Relato 47 - El extraño hijo

EL HIJO EXTRAÑO

 

Para mi mujer, el parto de Luisito fue un proceso largo y complicado, además de doloroso. Tanto, que Amanda decidió que no traería ningún niño más al mundo. Pensaba que el esfuerzo merecía la pena, naturalmente, pero sentía miedo a tener que pasar por aquel calvario otra vez, así que me obligó a mí a hacerme la vasectomía.

Siendo bebé, Luisito no quería comer, lloraba constantemente y siempre estaba muy delgado. A pesar de todo, nos las arreglamos para sacarle adelante. Manifestó gran precocidad, pues comenzó a hablar con sólo un año de vida. Y enseguida se puso a caminar por el jardín. Amanda lo vigilaba constantemente, no fuera a terminar en la piscina, y solía decir, cada vez que tropezaba e iba a parar al césped: “Ahí está nuestro ángel, caído en mitad del jardín”. Aunque resultaba un poco cursi, nunca se lo recriminé. Aquello debía ser lo más parecido a la felicidad, y cuando uno es feliz siempre dice alguna tontería.

En su precocidad, Luisito nunca gateó; pasó directamente de la cuna a tambalearse por los alrededores del chalé en el que vivíamos, hasta que, finalmente, logró equilibrar su cuerpo y caminar con seguridad, para correr enseguida como un loco, dando vueltas a la casa una y otra vez, chillando cosas ininteligibles. En el colegio se destacó pronto por sus extravagancias; no se integraba en la clase, le costaba hacer amistades y los demás niños se reían sin compasión de él. En una ocasión, por ejemplo, se quitó toda la ropa que llevaba puesta en mitad del aula, “porque no le gustaba el uniforme del colegio”. Llevamos a Luisito a la consulta de un eminente especialista, el doctor Roberto Víquez, que era psicólogo infantil y psiquiatra, y se manifestó profundamente interesado en su caso. El doctor Víquez descubrió lo que le sucedía por casualidad, al ofrecerle al niño un caramelo de eucalipto. El niño, palpándolo con los dedos, decía que sabía a menta, y al metérselo en la boca, “que lo notaba pegajoso”. Pruebas más exhaustivas llegaron a probar que Luisito era víctima de un extraño trastorno.

—Es extraño, señor Cifré —explicó el doctor Víquez—, pero lo que le pasa a su hijo es que tiene intercambiados los sentidos del tacto y del gusto.

Teníamos que haberlo imaginado, pues el niño manifestaba costumbres sumamente desagradables. Solía pasar la lengua por los muebles, por el suelo y por cualquier objeto que se encontrara cerca de él, con el consiguiente riesgo de que contrajese alguna enfermedad grave. No obstante, Luisito disponía de un poderoso sistema inmunitario y de una salud de hierro, que le libraba del contagio probable de todo tipo de virus, bacterias y hongos, al pasar la lengua por todas partes. Nosotros le reñíamos para que no lo hiciera, aunque el doctor nos aconsejaba que dejáramos a su alcance algunos objetos, previamente esterilizados, que pudiera lamer y chupar. La lengua era uno de los puntos de contacto que nuestro hijo tenía con el universo exterior, y si le castigábamos cada vez que trataba de poner en acción su desviado sentido del tacto, corríamos el riesgo de que el estado mental de Luisito saliera perjudicado y se volviese autista o catatónico.

—Y eso no es todo, señor Cifré… —continuó el doctor Víquez.

—¿Qué pasa? —pregunté yo, alarmado.

—La resonancia magnética ha revelado que su hijo tiene una estructura cerebral extraña, única en el mundo. Su cerebro no está dividido en dos mitades, unidas por el cuerpo calloso. De hecho, carece de cuerpo calloso; en realidad, su cerebro es una única masa, cuya organización escapa a nuestra comprensión. Si el cerebro humano es un enigma, imagínese el que posee su hijo…

Algo ingenuamente —aunque se trataba de una reacción razonable, dadas las circunstancias—, su madre preguntó:

—¡Ay, doctor! ¿Y lo que le sucede a nuestro hijo es grave?

El doctor Víquez se mesó entonces la barba, pensativamente, como sopesando la respuesta que tenía que dar a aquella cuestión.

—Bueno… Luisito es un niño sano, señora Cifré. Su cerebro aún se está formando y, a la vez, está en pleno aprendizaje. Hay que darle tiempo. Yo creo que este niño, un día, asombrará al mundo.

