Relato 76 - La toalla rosa

Una vez más, la ropa del capitán Daniel “Goose” Smith no había resistido el salto y había terminado en pelotas en la solitaria playa de siempre.

Bueno, solitaria, lo que se dice solitaria, no podía afirmarse esta vez.

¡Guapooo! ―le gritó una chica joven que le vio; hacía botellón en la playa junto a sus amigas, no muy lejos del capitán.

¡Toma yaaa! ¡Que ese culito no pase hambre! ―le gritó otra chica.

¡Tío bueno! ¡Ven y te tomas una copa! ―vociferó otra en evidente estado de embriaguez.

Mientras era golpeado por un aluvión de piropos de dudosa delicadeza, el capitán se tambaleaba, desorientado, sin parar de maldecir. Sin embargo, no despotricaba por estar en cueros, por sentirse mareado ni por los amables halagos y educada preocupación de aquellas chicas, no… Era, más bien, porque detectó una vez más ese desagradable olor que impregnaba todo su cuerpo después de cada salto.

Empleando sus grandes habilidades, desarrolladas tras años de férreo entrenamiento, trató de evadirse de lo que su olfato captaba, analizó su entorno y estableció prioridades.

Lo primero que hizo fue apresurarse hasta el mar, algo que había convertido en costumbre. Mientras, varias de las chicas aullaron vivamente al verle correr; el capitán era todo un atleta y estaba más fuerte que un camión blindado.

Con el baño logró espabilarse y también eliminar el olor fétido que traía consigo. Inmediatamente después echó a andar hacia las chicas, que se animaron aún más al verle venir de frente.

¿Alguna puede prestarme una toalla, por favor? ―preguntó el capitán educadamente cuando se plantó delante de las chicas, sentadas sobre toallas.

De no ser por su gran disciplina y autocontrol, el capitán podría haberse sentido avergonzado con facilidad porque ninguna le miraba a la cara. Pero no, el capitán ni siquiera se sonrojó.

¿Para qué? ¿Para que te la quitemos a bocados? ―gritó una que iba claramente pasada de alcohol.

Hay que fastidiarse… ―dijo el capitán cogiendo una toalla libre que tenía a mano, envolviéndose con ella de cintura para abajo y marchándose de allí a buen paso.

¡Cuando me la devuelvas espero que sigas sin llevar nada debajo! ―gritó jovial la dueña de la toalla.

¡Guapooo! ¡Macizooo! ¡Hazme un hijooo! ―gritaban a coro las demás hasta que le perdieron de vista.

Después de este episodio para olvidar, el capitán divisó la urbanización a la que debía ir, en la que se encontraba la casa habitual donde podría realizar sin complicaciones su importante misión de documentación. La casa, repleta de ropa, equipamiento y buena comida deshidratada, le estaba esperando.

O eso parecía hasta que un coche patrulla de la policía local, de aspecto ultramoderno para el capitán, frenó y le cortó el paso. Una agente de la ley, oronda y algo mayor, salió del coche mientras movía un palillo con los dientes de un lugar a otro de la boca.

Últimamente solo me tocan graciosos o capullos, ¿de qué tipo eres tú, listillo? ―inquirió acusadoramente la agente de policía mirándole con desaprobación a través de unas anticuadas gafas de sol. ¿O acaso volvían a estar de moda esas gafas? El capitán ignoraba la respuesta.

Per… ¿Perdone? Solo estoy caminando hasta mi casa después de darme un baño ―trató de explicarse el capitán aparentando normalidad.

Venga, tira para adentro ―ordenó ella, malhumorada, abriendo la puerta trasera de su coche mientras indicaba al capitán que entrara―. Parece mentira que aún haya idiotas como tú que no entienden que caminar descalzo por la vía pública es un delito castigado por la ley con un año de cárcel.

¿Cómo…? Pero, pero…

Ni peros ni peras. Tienes diez segundos para entrar ―dijo la uniformada mientras colocaba su mano sobre el arma que llevaba en el cinturón.

