Relato 50 - EL PREDICADOR

El Predicador penetró en la urbe envuelto en un cauto silencio que parecía adherido a su condición de hombre errante; la causa que originaba su discreción podía atribuirse a las desagradables experiencias que había tenido con los Vigilantes, sin duda aquellos incidentes lo habían transformado en un hombre taciturno que antes de manifestarse observaba atentamente las condiciones que imperaban a su alrededor antes de iniciar su prédica, pues no deseaba que se repitieran las desagradables circunstancias que le habían convertido en un proscrito, señalado por intentar transmitir el fragmento de verdad que llevaba consigo. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido su memoria todavía conservaba las imágenes de aquel episodio terrible que casi le cuesta la vida: todo había ocurrido durante una noche de plenilunio, semejante a esta, justo en el momento en el que sus dotes oratorias habían conseguido reunir una buena cantidad de prosélitos potenciales.

Para su desgracia un vigilante aeromóvil termino descubriendo aquella aglomeración clandestina, y descendió en picado del cielo nocturno para poner orden en las cosas de la tierra. La aparición de aquella nave ahuyentó a su auditorio, y pronto el vacío se hizo a su alrededor, entonces una pareja de Vigilantes enmascarados emergió del aeromóvil y avanzó impetuosamente hacia el con la intención de aprehenderlo, y aunque el Predicador intentó refugiarse entre los frondosos árboles de un parque cercano, no consiguió hacerlo y resultó alcanzado por una andanada de proyectiles incapacitantes disparados por la pareja de Vigilantes que lo había ubicado.

 En ese momento sintió como su cuerpo iba languideciendo hasta quedar completamente quieto, los Vigilantes se acercaron y lo transportaron en vilo hacia el interior del aeromóvil que esperaba el momento para volver a despegar. Cuando estuvo adentro, la conciencia volvió a él por momentos, y percibió la respiración entrecortada de los otros detenidos; de cada uno de ellos emanaba cierta desesperación ante la inminencia del encierro, y los frecuentes interrogatorios que pretendían establecer la culpabilidad del acusado, pero los Vigilantes no le habían deparado ese destino.

Y en aquel instante una venda cubrió sus ojos anulando momentáneamente su percepción del mundo exterior; a continuación, una leve conmociona agito su cuerpo maniatado mientras el aeromóvil volvía a aterrizar sobre una de las tantas playas que la naturaleza había desparramado por estos lares. Entonces, el Vigilante que estaba a su lado le arranco la venda conminándole, al mismo tiempo, para que empezara a despabilarse, y el ruido provocado por las olas que se acercaban a la playa se hizo más violento y tangible. Se hallaban cerca del mar, y pronto él se encontraría bajo las aguas del océano, porque la pareja de Vigilantes que lo tenía sujeto le obligó a sumergir la cabeza bajo aquel líquido salobre que empezaba a penetrar insidiosamente a través de sus fosas nasales.

 Realmente soportar todo aquello significaba una prueba que estaba obligado a pasar si deseaba seguir viviendo pues su cuerpo había sido adiestrado para imitar la apariencia de la muerte, de ese modo consiguió engañar a los Vigilantes encargados de torturarlo, quienes amedrentados por su aparente deceso arrojaron su cadáver a las frías aguas del océano. El Predicador esperó pacientemente a que el aeromóvil se alejase lo suficiente hasta convertirse en un punto brillante más del cielo, para emerger de las aguas y encaminarse nuevamente hacia los dominios de la urbe cuya policía lo había tratado con tanta vesania. Desde el cielo, y casi perdido entre el diminuto fulgor de las estrellas, las toberas del aeromóvil parecieron emitir un tímido guiño de sorpresa ante aquella inexplicable resurrección.

Y ahora volvía a recorrer las avenidas de esta urbe escudriñando, con cierta desconfianza, aquella masa de rostros heterogéneos, pálidos, cobrizos y aceitunados que llenaban todos los ámbitos de la ciudad con el rumor de su conversación. Aquel abigarrado mestizaje, característico de esta parte del mundo, le recordó la complejidad de su tarea, pues debía dirigirse a personas que pertenecían a un mundo monolítico que carecía de contradicciones. 

En aquel momento, el Predicador decidió detenerse para iniciar nuevamente su labor de adoctrinamiento, pues había sentido que la verdad que habitaba en su mente empezaba a aflorar, y precisaba comunicársela a todos los humanos capaces de entenderla; sin embargo la indiferente acogida de los circunstantes modero su ímpetu, pero era necesario no amilanarse y seguir adelante para transmitir su conocimiento acumulado a esa turba de cráneos rapados que lo miraban como si fuera una entidad extraña al mundo en el cual vivían. Definitivamente aquel argumento basto para convencerlo de que era imperioso ponerse a predicar de nuevo.

Eligió para tal fin lo que su memoria recordaba con el arcaico nombre de Casa de la Cultura, el solar que ocupaba aquella fenecida construcción se presentaba ante sus ojos como una palpable ruina colocada en medio de un océano de arquitectura vanguardista. Para los citadinos aquel terreno rememoraba un episodio de la Gran Revuelta contra el Estado durante la cual el paroxismo de la turba había destruido los jardines que rodeaban la antigua casona en su pretensión de arrancar las placas conmemoratorias de los pedestales que sostenían aquellos bustos inertes que miraban al infinito.