La verdad era que no sabíamos qué pensar. Amanda siempre sospechó que habíamos concebido a Luisito una vez que pasamos una noche, al aire libre, en un pesebre abandonado del pueblo de sus padres. Era verano y había unas extrañas luces en el cielo. No eran platillos volantes ni nada parecido; se trataba más bien de un curioso resplandor, una extraña luminosidad que volvía gris la oscuridad nocturna. Y cuando las rarezas de Luisito comenzaron a manifestarse, Amanda solía recordar aquel episodio, como dando forma a una sospecha vaga, la sospecha de que se había producido algún fenómeno ominoso, incomprensible. Entonces yo tenía que tranquilizarla y procuraba reírme de aquellas tonterías, aunque poco a poco mi risa se fue volviendo, cada vez, más hueca.

De todas maneras, el intercambio de los sentidos del tacto y del gusto de Luisito constituiría sólo un episodio temporal. El niño, en aquella época, se empeñaba en tocar la comida con las manos, porque esa era la forma de saborearla. Y, habiéndola saboreado, resultaba difícil animarle a que se la tragase, por más que le explicáramos que la necesitaba para seguir creciendo y desarrollándose. Estaba muy delgado. Además, desarrolló un carácter arisco; se convirtió en un ser frío, insociable. La más leve caricia de su madre era suficiente para enfurruñarlo. A veces, se negaba a comer durante días. Chillaba por cualquier contrariedad, lo que a mí me sacaba de quicio. En tales momentos me entraban ganas de molerlo a palos, si debo ser completamente sincero; pero el doctor Víquez, por supuesto, contraindicó cualquier forma de castigo corporal. Inesperadamente, Luisito comenzó a tocar las cosas en lugar de chuparlas o lamerlas y se alimentó, a partir de entonces, de una forma más o menos normal.

El niño comenzó a dar entonces muestras de una inteligencia extraordinaria. Roberto Víquez dictaminó que era un superdotado, aunque su curiosidad se manifestó también muy singularmente. Primero aprendió matemáticas; durante meses, su estudio le ocupó todo el tiempo de que disponía. Lógicamente, nosotros estábamos preocupados, porque pensábamos que lo normal, en un niño, era ponerse a jugar con otros compañeros de su edad. Sin embargo, para Luisito, los partidos de fútbol y jugar a policías y ladrones o a las canicas, eran entretenimientos que le decían muy poco y que le aburrían sobremanera.

—No se preocupe, señor Cifré —me decía en una ocasión el doctor Víquez. Habíamos dejado a Luisito en una habitación anexa, estudiando la hipótesis de Riemann (según la cual la secuencia de aparición de los números primos tendía a seguir el comportamiento de una función matemática llamada zeta), para poder hablar del niño sin que estuviera presente—. Su hijo es muy especial. Su intelecto es único. Y su manera de jugar es esa: estudiar matemáticas.

Después de las matemáticas, vino el estudio de la Teoría de la Relatividad Restringida. Luisito exigía que le suministráramos libros cada vez más voluminosos y costosos. Comencé a llevarle todas las tardes a la biblioteca pública. Había veces en que el niño, quizá cansado de aquellos volúmenes, aunque fuera momentáneamente, se ponía a correr alrededor de una mesa, riendo y saltando, dando vueltas y vueltas alrededor de ella, interminablemente, mientras entonaba una especie de cántico que, al parecer, se había inventado. Yo no me atrevía a recriminarle aquel comportamiento dentro de la biblioteca, por cuanto parecía ser lo más parecido a un juego infantil que Luisito se permitía, de vez en cuando. Tenía cinco años, y Amanda, mirándolo, seguía refiriéndose a él como “nuestro ángel caído en medio del jardín”.

Amanda tenía miedo de que el estado nos quitara a nuestro hijo para internarlo en un centro de educación especial para superdotados, pues en el colegio normal se aburría. Aquello significaría que dejaríamos de verle la mayor parte del tiempo; no obstante, si eso llegaba a suceder, yo estaba dispuesto a dejar mi trabajo y buscar otro, aunque estuviese peor remunerado, con tal de permanecer cerca de Luisito. Recuerdo que solíamos recoger el correo del buzón con miedo; temíamos que, entre las cartas del banco, las de los parientes y las facturas, hubiese una misiva en la que se nos conminase a inscribir a nuestro hijo en un centro de educación especial; y cualquiera de esos centros estaba muy lejos de donde vivíamos.

