Relato 45 - Una última respuesta
Estimado lector:
Tengo la obligación de comunicarle que en el momento en que acabe de leer la presente cara, morirá. En ningún caso quiero que piense ni en la intencionalidad del suceso ni en su contingencia, ya que su muerte carece de ambas cosas. Por el contrario, dicho acto no puede haber sido más puramente casual, entendiendo por casualidad la ausencia total de pretensión (aunque no de planificación a corto plazo). No obstante, debe ser una muerte necesaria: quien le habla no es un terrorista ni un psicópata. Fíjese usted en la contradicción que encierran mis palabras: no por ser un acontecimiento casual está menos sujeto a las normas del destino.
La tesis que defiendo mediante esta acción es que la vida es un libro escrito en un idioma extranjero, por ello no entendemos su poética pero al fin y al cabo las cosas pasan, y alguien puso todo su empeño en narrarlas. Siguiendo con esta metáfora, ahora mismo usted se encuentra en un momento inflexivo del asunto, un momento bello e importante. Ha leído esa novela, no sabe lo que le han contado pero sabe que sólo le queda un párrafo por leer. Debe considerarse afortunado, porque mientras otras personas mantienen su incomprensión hasta vislumbrar la contraportada, yo seré el traductor de ese último párrafo. A cambio le pido que lo saboree.
No debe tener miedo. Por definición el miedo va ligado a la incertidumbre. Usted ya sabe cómo va a acabar esto. Seguramente sea una persona que haya vivido con el miedo pegado al cuerpo, como todos los que no hablamos ese idioma desconocido. Si lo piensa fríamente yo le acabo de hacer un favor: he conseguido que durante el resto de su vida no vaya a sufrir esa incertidumbre. Relativamente es como si su vida ya hubiese terminado, solo le queda relajarse y disfrutar de las respuestas. Paladee este momento: ahora mismo está muerto y vivo a la vez, en un estado opuesto al de la concepción. Note el sabor a ausencia, el silencio serpenteando entre su piel. Pero a la vez piense: ¿qué cosas le quedan aún por hacer? ¿Qué les diría a los suyos si tuviese la posibilidad de volver unas cuantas páginas atrás?
No se preocupe, la irreversibilidad es buena. Acaba de superar todas sus cargas, la exigencia que le impone su proyecto vital ya ha saltado por la ventana. Una membrana de paz se ha apoderado de su cuerpo. En este momento solo existe usted, usted es el único habitante de la tierra. La condena vital de la compañía y la simbiosis impuesta en la sociedad ya no son ningún problema. Ahora puede mirar con objetividad al mundo y a todos sus habitantes, porque se encuentra fuera del experimento. Ahora usted controla y los demás viven. ¿Puede oír los gritos y puñetazos dirigidos a ese panel transparente? Todos ellos se empujan, pero en el fondo odian el contacto físico. Su mal aliento sólo es el vaho que cubre sus ojos desorbitados. Dentro de poco todo se llenará de gas, y unos intentarán respirar a través de las tráqueas de los otros, y se apretarán las manos los que fueron enemigos, y lloverán últimas miradas de reproche, auxilio y amores no correspondidos.
Ahora disiparé su última incertidumbre con mi historia. Me llamo Albert Heath y soy estadounidense. Pasé mi infancia en los suburbios del Nueva York postvietnamita. Mi madre murió atropellada cuando yo tenía dos años. Mi padre trabajaba durante el día en las rotativas del New York Times, y por la noche colaboraba en una de las redes de proxenetismo mejor articuladas de la ciudad. La ausencia de un modelo de mujer en mi niñez, sumada a las actividades de mi padre, hizo que desarrollase desde muy temprano una actitud misógina y conflictiva en general. Debido a este comportamiento me expulsaron de la escuela a los siete años, y mi padre decidió que lo mejor era que dejase de estudiar. Ahora entiendo que la causa de esta decisión era el miedo que tenía a que le dejase en evidencia, o simplemente a que se identificasen en mí actitudes sospechosas que pudieran dar lugar a represalias extraescolares. En cualquier caso, sus actividades requerían un clima de silencio y estabilidad, todo lo contrario a lo que yo producía entre el resto de los mortales.
En nuestra casa había una habitación con llave y sin ventanas en la que mi padre alojaba prostitutas. El tiempo de hospedaje era variable: algunas se quedaban allí apenas una semana o dos, pero recuerdo que otras pasaron varios meses. Eran mujeres que acababan de llegar a la ciudad y todavía no tenían donde vivir. Con el tiempo, la empresa encontraba inmuebles disponibles (siempre que la actividad de las chicas en cuestión fuese rentable), cuyo alquiler se pagaba con una parte del ochenta por ciento de las ganancias en negro de las meretrices, que pertenecía a la red por derecho. A cambio, ellas gozaban de protección siempre que fuesen fieles a su trabajo. Como usted puede imaginar, no era un negocio exento de problemas: si existía alguna sospecha de subversión había que tomar cartas en el asunto, y dichas escenas nunca tenían un desenlace agradable.