Oiga, disculpe, ¿no le parece algo desproporcionado? Que yo solo quiero llegar a mi casa…

Seis, cinco, cuatro… ―continuaba ella apuntándole con un extraño cacharro que acababa de extraer de la funda de su cinturón.

En un único movimiento, el capitán se quitó la toalla, la agitó en el aire para que se enrollara, la dirigió hacia la agente de la ley, la enrolló en su brazo, tiró de la toalla y la desarmó. Fue visto y no visto. El capitán era formidablemente hábil y podía hacer cualquier cosa con una toalla de la que ya había calculado sus propiedades físicas contando, por supuesto, con su nivel de humedad, sus salpicaduras de alcohol, su cantidad de arena pegada y su color, rosa chillón.

La policía no salía de su asombro. Miró al capitán con los ojos como platos, después a su miembro colgante, que llamaba mucho la atención, una vez más al rostro del capitán, y finalmente dirigió su atención a su arma tirada en el suelo.

La agente se lanzó a por su arma, aunque la toalla del capitán llegó antes, alejando el arma de su alcance y dejándola a los pies del capitán. La policía, tirada en el suelo, llamaba de todo al capitán excepto guapo.

El capitán sabía de sobra que no debía disparar a la agente. Primero por principios, claro. Segundo, y más importante, porque no debía causar ninguna paradoja que pudiera destruir el tejido espacio-temporal del Universo. Aniquilar la existencia sería un gran tachón en mi expediente, pensó.

Así que recurrió a su dispositivo Anti-P injertado en las palmas de sus manos para salir de dudas.

El capitán Daniel “Goose” Smith se colgó la toalla enrollada en un hombro mientras la agente de policía hacía esfuerzos por levantarse, no sin echar un par de miraditas a los bajos del capitán. Seguidamente, él extendió ambos brazos en un movimiento rápido, orientó las palmas de sus manos hacia el cielo, y las cerró y abrió al unísono.

Había activado su dispositivo Anti-P, capaz de anticipar posibles paradojas (de ahí la “P”, que parece que hubiese que explicarlo todo, caray), y una luz verde lució en el centro de cada una de sus manos.

Oh, verde. No hay peligro de paradoja ―murmuró el capitán justo antes de agacharse y recoger el arma.

Apuntó a la agente, que acababa de incorporarse, y disparó.

El arma produjo un inesperado y onomatopéyico sonido de sorpresa cuando apretó el gatillo. Pareció un «¡Oh!», o quizás había sido un «¡Hum!».

La agente de policía, con los ojos desorbitados, se colocó automáticamente en cuclillas, abrazó sus rodillas, rodó hacia un lado y allí se quedó, inmóvil, echa una bola.

Gggggg… ―decía la agente mientras babeaba, incapaz de hacer más.

Curiosa arma ―pensó el capitán en voz alta.

Apuntó al cielo y disparó tres veces más.

¡Oh! ¡Uh! ¡Uoh! ―sonó la pistola de manera muy parecida a un actor de doblaje de películas porno, pero de las malas.

No se sabe si el capitán quedó sorprendido, asqueado o algo entre ambas cosas, aunque no pudo evitar reírse mientras se colocaba la toalla rosa de nuevo, se guardaba el arma detrás, en la cintura, y salía de allí.

Una vez que accedió a la casa tras el protocolario escáner de huella dactilar, de iris y de ADN, para lo cual debía escupir sobre un sensor (escupitajo que luego limpió con la toalla), pudo relajarse.

La casa era una mansión de interior sobrio rodeada de muros inexpugnables y gran cantidad de medidas de seguridad.

Encendió la radio, pues la televisión ya no funcionaba porque carecía del sintonizador apropiado, y comenzó a empaparse con lo que sucedía en esa época.

Después hizo un montón de cosas aburridas, la mayoría de ellas inútiles como para relatarlas todas aquí. Cosas como vestirse, ducharse, lavarse los dientes, rascarse la espalda, cortarse las uñas, comer, limpiar el polvo, sacar una de las piezas de oro de la caja fuerte o mirar por la ventana. No todo en ese orden, claro está; no está escrito con mucha atención porque casi toda esa información no sirve para nada.