Después de varias obras voluminosas sobre astronomía, vino el estudio de las ciencias ocultas. En el supermercado del barrio, donde hacíamos las compras cada semana, había una estantería de libros baratos sobre ocultismo. El interés que tenía la gente común en comprarlos, a mí, desde luego, se me escapaba. Y mucho menos, el interés que manifestó Luisito por aquellos libracos, pues se suponía que el niño disponía de un cerebro privilegiado, según nos había explicado el doctor Víquez más de una vez: “una mente que se encuentra muy por encima de nuestro nivel”. Allí, al lado de las frutas y de las verduras, se encontraban mamotretos como El Misterio de las Catedrales de Fulcanelli o ediciones facsímiles de antiguos grimorios medievales. Cierto día, que Luisito estaba enfrascado en el estudio del Malleus Maleficarum, o Martillo de las Brujas, de Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, cogiéndome por sorpresa, me preguntó:

—¿Lucifer y sus seguidores hacen el mal con el permiso de Dios?

Yo no supe que responderle. Supongo que por aquella época yo mismo aburría ya a mi hijo, pues la única forma que tenía de responder a sus preguntas era llevándolo de nuevo a la consulta del doctor Víquez. El buen doctor no parecía compartir nuestros temores y nos pedía paciencia. Resultaba difícil, porque aquella nueva chifladura de Luisito sobre los tratados de demonología ponía los pelos de punta a su madre. La frialdad, la falta de cariño que Luisito manifestaba hacia nosotros parecía comenzar a hacer mella en Amanda. De hecho, me parecía que estaba al borde de una depresión nerviosa. El doctor Víquez recomendaba:

—Dejen que el niño se manifieste. Tienen ustedes que aceptar el hecho de que nosotros, que tenemos un intelecto muy inferior al suyo, no podremos nunca llegar a entenderle. Jamás podremos imaginar lo que Luisito puede llegar a sacar en conclusión de esos librotes, que aparentemente para nosotros no tienen ningún valor.

—Pero, ¿usted cree que es normal que un niño de siete años hojee un libro en el que se habla de la existencia de ciertos demonios, que para volver a pasearse por la Tierra requieren que se efectúe un sacrificio humano a la luz de la luna llena…?

—Recuerde que Luisito está mucho más adelantado y maduro para la edad que tiene. Quizá el niño quiera hacer un estudio de las supersticiones en el ser humano. O bien, quizá encuentre nuevas respuestas a la cuestión de la metafísica del Mal, que lleguen a iluminar a la humanidad. ¿Es posible que un Dios que nos ama haya consentido que Hitler acabara con la vida de seis millones de seres humanos? Quién sabe si su hijo, a través de esas obras, llegue a proporcionar nuevas respuestas a preguntas como esa. Y que conste que sólo estoy haciendo suposiciones. Pero lo esencial es que no coarten ustedes sus tendencias a menos que trate de hacerse daño a sí mismo. Hay que darle tiempo…

—A veces, resulta difícil, doctor —explicaba yo—. Tiene, de repente, reacciones muy extrañas. Hay ocasiones en las que se pone a dar vueltas y más vueltas, corriendo alrededor de una mesa o de una silla, mientras profiere unos chillidos raros, como si estuviese inventándose un nuevo lenguaje. Una vez le dije esto mismo…

—¿Ah, sí? —preguntó Víquez—. ¿Y qué respondió Luisito, señor Cifré?

—Dijo que era verdad; que era cierto que había inventado un nuevo lenguaje. El Desesperanto, dijo, y se echó a reír como un loco. Estamos al borde de una crisis, doctor. Mi mujer ya no quiere a Luisito; creo que detesta al niño. Por lo menos, diría que le pone los nervios de punta.

—Siento oír eso, señor Cifré —dijo Víquez—. Puedo recetarle a su esposa un ansiolítico. Sin embargo, tienen que tener mucha paciencia con este niño…

—Y la tenemos, doctor, no crea usted. Pero cuando se pone a dar carreras alrededor de una mesa, o de cualquier otra cosa, chillando frases en Desesperanto, como él dice, en medio de la biblioteca, tengo que exigirle que guarde silencio. Le advierto que, con su comportamiento, nos echarán a la calle y se quedará sin libros; al menos, esa advertencia da algún resultado.