Yo tenía diecinueve años cuando todo cambió para siempre. Poco a poco me fui introduciendo en la jerarquía del dispositivo, y ese día llegaba a casa tras pasar factura a una de las prostitutas. Subía las escaleras del portal mientras contaba los billetes, cuando de pronto oí un portazo y unos pasos que descendían atropelladamente. Saqué mi navaja del bolsillo y esperé en silencio y agazapado, pero era mi padre el que realizaba tal carrera hacia la calle pistola en mano. Cogió el dinero que yo llevaba en la mano. Sus últimas palabras hacia mí fueron: “No dejes que la encuentren”. No se detuvo a darme más explicaciones. Él continuó bajando peldaños, y yo continué subiéndolos rápidamente. El primer disparo me estremeció. A continuación comencé a oír gritos, sirenas de policía y cristales rotos. Me asomé tímidamente a la ventana de mi habitación, que daba a la calle del portal, y pude ver a mi padre doblando la esquina mientras disparaba con una mano y con la otra se sujetaba el sombrero. Fue la última vez que lo vi.
Cuatro policías entraron corriendo en el portal. Había que apresurarse. No obstante, la frase de mi padre resonaba en mi cabeza, y decidí que antes de salir de la casa había que hacer una parada. Introduje mi navaja entre el marco y la puerta de nuestra “suite de acogida”, y de una patada conseguí abrirla. La luz estaba encendida, y en una de las esquinas de la habitación me encontré con una mujer excesivamente joven para lo que solía entrar en casa. Su expresión era tan tranquila que, imagínese, pensé que estaba muerta. Sólo cuando pestañeó levemente volví a la acción: recogí mi navaja del suelo y la apreté contra su cuello suave y moreno. La levanté del suelo y comenzamos a caminar hacia la puerta de la casa. “Como abras la puta boca te rajo”, le dije. Ella contestó con una respiración un poco más profunda.
Salimos a la escalera del portal. Lo bueno que tiene vivir en un octavo piso es que en situaciones como esta se goza de una cierta ventaja respecto a tus perseguidores. Subimos a trompicones al piso inmediatamente superior, y llamé suavemente a una puerta tapando con el dedo el agujero del visor. En cuanto la puerta se abrió entramos rápidamente. Nos recibió una señora gorda vestida con un albornoz. Escuché ruidos y gritos en mi casa, que quedaba justamente debajo.
-¿Cuántas personas hay aquí? -le pregunté a la señora. No contestó, estaba pálida de miedo-. Te estoy preguntando cuántas personas hay aquí.
-Ninguna -contestó amenazada por la punta de mi navaja-. Estoy yo sola, mi marido llegará en una hora.
-Escúchame bien, si dices algo tú y tu marido moriréis. Te prometo que moriréis.
-Sí, señor. No voy a decir nada.
Investigué rápidamente la casa con mi presa amarrada por el pecho. Rápidamente me decidí por el dormitorio. Ordené a la joven que se metiese bajo la cama, y yo me arrastré tras ella. La agarré y le tapé la boca fuertemente con mi mano. Ella abrió los ojos en una proporción exagerada, y sus pupilas se dilataron. Me pregunté por qué no la había matado ya. Tres o cuatro puñaladas habrían facilitado mucho la situación. Pero había algo que me lo había impedido. Yo todavía no había cometido ningún asesinato, y por alguna razón decidí que aquella joven no iba a ser la primera en morir por mi mano. Hoy echo la vista atrás, y la respuesta se me presenta tan clara como desconcertante: me había enamorado de ella.
El hecho de no entender el lenguaje de la vida hace que sucedan este tipo de cosas, pero nosotros no nos damos cuenta hasta mucho después. Algún escritor aburrido y despechado pone en nuestra boca palabras que no entendemos, y en nuestro comportamiento, actos de los que no somos conscientes o cuyo significado ignoramos. Bajo aquella cama sentí por primera vez la actividad sísmica de la enajenación: ni siquiera actuaba por instinto. Me había embarcado en un viaje astral descontrolado. En consecuencia, no sentía miedo a ser descubierto, ni siquiera a la muerte. Decidí que desde aquel instante había dejado de ser dueño de mis decisiones. Por tanto, me quedé mirando los ojos marrones de aquella muchacha mientras esperaba con curiosidad el desenlace de la historia.
Sonó el timbre de la casa. La puerta se abrió. Los policías y la mujer compartieron varias palabras que no llegué a distinguir claramente. Oí los pasos de dos o tres pares de botas aproximándose a la habitación. “Se acabó”, pensé. “Esa zorra se ha chivado”. Mientras planificaba su muerte, vi cómo se aproximaban los pies de uno de los agentes. Se paró frente a la cama. El ruido que hacía su walkie me ponía nervioso. Adopté posición de alerta: en cuanto agachase la cabeza para mirar debajo de la cama le asestaría una puñalada que le dejaría tuerto. Pero tras diez largos segundos el policía giró sobre sus talones y salió de la habitación. Después de un minuto de conversación con la dueña de la casa salieron al portal. Bendije la incompetencia profesional de la policía neoyorquina.
Pasamos tres días en aquella casa, hasta que se desmontó por completo el dispositivo policial en la calle. No me permití el lujo de dormir ni un segundo. Nuestros anfitriones nos trataron extrañamente bien, motivo por el cual todos mis sentidos se agudizaron aún más. Llegué a una conclusión lógica: nadie quiere tener problemas con la mafia. Para aquel matrimonio era preferible gozar de nuestro favor que tener que fiarse de la protección de la policía. Era una maniobra inteligente. Sin embargo, mi prisionera no abrió la boca en ningún momento. Su silencio y su actitud pasiva no hacían más que acentuar mi curiosidad, pero no me atreví a dirigirle la palabra.
