Relato 55 - Con otros ojos

 

 

Mi amiga Cloe me convenció de acompañarala a la feria esotérica que se iba a celebrar ese fin de semana. No me apetecía mucho pero, como el recinto estaba en las afueras, me dijo que así aprovecharíamos para ir de tiendas a la vuelta. Acabé accediendo, aunque me hice la dura, no quería que pensara en mi concesión sólo por lo de ir de compras. Ella sabe qué no me atraen nada ese tipo de temas: lo paranormal, lo oculto, el más allá, “quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos... se expande el Universo, ¿es cóncavo o convexo?...”. Dame una tarjeta, o cash, y déjame en la puerta de un centro comercial, me harás la mujer más feliz del mundo.

 

Madrugamos para estar listas y poder llegar a la feria de buena mañana, Cloe quería pasar el día allí: «lo veremos todo, tengo muchas cosas qué enseñarte; te acabará gustando». Insistía e insistía y yo, para no quitarle ésa ilusión, no le decía ni que si ni que no, le ponía buena cara y me imaginaba entrando en todas las casetas de la feria y probándolo todo cogida de la manita de Cloe, como si fuera una niña. Su mayor delirio eran en las adivinadoras; zíngaras, como ella prefería llamarlas.

 

Por fín llegamos a la feria: el recinto no era muy grande, una planta habilitada del viejo matadero que había sido reciclado como centro de exposiciones, cursos, pequeñas obras de teatro locales y lugar de ensayo de algunas bandas y grupos de música de la ciudad. Pensar qué en aquél lugar habían matado a miles y miles de animales, sangre y vísceras manchando suelo y paredes, y que ahora todo aquél espacio servía como reunión de inquietudes artísticas, música, teatro, pintura... tanta vida en definitiva, en un lugar donde hubo tanta muerte. Ésa dicotomía hacía crecer en mí una contradicción de sensaciones, y por alguna extraña razón, al entrar sentí como si reconociera cada rincón, como si algo de mí impregnara aquél lugar, despertando una parte oculta, largo tiempo en letargo.

 

Llegamos pronto, hacía menos de una hora que habían abierto puertas y el recinto estaba lleno. Cloe, sin apenas perder tiempo, fue encaminándome hacia la zona de casetas donde podría estar Madame Rashana, una adivinadora. Dió con ella enseguida. Fuímos a la caseta, al querer pasar, nos cortó el paso un hombre: amablemente nos preguntó en qué podía ayudarnos y Cloe le explicó qué, por favor, si Madame Rashana podría decirnos la buenaventura. Nos pidió que esperásemos un momento a que terminara con una pareja y, cuando los viéramos salir, él mismo nos vendría a buscar para verla. Añadió: «Madame Rashana sólamente acepta la voluntad si ve una predicción clara y concisa, cosa que no todo el mundo puede mostrar», y también qué «no todos los seres de éste mundo transmiten de igual forma las experiencias vividas y por vivir en ésta y todas sus vidas pasadas y futuras».

Cloe permanecía boqueabierta durante la explicación del hombretón —era realmente grande y corpulento, de piel morenísima que contrastaba con un pelo rojo encendido— y casi me pareció verla mover los labios, como repitiendo, cada una de las palabras que nos decía. Qué bien nos vendió la moto. Ojalá y Rashana no vea nada en nosotras y así "la voluntad" pueda invertirla en un par de zapatos al salir de aquí.

 

Por fín vino el hombretón a buscarnos —qué manos tan grandes, parecían las abiertas de algún pajarraco enorme, menudo zíngaro, ya no los fabrican así— para ir frente a Madame Rashana: nos recibió en una pequeña sala con unas sillas y una mesita adornada con flores, algunas frutas y una baraja de cartas; decepcionante: esperaba un lugar lleno de velas, con olor a incienso, amuletos colgados por todas partes, la típica bola de cristal y un gran gato negro de encendidos ojos amarillos jugueteando entre las patas de la mesa. Lo que no dió lugar a decepción fue la propia Madame Rashana: acompañada por el zíngaro, que la guiaba cogida del brazo, portaba un gran bastón labrado con multitud de símbolos, algunos parecían inscripciones, como de una vieja y olvidada lengua ancestral, secreta y enigmática que seguramente ya nadie podía interpretar. Era una anciana alta, vestida de blanco, como su melena, que le llegaba más abajo de la cintura, recogida en una trenza cayendo sobre el costado izquierdo de su pecho; de esbelta figura, tez y piel morenísimas, uñas largas y blancas también. Se movía con soltura pese a su edad, difícil de calcular, pues su rostro emanaba juventud y una gran vitalidad, únicamente enturbiado por las gafas oscuras que ocultaban su ceguera. Se sentó y ,después de que su ayudante abandonara la habitación, nos dió la bienvenida con un gesto leve de cabeza para, enseguida, extender su mano alargándola hasta coger la mía, cosa que me sorprendió:

 

No, no, si yo sólo vengo a acompañarla a ella... —señalando a Cloe— es la que sabe de éstos temas, yo no.

Silencio, por favor. He de ver lo que su mano desea mostrarme —dijo Rashana, mirándome, o lo parecía, fijamente.

Déjate guiar, ella sabe lo que hace —me dijo Cloe, poniendo su mano sobre el hombro para tranquilizarme.

 

Poco a poco fuí relajándome mientras la anciana tocaba mi mano con su índice, leyendo las líneas de la palma como si estuviera escrita en Braille. Con lentitud y parsimonia, la mujer acariciaba cada surco y se detenía, haciendo mohínes con la boca y relajando o arqueando sus cejas. Cuando estaba siguiendo con el dedo una de las líneas que llegan casi hasta la muñeca paró en seco:

 

¡Eylahn! ¡Eylahn! —gritó con un gesto entre temor y satisfacción, agarrando con fuerza el bastón con el que se apoyaba y golpeando el suelo con él. Pronto se personó el zíngaro de la entrada; por momentos sentí encogerse una parte de mi cuerpo, sí, la oculta entre los glúteos— ¡Eylahn! —siguió gritando la anciana. En ése momento se levantó de la silla con ímpetu, al tiempo que su ayudante la sostenía por el brazo, resbalándosele el bastón y cayendo al suelo. Cloe enseguida se agachó para recogerlo y fue entonces cuando vi su curiosa empuñadura: la cabeza de un gallo. La anciana le habló entonces a su ayudante en un idioma que ni Cloe ni yo entendíamos mientras el hombre nos miraba fíjamente. Las dos nos asustamos ante tal situación y pensábamos, yo al menos, que a Madame Rashana algo de lo que había leído en mi mano no le acabó de gustar. Arrancó a Cloe el bastón y, apoyándose, hizo ademán de querer volverse y salir de la habitación, mientras no dejaba de relatar en ésa extraña lengua. Su ayudante la acompañó hacia su retiro pero antes nos advirtió que no nos preocupáramos, enseguida volvería para explicarnos lo sucedido. Cloe tenía una expresión de pánico, le temblaban las manos y no era capaz de abrir el botellín de agua con el qué, supongo, querría refrescarse la garganta. Estaba pálida. Tras el incidente y una espera que nos pareció eterna, al fin volvió a la habitación el ayudante:

 

Han de disculpar a Rashana, los años ya no perdonan y ella no tiene muy bien su salud, a veces le dan bajadas de tensión muy fuertes que la hacen reaccionar así. No es nada de qué asustarse, les pido disculpas en su nombre.

El hombretón nos despidió muy amablemente, invitándonos a volver al día siguiente, sobre la misma hora. Rashana le había dicho qué quería acabar de leer mi mano y poder leérsela a Cloe. Salimos de la feria camino del centro comercial, ya habíamos tenido suficiente dosis de "más allá". La tarjeta de crédito me quemaba en el bolso.

 

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Pasé mala noche: tuve sueños que no parecían acabar nunca, visiones del recinto ferial, el antigüo matadero lleno de sangre y vísceras, sombras, rumor de voces... Preparé un café cargado y, aunque no me apetecía ya volver a aquél lugar, sólamente por no ir sóla y no quedarme sin mi lectura de manos prometida, me preparé para ir a recoger a Claudia y encaminarnos de nuevo rumbo al recinto ferial. O ¿es qué sólo le iban a leer la mano a ella?

