Relato 62 - Recuerdos
Nunca olvidaré aquel momento, cuando el barco salía del puerto de Bristol con rumbo a lo desconocido, algo que yo no había elegido y que por infortunio de mi vida debía de llevar a cabo lejos de lo que hasta aquel día fue mi hogar, por un espacio de tiempo incalculable, sin saber si volvería a pisar mi propia patria.
El error que cometí de joven lo pagué con un alto castigo, posiblemente excesivo, pero que en aquellos años no quedaban impunes ante una ley que no contemplaba diferencias entre un asesinato y un simple robo.
Mi pequeña hermana quedó en casa de mi tía en espera de que yo volviera con algo de comida. Lógicamente no trabajando, la única opción que me quedaba era sustraerla de alguno de los puestos que se montaban en la explanada del puerto, ya que la mendicidad también era castigada. Así, de una forma u otra, estaba inflingiendo las leyes de la ciudad.
Tan solo me dio tiempo a coger dos manzanas y antes de que pudiera girarme para salir de entre aquella muchedumbre, una mano me sujetó fuertemente por el hombro, viendo inmediatamente que se trataba de uno de los guardias que merodeaban por el puerto para evitar los hurtos.
En un abrir y cerrar de ojos, veinte presos, entre los que yo me encontraba, estábamos ante un juez que tenía más prisa por irse a cazar con sus amigos de la alta aristocracia que ganas de impartir una sentencia justa. El castigo para todos nosotros fue de veinte años de trabajos en el nuevo mundo, en una de las granjas que el gobernador inglés regentaba en aquellas tierras.
A través de uno de los ojos de buey del barco que nos trasladaba hacia allí veíamos como desaparecían los edificios del puerto a lo lejos, internándonos en un mar que no conocíamos, hacia un lugar completamente nuevo para todos y del que solamente volvía uno de cada cien reos que, allí donde fuéramos, habían sido enviados.
Cuarenta y cinco días, con sus respectivas cuarenta y cinco noches, transcurrieron desde que embarcamos en aquel buque. Apenas si nos teníamos en pie y uno de los oficiales de a bordo tiraba de nuestras pesadas cadenas para que nos levantásemos y saliéramos por vez primera a cubierta en todo ese tiempo.
Cuando bajamos de aquel barco nuestros ojos aun no se habían acostumbrado a la luz, sujetándonos en la improvisada pasarela casi a ciegas y echando un pie tras otro adelante sin saber si caeríamos al agua.
No supimos realmente cual era el lugar al que nos llevaron, simplemente nos montaron en unos carros cubiertos con lonas y sin dejarnos apenas ver nada de nuestro nuevo entorno, se pusieron en marcha abandonando aquella población y saliendo a unas tierras boscosas por el resto del día.
Anochecido ya, llegamos a lo que sería el lugar donde cumplir el castigo impuesto por el juez. Sólo unos cuantos barracones puestos en hileras a lo largo del camino por el que llegamos, con una gran casa arriba, sobre la loma por la que hasta hacía unos instantes desapareció el sol.
Aun recuerdo aquel momento al día siguiente de nuestra llegada, instante en el que nos deshicimos de las pesadas cadenas que nos habían acompañado durante tanto tiempo. Varios hombres armados nos rodeaban, mientras veíamos como otros presidiarios abandonaban la hacienda rumbo a las plantaciones.
El mismísimo gobernador nos observaba, sin decir palabra alguna y montando su caballo negro como la noche. Un hombre de aspecto rudo, con grandes barbas y un látigo en su mano derecha nos hablaba, aunque no quitábamos la vista del señor de la hacienda.
Aquel hombre tan solo dijo unas pocas palabras antes de enviarnos con el resto de los presos. Nos advirtió que para ellos no éramos nada ni nadie, simplemente estábamos allí por algo grave hecho en nuestro pasado y que, mientras que permaneciésemos en aquel lugar, olvidáramos cualquier consideración hacia nuestra persona; es más, si estábamos sin aquellas penosas cadenas es por que sabían que no huiríamos. Si se llegase a escapar alguien no darían el alto; directamente dispararían; la corona no nos echaría en falta.