El marido de la mujer gorda era un tipo enjuto y descascarillado, que siempre olía a sudor y fijaba su pelo hacia atrás con su propia grasa capilar. Trabajaba en el servicio de Correos y traía la correspondencia a casa, lo que nos evitaba inoportunas apariciones periódicas de carteros. La noche del tercer día le encomendé una misión. Ya era hora de salir de aquella casa, pero necesitaba la colaboración de alguien conocido y de fiar. Mi padre tenía un compañero común a los dos trabajos que desempeñaba, y yo sabía que podía confiar en él (con anterioridad habíamos sido nosotros los que le habíamos echado una mano con ciertos asuntos turbios y deshonestos). Pues bien, aquella noche el dueño de la casa fue a recoger a su casa al hombre en cuestión, quien trajo su coche hasta nuestro portal. La muchacha y yo bajamos con precaución las escaleras, mi mano aferrando su muñeca, y nos introdujimos en el coche. La obligué a mantenerse agachada en el asiento de atrás, y yo hice lo mismo a su lado. De esta manera, yo no tenía ángulo de visión hacia la ventanilla y no podía saber hacia dónde nos dirigíamos. Solo veía la atmósfera contaminada de la ciudad, que cubría las estrellas.
-Tu padre ha muerto, chaval- dijo el hombre.
-Lo sé- respondí- he leído los periódicos.
Era cierto, me enteré al día siguiente del tiroteo. Por supuesto, no me quedé indiferente ante la noticia. Ese día me inundó una profunda tristeza, pero conseguí pensar que si toda aquella historia ya estaba escrita no había motivo para el disgusto. Poco a poco me iba invadiendo una implacable actitud determinista que me envalentonaba ante la insignificancia del mundo y sus intenciones. Aún no podía aplicar esta dialéctica a mi situación, pero creo que hasta los ignorantes intuyen el engaño de la existencia sin echar mano de la pomposidad terminológica de la filosofía. Yo sólo sabía que necesitaba dormir sin miedo a recibir un disparo. Lo que pasase al día siguiente, de momento no me incumbía.
Embarcado en mis reflexiones inelocuentes, no me di cuenta de que llevábamos casi una hora circulando, cuando de pronto el vehículo se detuvo. El conductor descendió y abrió la puerta trasera próxima a mí. No estábamos en la ciudad. Los árboles se extendían hacia el horizonte en todas las direcciones, y el único sonido que se oía era el canto de los grillos. Salí del coche perplejo y muy mareado. El hombre se introdujo parcialmente en el asiento trasero y agarró del pelo a la muchacha, la sacó de allí fuertemente entre sus gritos de dolor y tiró su cuerpo con desprecio sobre las hojas secas que aquel septiembre empezaba a desprender de los árboles.
La memoria, querido lector, es un mecanismo caprichoso. Archiva selectivamente lo que puede sernos útil en un futuro y desprecia acontecimientos aislados, por muy importantes que hayan sido para nosotros. Los detalles de este pasaje aún están grabados a fuego en mi memoria: cada pisada, cada movimiento, cada soplo de brisa nocturna… En cinco segundos tomé una decisión que me perseguiría toda la vida. El tiempo no se ralentizó lo suficiente como para permitirme discernir, me comporté de manera tan instintiva como incauta. Muchas veces me he preguntado qué habría pasado si hubiese actuado de otra forma. Pues bien, para empezar a usted probablemente le quedarían aún varios años de vida. Así que coincidirá conmigo en dejar de lado la presencia de universos paralelos que solo nos puede llevar al desasosiego que produce una condición imposible.
El hombre miró con altivez a la muchacha y llevó su mano a la funda de su pistola. Debí haberme dado cuenta antes: su existencia ahora era una carga para los negocios. Seguramente el miedo podría con ella, huiría y acabaría desvelando nombres o actividades. Por no hablar de que era muy probable que la policía anduviera buscándola. Como le digo, no tuve tiempo para hacer un balance de la situación y me guié por el sentimiento. Agarré un palo de un metro de longitud que encontré a mis pies y le asesté al hombre un golpe en la cabeza antes de que pudiese reaccionar. El disparo resonó en la oscuridad y una bandada de pájaros asustados alzó el vuelo. El hombre se arrodilló con la pistola aún agarrada, y repetí la maniobra para dejarle totalmente inconsciente y tumbado bocabajo. Le tomé el pulso. Vivía. Cogí la pistola y apunté a su cabeza.
Si no llegué a apretar el gatillo es porque mis recientes convicciones vitales otorgaron el indulto a aquel infeliz. Ni siquiera él entendía realmente por qué quería matar a la chica. El pretexto era claro, pero las acciones no se basan en un pretexto, sino en una visión normativa del mundo, y las normas habían empezado a resultarme estúpidas. De la misma forma que iba a asesinar a aquella joven en la más completa soledad, podría haberme asesinado a mí bajo el mismo pretexto. Pero entonces la normativa habría sido violada, y eso importaba más que cualquier vida humana. Lo que quiero decir es que para él solo cabía esa posibilidad (transitaba ajeno a sí mismo por las líneas de la vida), pero en el mundo real siempre hay alternativas. No merecía la pena asesinar a un ignorante.
Registré sus bolsillos hasta encontrar su cartera. Allí guardaba la documentación y trescientos dólares en efectivo. Lo guardé todo en los bolsillos de mis pantalones vaqueros, y también me quedé con la pistola. Miré a la chica, que sollozaba con los músculos petrificados y temblando de miedo. “¿Y ahora qué hacemos?”, le pregunté. No contestó. “Deberías llamar a la policía. Ellos sabrán cómo ocuparse de ti”, le dije. Fue una frase que salió de mi boca contra mi voluntad. Realmente no quería desprenderme aún de su compañía. Me alegró que negase con la cabeza. Si existe el mundo suburbano del proxenetismo es porque también existe el desamparo. No sabía cuál sería el hogar de aquella muchacha, pero desde luego ella no quería regresar. A efectos prácticos, en ese momento los dos éramos fugitivos.