—Eso contribuirá a la formación del super ego —declaró Víquez, crípticamente—. Dese usted cuenta, señor Cifré, de que su hijo constituye un milagro viviente. Con la capacidad que tiene, Luisito aportará grandes bendiciones al género humano, estoy seguro de ello, si dedica su mente a hacer el bien.

El doctor no quiso discutir la otra posibilidad, considerando, quizá, que yo podría considerar de mal gusto cualquier comentario en ese sentido, y le agradecí su delicadeza. Eso fue el verano pasado. Durante aquel fatídico mes de junio, “nuestro ángel caído en medio del jardín” se pasaba las horas muertas debajo de una sombrilla, estudiando con ojos ávidos un facsímil de un libraco que se llamaba La Llave Menor de Salomón, también conocido como Lemegeton Clavicula Salomonis; se trataba de un grimorio anónimo del siglo XVII, una de las más conocidas obras sobre Demonología que existen, incluyendo textos compuestos, en su mayoría, durante la baja edad media: quizá el más célebre de ellos sea el titulado Pseudomonarchia Daemonum de Johann Weyer. Yo estudié la posibilidad de hacer las compras en otro establecimiento, o evitar que el niño nos acompañara a hacerlas, cuando descubrí que, al parecer, en todos los supermercados cercanos tenían alguna sección de mamotretos del mismo género. Además, Luisito no era ningún tonto y si quería seguir leyendo aquellas pamplinas nada en el mundo le disuadiría de hacerlo.

Los libros sobre ocultismo, y los cánticos que, de repente, entonaba el niño en Desesperanto, seguían crispando el ánimo de Amanda. Yo, por mi parte, no estaba tampoco gozando de mi mejor momento, anímicamente hablando. Con la recesión económica que estaba sufriendo toda Europa, cada vez se vendían menos coches en nuestro país; con menos coches vendidos, cada vez se hacían menos seguros; y todo el mundo se estaba preguntando de dónde recortar gastos y a quién despedir. Para colmo, aquel mes estaba haciendo un calor excepcional, y yo andaba liado con la declaración de la renta, que para mí supone un fastidio y un engorro todos los años. Últimamente, Luisito se había aficionado a echar a sus carreras contorneando el borde de la piscina; daba vueltas y vueltas interminablemente, como solía hacer alrededor de alguna mesa en la biblioteca pública. Corría y seguía corriendo, enloquecido, mientras profería sus cánticos, que eran una mezcla del Desesperanto y de lo que había aprendido en los facsímiles de los grimorios, y que tanto herían los oídos de su madre; y los míos también, porque así no había quien se concentrara. Solía entonces llamarme, para que acudiera a jugar con él: “¡Papá, ven a jugar conmigo a la piscina! ¡Ven!” Pero yo solía estar demasiado ocupado para atenderle, a pesar de que, en tales ocasiones, Luisito, que tenía un carácter tan huraño, nos llamaba a mí o a su madre para algo más que no fuera alimentarle o proporcionarle más libros. Y en una ocasión, habiendo tecleado por tres veces la misma operación aritmética en la calculadora, sin que la pantalla de cristal líquido arrojara el resultado previsto, arrojé airado el lápiz contra el césped y, levantándome de la silla, le grité al niño:

—¡Luis! ¿Cuántas veces te he dicho que no te pongas a corretear por el borde de la piscina? ¡Te he advertido una y mil veces que es peligroso!

