Relato 53 - Fabulas infectadas: Caperucita Roja

Érase una vez un virus que puso en jaque a la raza humana. Hace mucho tiempo, de algún lugar del continente asiático, brotó una bacteria que atacaba las vías respiratorias y ponía fin a la vida de los más débiles. Se propagó a través del aire y en poco tiempo llegó a todos los rincones del planeta. Aquellos primeros meses fueron fáciles de soportar para Caperucita y su familia; su padre dejó de trabajar durante un par de semanas, su madre hacía horas extra en el supermercado y ella continuaba sus estudios desde casa. Aquel confinamiento no fue tan duro como los que le sucedieron.

A pesar de ello, millones de personas se vieron afectadas. Los servicios médicos se saturaron debido a la cantidad de pacientes que acudían presentando graves problemas respiratorios. El índice de mortalidad no era muy elevado, excepto en las personas mayores, que caían como moscas.
Sin embargo, para la mayoría de las personas infectadas, la presencia del virus en su organismo no era más que una visita intrascendente. Para muchos, pasaba totalmente desapercibida y para otros. tan sólo era un poco de tos y un leve malestar.
Por ello, los humanos no daban muestras de preocupación y no eran conscientes de la gravedad del asunto. Cuando llegó el verano ya habían conseguido apaciguar al virus y las personas volvieron a la normalidad, desconocedoras de que en su interior residía aquel parásito, aprendiendo a camuflarse y evolucionando a pasos agigantados.

En otoño parecía que la pesadilla había terminado. Fue entonces cuando surgió la segunda oleada de infectados. Esta vez fue peor. A los problemas respiratorios se sumaron otros síntomas como vómitos, insuficiencias cardiacas, erupciones en la piel e inflamaciones. Los bebés de personas infectadas nacían con deformidades. Los efectos del virus eran dantescos.

Los representantes de los países más influyentes llegaron a un acuerdo para ordenar un confinamiento total en el que se paralizó la actividad laboral, excepto el abastecimiento de alimentos y los servicios sanitarios, militares y de comunicación.

Mientras tanto, Caperucita pasaba los días en casa con su padre y su madre traía alimentos cuando volvía de trabajar. La adquisición de alimentos se había convertido en una competición por ver quién podía llenar más la despensa. El caos y el pánico estaban ganando la partida al sentido común. Y esto sólo era el principio. Pues lo más peligroso del virus era el modo en que afectaba mentalmente a las personas. La humanidad no estaba preparada para el asedio constante de un enemigo invisible y en muchos casos se terminó desatando la locura y salieron a relucir los instintos más salvajes del ser humano.

En un pequeño piso, en mitad del casco antiguo de la ciudad y a poco más de cinco kilómetros de la casa, vivía su abuelita. El padre de Caperucita se encargaba de llevarle comida una vez por semana: cada domingo, llenaba el maletero del coche con las provisiones que su mujer traía a casa, conducía hasta casa de la abuelita y cuando llegaba allí, ella abría la puerta y se escondía en su habitación para evitar el contacto. El hombre dejaba las bolsas de comida en la entrada y se marchaba. Entonces la abuelita volvía a desinfectar los alimentos y los guardaba en su lugar correspondiente.

Así lo habían hecho desde que comenzó la segunda oleada de contagios. La abuelita había permanecido todo el tiempo en su casa. Con temor incluso a abrir la ventana. Sabía que esa miserable bacteria no mostraba piedad por las personas de su generación.

Con la llegada de la primavera los casos disminuyeron de nuevo y en las noticias hablaban de nuevos avances científicos que proyectaban un halo de esperanza para la sociedad. Pero de nuevo llegaba el invierno y el virus contratacaba con firmeza. Era inteligente y aprendía rápido. Febrero pasó dejando atrás otro duro invierno que la pequeña familia conseguía sobrevivir a las heladas y la pandemia. Lo cual no era tarea fácil: el virus se hacía más fuerte con el frío.

Un día de marzo, a media tarde, Caperucita se hallaba fregando los cacharros en la cocina. Su padre descansaba en el sofá, reposando la reconfortante sopa de ajo que ella cocinaba a menudo.

—He organizado los alimentos en bolsas según su fecha de caducidad para mañana cuando vayas a casa de la abuelita —dijo la joven.