Conduje cien kilómetros hasta una estación de servicio alejada del mundo. El casero nos ofrecía una habitación con dos camas por veinte dólares, un precio más que razonable. Aquello era una ratonera, pero desde luego era mejor que nada. Corrí las cortinas ajadas y me desplomé en uno de los colchones. Mi acompañante estaba sentada en la otra cama, dándome la espalda. Ladeó la cabeza lentamente y mirando al suelo pronunció la palabra “gracias”. Era la primera vez que oía su voz. Aquella noche dormí como un tronco.
-Tengo unos… amigos en Pensilvania- me dijo mientras desayunábamos en la cafetería del hostal-. No está lejos y creo que podré quedarme allí algunos días.
-¿Qué hacías en Nueva York?- pregunté yo.
-Sólo quería abrirme camino. Lo de ser puta solo era temporal.
-Maldita sea, ¡nunca es temporal! Eso no se deja. Si esa era tu idea, probablemente habrías acabado degollada en una cuneta.
-No hace falta que lo jures.
-¿De dónde eres?
-Soy mexicana- noté como empezaba a ponerse nerviosa.- Pero no puedo volver allí. No puedo… me matarían.
-No hace falta que me cuentes nada. ¿Cómo te llamas?
-Me llamo Silvana.
Tuvieron que pasar varios años para que Silvana se decidiese a contarme la historia de su infancia. No es un detalle del relato que a usted le vaya a clarificar nada, y no quiero apurar su tiempo hablándole sobre narcotráfico o redes de sicarios, problemas cuya importancia no le pasará desapercibida y que podrá relacionar fácilmente con el estado mexicano.
Llegamos a Pensilvania en una jornada y media, y sin un centavo: todo había ido a parar al depósito feroz del Mercedes que conducía. Nos llevó tiempo encontrar la casa de los amigos de Silvana. Gracias a las indicaciones en una de las gasolineras llegamos al pequeño pueblo de Grayfield (Silvana tardó varios cientos de kilómetros en recordar el nombre). Por suerte aquella villa residencial de no más de trescientos habitantes se encontraba cerca de la frontera con el estado de Nueva York. Y hablando de la frontera, no tuvimos el más mínimo problema en dar el salto de un estado a otro. Ni siquiera nos pidieron la documentación, simplemente nos encontramos la barrera abierta. Otra vez di gracias al cielo por la ineficacia de las fuerzas de seguridad.
El inicial clima de terror se había cubierto en pocas horas con una atmósfera de confianza desesperada. Entre los dos habíamos creado un ambiente más o menos agradable, fruto de la soledad y el mutualismo que nos unía. Silvana me necesitaba en ese momento, y ella cada vez se iba haciendo más imprescindible para mí. Tenía claro que la hora de la separación estaba cerca. Para mí sería como empezar de cero. En las rectas interminables y solitarias de la carretera me entretenía forjando planes: huiría a Canadá y me fabricaría una nueva identidad. Trabajaría instalando teléfonos o limpiando tuberías. Nadie volvería a oír hablar de Albert Heath.
Recuerde, querido lector, que todavía no había pasado una semana desde aquella travesía ascendente por la escalera del portal (mi navaja apretando su cuello), pero nuestra relación emocional prácticamente se había dado la vuelta. Me gusta engañarme y pensar en una pasión repentina y bidireccional, un encuentro interior inteligente y ajeno al desatino, una línea romántica escrita con tinta invisible detrás del despropósito. Si no me mintiese a mí mismo tendría que aceptar que nuestro amor creció desde el principio sobre el instinto de supervivencia, como la flor que brota desde una planta trepadora impía y destructora. No estoy seguro de si ella estaba ya enamorada de mí. Más tarde me diría que sí, pero a pesar de las ilusiones y las autoexplicaciones racionales nunca he tenido claro cuándo empezó a germinar su sentimiento.
-¿Cómo has recordado dónde estaba la casa? Después de tanto tiempo… -La señora Queen me sirvió otro café-. ¿Cuántos años tienes, dieciocho?
-Diecisiete… Me acordé de los girasoles.
-¡Por supuesto, los girasoles!
Enfrente de la casa, al otro lado de la carretera, había una pequeña plantación de girasoles de los que se encargaba el señor Queen. Los Queen eran un matrimonio convencional y entrañable. Vivían en una casa grande y apartada, les gustaba el silencio y la limpieza. Nos dejaron instalarnos en un dormitorio de la tercera planta, en el que Silvana y yo haríamos el amor por primera vez. A ambos nos regalaron varios conjuntos de ropa y nos obsequiaban diariamente con comidas opulentas. No les oí preguntar en ninguna ocasión por el porqué de nuestra visita. Abrumado, le pregunté a Silvana cuál era la causa o la intención de aquel trato tan favorable. Ella contestó: “Esta familia debe favores a medio México. Los girasoles son sólo una tapadera”. Me tuve que conformar con la sobriedad de esa respuesta, aunque no dejaba de darle vueltas a la decisión de Silvana de viajar a Nueva York. ¿Por qué no optó por Pensilvania? Podría haberse instalado en aquella casa, conseguir un trabajo decente y salir adelante. Yo sabía que las mafias neoyorquinas hacían uso de una retórica indestructible a la hora de captar nuevas trabajadoras. ¿Hasta ese punto funcionaba la técnica de persuasión? Era de locos, pero nunca quise remover el doloroso pasado en busca de una explicación.