Lo que sucedió entonces se quedaría grabado en mi mente con la fuerza de una foto fija. Luisito continuó corriendo, sin tener ninguna intención de obedecerme; pero, mientras corría, se volvió para mirarme, y algo en la expresión de sus ojos hizo que se me detuviera el corazón. Una risa curvó sus labios, pero no era la risa de un niño, sino la de un anciano, con incontables años de existencia a sus espaldas. Mirándome así, el niño dejó de prestar atención al borde de la piscina; en uno de los ángulos, trastabilló, tropezó y se golpeó la cabeza con el bordillo, cayendo a continuación al agua. El cuerpo del niño se fue hundiendo, inánime, con la delicada gracia de un ángel, descendiendo lentamente hacia el fondo. Un rastro carmesí le seguía, saliendo de su cabeza. Derribé la mesa y, sin preocuparme de que las facturas que estaba revisando fueran arrastradas por el ligero levante que soplaba aquel día, di varias zancadas hasta la piscina y me zambullí en ella. Buceé furiosamente hasta el cuerpo de mi hijo sin creerme que aquello pudiera estar sucediendo. Siempre parece que las desgracias les ocurren a los demás y que nunca se cebarán en uno. Saqué a Luisito del agua; se encontraba inconsciente pero respiraba. Comencé a llamar a su madre a gritos, mientras depositaba el cuerpo del niño al borde de la piscina y lo envolvía con una toalla. Amanda acudió corriendo y se puso a gritar y a llorar, mientras estrechaba el cuerpo de su hijo, besándole la carita con ansia, como tratando de despertarlo. El aborrecimiento que había venido experimentando hacia Luisito parecía haberse disipado ante el infortunio. No hizo falta explicarle lo que le había sucedido al niño; lo comprendía perfectamente. Tuve que gritarle que dejara a Luisito tumbado, porque si se había lastimado la columna vertebral con el golpe, no sería buena idea zarandearlo de un lado a otro como ella lo estaba haciendo. Pero Amanda no parecía oírme. Para entonces veía la escena borrosa; mis ojos estaban cubriéndose de lágrimas. Busqué el móvil y comencé a teclear el teléfono de la asistencia sanitaria. Mis dedos apenas me respondían, por lo que no fue hasta el tercer intento cuando logré marcar correctamente el número.

 

La ambulancia llegó; los enfermeros introdujeron el cuerpo inmóvil del niño dentro, y luego entramos nosotros y partimos hacia el hospital. La estrecha cabina del vehículo nos obligaba a mantenernos abrazados, mientras mirábamos, llorando, las operaciones que el médico de guardia estaba realizando ya sobre Luisito: levantaba un párpado del niño, encendía una pequeña linternita y comprobaba si la pupila se dilataba y se contraía. De la expresión del rostro del facultativo nada se podía deducir que pudiera darnos esperanzas. En cuanto llegamos al hospital, los enfermeros sacaron la camilla en la que reposaba el cuerpecito del niño con infinitos cuidados; y luego, corrimos por los asépticos pasillos grises hacia la zona de urgencias. Nos dijeron que esperáramos y nos dispusimos a aguardar sentados en un lóbrego pasillo.

—Se pondrá bien, ya lo verás. Se pondrá bien —repetía yo, y no sé si trataba con ello de convencer a Amanda o a mí mismo.

Amanda, por su parte, no era capaz de pronunciar una palabra.

Transcurrió una eternidad, constituida por minutos u horas, hasta que un médico, distinto al que se encontraba atendiendo a Luisito en la ambulancia, se detuvo delante de nosotros. Mi vista fue recorriendo la bata blanca, impoluta, hasta que se detuvo en una plaquita cuadrada, en el lado izquierdo del pecho, que le presentaba como “Dr. Roberto Víquez”. Debido al estado de nervios en el que me encontraba no le había reconocido hasta entonces. Con un hilo de voz, el doctor Víquez nos dijo:

—Pasaba por el hospital para recoger unos informes, cuando escuché que alguien pronunciaba el nombre de su hijo: “Cifré, Luis”. Pregunté lo que le había sucedido al niño. Lo siento mucho.

Lo miré; parecía sentirlo verdaderamente. Para él, Luis debía ser como un diamante que, de pronto, se había roto y había perdido todo su valor, convirtiéndose en vulgar vidrio. Pero, observando su rostro, me pareció que era algo más que eso; realmente se compadecía de nuestro dolor, aunque aquello no sirviese para mucho.

—Luis presenta un traumatismo cráneo-encefálico severo —anunció, consultando alguna cosa en el interior de las carpetas que llevaba en los brazos, o quizá buscando valor para decirnos lo que nos tenía que decir, pese a que se supone que los médicos deben estar acostumbrados a pasar por aquellos trances—. Un TCE es una forma de patología cerebral causada por un daño físico en el encéfalo como consecuencia de un golpe traumático. En otras palabras: una lesión en las estructuras craneales a causa de un agente mecánico externo. El pronóstico de Luis es reservado…

—¿Y eso qué quiere decir, doctor? —preguntó Amanda, con la voz quebrada y los rastros, ya secos, de las lágrimas, a ambos lados de la cara—. ¿Se pondrá Luis bueno de nuevo? ¿Qué va a pasar?

—Es difícil decirlo —dijo el facultativo entonces, meneando la cabeza—. Además, yo no soy neurólogo. Su hijo tiene el cráneo fracturado; acaban de hacerle un TAC. Lo único que puedo decirles es que el equipo que está atendiendo al niño está formado por excelentes profesionales, que intentarán minimizar el daño ocasionado. Luego, habrá que ver cómo reacciona Luisito. Las próximas horas serán decisivas. Ahora mismo, estamos en las manos de Dios.

