Relato 46 - FIVES

Ocurrió hace veinte años, pero es un recuerdo que no olvidaré hasta que muera. Los malos recuerdos se quedan en la memoria mucho más tiempo que los buenos. Tendemos a acordarnos más de los malos momentos que de los buenos; la raza humana es así de deprimente. Yo no sería la excepción.

 

 

Ese día dejé de ser un niño y me convertí en lo que era ahora, un superviviente. Una persona que hacía frente a sus problemas y les ponía solución. Me convertí en un luchador capaz de derribar montañas a puñetazos, si me lo proponía. No me creo más especial que cualquier otro ser humano, pero los acontecimientos que han acaecido en mi vida sí que son más especiales que los de los demás.

 

 

El día empezó normal. Mi padre no estaba en casa, estaría tirado en algún callejón, durmiendo. Mi madre me despertó con suaves caricias. Siempre me despertaba así. Antes se ponía de rodillas para estar a mi altura y me sonreía, pero por entonces, por culpa de su prominente barriga no podía.

 

 

Mi madre, Elizabeth, estaba embarazada de siete meses. No sabíamos si era niño o niña, porque mis padres no creían en los hospitales, decían que los partos había que tenerlos en casa, como en los viejos tiempos; así me tuvieron a mí.

 

Vine al mundo el cinco de mayo de 1985. Me tuvieron en la bañera. La misma bañera que todavía tenemos y que me da repelús mirar. Desde que tuve uso de razón me daba miedo entrar en el baño porque sabía que ahí, hace algunos años, mi madre estaba con las piernas abiertas, sufriendo para traerme al mundo y a mí no me gusta hacer sufrir a nadie; aunque los hechos de hoy en día sugieran lo contrario.

 

Después de que mi madre me despertara, me ayudó a darme una ducha, vestirme y me preparó un desayuno. Los desayunos de mi madre eran abundantes y deliciosos. Sus huevos fritos estaban en su punto y el beicon era súper crujiente; pero ese día me supieron a tierra. Cuando me senté en la mesa para disfrutar del desayuno, entró mi padre.

 

Mi padre se llamaba George. No sabía a qué se dedicaba, mi madre me decía que era mejor así, pero ese día me entere y tenía razón, era mejor que no lo hubiese sabido nunca. George no era una mala persona en realidad. Nunca nos trataba mal; hasta ese día, nunca me pegaba a mí o a mi madre, hasta ese día. Tenía problemas con el alcohol pero siempre volvía a casa avergonzado y se disculpaba con mi madre. Trabajaba duro, o eso creía, y traía generosos sueldos a casa que permitía a mi madre dedicarse a su gran pasión, la pintura. Con lo que ganaba podíamos permitirnos vivir en una gran casa e ir de vacaciones de vez en cuando. Pero la imagen de mi padre se vino abajo ese día.

 

Entró en casa con paso firme y rápido, no tenía resaca, anoche no había bebido. Era la vez que más enérgico lo veía, casi como si estuviera loco y tal vez lo estaba. Su camisa blanca estaba encharcada en sudor, manchada de sangre y sucia. Su cara reflejaba desesperación y una pizca de dolor. Tenía el labio magullado y el ojo y pómulo derecho inflado y amoratado. Sus vaqueros estaban hechos jirones y presentaban la misma suciedad y juego de colores que su camisa. Iba descalzo y sus uñas estaban rotas y magulladas. Sus brazos presentaban cortes que todavía sangraban. Su cuerpo presentaba un hedor que podría competir contra la más atlética de las mofetas.

 

Dejé el tenedor en la mesa habiendo probado únicamente un trozo de beicon que tenía todavía atascado en la boca.

 

George avanzó a pasos endemoniados y agigantados en dirección a mi madre, la agarró con fuerza por el brazo y cruzó el pasillo para llevarla al cuarto de baño. En su camino, sustrajo de un imán de la pared el cuchillo más grande que teníamos, ese que utilizábamos para trinchar el pavo. Yo me quedé sentado, no sabía si moverme, seguir comiendo o encender la tele y ponerme a ver algún programa hasta que todo terminara. Mi joven mente decidió seguir el rastro de las pisadas mugrientas de mi padre hasta el baño.

 

Vi que mi madre gritaba y que mi padre le intentaba decir algo, pero no lo pude oír. No oía nada, ni un susurro; solo podía mirar a mi madre y a mi padre, con ojos atónitos. La boca de mi madre se abrió más y soltó un grito que me sacó de mi parálisis momentánea, un grito que incluso en el día de hoy me atormenta.

