intenté entablar una pequeña conversación, para romper el silencio en el tiempo que durara el trayecto:

 

-Sr. Corleone..., y ¿toca usted el violín, es músico? -empecé a conversar, mirando por el espejo a mi pasajero.

-No es un violín. Es una viola.

-Oh, claro, claro..., disculpe; como se parecen tanto... y, dígame; Corleone, Corleone..., tiene usted un apellido muy cinematográfico ¿sabía? -Corleone no parecía estar mucho por la conversa. Contestaba con parsimonia y desgana con su voz ligeramente aflautada-, ¿de qué zona de Italia es ése apellido?

-Sicilia.

 

Corleone, y no sólo por su apellido, no podía ser de otro sitio: como si lo hubiesen recortado de algún fotograma de la mismísima película de Coppola; su aspecto, recio, de hombre duro, movimientos seguros y precisos, sin dejar nada al azar; su rostro severo, naríz aguileña que escondía bajo sí un hilo de bello como bigote, enmarcado sobre una boca no muy grande que sobresalía en un mentón prominente y robusto, romo; de mejillas y papada caídas y abultadas; coronado, todo ello, por el sombrero, de medio lado; era, ni más ni menos, como si don Vito mismo estuviera sentado en mi taxi.

 

-Oiga..., no quisiera parecer entrometido, ni inportunarle pero..., yo soy un gran cinéfilo y..., viéndolo a usted... ¿le han dicho alguna vez que se parece a...?

-Y a usted ¿le han dicho alguna vez que se parece a... -me interrumpió-.

-¡Robert de Niro! ¿Eh? Si..., me lo dicen mucho... -le interrumpí-.

-¡No! Que se parece a un loro. ¿No calla usted nunca? -me interrumpió-. Ande, pare ahí mismo; me apeo aquí -fin de la conversación-.

 

Con cara de sacarme los ojos si pudiera, me extendió dos billetes de 5; me dijo que me quedara con la vuelta. Salí de allí, fijándome en él mientras se alejaba su imagen en el espejo retrovisor, pensando en que no siempre la gente tiene ganas de conversar. Y aún menos de cine, por lo que vi.

 

No fue hasta regresar, ya de noche, que, revisando el taxi antes de guardarlo, me di cuenta que se había dejado la viola olvidada en el asiento trasero. No había duda de que era suya. La recogí y me la llevé a casa; mañana la dejaría en la Central para que pudieran entregársela, por si ya, seguramente, la había reclamado.

La siguiente mañana, para no salirme de la rutina, desperté pronto; puse camino y princípio a las obligaciones que me ocupaban. No había descansado muy bien, me notaba ausente y disperso por el sueño entrecortado que pasé y, aunque no la recordaba, segúramente había tenido una pesadilla, pues noté, al levantarme, las sábanas algo húmedas del sudor; y, cuando éso ocurre, generalmente la causa es un mal sueño. A no ser que estemos en pleno agosto, pero no era el caso.

Tras vestirme y asearme, al ir a recoger la cartera y el abrigo, vi, pues así lo había dispuesto la noche anterior, sobre la mesita del recibidor, la viola del tal Sr. Corleone; hice bien, pues ya se me había olvidado el tema.

Tras un capuccino y tres croissants, de los pequeños, en el bar de Santino; camino a doña Eleonor, volví a parar en la frutería de Fredo. Me llamó la atención, pues, aunque era tan madrugador como el que más, Fredo, aún estaba levantando la persiana de la frutería y no había colocado fuera las cajas de fruta todavía; en la calle, como acostumbraba.

 

-¡Buenos días, Fredo! ¿Se nos han pegado las sábanas hoy, eh? -le dije en tono bromista, mientras le palmeaba la espalda -, trae, que te ayudo con ésas cajas.

-¡Ay, si es que he pasado una noche de perros; puñeta de pesadillas! -me contestó- ¡Quita, quita...! Ya las pongo yo, que con uno que haga tarde al trabajo ya hay bastante. Venga, aligera, que tienes que llevar y traer gente en el taxi.