Amanda volvió a sentarse en la silla que ocupaba, incapaz de seguir de pie. Aunque, más bien, se derrumbó sobre ella: las piernas se negaban a seguirla sosteniendo. Me senté junto a ella y la abracé, mientras el doctor Víquez desaparecía al fondo del corredor.

 

Luis volvió a abrir los ojos solamente una vez, por un instante; no sé si recuperó la consciencia o no. Murió aquella misma noche de la lesión recibida al golpearse la cabeza contra el borde de la piscina. Se encontraba conectado a unas máquinas electrónicas en la unidad de cuidados intensivos, con una multitud de rayas de distintos colores que iban dejando una impresión digital de sus constantes vitales. De pronto, se incorporó a medias en la cama y, abriendo los ojos, nos miró con aquella extraña expresión que había tenido en la piscina; no era la mirada de un niño, sino la de alguien cuya edad fuera imposible de determinar. Me pareció la mirada de un viejo; y me sonrió. Pero la sonrisa no era agradable ni simpática y me provocó un vuelco en el estómago. Podía ser, sin embargo, que me lo hubiese imaginado todo. O que Luisito hubiera vuelto, mentalmente, a recobrar el aire travieso que había tenido mientras corría por el borde de la piscina, desobedeciéndome, justo antes de darse aquel terrible golpe.

Luego, el niño volvió a cerrar los ojos y las rayas de distintos colores que representaban los monitores se volvieron planas y el pitido que emitían se convirtió en un zumbido continuo. No nos podíamos creer que nuestro hijo se estuviera muriendo, mientras los médicos se atareaban, aturrullados, tratando de reanimarlo. Y no nos podíamos creer tampoco que nuestro hijo estuviera muerto, mientras lo enterrábamos en el cementerio mancomunado dos días después.

 

Hay parejas que, después de haber pasado por la experiencia de ver morir a un hijo, son capaces de rehacerse, mirar hacia delante y volver a tener otro, o más de uno. Nuestro caso no fue de esos. Nuestra unión se deshizo rápidamente; las peleas entre nosotros se producían desde la mañana hasta la noche, por cualquier tontería. Amanda seguía siendo una mujer atractiva, y aún era joven; así que, pocos meses después de que Luisito muriera, ella se acabó refugiando en los brazos de un abogado dos o tres años más joven, al que conocía desde la época de la universidad y con el que, al parecer, se había seguido viendo para tomar algún café que otro durante los años en que estuvimos casados.

Yo seguía queriendo a Amanda, pero sabía también que pensar en ella era ya un ejercicio inútil, además de doloroso. Ella había decidido entregarse a otro hombre y, contra eso, cualquier cosa que yo intentara sería empujarla aún más en su decisión. Por tanto, me quedé solo en aquella casa en la que primero habíamos sido felices y, luego, completamente desgraciados, sin saber en qué ocupar las horas. Me di a la bebida para mejorar mi estado de ánimo.

Mi trabajo se resintió. Cada vez era más descuidado y olvidaba cosas que antes no tenía ni que apuntar en la agenda. Cometía errores en los que no caían ni los aprendices. Los compañeros me miraban de soslayo y meneaban la cabeza, compadeciéndose de mí. En una ocasión, me descubrieron haciéndole los honores a una botella de güisqui en los lavabos. Eso, y mandar a tomar por culo a mi jefe, delante de media plantilla, acabó de lograr el efecto que quizá yo había estado buscando provocar, consciente o inconscientemente: que me despidieran del trabajo. Y, efectivamente, fui despedido sin ninguna ceremonia.

A pesar de que me lo había buscado, caí en una profunda depresión. Ahora yo ya no salía de aquella casa agobiante en todo el día, salvo para comprar pizzas congeladas, salchichas y otros alimentos precocinados, y güisqui. Tenía dinero para tirar durante algún tiempo; y, luego, ya vería. Cuando veía a alguna de nuestras antiguas amistades, invariablemente solía decir lo mismo: que necesitaba tiempo para reflexionar y que estaba escribiendo una novela. Naturalmente, tanto una cosa como la otra era mentira y la gente se daba cuenta de ello. Lo último que necesitaba yo en el mundo era mantenerme reflexionando todo el santo día; necesitaba hacer algo constructivo, que me sacara de aquel marasmo. Pero, ¿qué? Yo nunca había tenido talento ni para escribir una redacción de secundaria, cuanto menos una novela.