George tenía sujetada a mi madre por los brazos con su mano derecha y con la izquierda hurgaba en su vagina. Mi madre se resistía, pataleaba, hasta caer al suelo. Mi padre paró, esbozando una sonrisa torcida y se quedó mirando a Elizabeth. De sus piernas salía un líquido transparente que no sabía identificar por aquel entonces, mi madre había roto aguas.

 

Mi padre la levantó en vilo y la depositó en la larga bañera, cayendo de rodillas por el esfuerzo. Intentó recobrar el aliento y volvió al ataque: Cogió el cuchillo que descansaba en la taza del váter bajada y se dirigió hacia mi madre. La instaba a que empujara.

 

— ¡Sácalo ya! —decía mi padre.

 

Mi madre gemía por el esfuerzo, por el dolor y también, probablemente, por la loca situación en la que se vio sumergida. Lloraba mientras mi padre la golpeaba con la superficie del cuchillo plano en los muslos, dejándolos enrojecidos.

 

Me vi de nuevo embriagado por demasiadas emociones muy juntas y extrañas. En cuestión de minutos mi infancia se fue por el retrete. Lo que veía mis ojos estaba consumiendo poco a poco mi corazón infantil, no volvería a ser un niño, no después de eso.

 

El dolor, la pena y la incertidumbre que sufría mi madre se proyectaba en sus gritos, gritos vacíos, sin fuerzas. Seguía empujando para sacar con vida al bebé, o eso parecía. George seguía obligándola a que lo hiciera. Le dio otro uso al cuchillo, el mismo que se le da cuando tienes un pavo en frente, cortar. Le hizo pequeñas incisiones sus muslos, haciendo que se desangrara y que gritara todavía más.

 

El bebé empezaba a salir. Se empezaba a ver el principio de una cabeza. George dejó el cuchillo en la bañera y metió con fuerza las manos dentro de la vagina de Elizabeth, desgarrándosela. Agarró con fuerza la cabeza del que todavía no era ni un recién nacido e intentó sacarlo a base de fuerza bruta.

 

Mi madre se desmallaba y volvía en sí para solo chillar de sufrimiento y volver a desmayarse. Una de las veces que se despertó de su letargo, el bebé estaba prácticamente fuera. Miró directamente a los ojos de mi padre buscando un retazo de compasión o una explicación que pudiera justificar las atrocidades que estaba cometiendo, no la encontró. George ya tenía el bebé entre sus manos y me miró:

 

—Hijo, tienes que entenderlo. Ten… Tengo que hacer esto —dijo mi padre con tristeza y precipitación en la voz—. Necesito que lo entiendas. ¿Lo entiendes verdad? Tengo que matar a este bebé, a tu hermano, o sino unas personas malas acabarán con todos nosotros. Me queda poco tiempo, por favor, no me odies por esto.

 

¿Cómo podía no odiarlo? ¿Cómo podía un niño de cinco años no odiar a su padre cuando este le decía que tenía que matar a una criatura indefensa que no le ha hecho daño a nadie, que no ha tenido ni siquiera la oportunidad?; ¿cómo podía?

 

Mi cara ante sus palabras era extremadamente inexpresiva. No respondí. No me moví. No hice absolutamente nada. Solo podía mirar, contemplar los horrores que me tenía reservados la vida. Contemplaba a mi padre. De su cara caían lágrimas que acababan fundiéndose en la cabeza del bebé. Estaba desesperanzado, casi diría que estaba realmente arrepentido por lo que estaba pasando.

 

Volvió a agarrar el cuchillo. Mi madre hizo un intento de recomponerse y hacerle frente a George, pero apenas le quedaban fuerzas para levantar la mano. Mi padre empuñando el arma blanca, cortó de un tajo el cordón umbilical.

 

— ¡No! —dijo susurrando Elizabeth en un intento de aplacar las intenciones de un ser al que no reconocía. Pero fue apenas audible y aunque lo hubiera escuchado, no habría cambiado nada.

 

Padre tenía a su propio hijo descansando en su brazo. Lo agarró con una sola mano por la parte de arriba de su cabeza y de un rápido y fuerte corte le separó el cuerpo en dos pedazos por el cuello. La mayor parte del bebé cayó gracias a la gravedad y el resto, la cabeza y una parte del cuello, se quedó suspendido en el aire, todavía sujetos por el monstruo al que yo llamaba “papá”.