Una sensación de miedo, curiosidad y mal cuerpo por lo vivido el día anterior hizo que la adrenalina me fuera subiendo al acercarnos de nuevo allí. Al llegar al recinto, para sorpresa de las dos, vimos que estaba cerrado. Era la misma hora que el día anterior y el ayudante de Madame Rashana nos había citado allí para acabar la sesión. Nos acercamos a la puerta de cristal de la entrada y, arqueando las manos para frenar la luz, miramos hacia el interior: no se veía a nadie.

Claudia parecía aliviada, el sobresalto que se llevó al ver a la anciana dar aspavientos con el bastón y hablando en aquella lengua tras leerle la mano también le hicieron pasar mala noche, y sé qué tampoco tenía muchas ganas venir, pero en algo coincidimos: ése gusto por lo desconocido; en mí por la parte esotérica y en ella..., para ella lo desconocido solía tener forma de zapatos de tacón envueltos para regalo.

 

Vamos Cloe, me parece que el hombretón zíngaro no debió recordar que hoy ya acababa la feria cuando nos citó –dijo, mientras me cogía del brazo intentando separarme de la puerta.

Si..., parece que no hay nadie. ¿Hola? —grité, pero no había señales de respuesta alguna. Di un par de golpes en el cristal pero Claudia seguía estirándome del brazo y acabé cediendo.

A ver, a ver Cloe, escucha: “gastadme, gastadme” —poniendo voz pitufada—, la tarjeta de crédito nos llama...

Bien..., le haremos caso, parece que no hay nadie... —dije. Cuando ya dimos vuelta y encaminábamos hacia el coche una voz nos llamó:

 

¡Un momento, un momento! —reconocimos al ayudante de Rashana.

Perdonen que no haya salido antes pero estamos en la parte trasera y he tenido que venir corriendo para alcanzarlas.

Al ver ésto cerrado pensábamos que se había equivocado..., ya acabó la feria ¿qué hacen aún aquí, está también Madame Rashana? —le dije.

No, no me equivoqué cuando las cité. Estamos los feriantes aún, recogiendo todo el material. La organización nos deja un día entero para poder hacerlo porque en una noche no da tiempo. Pero vengan; sí, Rashana está conmigo, os está esperando. A usted sobretodo —mirando a Claudia, que se sorprendió gesticulando de manera incrédula.

 

En la parte trasera del edificio pudimos ver todos los bártulos que estaban recogiendo, aunque no había más feriantes, únicamente la caseta de Madame Rashana; «serán los últimos», pensé. No estaba la anciana y tampoco se veía ninguna puerta más en el recinto trasero al conjunto ferial. El ayudante nos indicó que esperásemos. Al poco, entró cogida del brazo del muchacho, apoyada en su bastón y vestida de la misma manera que el día anterior, únicamente con el cabello suelto, sin la trenza: tenía una melena realmente espectacular, casi mística, que le llegaba más abajo de la cintura. Al verla tan blanca, cabello y vestimenta, me pareció que su figura se iluminaba irradiando luz a todo el lugar.

Al acercarse a donde estábamos, volvió a extender la mano hacia Claudia, igual que ayer, como si yo no existiera, y de nuevo empezó su lectura, ésta vez acompañada de una leve plegaria o súplica que iba recitando sin apenas despegar ni mover sus labios. Claudia no estaba muy agusto, se le notaba, pero se dejaba hacer. Sujetando a la anciana por el brazo, el muchacho seguía con atención cada movimiento de ella. Acabada la lectura, con el pulgar de la mano izquierda dibujó una línea desde la frente de Claudia, pasando por entre sus ojos y bajando hasta la nariz, labios, barbilla y cuello, llegando hasta el principio del pecho, un poco más abajo de las clavículas. Al llegar ahí la miró, o hizo el gesto de mirarla, arqueando las cejas como si con ello pretendiera abrir más sus ojos inválidos, dibujando una sonrisa e invitando a que nos sentáramos. El ayudante trajo un par de sillas y un butacón para ella, también una mesa, y nos ofreció un té, por las molestias del día anterior y para amenizar un poco el momento, pues tenía aún que leer mi mano y la explicación de ambas lecturas se alargaría:

 

Por favor, acéptenme éste momento de poder compartir un té conmigo.

Gracias, encantadas —contestamos, extrañamente, las dos a la vez.