Se nos entregó un trozo de pan de avena y ese hombre, al que todos llamaban Brad, nos advirtió que comiéramos poco y despacio, era nuestra ración diaria y nada más se nos entregaría hasta el día siguiente.
Los primeros días en aquel lugar fueron desastrosamente malos. Aun no nos habíamos aclimatado después de ese largo viaje en barco, cuando el capataz y la mayoría de sus hombres exigían que trabajáramos al mismo nivel de los que ya estaban allí. Un joven llamado Eduard, al que recuerdo perfectamente por que durante los diez primeros días de la travesía padeció unas fiebres muy altas, tal vez motivadas por la gran humedad que tuvimos en aquella bodega y al que, viendo que no mejoraba, el capitán del barco quiso tirar por la borda antes de que contagiase a los demás, no aguantó estar trabajando en aquellas plantaciones y una tarde cuando volvíamos hacia los barracones, sin haber comentado nada con nadie, intentó huir en dirección al río que separaban las tierras del gobernador de otro acaudalado terrateniente.
No llegó demasiado lejos, Brad mandó soltar a los perros de presa que siempre nos acompañaban y cuando le dieron caza, aunque no lo vimos, si que oímos tres disparos, regresando solamente los tres hombres que le persiguieron y los perros. Después de aquella tentativa de fuga, al menos de los que estaban en nuestro grupo, nadie más volvió a intentar escaparse.
No llevábamos aun un año de estancia en aquel sitio, cuando el gobernador sir James Petersford, ordenó que todos sus reos partieran con una columna del ejército hacia las tierras del norte, justo en la frontera de un lugar al que llamaban Canadá y que se encontraba ocupado por los franceses.
No era la mejor época para viajar y menos aun a pie, pero tener que aguantar casi dos semanas de marcha hasta el asentamiento de Elmerville, pasando hambre, penurias, el agua y la nieve que de continuo nos acompañó todo el trayecto y el frío que se instaló en nuestros cuerpos, motivó que de los casi doscientos presos que fuimos a la frontera del Canadá, tan solo regresáramos a la hacienda setenta y cinco.
No todos los que cayeron lo hicieron en el viaje, sino que nuestra llegada allí tan solo era para la construcción de unas barricadas en el fuerte de Elmerville, con la intención de fortalecer aun más ese paso fronterizo.
En turnos de trabajo que abarcaban todo el día para acabar cuanto antes, nos expusieron no solo a la intemperie invernal, sino a los ataques de las tribus indias que ayudaban a los franceses, no habiendo noche en la que alguno de mis compañeros de presidio cayera degollado por un cuchillo indio.
Sir James Petersford había demostrado con creces que la gente que le traían desde Inglaterra para cumplir condena en su hacienda le importaba bien poco. Había perdido tantos hombres con el paso del tiempo, que para que sus tierras siguieran siendo beneficiosas, trajo esclavos negros de África.
No nos daban un trato de favor, simplemente nos trataban a todos por igual, cumpliendo las horas de sol como tiempo para trabajar, ya fueran en sus campos de té, en los maizales o en las tierras que tenía más al sur plantadas con tabaco.
Debido a que la corona británica no le enviaba más presidiarios, tuvo que traer aun más esclavos y llegó un momento en que tan solo cien de los reos ingleses, quedábamos en aquel infierno al que sir James llamaba Petersfordland.
Llegó un día, sin saber exactamente cuanto tiempo llevaba yo ya en las colonias, que aun recuerdo el día exacto en que Jeremy Alston, terminó de cumplir su condena. Fue la navidad de 1797, justo el día de nochebuena y recuerdo muy bien esa fecha, por que sir James Petersford era católico, de los pocos que llegué a conocer en mi vida y dado que obligó a todo el mundo a celebrar aquella fecha tan entrañable para los católicos, se me quedó grabada en la mente.
Su libertad no la hubiera imaginado nunca así. Tan solo salió de los barracones esa mañana y Brad el capataz indicando con su dedo índice el camino hacia el este, le dijo que ya podía volver a casa. No le volvimos a ver nunca más, pero no creo que Jeremy regresara a Inglaterra, de echo no creo que llegara muy lejos con sus setenta y cinco años casi recién cumplidos, más bien todos llegamos a pensar que acabaría muerto en alguna vereda o camino en esos días de pleno invierno.