 

 

Mi madre veía el mundo con otros ojos. Los objetos, las habitaciones y los paisajes le hablaban, le susurraban al oído y le decían como debía dibujarlos. Madre observaba durante unos segundos y después era capaz de representar lo visto con una perfección casi sobrenatural.

 

Dibujaba cualquier cosa salvo personas. Nunca había hecho un retrato y nunca lo haría. Mucha gente le había ofrecido cantidades de dinero cuantiosas para pintarlos y siempre había rehusado las peticiones. Elizabeth decía que los objetos y los paisajes no podían mentirte, a diferencia de las personas. Las personas eran mentirosas por naturaleza y no quería que sus cuadros también lo fueran.

 

Haría lo que fuera por saber lo que pensaría mi madre viendo esa escena con mis propios ojos. Es una pena que no pinte personas, le hubiese quedado un cuadro digno para el recuerdo.

 

Deseaba con todas mis fuerzas apartar la vista, no fui capaz. Calibré ligeramente la posibilidad de sacar mis glóbulos oculares de sus respectivas cuencas y simplemente dejar de ver.

 

Mi vida tomaría unos derroteros distintos después de ese día, eso lo sabía incluso teniendo cinco años. No volvería a ser el niño que había sido antes de esa mañana.

 

Soy de los que piensan que hay que ver el lado bueno de las cosas en todo momento, e incluso en ese momento. Todo lo que me pasó ese día tenía sus buenas aportaciones. Ese cinco de mayo me moldeo como persona, me convirtió en lo que soy hoy en día. Nunca volvería a ver nada tan cruel, despiadado y perturbador en mi vida. Estaba vacunado contra la dura realidad.

 

El rojo de la sangre lograba un gran contraste con el blanco del mármol y con el azul claro de los azulejos del baño. La habitación era una amalgama de colores impresionante. Para mi padre el cuarto de baño era su lienzo, el cuchillo su pincel y la sangre de mi hermano su pintura.

 

En ese instante tuve una sensación rara, como si todo se hubiese detenido durante un instante: mi madre estaba desmayada o muerta y mi padre quieto como una roca. Lo único que rompía esta tranquilidad era los chorros de sangre que salían del cuerpecito tirado en la bañera.

 

Mi padre parecía haber perdido las fuerzas de repente y dejó caer el cuchillo y la cabeza de mi hermano, ambas cayeron fuera de la bañera. El cráneo rodó unos centímetros como si quisiera acercarse a mí, pero sin ser capaz de alcanzarme. George se derrumbó, llorando con las manos tapándose la cara. Era la primera vez que veía llorando a mi padre.

 

Hice, entonces, el primer movimiento desde que empezó todo esto, caminé hacia mi padre y hacia mi madre y aunque no lo supiese realmente, caminé también hacia el cuchillo que descansaba en el suelo. Padre no apreció mis movimientos, o los ignoró deliberadamente. Sus lloriqueos empezaban a ser estruendosos, intercalando algún grito de vez en cuando. Agarré el cuchillo y de pronto, como si de una máquina se tratara, George se recompuso. Estiró una mano para volver a coger la cabeza del niño y me miró. Sus ojos llorosos vivían en un estado de agitación masiva. Estiró la mano en la que sujetaba parte de mi hermano hacia mí, intentando tocarme, pero al tener un cuchillo clavado en el estómago, le costó realizar su cometido. Con el brazo aún estirado y con el otro palpándose el sitio donde tenía clavado el arma blanca, dijo:

 

  • No puedo hacer nada para que lo entiendas, pero no podrás pararme.

  •  

Empuñó el arma y se lo sacó de su cuerpo, provocando que más sangre embriagara la habitación. Empezó a fallarle las fuerzas, su brazo todavía estirado empezó a temblar. Su mano cerrada empezó a abrirse y su tétrico contenido acabó en el suelo, a mis pies. Padre boqueaba, todavía mirándome, todavía con el brazo estirado. Tomó un último aliento y su cuerpo se dejó caer, quedando en una posición bastante vergonzosa. De su abdomen seguía saliendo sangre, una sangre que parecía una fuente y que empapaba de un rojo intenso mis piececitos.

 

Había acabado con la vida de una persona. Había asesinado a mi padre. En el momento en el que exhaló su último aliento me había convertido en un asesino y aun así, nunca me había sentido tan bien.

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