A la mañana siguiente salió a dar una vuelta por los alrededores, localizó un lugar de compra-venta de oro, averiguó cuánto dinero le darían por la pieza que portaba, se sorprendió por el nombre tan gracioso que tenía la moneda de curso legal, buscó un barrio más chungo y encontró a alguien que se lo quisiera comprar.

Obviamente malvendió el oro, como siempre. Era uno de los inconvenientes habituales de no poseer ningún documento de identidad, aunque la ventaja era que así no pondría en riesgo su misión.

No se marchó de allí sin antes desembarazarse de los compinches del maleante que le había comprado el oro, que trató de quedarse también con el dinero. Realmente era un tipo avaricioso y con pocos escrúpulos.

Antes de librarse de ellos volvió a consultar su Anti-P. La luz verde le indicó que no pasaría nada por cualquier decisión que tomase, así que les disparó a todos con el arma que le había quitado a la agente.

¡Ah! ¡Uh! ¡Oy! ¡Ah! ¡Oh! ―dijo la pistola, no se sabe bien si con sorpresa o gimiendo, dejando a varios tipos tirados en el suelo, hechos unos ovillos.

El capitán pensó que recuperar el oro podría ser buena idea, pero antes de ello consultó otra vez al dispositivo Anti-P. Esta vez la luz era roja, por lo que descartó la idea y se marchó de allí. Ignoraba qué tipo de consecuencias tendría si recuperase el oro, pero hacer caso a su Anti-P era prioritario.

Con todo, sacó bastante dinero como para comprarse ropa actual. Con lo que contenían los armarios de la casa, el capitán vestía tan pasado de moda que la gente le miraba mucho por la calle. También compró desodorante y demás cosas que cualquiera compraría, y que no merece la pena detallar. Y adquirió un dispositivo con conexión a la red, que eran llamados easyphones.

Localizó un lugar de ocio para jóvenes, un sitio ideal donde aprender cómo narices se usaba su nuevo y flamante easyphone, y es que carecía de manual de instrucciones. ¿A qué idiota se le habrá ocurrido ponerle ese nombre y no incluir un manual?, se preguntó.

Aprendió de manera rudimentaria cómo tendría que usarlo, aunque para ello necesitaba que el dispositivo escanease primero todas sus huellas dactilares, el iris de sus dos ojos, la cara desde todos los ángulos, los lunares de los brazos, cada una de sus orejas y la forma de sus pies. ¿Y qué narices ocurre si te falta un dedo o eres tuerto?, se preguntó, indignado.

Convencido de que a alguien se le había ido de las manos todo el asunto de la tecnología y sabiendo que todo aquello era inviable en su situación, pues podría delatarle, mandó a la porra su altamente sofisticado, perturbador y exigente easyphone, y decidió que lo mejor era pasarse por una biblioteca, una librería o un quiosco.

Un rato más tarde, el capitán estaba de vuelta en la casa con varios libros y un montón de revistas bajo el brazo. Es una suerte que sigan publicando en papel, porque vaya asco de tecnología actual, se dijo a sí mismo.

El capitán estableció una rutina consistente en leer, hacer ejercicio, asearse, comer y dormir. Bueno, y algunas cositas personales más que no merece la pena relatar, que todo el mundo puede imaginar, y que no mencionaremos para respetar su intimidad; bastante ha enseñado ya el capitán en este relato…

Tres días más tarde tenía ya una idea clara de cómo funcionaba todo, así que sacó la máquina de escribir de siempre de un cajón, la engrasó, instaló una nueva cinta de tinta, bien conservada en el interior de una bolsita cerrada al vacío guardada dentro de la nevera de las cintas de tinta, y se puso a escribir.

El característico aroma de una máquina de escribir, mecánica por completo, invadió de nuevo el interior de la casa durante un par de días, garantizando que ninguna tecnología digital se entrometiese en la delicada misión del capitán.