Dos primaveras más tarde cambió radicalmente nuestra vida, al menos de unos cuantos de los que cumplíamos presidio en aquel lugar. Ya nos habíamos curtido en la labor diaria de esa hacienda, en comer poco y guardar lo máximo posible de fuerzas para el día siguiente, sobrellevar al capataz Brad y a sus secuaces con dedo poco tembloroso a la hora de disparar si alguien les hacía frente y en definitiva a la vida misma.
Después de la independencia de las colonias de Inglaterra, todos los beneficios del que hasta hacía unos años fue sir James, quedaban en sus arcas. Había elegido el bando ganador y aunque a el la guerra de independencia apenas le salpicó, si que perdió todas sus posesiones en Gales, lo que le acarreó quedarse perpetuamente en esta colonia, que pasó a ser uno de los estados del norte de la unión.
Tras varios meses en los que Petersford negoció con los indios de los grandes lagos, aquella buena relación se rompió. Ayudado por otros cinco terratenientes, organizó una partida en la que atacó una de sus aldeas, con el fin de robarles todas las pieles con las que negociaban a menudo y así enriquecerse sin ningún esfuerzo.
Creyó que todo quedaría ahí, en un ataque y que los propios indios no reaccionarían. Esto resultó ser todo lo contrario, una noche ya calurosa de esa primavera, varias aldeas indias también se unieron y por cercanía las tierras y propiedades de James Petersford eran las más indicadas para ser atacadas.
Fue horrible el resultado final de esa matanza. El mismísimo Petersford quedó clavado a la puerta de su mansión. Los guardias de la hacienda fueron masacrados uno a uno, casi sin llegar a poder defenderse y alguno de los presos que se encontraban conmigo en los barracones, aprovechando la oportunidad para poder huir, no fueron distinguidos por los indios e igualmente fueron acuchillados en su huida.
El resto de los supervivientes de esos barracones, fuimos conducidos atados a los caballos de esos indios, en dirección a los poblados que tenían más allá del gran lago. Por suerte o al menos así lo veíamos, todos los esclavos de la hacienda fueron liberados, tal vez por que supieran su estado o tal vez por no ser blancos como nosotros, les dejaron marchar cosa que a nosotros también nos hubiera gustado aunque no resultó ser así.
Con los que hasta hacía poco tiempo se había tenido un buen trato, ahora nos trataban como a perros. De todos los que fuimos sacados de la hacienda de Petersford, en la aldea donde yo me quedé tan solo lo hicieron conmigo otros cinco reos.
Allí la situación no mejoró nada en absoluto. En la hacienda al menos comíamos cosa que ahora si queríamos llevarnos algo a la boca, debían de ser las sobras que ellos tiraban, teniendo que luchar con los mismos perros para quitárselas.
Iam, el más joven de nosotros cinco un día en el que ya no aguantaba más sin comer, se atrevió a coger un pedazo de carne que estaban asando a escondidas, o al menos así lo creyó. Tindahowk, jefe de los guerreros de esa tribu si que le había visto y el castigo fue ejemplar, le cortaron la mano con que robó la carne, hecho que nos sirvió a todos para recordar siempre que allí solo éramos lo peor de esa tribu, hasta quedábamos en la escala por debajo de los mismísimos perros.
Tan solo dedicábamos el día a recoger leña, teniendo que andar a veces casi toda una mañana, a recolectar las hierbas y los granos que ellos mismos nos indicaban, a pescar en el lago cercano o en el río y a mantener siempre limpios sus caballos, que la mayoría en otro tiempo fueron de sir James.
El tiempo allí no pasaba, se alargaban los días mucho más que en la hacienda y desgranar semanas, meses y años, ocasionó que envejeciéramos como si fuéramos los propios indios que nos tenían retenidos.
Una mañana de verano llegaron a la tribu un grupo numeroso de tramperos y para que no nos vieran, nos llevaron a los cinco hasta la pequeña hondonada que formaba el río al pasar cerca de la aldea india. Nos tuvieron bien vigilados mientras durara esa visita, que aunque en su día mataron a todos los de la hacienda, ahora habían vuelto a negociar con esos tramperos, que veían una forma fácil de ganar dinero con las pieles que les aportaban los indios.