Aquellos encuentros casuales con mis amigos solían producirse en el supermercado del barrio o en alguno de los interminables paseos que yo solía dar por la ciudad, para no permanecer demasiado tiempo en casa. Supongo que si hubiera estado más centrado, lo normal hubiera sido venderla; pero, por otro lado, una sensación morbosa me mantenía unido a ella. En fin, al principio me resistía a la tentación de preguntarles a mis amigos y conocidos si habían visto a Amanda y si sabían qué tal le iba. Luego, me quité la careta y, buscando aquellos encuentros, pedí directamente las noticias que pudieran darme acerca de ella. Al parecer, le iba bastante bien con el director de la agencia bancaria en la que estaba la hipoteca de nuestra casa. Así que caí, definitivamente, en una profunda depresión y el médico que me atendía me recetó unas pastillitas milagrosas. Rápidamente, me hice adicto a ellas.

También me recomendó lo que parecía evidente: que ocupara mi mente en algo útil, aunque fuera mantener arreglado el césped del jardín. Sin embargo, yo no parecía encontrar fuerzas para ello. La casa estaba sucia; el polvo, unido a las humaredas grasientas que expelía la cocina cada vez que yo me preparaba algo para comer o cenar, había depositado una pátina asquerosa sobre los muebles, los libros y el suelo, que yo nunca fregaba o barría. Los platos se amontonaban en el fregadero, con manchas resecas en las que las moscas acababan encontrando la muerte, al quedárseles pegadas las patas a la grosura; el mecanismo del inodoro se había estropeado y había que verter en la taza un balde de agua cada vez que lo utilizaba, aunque a menudo se me olvidaba hacerlo. El jardín se estaba asilvestrando, al tiempo que la máquina de cortar el césped se ponía herrumbrosa en algún rincón del cobertizo. Naturalmente, a la piscina procuraba ni mirarla, y en las escasas ocasiones en que lo hacía, guiado por algún oscuro impulso, solía complacerme la forma en que iba degradándose su apariencia, sin nadie que la cuidara. El agua se había vuelto opaca, de un color verdoso; no se distinguía el fondo, que estaba cubierto por un légamo viscoso. El moho se apoderó de todos los rincones a los que podía adherirse, con tal fuerza, que aquí y allá había logrado arrancar o levantar los azulejos del revestimiento. La superficie de plástico del trampolín aparecía cuarteada; incluso el acero inoxidable de la escalerilla había comenzado a oxidarse. Al principio, me conformaba con arrojar a la piscina, desde lejos, una pastilla de cloro, hasta que se acabaron y no compré más. Un día quise poner en marcha el motor para que el agua se renovara, y descubrí que ya no podía hacerlo porque el mecanismo se había convertido en un bloque compacto, por efecto del óxido. Por fin, acabé encontrando una rana, hinchando y deshinchando con tranquilidad el buche junto a uno de los bordes de la piscina. Me acerqué a observarla, curioso, pero cuando mi sombra se posó sobre el batracio, el animal dio un potente salto y se zambulló en el agua estancada, y ya no la volví a ver más, aunque de noche solía escucharse un croar débil, acompañado del cri-cri de las cigarras.

Por fin, una noche, me tomé un par de güisquis y me puse a repasar el álbum de fotos familiar, porque había notado que ya no podía recordar cómo era la cara de Amanda. Deteniéndome en las fotos de Luisito, caí en la cuenta de que había pasado exactamente un año desde que mi hijo se marchara. Nuestro ángel caído en medio del jardín, como solía llamarlo Amanda, no había tenido tiempo de hacer ni la Primera Comunión. Siguiendo un impulso, subí al cuarto de nuestro hijo y, dubitativo, me quedé unos instantes contemplando la puerta. El color blanco de la madera ya comenzaba a amarillear. Posé la mano sobre el pomo y recibí una descarga eléctrica que me hizo tambalearme. Al parecer, el pomo, que era de metal, se había cargado por alguna razón de electricidad estática. Volví a agarrarlo, lo giré y empujé la puerta. Los goznes emitieron un quejido al abrirse después de tanto tiempo, pidiendo ruidosamente un baño de aceite.