Caperucita mostraba una madurez impropia de una jovencita de su edad. Se había visto forzada a tomar responsabilidades que, en otras circunstancias, le hubieran llegado más tarde. De no ser por el virus que estaba sometiendo a la población, Caperucita estaría asistiendo a sus primeras fiestas con amigos, emborrachándose por primera vez o experimentando su primer beso. Sin embargo, esa etapa de diversión e insensatez juvenil había sido extirpada de su vida. En poco tiempo, pasó de ser una adolescente alegre y despreocupada a convertirse en una mujer adulta de catorce años.

—Y acuérdate de los botes de aceite que están tras el recibidor —insistía mientras terminaba de limpiar la encimera y colgaba el trapo húmedo sobre el grifo del fregadero—. ¿Oyes?

Caperucita se dirigió al salón donde descansaba su padre en el sofá, de espaldas a la puerta.

—¿Ya estás durmiendo otra vez? —Caperucita rodeó el sofá para comprobar que, efectivamente, su padre se había quedado dormido.

El hombre dormía con la radio encendida en una mano y la cabeza apoyada en un lateral del sofá en una postura un tanto incómoda. «Si continúa durmiendo así se va a despertar con un dolor de cuello terrible», pensó. Con cuidado, trató de acomodarlo para que sus cervicales no sufrieran y entonces vio el reguero de sangre que descendía desde su boca hasta el cuello de la camisa.

—¡Papá, despierta! —Lo agarró de los hombros y lo zarandeó asustada.

El padre de Caperucita abrió los ojos, parecía desorientado. Le costaba respirar y un silbido rasgado salía de su pecho cada vez que exhalaba. La radio se deslizó de su mano y cayó al suelo abriéndose la tapa de las pilas que rodaron bajo el sofá.

—Tranquilo, ya está. Con cuidado.

La joven intentaba calmar a su padre mientras le ayudaba a incorporarse con manos temblorosas. Los temores de Caperucita se hicieron reales cuando su padre abrió la boca con intención de hablar, pero en lugar de ello comenzó a convulsionar y a escupir sangre y espumarajos por la boca. Lentamente, lo tumbó de lado para que no se ahogara con su propia sangre. Le desabrochó la camisa y descubrió las llagas y los bultos que afloraban en su pecho. El virus estaba en fase avanzada. Afortunadamente, ella era una muchacha concienciada y prestaba atención a las recomendaciones y consejos que repetían hasta la saciedad en los informativos de radio y televisión. No podía hacer gran cosa, pero sabía cómo actuar.

Rápidamente, puso a calentar en una olla agua con un puñado de hojas de menta y cuando comenzó a hervir la aproximó a la cabeza de su padre para que respirara el vapor que desprendía. Le humedeció la frente y el pecho con un paño escurrido en la misma olla. Su padre se agitaba nervioso como un pez que se asfixia fuera del agua.

—Todo saldrá bien. —se decía a si misma entre lágrimas.

Pasado un rato, parecía que los cuidados surtían efecto. El hombre estaba más calmado y había dejado de escupir sangre, pero encontraba dificultades para hacer circular el aire a través de los conductos respiratorios obstruidos. Un débil hilo de voz surgió de su boca:

—Estoy bien hija, una bacteria tan pequeña no acabará conmigo —sonrió levemente.

Y es que, a pesar de la agonía, hizo un último esfuerzo por tranquilizar a su hija antes de quedarse dormido. Ella le devolvió la sonrisa, del mismo modo, tratando de reconfortar a su padre, pero ambos podían ver el miedo en los ojos del otro.

Caperucita se quedó a su lado hasta que su madre regresó. Tras desinfectarse y darse una ducha con agua caliente como establecían las recomendaciones para prevenir contagios, fue a reunirse con su familia al salón. Al cruzar la puerta, contempló a su hija con la cara hinchada y la ropa llena de sangre, junto a su marido que yacía en el suelo.

—¡Santo dios hija mía! ¿Qué ha ocurrido? —exclamó tratando de asimilar la cruda escena que tenía ante sus ojos.

La joven le relató lo sucedido, suavizando los hechos para que su madre no se alterara más, pero sin ocultar la verdad. Su padre estaba infectado desde hacía tiempo y había estado muy cerca de morir. ¿Cómo no se habían dado cuenta antes?
Entre las dos lo levantaron y lo llevaron hasta la cama. El hombre se despertó durante el tiempo justo para tomar la medicación. Caperucita le volvió a aplicar paños de agua caliente y lo dejó dormir.