A las dos semanas, el señor Queen nos entregó dos sobres repletos de papeles. Entre ellos encontramos documentación de identidad falsificada, el registro de propiedad de una casa en Barcelona, un cheque al portador por valor de cinco mil dólares y dos billetes de avión.
- Esto es todo lo que podemos hacer por ti, Silvana-. El señor Queen parecía agotado y molesto-. No tenéis nada que hacer en Estados Unidos, era esto o… en fin. Marcharos y no volváis. Aquí ya no eres bien recibida. No quiero verte nunca más, ¿de acuerdo?
Los detalles de nuestro viaje a España no contribuirían en nada al desarrollo de la historia. Simplemente debo decir que no tuvimos ningún problema en los aeropuertos (ayudó notablemente el dominio que mi chica tenía del castellano). Albert y Silvana se convirtieron en un segundo en Carlos y Cristina. Antes de darnos cuenta estábamos descendiendo del avión en el Aeropuerto del Prat tras haber recorrido medio planeta por el aire.
Nos instalamos en un pequeño piso del extrarradio oeste barcelonés. Se puede decir que volvimos a nacer: conocimos un mundo civilizado que a ambos nos había sido ajeno hasta ahora, pero que por lo visto se correspondía con el patrón de normalidad en esta parte del mundo. Es una normalidad inocua, despreocupada. Nos introdujimos en aquel mundo ciego, como dos Edipos en su locura máxima que no quieren saber nada de la realidad. En aquel momento sentía que era la realidad la que tenía una deuda con nosotros. Así que nos dejamos llevar.
Aquellos eran tiempos de bonanza económica. Yo encontré trabajo como hombre de mantenimiento en una tienda de artículos deportivos. También empecé a descubrir el placer de la lectura. Gracias a la ayuda de Silvana (Cristina) y a las lecciones de Baroja, Unamuno y Ortega fui aprendiendo poco a poco el castellano. El catalán nos costó un tanto más a ambos: yo aún no lo he perfeccionado.
Descubrí una afición hasta entonces oculta de mi querida Silvana: resulta que antes de llegar a los Estados Unidos malvivía como guitarrista en las calles de México. Sus largos dedos ya me habían sugerido que tal estilización no podía ser solo producto de la genética. A los dos meses logré comprarle una guitarra española bastante decente y me demostró sus habilidades.
Me quedaré corto, querido lector, con la descripción que le aportaré. Sin esfuerzo alguno vi cómo su alma empezaba a saltar de cuerda en cuerda. Levantaba la cabeza y cerraba los ojos como si se encontrase inmersa en una experiencia mística. No parecía que el instrumento sonase; hablaba con una cadencia propia del poeta más experimentado. En ese momento me di cuenta de que aquella mujer escondía un corazón mucho más grande del que aparentaba tener, y comprendí que nunca podría dejar de amarla. La visualicé con rabia apresada en aquella habitación de la que mi padre era dueño. De todo aquello hacía poco más de medio año, pero parecía haber transcurrido un siglo desde entonces.
Cualquier persona, como ve, guarda un secreto en su interior. En mi caso, el secreto ha estado ardiendo dentro de mí hasta hoy en día. Le digo esto para que tenga claro el punto de catarsis que existe entre lo que está leyendo. Puede que mi plan no haya sido más que una burda excusa, un procedimiento inútil y adornado para sacar de mí todo lo que llevo escondido en mi recuerdo. En ese caso, le ruego que me otorgue la expiación. Yo a usted no se la otorgaré.
Volviendo a lo que nos ocupa, se me ocurrió que la habilidad que tenía Silvana con la guitarra podía resultarnos rentable. Maldigo la hora en la que tuve tal idea. Puede que si hubiese dejado que las cosas siguieran con su inercia cotidiana, ella todavía siguiera con vida.
Silvana consiguió dar varios conciertos por los bares de la zona de las Ramblas. Durante los primeros meses solo actuó en espectáculos más o menos familiares. El dinero que conseguía de esta manera se resumía en cantidades discretas, aunque sus apariciones acabaron siendo algo más asiduas en el tiempo.
De esta manera tan liviana pasaron dos años. Le aseguro, lector, que fue lo más cerca del paraíso que he llegado a estar nunca. No volvimos a hablar del pasado en ningún momento, por el bien de ambos. De lo que sí tengo que hablar ahora es de la oscuridad, que llegó más como llega tras apagar una vela de cera derretida que como un ocaso suave y anaranjado. A partir del próximo párrafo entraré en un terreno de dolor y de palabras pantanosas. Por más que lo haya querido retrasar el momento ha llegado, y las lágrimas empiezan a aflorar de mis ojos. Pero hoy, querido lector, hoy se cerrará el círculo y todo acabará de una vez.
Aquella noche veraniega mi novia tocaba en un bar más o menos céntrico de la ciudad. A aquellas alturas ella ya había compuesto sus propias canciones, y la promesa de un reconocimiento discográfico parecía no quedar lejos. Tras dos años, yo seguía trabajando en la misma labor, y esa noche no pude asistir como público al recital de Silvana. El aire acondicionado dejó de funcionar de repente a última hora, y el encargado del establecimiento me instó a que me quedara tras el cierre para reparar la avería mientras él realizaba el inventario. Tras dos horas logré solucionar el problema, y regresé a casa en nuestro viejo Renault, confiando en que Silvana ya hubiese llegado o se encontrase de camino en un taxi. Cuando entré por la puerta, sólo me recibieron la oscuridad y el tic tac apagado de nuestro reloj de madera. Leí la nota que Silvana me había dejado sobre la cafetera: “Te amo. No me olvides nunca”. En ese preciso instante, sonó el teléfono.