Nos tuvieron sentados con los pies metidos en el agua del río casi hasta el anochecer. Apenas nos dejaron movernos y para hacer nuestras necesidades nos obligaron a que en el mismo agua sin levantarnos lo hiciéramos. Fue entonces cuando en una de las veces que me senté dentro del agua, vi algo al lado de mi pie derecho, se trataba de algo muy brillante, del tamaño de mi dedo gordo del pie y que al intentar moverlo casi no pude por su peso.
Esperé a que no me mirara ninguno de nuestros vigilantes y cuando pude, arrastrando aquel pedrusco, lo llevé hasta mi mano. Si que era lo que me pareció, era oro, puro, deforme por estar en bruto y aunque yo no era un experto en ese metal, si que lo conocía bien por haberlo robado en alguna ocasión, a los señores o señoras de bien en mis andanzas por el puerto de Dover.
Tan grande como ese no veía ningún otro pedazo, pero si que veía otros mucho más pequeños que brillaban con los últimos destellos del sol. De pronto algo me golpeó en la cabeza, era el mango del hacha de uno de nuestros vigilantes, que al estar más pendiente de lo que buscaba en el agua, no me percaté de que ellos nos dijeron que nos marchábamos ya.
Cuando me levanté, procuré guardar aquella piedra entre mi cinto de piel de cabra, evitando que ellos lo vieran y si sabían de que se trataba me lo quitaran. Mientras caminábamos hacia la aldea, Herbert que era el mayor de los cinco que allí fuimos llevados se me quedó mirando y creí en ese momento que me vio lo que había encontrado.
Herbert si que me vio pero no me dijo nada hasta que volvimos a por agua al río al día siguiente. Se acercó a mi y mientras yo me agachaba para recoger más piedrecillas doradas, sin que yo le viera el hizo lo mismo. Cuando volvíamos cargados con los odres llenos con agua, estiró la mano y buscando la mía, me dijo que tal vez yo las aprovechara más que él mismo, puesto que como decía no saldría nunca de aquel lugar al menos vivo.
Siguieron pasando los días, los meses, hasta lo que yo creí considerar que fueron dos largos años de permanencia en aquel sitio. Ya no nos trataban tan mal como al principio, al menos ahora aunque nos siguieran odiando como antes, tan solo nos dejaban apartados de todo, sin vigilarnos tan atentamente y sin que para ellos fuera una carga el que estuviéramos merodeando siempre por la aldea.
Esa fue la ocasión que vi más clara. Aunque no supiera su idioma a la perfección, si que entendía algo y sabía por uno de nuestros guardas que cambió los golpes por llegar a hablarnos, que en la noche de dentro de dos días habría una reunión de varias tribus en el poblado, viniendo de más allá de los grandes lagos y de las praderas de más al sur de donde nos encontrábamos.
El día de la reunión, nos tuvieron acarreando odres de agua casi toda la mañana. Tuvimos que llenar un agujero que previamente habíamos construido nosotros, en el centro de lo que esa misma noche sería la gran hoguera de reunión de las tribus.
Herbert a media mañana, cayó al suelo de cansancio y Luc otro de mis compañeros de cautiverio se lo llevó hasta la tienda donde vivíamos los cinco. En aquel momento el trabajo de llevar agua hasta el poblado se hizo más duro aun sin los dos que se habían marchado, pero tuvimos que aguantar, sobre todo yo que después de tantos años, veía la posibilidad de salir ese mismo día de allí.
La tarde resultó ser más tranquila para nosotros. Nos dejaron tranquilos mientras que el resto del poblado preparaba aquella reunión. Herbert después de aquella mañana quedó muy marcado por el agotamiento y empeoró esa misma tarde sin poder hacer nada por él.
Antes de que la noche cerrada se cerniera sobre la aldea, nuestro compañero expiró sus últimos alientos. Mientras que Luc y mis otros dos compañeros de cautiverio envolvían su cuerpo en varias mantas de lana, fui a pedir permiso a uno de los guerreros indios para poder enterrar a nuestro amigo Herbert. Le extrañó mucho la forma de actuar nuestra, ya que ellos a sus difuntos los elevaban del suelo en una especie de pedestales y nosotros sin embargo los enterrábamos. Como tampoco era un día en el que nos necesitasen para realizar las labores que de costumbre hacíamos, nos dejaron llegar hasta casi el recinto donde ataban a sus caballos y que quedaba bastante cerca del río.