 

Y nos despedimos. Me llamó la atención lo de "la noche de perros" de Fredo. Seguía camino a doña Eleonor, a recoger el taxi, cuando vi, de frente, un magnífico Sedan negro que venía en dirección a mi. Brillante, como si lo acabaran de sacar de fábrica; el reborde blanco típico de sus neumáticos; los grandes faros iluminando la tenue neblina de la mañana. Me llamó tanto la atención. Y no era para menos: no se ven Cadillacs de los años 30 así como así hoy día; "¿estarán rodando alguna película por aquí cerca o un anuncio?", pensé. Siempre con el celuloide en la cabeza. Parecía salido de la gran pantalla, con ése aire majestuoso, avanzando, calle alante, abarcándola por completo con su pesada carrocería. Lo seguí con la mirada hasta que paró. Fue justo frente la frutería de Fredo. Aunque estaba relativamente cerca, pues había andado pocos pasos, tuve que hacer un esfuerzo para distinguir bien lo que vi: como difusa, emborronada y algo resplandeciente, con una tenue aura que difuminaba su imagen; se apeaba del Sedan alguien que me resultaba recientemente familiar: qué casualidad, cuando iba camino al trabajo y a dejar la viola en la Central para que se la devolvieran, justo allí, se me aparecía el Sr. Corleone. Pensé "mira tú, así no he de desviarme y se la entrego aquí mismo". Inicié mis pasos hacia él cuando observé que se acercaba a las cajas de fruta que ya Fredo había sacado a la calle. Cogió, con su mano izquierda, una de las bolsas de papel e, inclinándose sobre ellas, inspeccionó las naranjas. "Qué cosas", volví a pensar; "un degustador mañanero de buena fruta fresca, como yo"; mientras seguía caminando hacia él. Le llamé por su nombre, levantando la funda de la viola para que la pudiera ver pero..., parecía no oirme. Grité más... y ni con ésas. Conforme iba acercándome, la visión borrosa de su figura y todo lo que había alrededor: las cajas, la fruta, el Sedan..., la calle por completo; se iban haciendo cada vez más imperceptibles. Me detuve; puse la funda entre mis piernas, sujetándola con los muslos para que no cayera, y me froté los ojos. En ése momento, cuando me apartaba el pañuelo de la cara, otro Sedan, igual de negro y galante como el anterior, cruzaba frente a mi, dirección a la tienda. Él también debió verlo, don Corleone, porque, girándose rápidamente, y como alertado de su presencia, corrió para resguardarse dentro de la tienda, como si huyera de aquél coche que se venía hacia él; temeroso, indefenso y torpe, tiró la bolsa de papel que sostenía. Cuatro naranjas, cinco tal vez, rodaron, acera abajo, esparciéndose por ella a capricho. Cuatro disparos, cinco tal vez, salieron de aquél otro Sedan que huía, concluída la misión, calle arriba. Él, Corleone, quedaba malherido, medio recostado sobre el Cadillac Sedan que lo había traído.

 

Corrí, como pude, hasta llegar lo antes posible a casa de doña Eleonor. Llegué echando la lengua por la boca:

 

-¡Doña Eleonor, doña Eleonor, rápido! !No va a creer lo que he visto! -llamaba con fuerza a la puerta de la viuda.

-¡Ya va, ya va! -me abrió, medio despeinada y tapándose. Esa mañana tocaba, de nuevo, el camisón cortito.

-No va a creerme ¡un tiroteo! Frente la frutería de Fredo... ¡lo he visto todo, todo!

-¿Un tiroteo? Anda, anda, tunante, ¡que ya me estás actuando otra vez!

-Que no, que no doña Eleonor. Mire, mire, si le iba a devolver la viola que se olvidó ayer en mi taxi, ¡mire!

-¿Qué viola ni que niño muerto? -y doña Eleonor me miró como si en la vida lo hubiese hecho antes.

 

No había viola que valiese. Por más que busqué por casa de doña Eleonor; andado el camino de vuelta a la frutería...; nada. Ni viola, ni naranjas desparramadas, ni Sedan negro, ni balas, ni herido. Nada. Volví camino al bar de Santino; me notaba fuera de este mundo, como sin fuerzas. Entré en el bar y le pedí un limoncello, con dos hielos, a ver si me acababa de despertar.

 

-¿De buena mañana un limoncello, Travis? -se extrañó Santino.

-Va..., venga..., que me noto que me baja la tensión.

-Vale, vale. Ya mismo viene.

 

Cogí algunas galletitas saladas de ésas que él acostumbraba a poner por la barra, como aperitivo; para mitigar el mareo que me sobrevenía. Al estirar el brazo para cogerlas, lo vi: en portada, con grandes letras y a tres columnas; una foto de la caracterización que le valió el segundo Oscar de su carrera, bajo el titular, remarcaba la notícia:

 

"Muere el actor Marlon Brando. Adiós a don Corleone"

 

Era jueves, 1 de julio de 2004.

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