Llegué sin aliento y sin palabras al tramo de circunvalación que los Mossos me habían indicado en su llamada. Era una noche cálida y hermosa. El cuerpo de mi querida Silvana yacía en el arcén, tapado con una sábana blanca. Mi expresión era neutra y etérea. El policía retiró la sábana. El disparo en la frente había sido limpio, apenas había sangre y no existía agujero de salida: el trabajo de un profesional. A los pocos minutos me despertaron de mi sueño de una noche de verano para mostrarme una nota: “You should have killed me”.
Deberías haberme matado.
Alguien me preguntó si tenía idea del significado de aquella frase. Me preguntaron también si Silvana o yo estábamos amenazados, o si existía alguien que pudiese tener algún tipo de asunto contra nosotros. Cerré los ojos, me dejé enredar por la sábana caliente del pasado y contesté sin voz: “No”.
La ciudad se sumió en un apocalipsis subjetivo. La vida de repente se convirtió en una espiral infinita. Todas las luces se mezclaban con los borrones que eran los cuerpos sólidos, transformados por una insólita miopía. Me sentí flotar en aquel mundo ajeno y ralentizado. En mi borrachera emocional comencé a tambalearme. Me iba desdoblando poco a poco, despreocupándome en cierto sentido, como en un viaje astral del que no se puede escapar. Soñé con bosques oscuros, hombres ataviados con traje marrón y coches de gama alta derrapando bajo la luna llena.
Desperté una eternidad después en una habitación blanca de hospital. Me costó despegar los párpados desacostumbrados. Sentí el cuerpo entumecido, y me asedió un olor desconcertante: una mezcla de alcohol y guiso de patatas. Miré a mi alrededor. La luz del día se escurría entre las rendijas de la persiana; la puerta de la habitación estaba abierta. Una cama vacía a mi lado. Una televisión apagada. Una mesa. Un gotero. Entró una enfermera, vio mi mirada embelesada y desapareció. A los pocos segundos volvió con otras dos enfermeras y dos policías en la retaguardia. Durante un rato escuché preguntas que era incapaz de comprender. Apareció un hombre de bata blanca que me inspeccionó las pupilas con una pequeña linterna, también blanca. Al momento todo el personal médico hizo mutis hacia el pasillo, y yo empecé a recuperar poco a poco la consciencia.
- ¿Cuánto… cuánto…?
- Dos días- respondió uno de los agentes.
- Yo… el trabajo… Silvana…
- No se preocupe. Descanse.
- No…
- Descanse.
Y me volví a dormir.
Al día siguiente, un poco más despejado, fui expuesto a un largo interrogatorio. Poco a poco me fui dando cuenta de que mi vida había empezado a ser una absoluta mentira, y ahora ya no tenía a nadie en quien confiar. Estaba completamente solo. Y más solo que iba a estar.
Salí del hospital una semana después. En la puerta me esperaba un coche de la policía. Me llevaron a casa mientras me inundaban a preguntas, consejos y advertencias. El coche paró, y uno de los policías abrió el maletero para entregarme el último recuerdo de mi amada (que ya había pasado por el pertinente análisis científico): esa guitarra que en los últimos años se había convertido en todo un símbolo de genialidad y pasión.
Comprendí por fin que la impunidad no es justiciera. ¿Por qué no apreté ese gatillo? Tal vez porque me pasé la infancia leyendo relatos negros en los que el perdón y la absolución son los elementos capaces de evitar toda catástrofe. Pero el mundo real es así de injusto. Un hombre al que perdoné la vida me había estado buscando durante años y había matado a la mujer que a mi lado consiguió salir de la miseria. Para mí se había acabado la novela. Si la vida impone unas reglas, no hay más remedio que seguirlas, por muy cruel que sea el tablero en el que se desarrolle el juego. Por tanto, mi turno había llegado, y lo que iba a hacer era matar al cabrón que se había atrevido a arrebatármelo todo.
Durante los siguientes meses me olvidé del trabajo. Empeñé mis muebles y alquilé mi casa por una modesta cantidad de dinero. Viajé mucho e hice muchas llamadas. Cambié de identidad varias veces y deambulé por las calles de mi infancia en una Vespino robada. Me protegí del frío otoñal de Nueva York en un hostal de mala muerte. Coqueteé de nuevo con la prostitución y el narcotráfico. Y no conseguí nada. A todos lados viajé con la guitarra de Silvana, el único recuerdo material que me dejó. Todavía no la había sacado de la funda, como si fuese a cometer un sacrilegio por tocarla.
Me di cuenta de que mis esfuerzos eran vanos. Aunque llegase a mirar en el último agujero del planeta, aquel tipo me llevaba una gran ventaja. En el mundo poético en el que yo había creído habría acabado por encontrarle, pero ahora el realismo se había apoderado de mí. Desistí cuando me vi más cerca de la locura que del éxito. Me planteé la alternativa del suicidio, pero aquello habría sido cobarde e injusto para mi causa. Aunque no encontrase al ejecutor, la diana era mucho más grande. Al fin y al cabo, el verdugo no tiene la culpa de sus propios hachazos.