 Después aquellos vándalos habían procedido a desfigurar los retratos de los arquetipos de la cultura académica: una hoguera había oscurecido el abigarrado mural que presidia la explanada donde se efectuaban las ceremonias protocolares dejando sobre la pared la sinuosa huella del fuego que había incinerado todos los libros arrancados de las bibliotecas de la ciudad. Mientras hacían esto, el cabecilla de los inquisidores había proferido palabras despectivas para justificar la dureza de su acción: “Los libros-decía el-solo sirven para conservar el pensamiento de un individuo embelesado por sus propias utopías. Por tanto, consideramos nocivo para la sociedad en general que un ciego quiera ponerse a la cabeza de un rebaño de gente tan ciega como el “

En su fuero interno, el Predicador concedía un poco de razón a este argumento, pese a la cantidad de años que habían transcurrido desde el triunfo de la Gran Revuelta; ahora se vivía en una época en la que las teorías de antaño se habían simplificado para ponerse al alcance de la masa que acudía en tropel a las terminales de navegación que la Criptarquia había puesto a disposición de todos para modelar la conciencia de sus súbditos. El propósito de esta medida era evitar el afloramiento de pensamientos díscolos ente aquella generación nacida bajo su férula, así sentados ante la holopantalla los cráneos rapados podían confirmar, sirviéndose de los datos en línea, una imagen convincente de la estabilidad del sistema que habían surgido después de la Revuelta, es más parecía que aquellas mentes inexpertas solo anhelaban permanecer en esa burbuja de inmediatez que eludía el cuestionamiento de aquel éxtasis casi permanente. Viendo las cosas desde esta perspectiva, era evidente que el abismo que divorciaba a la especie humana de la información que la hacía libre se había hecho más profundo.

Y ahora mismo, el Predicador se encontraba un tanto avergonzado de contemplar los alardes eróticos de los cráneos rapados a los que pretendía dirigir su mensaje; realmente aquellos hombres parecían más preocupados en organizar su próxima orgia que en prestar atención a las palabras del anciano que se había puesto ante ellos como si pretendiera convencerlos de algo que estaba fuera de su entendimiento .Pese a todo, el Predicador se animó a pronunciar las primeras palabras de su discurso: “La gran Utopía de los pensadores del pasado radicó en propiciar la instauración de una sociedad justa apelando a la modificación del equilibrio político a favor de los estratos más bajos de la pirámide social. Y aunque, en la actualidad, las tensiones han desaparecido sustituidas por esta seductora ilusión de sensualidad en la que viven me dirijo a ustedes para revelarles que todo no es más que una ficción hábilmente urdida por ese Estado al que les enseñaron a aborrecer, y que todavía maneja el hilo de sus existencias desde la sombra. Deben saber que simplemente la autoridad ha mutado asumiendo una forma menos evidente, de acuerdo a los tiempos que se viven; pero su intención sigue siendo la misma que perseguía en el pasado: perpetuarse en el manejo de esta realidad sirviéndose de un sutil mecanismo de coacción…”

Mientras hablaba el Predicador sentía que sus palabras lo estaban transformando en el catedrático que había sido antes de que la Gran Revuelta destruyera enteramente los cimientos del antiguo sistema educativo, sin embargo, lo que más lo emocionaba era suponer que su prédica podría dar fruto en las mentes de aquel rebaño semidesnudo de hombres y mujeres que lo miraban con curiosidad. Y aunque no podía afirmarlo, la enigmática expresión de sus rostros pareció indicar que algo estaba ocurriendo dentro de sus mentes, en ese momento el Predicador quiso encontrar un adjetivo lo suficientemente versátil que reflejara la emoción del triunfo que sentía venir después de años de fracasos. La longitud del suspenso le produjo, a su vez, una enorme turbación que no pudo disimular pese a que, en apariencia, se encontraba concentrado en lo que estaba diciendo.

De manera inesperada, advirtió que los sonidos de las palabras que estaba pronunciando no eran percibidas por su oído ni por nadie más, y empezó a desesperarse pues entendió que los malditos Vigilantes estaban estropeando su capacidad para transmitir su pensamiento pues ahora toda la zona donde se enclavaba la ruina se había convertido en un lugar silencioso por obra de los Vigilantes que lo monitoreaban desde las sombras .La sensación de peligro le aconsejó que se dispusiera a huir, pero sus reflejos no fueron lo suficientemente agudos para hacerlo, pues de nuevo sintió como su cuerpo volvía a adormecerse por obra de los proyectiles lanzados por algún francotirador vigilante .Cuando volvió en sí, se encontró nuevamente en el interior de otro aeromóvil, y por la conversaciones que alcanzó a escuchar se había enterado que le esperaba un destino ciertamente horrible, pues el Coordinador de los Vigilantes no solía perdonar a quien se atrevía a poner en ridículo a sus hombres; sin embargo nada de eso le importaba pues sabía que lo estaban llevando directamente a la cámara de incineración. Había advertido de que su pensamiento se hallaba desfasado en este mundo adicto a las comunicaciones mediáticas; jamás encontraría ninguna mente dispuesta a escucharlo, incluso los Vigilantes que lo rodeaban estaban condicionados para admitir como un dogma la senda rigurosamente vertical que la Criptarquia había diseñado para alejarlos de los discursos de pensadores del milenio anterior.

 

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