Cincuenta rigurosas páginas después, bien estructuradas, muy descriptivas, escritas con interlineado sencillo y con el único tamaño de fuente del que disponía la máquina, el capitán extrajo la cinta de tinta y la redujo a cenizas en la cocina para no dejar rastro de lo que había escrito. Un tipo listo, el capitán.

Encarpetó el informe, lo embolsó para que no se manchase, lo depositó sobre la baldosa adecuada y activó el mecanismo temporal instalado en la casa para enviarlo a la central. Para ello debía realizar una secuencia determinada con los mandos de la cocina, confirmar tirando de la cadena del váter, abrir y cerrar cierto cajón, esperar un minuto exacto y chasquear los dedos.

A continuación, el capitán limpió eficientemente el piso y dejó todo en orden para la próxima vez. También guardó el arma en la caja fuerte, deseoso de que siguiera funcionando en el futuro porque le podría ser muy útil y era graciosísima al disparar.

Antes de dar un nuevo salto, el capitán preguntó a su Anti-P si todo estaba en orden, y para ello volvió a hacer el follón ese con los brazos y las manos: la luz brilló en color rojo. Hay que fastidiarse, refunfuñó.

Siguiendo los pasos descritos en el manual del Anti-P (sobre los detalles del procedimiento exacto, allá cada uno con su imaginación), el capitán descubrió cuál era el cabo suelto.

Viendo el día y la hora que eran, se preparó un pícnic, se puso el bañador, crema solar, gafas de sol, una camiseta fea, cogió la toalla rosa y se dirigió a la playa. Ah, y chanclas. Cogió chanclas. Importantísimo.

Pasó el día disfrutando del mar, aprovechando para bañarse en la playa y nadar. Sin duda era mucho más agradable que hacer ejercicio dentro de la casa.

Al final de la tarde, tras recorrer varias veces la solitaria playa caminando por la orilla del mar, encontró lo que buscaba: un botellón celebrado por las mismas chicas del primer día. Se acercó al grupo sin que reparasen en él y entregó la toalla a su dueña.

Disculpa… Por alguna razón que desconozco, es importante que recuperes tu toalla. Me fue muy útil. Aquí la tienes, mil gracias ―dijo el capitán, imperturbable y formal.

Las chicas, que ya habían bebido un poco, no salían de su asombro ni tardaron en gritar todas juntas con alegría y mucho cachondeo cuando reconocieron al capitán. ¡Menudo alboroto se montó!

¡Quédate guapo! ―dijo una.

¡Tómate algo! ―gritó otra.

¡Me pido la toalla si dice que no la ha lavado! ―chilló otra con guasa.

Oh, está lavada. Gracias por las ofertas, aunque me temo que no tengo tiempo ―dijo el capitán con una sonrisa que parecía indicar que él mismo había dicho algo gracioso que solo comprendía él.

Dejando atrás la juerga y encaminándose hacia el piso, el capitán preguntó a su Anti-P y comprobó su respuesta.

Las luces de sus manos lucían en verde, así que todo iba bien; el capitán Daniel “Goose” Smith ya podía proseguir.

Únicamente deseaba darse una buena ducha para eliminar la sal del mar y untarse bien en desodorante para intentar mitigar el repugnante y pestilente golpe del siguiente salto de veinticinco años hacia delante que le esperaba.

No había día en el que no se lamentase por haber sido un blandengue en su primer viaje en el tiempo y haber vomitado mientras el inalterable éter atemporal le zarandeaba de mil maneras. Desde entonces, independientemente de su valía, su preparación y sus agallas, viajar en el tiempo le resultaba al capitán lo más asqueroso que había experimentado jamás.

Menos mal que tenía paciencia y era un tipo realmente duro. De lo contrario, el capitán hubiese perdido la cordura sabiendo que solo llevaba cuatro viajes en el tiempo de los cien previstos, y eso iba a suponer muchos baños en la solitaria playa de siempre y, quién sabe, más toallas rosas.

 

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