Volví a Barcelona atraído por la melancolía y repelido por la impotencia. Me instalé en mi piso vacío y silencioso, en el que ya no había rastro del que fui antes de aquella fatídica noche. En algún piso superior, alguien escuchaba a Wagner. Encendí el último cigarrillo que me quedaba. Tras varios días sin comer, me entró hambre. Salí de casa reconvertido en delincuente y dispuesto a sobrevivir.
Preferí vivir sin tener nada que perder. No regresé al trabajo nunca más. Tiré de genética para aprender a existir en el más absoluto silencio, cometiendo pequeños robos y moviéndome en las redes más barriobajeras. Y mientras planeaba cómo vengar el agravio para recuperar el equilibrio del mundo, pasaron los años.
Aquella noche deambulaba por las Ramblas sin rumbo premeditado. El calor húmedo me pegaba la ropa al cuerpo. Las gotas de Four Roses se secaban con la brisa veraniega en mi generosa barba. Una campana resonó en la lejanía. Atravesé haciendo eses varias canchas de baloncesto con pavimento lijado. Las farolas hacían que mi sombra se extendiese en todas las direcciones. Parecía un personaje recién sacado de un relato de Bukowski, tal vez el propio Bukowski, que inspiraba sus letanías en la embriaguez y en las pensiones de estropajo.
Las putas fumaban apoyadas en los portales, una loncha de vez en cuando. En su intimidad me parecieron la especie más depredadora del género humano. Aprovechándose de las debilidades del instinto, actuaban unas contra otras utilizando a los hombres desdichados y reprimidos como proveedores de sueldo. Y luego salían en programas de prime-time con los dientes amarillos y el maquillaje corrido, revolcadas en su expresionismo, y quejándose de las injusticias de la vida. De repente las odié, puede que sin razón aparente; tal vez la borrachera fuese la absolución de cualquier pretexto y me estuviese librando de mis márgenes culturales. Un cliente se acercó con las manos metidas en los bolsillos. Por tipos así el negocio nunca tendría fin. Por tipos así nunca pude llevar una vida normal. Pero la solución no radicaba en una castración masiva, no. Aquel árbol tendría que ser arrancado de raíz. Y yo daría el primer paso.
Vaya si lo daría.
Volví a casa al amanecer. Las primeras luces del día proyectaban sombras poligonales a través de la ventana descubierta. Me tumbé encima de las mantas que me servían de colchón desde hacía años. El fuerte olor a polvo me taponaba lo que me quedaba de vías respiratorias. Con los ojos clavados en el techo, empecé a pensar. Intuía que me encontraba cerca de algo muy grande, y la excitación y el miedo me inundaron las comisuras de la boca. Atisbé la sombra de un insecto volador, lo que me hizo girar la cabeza hacia un lado. Mi mirada topó sin anestesia con la funda de la guitarra, que yacía apoyada en la pared. Seguramente era lo único libre de suciedad en toda la casa. Dentro de aquella funda se hallaba toda la memoria que aún no había querido destapar, esperando el momento en que esa memoria se transformase en merecida venganza. Y de pronto lo vi. El sentido de mi vida, que había estado durmiendo desde hacía años, se despertó ruidosamente en mi imaginación. Necesitaba algo de tiempo y planificación, vigilancia, paciencia, oportunidad. Y unos alicates, necesitaba unos alicates.
Pasé el siguiente mes camuflado entre la oscuridad de las Ramblas, cada día ataviado de una forma distinta para no levantar sospechas. Espié a aquellas prostitutas durante noches enteras. Apuntaba sus rutinas en una pequeña libreta de bolsillo: recorrido, horas de guardia, servicios por noche, itinerarios de trabajo, precios detallados… Escogí a mi víctima gracias a una escala de promiscuidad que había construido, y que tenía varios elementos por variables. Desde luego, aquella mujer gorda de pelo rizado y botas blancas parecía disfrutar de su oficio. Sonreía y se relamía en la intimidad, gozando a partes iguales del sexo y del provecho económico que le proporcionaba. La puta entre las putas, querido lector.
El día siguiente fue planeado con total pulcritud. Me aseé como acostumbraba a hacerlo cuando todo iba bien. Comí decentemente y salí a pasear por la tarde para relajar la mente. Me compré una cartera nueva y conseguí setenta euros para rellenarla. Al anochecer me arrodillé frente a la funda de la guitarra. Descorrí la cremallera lentamente, como si estuviese desnudando a una mujer después de una cita romántica. La guitarra se presentó ante mí más limpia y nueva de lo que había presentido.
- Voy a acabar con todo lo que nos ha hecho daño -susurré entre lágrimas-. Desde hoy recibirás el duelo que mereces.
Agarré la cuerda más gruesa de las seis a la altura del clavijero. Hice fuerza con los dedos para que no rebotase una vez cortada. No lo conseguí. Cuando los alicates hicieron su trabajo, la cuerda me resbaló de los dedos y salió de su tensión con una enorme fuerza, dejándome un generoso corte en el antebrazo. Dudo que fuese un mensaje del más allá. Tardé tres horas en neutralizar la herida. No quería dejar un rastro de sangre por la calle, pero tampoco quería llamar la atención con una venda que me pudiese identificar fácilmente.
Las cuerdas de guitarra están hechas de acero y son dúctiles como filamentos de bombilla. Cortan el aire como un látigo, dejando una nota suspendida por donde pasan en una suerte de psicofonía metálica. Enrollé la cuerda y la introduje en mi bolsillo. Seguramente no sería necesario sacarla de casa, pero preferí asegurarme. Volví a las Ramblas, al portal donde encontraría a mi presa. Allí estaba, como siempre alerta ante cualquier invitación.