 

Sentadas ya, tomamos a poco el té, de un aroma a menta y canela, permaneciedo intenso un sabor muy fresco en la boca a cada sorbo; espectantes a ver qué le seguía.

 

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El hormigueo en los labios me hizo despertar. No sé cuánto tiempo habría pasado: era ya de noche y solamente recordaba el reflejo lejano de lo que me parecieron unas velas iluminando el lugar. Aún aturdida me incorporé. Claudia no estaba conmigo, ni la anciana, ni tampoco su ayudante. Oí un murmullo de voces provenientes del mismo sitio que la ténue luz de las velas, tras unas cajas amontonadas, a modo de pared, que no me permitían ver con claridad. En ellas se reflejaban sombras, como si hubiera un grupo de personas; despacio, me encaminé hacia allí. Agachada entre una pila de cajas y viejas sábanas logré encontrar un hueco por el que mirar. La visión de aquello inmobilizó mi cuerpo por completo: de rodillas, atadas las manos y con un pañuelo en los ojos, tenían a Claudia en el centro de un corro de gente, todos vestidos de blanco al modo de la zíngara: en sus ojos..., no había nada en ellos, no podía haber, ¡no tenían! Las cuencas huecas de sus rostros sobre las blancas ropas les otorgaban apariencia de muertos, de calaveras vivientes: si la maldad tenía rostro ésa debía ser su cara, al menos en ése momento fue lo que creí. Murmuraban en voz baja, igual que lo hizo Madame Rashana al leerle la mano a Claudia, algún tipo de plegaria, como en un rito: un sonido grave y repetitivo que se transformaba en música macabra, aumentando lentamente su volumen, como presagiando un momento definitivo que estaba por llegar. Apareció la anciana, vestida ahora de negro; se movía ligera, sin el apoyo de su ayudante, al que aún no tenía localizado; con su bastón y desplazándose como si apenas tocara el suelo. Se paró frente a Claudia y poco a poco, levantando su brazo, mientras con el bastón golpeaba suavemente en el suelo al mismo compás de los murmullos de aquellos que parecían ser sus discípulos, aumentando el golpear de bastón así como se intensificaban los cánticos. Me sorprendió que Claudia no se moviera tan siquiera, no sé si bebió más que yo de aquél té que nos sirvieron o quizá la habían dormido más aún con otros métodos; de alguna manera tuvo que ser todo muy premeditado y sin violencia, de lo contrario, de haberse resistido, quizás hubiera oído yo algo que me hubiera hecho despertar antes y acudir en su ayuda, pues claramente aquél té estaba drogado.

La anciana le quitó la venda de los ojos a Claudia: en su cara se reflejaba la felicidad del que viaja el sueño del tiempo, de las drogas alucinógenas capaces de obviarnos cualquier sufrimiento físico, capaces de separar cuerpo, mente y alma y transportarnos más allá de lo que nunca hubiéramos visto en este mundo. Claudia no estaba aquí, no al menos dentro de su cuerpo. Madame Rashana movió sus brazos extendidos, de abajo a arriba, suavemente, invitando a Claudia al movimiento de la danza marcada por el canto, a lo que ella se entregó solícita, levantándose despacio y moviendo su cabeza en círculos, aumentando poco a poco y llegando al ritmo que marcaban las voces de los fieles. Siguió la anciana golpeando el suelo con el bastón, Claudia se movía cada vez más rápido, convulsionándose, y las voces en aumento seguían el ritmo. De pronto pararon en seco: Claudia se postró de rodillas frente a la anciana, dejándose caer con un fuerte golpe, arqueando su espalda hacia atrás, abriendo los brazos y dejando entrever su pecho, flexionando sus rodillas tanto qué tocó con su cabeza en el suelo; a la par, entraba en escena Él: como si frenasen el movimiento de la Tierra y con ella el tiempo mismo, apareció de detrás del gran butacón de la anciana un gallo negro, pisando parsimonioso, como un gerifalte, luciendo su brilloso plumaje negro, de grandes espolones, afilados como navajas, y el rojo carmesí de su cresta, en contraste, que casi brillaba tanto como el fuego de las velas encendidas. Parecía muy bien saber cuál era su papel en la escena: siguió caminando hasta llegar frente a Claudia, que permanecía inmóvil en la misma postura, y herguiéndose sobre sus patas, el gran gallo pareció crecer hasta casi doblar su tamaño; batiendo alas, saltó sobre el pecho de Claudia: durante todo ese rato estuve paralizada, como aceptando lo que ocurría, a causa de los efectos de la droga tal vez, o sencillamente por miedo ante la incapacidad de hacer algo que pudiese evitar aquél rito; hasta llegado ese punto; lo que vi entonces apagó toda luz del letargo en que estaba sumida, provocando en mí el grito sordo, callado, desgarrado y silencioso, como quién, por ser mudo y frente al dolor, no pudiendo emitir sonido alguno y sólo con el movimiento, en una imitación grotesca, enseña la tragedia de su llanto: sin inmutarse, inmóvil también, Claudia resistió, posiblemente a razón de algo que no puedo creer posible explicar en este mundo, a la vez que yo rompía el silencio de mi grito, hasta entonces sólo gesto: aquél gallo, majestuoso por maligno, arrancaba de uno en uno los ojos de Claudia para engullirlos después.