Volver a ver la habitación de mi hijo me produjo una sensación rara, entre la tristeza y la aversión. Parecía el lugar en el que hubiera vivido alguien que había sido, a la vez, infantil y provecto. Hojeé los últimos libros que había consultado Luisito, ocioso; entre ellos, La Llave Menor de Salomón. Allí se hablaba, una vez más, de oscuros demonios medievales que, a cambio de volver a enseñorearse de la Tierra, necesitaban arrastrar a su perdición a alguna víctima humana. El sacrificio debía hacerse a la luz de la luna llena… Cerré el volumen de golpe, con desagrado, y lo arrojé contra la pared. Luego, salí del cuarto, lo cerré y bajé al cuarto de estar. Por fin, me tomé un par de pastillas de las que me había recetado el médico y me fui a acostar, confiando en que el sueño me trajese, durante unas horas al menos, la bendición del olvido.

 

Sin embargo, no llegué a dormir; dando vueltas y vueltas en la cama, llegué a sumirme en una especie de sopor agobiante, un estado de duermevela del que me sacó, de pronto, una voz que no pensaba volver a escuchar nunca más. Al principio, creí que aquello formaba parte de mis sueños; dando un respingo en la cama, con el corazón acelerado y los ojos muy abiertos, eché un vistazo a los números digitales del despertador que tenía sobre la mesita de noche. Las cuatro de la mañana. Entonces, volví a oír la voz: “¡Papá! ¡Papá! Ven a jugar conmigo. ¡Ven a la piscina!”

Tragué saliva. Me pasé la mano por la frente; la tenía ardiendo, y la noté cubierta de finas gotas de sudor. ¿Había escuchado bien, o se trataba de una alucinación provocada por las pastillas que me había recetado el médico, junto con los dos vasos de güisqui que me había tomado? El corazón iba a salírseme del pecho, cuando escuché de nuevo, con toda nitidez: “¡Papá, ven a la piscina!”

Me puse las zapatillas y corrí hacia el jardín, sin detenerme a pensar en la locura que constituía todo aquello. Mi mente me repitió un hecho incontestable, terrible, pero absolutamente cierto: Luisito llevaba un año muerto. Ya no debía quedar gran cosa de él, me obligué a pensar, como en un esfuerzo por recordar lo que era un hecho cierto, por terrible que fuera, y agarrarme a él en contra de lo que no podía constituir más que una ilusión. Ya no debía quedar gran cosa de Luis allá, dentro de la tumba que ocupaba en el cementerio mancomunado. Y, sin embargo, en ese momento, la voz inconfundible de mi hijo me llamó por tercera vez: “¡Papá, ven a jugar conmigo a la piscina!”

Enloquecido, salí de la casa hacia el jardín, para buscarle. En medio de las tinieblas de la noche, la luna se reflejaba sobre la oscura superficie del agua de la piscina. Y, al otro lado de ella, reconocí la figura de Luisito, vuelto de espaldas. Un dedo de hielo me recorrió la columna vertebral; no me detuve a considerar lo que era posible y lo que no. “¡Luisito! ¡Luisito!”, le llamé, con voz ronca. “¿Eres tú, hijo?” Por toda respuesta, escuché una risilla traviesa flotando en el aire. Avancé en su dirección; el niño seguía dándome la espalda, de tal forma que yo no podía verle la cara. Cuando me encontré a unos pasos de él, inesperadamente, echó a correr, adquiriendo en seguida sorprendente velocidad. Me eché a correr yo también, pero, tras dar media docena de vueltas al contorno de la piscina, comprendí que sería incapaz de alcanzarlo ni de verle el rostro, que mantenía vuelto en todo momento. Mientras corría, huyendo de mí, Luisito chillaba contento, profiriendo aquella especie de cántico en el lenguaje que se había inventado, el Desesperanto. Y, de pronto, como si hubiera estado esperando el momento adecuado, Luisito se detuvo, se giró y me miró. Su cara componía aquella misma mueca que tenía cuando le viera morir: una especie de sonrisa sin alegría; los labios curvados hacia arriba con la expresión de alguien inconcebiblemente viejo, alguien que gozaba de la experiencia de una edad sin tiempo. En ese momento, pisé con la zapatilla izquierda algo resbaladizo, que seguramente era verdín, y resbalé, golpeándome fuertemente la cabeza contra el borde de granito de la piscina. Y, mientras me hundía en el agua, aún pude ver, más allá de la superficie, la imperturbable sonrisa de mi hijo, Luis Cifré, nuestro ángel que había caído en medio del jardín.

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