Madre e hija pasaron la noche en vela, cuidando de él y vigilando que respirara correctamente. El hombre, por el contrario, durmió toda la noche, aunque parecía estar inmerso en inquietos sueños debido al estado febril en que se encontraba. Sin embargo, espiraba mejor y se estaba recuperando. ¿Por qué su padre no les había dicho que estaba enfermo? ¿Su madre lo sabía? ¿Estaría ella también infectada? ¿Quién se iba a encargar de llevar comida a la abuelita? Un montón de preguntas abrumaban a Caperucita.

A la mañana siguiente, estaban madre e hija desayunando tostadas con mermelada y café del día anterior.

—Caperucita, ¿te importaría ir a casa de tu abuelita? Yo me quedaré aquí cuidando de tu padre —preguntó su madre con tono de preocupación.

Lo cierto es que no creía que fuera buena idea dejar que Caperucita saliera a la calle. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que salió de casa y había ciertos peligros que su hija desconocía. Pero alguien tenía que ir a casa de la abuelita y era mejor que ella no se quedara sola con su padre, por si sufría otro ataque y, esta vez, no lograba recuperarse.

La joven asintió, aceptando la tarea con una mezcla de entusiasmo por salir a la calle y nerviosismo por la misma razón.

—Has de tener mucho cuidado, la situación ahí afuera ha cambiado; cada vez hay más escasez de alimentos y las personas no tendrán reparos en asaltar a una joven para alimentarse durante una semana. Si esto ocurre no pongas resistencia, entrega la comida y vuelve a casa, no entres en contacto con nadie —Caperucita escuchaba atentamente las advertencias de su madre—. Existen grupos de infectados en fase avanzada que rechazan en los hospitales o centros de acogida y hasta en su propia casa. Harán cualquier cosa por sobrevivir. No te acerques a nadie.

El poco entusiasmo inicial se desvaneció dejando lugar al temor y a la inquietud ante los posibles acontecimientos que empezaban a tomar forma. Estaba realmente asustada, pero tenía que ponerse en marcha.

Terminó de un trago el café que ya se le había quedado frio. Seguidamente organizó toda la comida por tipos y fecha de caducidad en el carro y añadió una bolsa con medicamentos y algunas hierbas para aliviar las molestias que su abuelita tenía en las articulaciones —las personas de avanzada edad necesitan llevar una vida activa y tener responsabilidades para frenar el ritmo de envejecimiento—. Se calzó unas botas altas de cuero marrón. Se puso los guantes y la mascarilla de tela negra que le cubría toda la cara hasta la altura de los ojos. Abrochó su abrigo largo de lana roja con capucha. Se despidió de su madre y de su padre que continuaba recuperándose en la cama. Tomó el carro y cruzó la puerta con decisión.

Después de mucho tiempo, Caperucita volvía a caminar por las calles de su ciudad. Apenas recordaba aquellos días en que los locales de comida rápida estaban abarrotados, las floristerías exponían sus flores adornando las calles, la gente se amontonaba en las fruterías para comprar los productos de temporada y ella reía y charlaba con sus compañeros de clase esperando el autobús escolar. Ahora avanzaba con paso apresurado por calles apagadas. Su abrigo rojo era lo único que daba color al paisaje. Caminaba dejando atrás comercios con la persiana de metal bajada. Algunos todavía vendían sus últimos alimentos tras una rejilla que se habían visto obligados a instalar, ataviados con todo tipo de protecciones contra el virus.

Un viento gélido azotó su rostro al doblar la esquina de la biblioteca que solía frecuentar tiempo atrás. El cielo estaba nublado y el viento acentuaba la sensación de frio, hecho que no le importó, pues agradecía poder sentir de nuevo el aire en la piel. Siguió caminando calle abajo en dirección a casa de su abuelita. El cartel luminoso de la farmacia estaba encendido y resplandecía en la calle desierta. Había un grupo de personas rodeando la entrada. Avanzó un poco más y se detuvo al ver las armas que portaban. No iban a comprar medicamentos. Eran seis individuos que estaban asaltando la farmacia. Iban armados con machetes y varias herramientas que blandían con gesto amenazante. Caperucita se escondió en un portal, con la espalda apoyada en el frio mármol, observando la escena sin ser detectada. Los asaltantes luchaban por derribar la verja metálica. Uno de ellos, el más joven, utilizaba una palanca de acero para desencajarla de la pared, cuando de repente, comenzó a escucharse un zumbido similar al de un enjambre de abejas gigantescas.

—¡ Llegan los cazadores! ¡Poneos a cubierto! —exclamó uno de los asaltantes.