 

Tal vez se me hizo eterno o quizá fuera un instante o puede qué la ceremonia durase aún un tiempo interminable. Sólo sé qué volví a despertar, seguramente de un desmayo provocado ante tal acto macabro, a los golpes de mi espalda contra el suelo: la anciana me tenía cogida por los brazos; junto a ella, de pie, Claudia. Un reguero de sangre seca caía de cada una de las cuencas donde antes había unos preciosos y redondos ojos verdes. ¿Me miraba? La expresión de su rostro era de una paz tenebrosa, la paz del que se sabe vencedor de una batalla que sólo unos pocos elegidos pueden conquistar, de los que caminan más allá del bien; la mirada sin ojos de los que andan las vías del mal con la tranquilidad de saberse todopoderosos en la oscuridad.

La vi moverse y, creyendo que se acercaba mi fin, cerré los ojos tapándome la cara, cruzando los brazos. No ocurrió nada que me hiciera temer tal fin. Abrí los ojos de nuevo sin apartar los brazos de mi cara y, por entre el hueco que quedaba entre ellos, vi a Claudia sujetando entre sus manos el gran gallo negro. Estaba muerto. Lo sostenía boca abajo, cogido por sus patas. Lo alzó por encima de su cabeza, mostrándolo a todos los seguidores de la anciana, que la jalearon con gritos de aprobación. Fuí separando poco a poco los brazos, aceptando quizás yo también lo que Claudia hacía: arrancando de cuajo una de las patas del animal, utilizó el afilado espolón para abrirlo en canal. Extrajo sus entrañas y las tiró, rápidamente saltaron encima de ellas unos pocos fieles, disputándose los distintos órganos y engulléndolos, mientras la anciana sonreía. Claudia, sin perder atención al gallo, metió la mano y sacó de dentro lo que parecían unas bolitas ensangrentadas. Las puso en un cuenco que la anciana le acercó, vertiendo también en él algo de sangre del animal. Vi entonces que las bolitas eran los ojos de Claudia, ensangrentados pero intactos, y no pude por más que vomitarme encima. Claudia se acercó el cuenco a la boca y comió, como hiciera el gallo, sus propios ojos. Bebió parte de la sangre. Todo esto frente a la figura de aprobación de la maldita anciana, que parecía llena de júbilo ante el rito. Para entonces algo más que vómito manchaba mi cuerpo y mis ropas.

De pronto la vieja se avalanzó sobre mi, musitando de nuevo palabras que no era capaz de entender pero que Claudia escuchaba con atención: me cogió por detrás del cuello con la fuerza de diez hombres y acercó mi boca al cuenco con restos de sangre al tiempo que Claudia se agachaba, acercándolo a mi boca para qué, quisiera o no, bebiese de él.

 

————————————————-

 

El olor a café recién hecho me acabó de despertar. No hay nada como empezar el día con un buen café y tostadas con mermelada. Oí a Cloe acercarse por el pasillo y llegar hasta la cocina. Traía mi bolsa de mano:

 

¿Está todo a tu gusto, Clau? —preguntando con candidez— Luces preciosa con tu melena suelta —dijo al tiempo que la acariciaba.

Todo perfecto, Cloe.

Vamos, apúrate el café —acercándome la mano a la taza.