Hicimos un agujero lo bastante profundo como para que las alimañas no pudieran desenterrarlo y metimos el cuerpo de nuestro amigo Herbert. Ninguno era especialmente religioso, pero Paul que era siempre el que más consejos daba, se atrevió a dar un pequeño responso por él.
Cuando terminamos fue el momento en que avisé a los demás de mi intención. Me miraron con cara de loco, pero les advertí que no me echaría atrás, o era esa noche o tal vez no se presentaría otra oportunidad.
Ninguno quiso saber nada de mi huída, de echo se separaron y murmuraron mientras yo preparaba lo poco que llevaría, una manta rayada, las botas con las que trabajaba en la hacienda y el saco con el oro que había ido acumulando en los viajes que hacíamos a por el agua.
Esperé a que todos estuvieran en la reunión. Cuando ya llevaban más de una hora fue el momento en que comenzaron a beber uno de aquellos brebajes que les emborrachaba hasta tal punto de perder el conocimiento. En una de mis salidas me fijé en el estado que se encontraban y viendo que casi todos se encontraban ya bebidos y danzando en el centro del poblado, cogí mis pocos enseres y salí en dirección hacia donde estaban los caballos.
El único guardián de los caballos estaba más pendiente de lo que ocurría alrededor de la gran hoguera, que de verme llegar y acercarme por detrás a el. No me gustaba lo que iba a hacer pero era la única salida que me quedaba, golpearle y tan solo pienso que le dejé solamente sin sentido, aunque el golpe que le di sonó muy mal.
Solté todas las cuerdas que sujetaban a su vez varias hileras de caballos y sin pensármelo dos veces, puesto que si lo hubiera hecho tal vez no me hubiera atrevido a seguir adelante, cabalgué a toda velocidad en dirección al río, tirando de las cuerdas al mismo tiempo y gritando, observando como toda la manada de caballos desaparecía en la negrura de la noche.
Intenté cabalgar toda la noche lo más aprisa que pudo el caballo. Al amanecer rectifiqué el rumbo e intenté en todo momento llevar la dirección este, por que sería la única que me llevaría donde hubiera hombres de mi raza.
No se cuantos días pasé subido encima de aquel caballo, con tan solo algunas paradas para descansar y beber en alguno de los arroyos con que nos cruzamos, la cuestión es que al final pude ver un pueblo, en una gran llanura y al que llegué casi exhausto.
Como era lógico allí no dije quien era exactamente, solo que durante varios años, tanto yo como unos compañeros que se quedaron en aquel poblado, vivimos prisioneros como esclavos de los indios de los grandes lagos.
En dos semanas ya me había repuesto y pude llegar hasta Boston, tal vez la ciudad en la que nos desembarcaron años atrás cuando llegamos de Inglaterra. En un banco ahora perteneciente a la compañía de las indias americanas, pude cambiar todo aquel oro que acumulé durante tanto tiempo y para mi sorpresa, me di cuenta de que de haber estado prisionero tan solo Dios sabe donde, había pasado a ser una persona muy rica.
Con un pasaje para el Liberty, embarqué con dirección a Inglaterra. En esta ocasión en un camarote que nada tenía que ver con la bodega de carga en la que nos trajeron a las colonias y volviendo con la vida solucionada de por vida.
Ahora y después de tanto años recuerdo lo mal que lo pasé durante la mayoría de mi vida. Hambre, penurias y miserias, además de haber podido perder la vida en más de una ocasión.
Habían pasado demasiados años y aunque intenté buscar a mi hermana pequeña que si vivía ya no lo sería tanto, pero de una manera infructuosa.
Compré el primer orfanato en el que vivimos mi hermana y yo y allí creé un hogar para niños desvalidos y sin familia, recordando que cuando nosotros fuimos pequeños, tal vez nos hubiera gustado que alguien se ocupase de esta forma como yo lo hacía ahora.
Ahora aquí sentado en la terraza de mi habitación y viendo la campiña inglesa delante de mi, tan solo recuerdo mi pasado y nunca miro ni el presente ni el futuro.