Del fondo de la calle, surgieron cuatro drones de gran tamaño volando a toda velocidad en dirección a los asaltantes. Eran drones pilotados por personal del ejército para controlar a la población. Caperucita recordaba haberlos visto por televisión. Muchos los llamaban “cazadores”. Al parecer, utilizaban un sofisticado software para detectar infectados. El grupo de asaltantes se separó y echaron a correr en distintas direcciones. Dos de ellos, el joven y otro más, huían hacia el portal donde estaba ella resguardada. En ese momento, el dron que los perseguía desplegó una especie de cañón y disparó a los dos individuos que cayeron fulminados a pocos metros del portal. Caperucita soltó un grito ahogado y quedó paralizada. El dron continuó avanzando hacia ella, el zumbido se escuchaba cada vez más cercano. «Me han visto y ahora vienen a por mí», pensaba aterrada. A lo lejos se escuchaban más disparos. Los otros cazadores habían ido tras el resto de asaltantes. Contenía la respiración, con los ojos puestos en uno de los asaltantes, que le devolvía la mirada, ahora ya sin vida. El chico tenía aproximadamente la misma edad que ella. El dron todavía seguía allí, planeaba a poco más de un metro de altura y a escasos centímetros del portal, el zumbido era ensordecedor. Durante unos instantes estuvo sobrevolando alrededor de los cuerpos, como un buitre carroñero. Caperucita podía sentir el aire que generaban las hélices. Una vez que el cazador hubo confirmado las bajas, se fue por donde había venido.

Cuando logró calmarse, salió de su escondite y reanudó la marcha. Anduvo durante varios minutos tirando del pesado carro con comida, todavía en shock, sin poder quitarse de la cabeza la imagen del chico asesinado que, justo antes de morir, la había mirado a los ojos en un intento desesperado por pedir ayuda. Caminaba mirando a un lado y a otro con nerviosismo, prestando especial atención al zumbido que alertaba de la presencia de cazadores. Pero los cazadores no eran el único peligro que la acechaba. Se encontraba ya a un par de manzanas de los bloques de pisos donde vivía su abuelita. Cruzó por una amplia avenida y a lo lejos vislumbró un grupo de personas en torno a unas luces anaranjadas. Enseguida le llegó el olor a quemado procedente de la hoguera. Había también coches a los que les habían extraído los asientos y colocado mantas gruesas y colchones para pasar la noche. Caperucita se ajustó la capucha y aceleró el paso para dejar atrás cuanto antes a la agrupación de mendigos infectados que, seguro, no dudarían en abordarla para hacerse con su botín. Ya estaba cerca de su destino. Podía ver el portal del edificio donde vivía su abuelita cuando empezó a percibir unos pasos tras ella. Eran unos pasos torpes y descoordinados que no le dieron buena espina. Caperucita se giró y vio una sombra siguiendo su rastro. Poco a poco fue aumentando el ritmo, tratando de alargar la distancia entre ella y la sombra. Hasta que echó a correr hacia el portal, tirando del carro con una mano y con la otra buscando las llaves en su bolsillo. Los pasos también aumentaron el ritmo. Caperucita los intuía tras ella, sonaban irregulares, enfermizos, desesperados, hambrientos y feroces. Eran los pasos de un depredador persiguiendo a su presa.
Alcanzó la puerta, introdujo la llave al primer intento pese al temblor que recorría su cuerpo y abrió. Entonces una garra la enganchó del brazo que sostenía el carro. Caperucita tiró con fuerza tratando de liberarse de su agresor que jadeaba y emitía gruñidos incomprensibles. El hombre le agarró la capucha dejando al descubierto su pelo castaño. El repugnante aliento de la bestia en su nuca le provocó náuseas. Consiguió librarse por un instante de las garras que la sujetaban y soltó un codazo que fue a impactar en la nariz del agresor que cayó al suelo aturdido. Aprovechando el instante de desconcierto, entró al portal y cerró la puerta tras ella.

Cuando estuvo a salvo tras la puerta reforzada con pesadas barras de acero, se giró y vio por primera vez al hombre que la había atacado. Era alto y delgado, tenía la cara alargada cubierta por mechones de pelo sucio y desaliñado, igual que su barba. Llagas y costras asomaban por su cuello. Y sus ojos desafiantes no desviaban la mirada de Caperucita. La observaba a través del grueso cristal, de manera obsesiva. Había algo sádico y salvaje en esos ojos. Algo que hizo que dudara si aquel hombre quería la comida que llevaba en el carro o pretendía devorarla a ella. Entonces se escuchó un zumbido lejano y el hombre salió corriendo. Caperucita rompió a llorar.