 

Acabé de trenzarme el pelo y cogí las gafas y la bolsa de mano, ella me esperaba en la puerta con el equipaje:

 

¿Preparada?

Preparadísima.

Tenemos que estar allí antes de las doce de la mañana. El avión sale a las dos. Comeremos algo una vez hayamos subido y descansaremos hasta llegar a destino.

Perfecto. Como vamos con tiempo de sobras, ¿me dejarás hacer algunas compras?

Te dejaré, Clau, te dejaré... —me contestó paciente, al tiempo que abría la puerta—.Vamos, el taxi espera. Cógete a mi hombro.

 

Bajamos las escaleras rumbo al aeropuerto. En la puerta nos esperaba el taxista con el maletero abierto. Nos saludó, mientras cargaba la maleta de Cloe preguntó si quería también poner dentro mi bolsa de mano:

 

No gracias, no se moleste —se adelantó Cloe—. Llevamos la documentación y los billetes en ella..., así nos aseguramos de no dejarnos nada.

Oh, bien. ¿De viaje? ¿Van muy lejos? —curioseaba el taxista preguntón.

No, no mucho. Cosas... de trabajo.

El trabajo, el trabajo... ¡siempre igual! —dijo de manera cómplice el taxista.

Espere, aún queda un bulto —le señaló Cloe.

¡Caramba! ¿Qué llevan ahí? Esto no me va a caber en el maletero, creo yo... ¿qué son, unos esquíes? —seguía preguntando el taxista curioso.

Es mi guía. La utilizo para orientarme cuando camino sola —le dije al taxista.

Pues sí que pesa –se quejó él.

Es un regalo. Una herencia —justifiqué.

 

Nos acomodamos en el taxi. Se notaba que el buen hombre quería conversación, cosa que a Cloe incomodaba un tanto, así que para cortar le pidió si podía dejarle leer el periódico que llevaba sobre el salpicadero:

 

Sí claro, es la edición de la mañana. Coja...

 

Cloe leyó la portada, haciéndose la sorprendida, en voz alta:

 

Escucha Clau: "Asesinato en el antigüo matadero" —y continuó leyendo—, "hallan el cadáver de un joven en el antigüo matadero. En lo que parece ser un crimen ritual, el cadáver fue encontrado desnudo, cubierto de plumas negras y con las cuencas de los ojos vacías y una de sus piernas brutalmente cercenada. Abierto en canal por un arma blanca, aún por determinar y no encontrada, parte de sus órganos internos habían sido arrancados, no encontrándose en la escena del crimen. Se desconoce la identidad de la víctima, aunque en una primera identificación, fuentes policiales apuntan a que el joven, de raza gitana, había sido visto días antes por los alrededores del antigüo matadero, habilitado como recinto ferial..."

Cómo está el mundo, a dónde vamos a parar —dijo el taxista, mirando a Cloe y pidiéndole con la mano que dejara de leer—, ¿quién puede cometer un acto así?, ¿por qué motivo?, ¿ritos satánicos? No creo en esas estupideces pero desde luego... al leer cosas así, uno no sabe qué pensar.

En el mundo hay caminos que van más allá de la razón y la explicación humana. A veces hay que dejar de ver aquí para poder comprender y ver lo que hay detrás. Lo que se esconde –contesté.

Clau —me interrumpió algo contrariada Cloe—, revisa la bolsa de mano. No quisiera que hubiéramos olvidado algo, asegúrate que está todo ahora que aún estamos en camino. To-do...

 

Metí la mano en la bolsa: billetes, pasaportes, documentos de identidad, algo de dinero y unas pastillas para el mareo. También...

 

- Todo correcto, Cloe. No falta nada. Na-da.

 

Volví a rozar con mis dedos cada uno de los enseres de la bolsa antes de cerrarla para volver a asegurarme. Con qué claridad ví nuestro destino al tocar la empuñadura de nuevo: Cloe me guiaría los pasos aquí, en éste mundo al qué entregué mis ojos y que ya no necesito; nada de lo que hay he de ver ahora. Allá donde vamos, tan sólo con tu herencia me es suficiente. Con ella encauzaré mi senda continuando así tu labor. Gracias maestra, gracias Rashana por tan poderosa alaja. Lucirá preciosa empuñando tu bastón.

 

 

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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