Al cabo de varios minutos, o quizás fueron horas, cuando reunió fuerzas para recomponerse, se secó la cara con su abrigo rojo y subió por el ascensor hasta el tercer piso, donde vivía su abuelita. Se encaró frente a la puerta y golpeó con los nudillos tres veces.

—¿Quién es? —exclamó una dulce y anciana voz al otro lado de la puerta.

—Soy Caperucita. Vengo a traerte la comida.

—¡Qué sorpresa! Me alegro mucho de escuchar tu voz, cariño. Deja que abra la puerta y me aparte para que puedas entrar —La abuelita descorrió el cerrojo, entreabrió la puerta y se alejó—. Adelante, Caperucita.

Entró y vio a su abuelita asomada al fondo del pasillo, sonriendo. Jamás hubiera imaginado el infierno que acababa de vivir su nieta. Había envejecido bastante desde la última vez que estuvieron juntas. Caperucita luchaba por reprimir la necesidad que sentía de ir corriendo hasta ella y abrazarla. Dejó la comida en la cocina y permaneció un rato charlando con su abuelita, manteniendo la distancia. Pero tenía que volver a casa antes de que se hiciera tarde.

Se aseguró de que no había nadie en la calle y salió del portal. Estaba oscureciendo y el camino de vuelta a casa le producía verdadero pánico. Caminó todo lo rápido que pudo, esta vez más ligera con el carro vacío. Las hogueras continuaban débilmente encendidas, pero no había nadie alrededor. Volvió a pasar por la calle donde había presenciado como ejecutaban a dos chicos. Curiosamente, los cuerpos ya no estaban. «¿Quién se los habrá llevado?», se preguntó.

Llegó a casa más rápido de lo esperado, pero aun así era demasiado tarde y su madre la esperaba nerviosa. Su padre continuaba en la cama. Cuando le preguntó por qué había tardado tanto, Caperucita respondió que se había quedado charlando con su abuelita y se había hecho tarde. Se desprendió de su abrigo, se quitó los guantes y la mascarilla y fue directamente a la ducha. Lavó concienzuda y minuciosamente cada rincón de su cuerpo con gel desinfectante, eliminando cualquier rastro de virus que pudiera quedar. No quería contarle a su madre lo sucedido. Todavía no. Ya tenía suficiente con el estado de salud de su padre. Tampoco quería revivir la experiencia así que fue a la cocina, fingió que cenaba algo y se fue a la cama. Aquella noche soñó que caminaba por un bosque y un lobo la perseguía. Caperucita huía, pero el lobo feroz terminaba devorándola. Desde entonces aquella pesadilla la visitaba todas las noches.

Por desgracia, las cosas empeoraron más. Esa misma semana su padre fallecía a causa del virus. Tras la pérdida de su padre, su madre entró en una profunda depresión. Se vio sola y desbordada. Así era cómo el virus mermaba psicológicamente a las personas. Muchas veían como sus seres queridos se iban y todos los esfuerzos por encontrar una cura eran en vano. El virus mutaba y se hacía más fuerte. La fecha de vuelta a la normalidad parecía cada vez más lejana en el tiempo y muchas personas perdieron la esperanza, lo que condujo a la desesperación y a la locura. El índice de criminalidad aumentó. El hambre, la violencia y los suicidios estaban a la orden del día. Asumiendo la responsabilidad con autentica madurez, la joven muchacha se hacía cargo de su madre y de llevarle la comida a su abuelita una vez por semana. Se acostumbró convivir con el miedo cada vez que realizaba el trayecto. A veces cambiaba el recorrido y daba un largo rodeo para evitar encuentros indeseados, pero siempre con la capucha roja cubriendo su cabeza y una mano sujetando el cuchillo que ocultaba en su bolsillo. En alguna ocasión se topó con cadáveres que apestaban la calle. No había rastro de aquel monstruo que le había atacado la primera vez. Sin embargo, no hubo un solo día en que no se sintiera observada.

Pasaron varios meses y la ciudad en la que vivía se convirtió en uno de los principales focos de infección del país. Desde la radio aconsejaban no salir a la calle durante las “tareas de limpieza” del ejército. No podían contener la bacteria mediante la ciencia así que los gobernantes optaron por aislar y eliminar el problema. Levantaron nuevos emplazamientos a las afueras de las ciudades para las personas que no estaban infectadas. Y que podían pagar la entrada, por supuesto. Aquellos que tuvieran dinero suficiente y superaran las rigurosas pruebas médicas podían ponerse a salvo tras la nueva ciudad amurallada. Caperucita y su madre pasaron un año muy duro, tuvieron que hacer un gran esfuerzo para ahorrar con los pocos ingresos que tenían y poder llevar a su abuelita con ellas.

 Al fin consiguieron reunir el dinero.

—Ya he realizado la transferencia, la semana que viene vendrán a buscarnos para las pruebas médicas y la evacuación —dijo Caperucita—, esta tarde le diré a la abuelita que esté preparada cuando vayan a buscarla.

Al cabo de media hora se encontraba frente a la puerta de casa poniéndose los guantes y la mascarilla. Cogió el carro, metió el cuchillo al bolsillo del abrigo, se puso la capucha roja y salió a la calle.

El cielo estaba cubierto y el aire soplaba frío. Le recordó a la primera vez que fue a llevarle comida a su abuelita. Esta vez, algo distinto flotaba en el ambiente. Una extraña sensación la invadía. Quizás porque esta vez era última que hacía ese recorrido.

Se desvió de su camino un par de veces para evitar a dos personas que parecían estar comiendo una rata. Había aprendido los atajos y sabía por dónde pasar para sortear las hogueras y los lugares donde se reunían los infectados. Llegó a su destino relativamente pronto, sin ningún sobresalto. Entró al portal, subió por el ascensor y se plantó en la puerta de la casa de su abuelita. Golpeó tres veces con los nudillos, como siempre.

—¿Quién es? —La abuelita tenía la voz tomada, algo más grave de lo normal.

«Puede que sólo sea un resfriado corriente», pensó Caperucita.

—Abuelita soy yo. He venido a traerte la comida y traigo además buenas noticias.

El cerrojo se deslizó y la puerta se abrió. Caperucita esperó unos segundos para dar tiempo a que su abuelita se alejara. Empujó la puerta y entró, pero su abuela no estaba al final del pasillo sonriendo. Algo no andaba bien.

—¿Abuelita dónde estás?

—Estoy en la cama, no me encuentro bien. Creo que estoy enferma —La voz de su abuelita sonaba demasiado áspera y desgastada—.Ven aquí y tráeme algo de comer.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Su abuela nunca hubiera permitido que ella se acercara estando enferma. Nunca se hubiera arriesgado a ponerla en peligro. Hubiera preferido morir en la cama. No cabía duda, aquella no era su abuelita.

—Ahora mismo voy abuelita.

Caperucita avanzó por el pasillo. Su mano tras la espalda sostenía el cuchillo con firmeza. La puerta de la habitación estaba abierta. A pesar de la poca luz pudo distinguir un bulto en la cama, bajo la sábana. Entró en la habitación y se acercó a la figura que parecía ser su abuelita en la cama. De repente, un olor nauseabundo inundó la estancia. Un desagradable olor que a Caperucita le resultaba familiar. Un hedor repugnante que había tratado de olvidar durante mucho tiempo. Era él. De repente, el monstruo se alzó imponente de debajo de la sábana.

—¡Cuánto tiempo, Caperucita! ¿Me reconoces?

Caperucita quedó aterrada y descompuesta al verlo: su cara estaba cubierta por una máscara hecha con la piel de su abuelita. Como una fiera se abalanzó sobre ella y ella reaccionó clavando el cuchillo en el costado. Salió corriendo de la casa y bajó por las escaleras hasta la calle. Pero el lobo la perseguía de cerca.

—Esta vez no escaparás. Voy a devorarte, igual que hice con tu abuelita.

Caperucita huía por las calles buscando ayuda. Presa del pánico y a punto de vomitar el corazón por la boca. No podía dejar de pensar: «Ese maldito lunático…Se la ha comido». Dobló una esquina y, a lo lejos, apareció en el cielo un cazador. Corrió hacia él gritando para llamar su atención. Entonces sintió cómo las zarpas del lobo la apresaban y la derribaban contra suelo. Luchaba con todas sus fuerzas por zafarse pero el golpe contra la acera la había dejado aturdida. Casi inconsciente, podía sentir al lobo sobre ella, hundiendo sus colmillos enfermos en la piel y desgarrando la carne. Entonces escuchó un zumbido acompañado de disparos y el lobo cayó abatido. Pero ya era tarde; sentía cómo el calor la abandonaba con cada gota de sangre que brotaba de su cuerpo a borbotones. Caperucita yacía en el suelo tiñendo de rojo la acera. Cerró los ojos y se dejó llevar hacía la oscuridad.

—Caperucita, Caperucita…

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