- Hola, encanto- me dijo mientras me acercaba.
- Hola.
- ¿Quieres pasarlo bien?-. Las palabras sonaban con provocación y monotonía, una mezcla con un resultado muy poco creíble.
- ¿Cuánto?
- Cincuenta mínimo, setenta con plus.
- Veamos ese plus.
- Veamos esa cartera.
Saqué mi billetera para enseñarle los billetes.
- Y yo pongo la suite. Nada de picaderos- le dije.
- Vaya, desprecias un meublé de primera.
- Y tú desprecias la mejor polla que hayas podido probar.
Se hizo el silencio.
- ¿Queda lejos tu antro?
- Tengo moto.
- ¿Estás de coña?
- No estoy de coña. Te pagaré ciento cincuenta.
- Necesito una fianza. No puedes ir enseñando a una señorita como yo a estas horas.
- Coge los setenta y cinco- le di el dinero.- Ahora andando.
- Andando, cariño.
A los veinte minutos, llegamos a mi casa. La única luz posible era la tenue penumbra que fabricaban las farolas en el exterior, y que entraba con timidez en mi piso desnudo.
- El colchón está ahí. Ponte cómoda.
- ¿Qué? ¿Qué coño es esto? ¿A qué huele aquí?
- Es mi casa.
- Esto es una mierda.
- ¿Eres puta o aparejadora?
- Esto es una mierda. Me voy.
- No irás a ningún sitio.
- Claro que me voy, tarado de los cojones.
Me puse delante de la puerta que daba al portal. Saqué la cuerda del bolsillo y empecé a desenrollarla.
- ¿Qué haces?
- Te voy a matar.
- ¿C…cómo?
- He dicho que te voy a matar.
Silencio.
- Mira, tío. Toma tu puto dinero y déjame salir de aquí, joder.- Estaba realmente asustada, la muy puta.
- Cállate.
Todo sucedió muy rápido. Ella cogió aire para gritar. Con un movimiento de cowboy rodeé su cuello con la cuerda y la atraje hacia mí. Apreté con todas mis fuerzas, mientras su saliva caliente me salpicaba las manos y sus piernas de cerda intentaban darme coces en los huevos. La tiré al suelo y la inmovilicé. Estuve apretando durante cuarenta segundos, hasta asegurarme de haber terminado el trabajo.
Estaba muy tranquilo para tratarse de mi primer asesinato. Me serví un vaso de agua. La parte delicada empezaba realmente ahora. Tendría que bajar el cuerpo hasta el Ford aparcado en la puerta de mi casa, que tenía el depósito cargado y estaba listo para salir de viaje. Pero lo primero era lo primero. Desnudé el cuerpo de la mujer y lo lavé concienzudamente, borrando cualquier rastro de huellas. Me puse unos guantes de goma y un pasamontañas, y bajé cuidadosamente al coche con el pesado cadáver echado a los hombros. A las cuatro de la mañana no pasaba nadie por aquella zona de la ciudad. Introduje el cuerpo en el maletero y arranqué el motor del vehículo.
¿Ha pensado usted alguna vez que posiblemente, en alguno de sus viajes en coche o autobús, se habrá cruzado en las carreteras con un asesino o una futura víctima? Es un pensamiento tan inquietante como hermoso, lleno de poética y de vida. Cosas así nos hacen darnos cuenta de lo frágil de nuestro ser. ¿Alguna vez había pensado que usted podría ser esa víctima? Visualice ahora a todas esas personas con las que se ha cruzado alguna vez. Seguramente ninguno de esos infelices se haya planteado las cuestiones que ahora rondan por su cabeza. Y ahora reflexione: ¿De verdad merece la pena esta amarga vida?
Enterré a mi primera víctima en mitad de la nada, con una pala que llevaba preparada para la acción en el asiento trasero. Así culminé la primera parte de mi plan, con la seguridad de que nadie iba a echar de menos a esa mujer.
Como habrá podido deducir, mi acción no se basaba en ninguna razón personal. La única oportunidad de recuperar el equilibrio era vengarme del mundo, simple y llanamente. Vengarme de todo lo que me había llevado a esa situación. El sexo, en efecto, era uno de los protagonistas de mi desgracia, y nadie mejor para personificarlo que la puta más rabiosa de la ciudad. Qué bien me sentía. En ese momento me veía capaz de todo, y sentí que mi existencia tenía por fin una razón útil: cambiar el universo que años atrás no me había atrevido a cambiar por culpa de mis convicciones ateas y adolescentes.
Todavía me quedaban cinco cuerdas para redimir el pasado. A partir de aquí mis asesinatos no fueron tan limpios ni silenciosos como el primero. Por alguna razón sentía mucha ansiedad, y decidí actuar con rapidez, sin estudiar la vida social de mis víctimas ni pretender resultados de manual.
Narraré mis demás crímenes de forma sumaria. Ninguna importancia tiene que usted conozca los detalles de mis movimientos y de mi alevosía. Sólo me he querido detener en el primero de ellos, en parte porque ahora mismo usted me conoce mejor que nadie y me parece justo que conozca mi método operativo. La otra razón es que mi parte asesina lleva un orgullo insano dentro de sí misma que la obliga a regodearse.
Si el sexo había sido una constante imperdonable, no menos irreprochable era el papel del dinero. El dinero mueve vidas como si se tratasen de mercancía: fabrica emperadores y esclavos, y marca el destino de quien lo tiene y quien aspira a tenerlo. Él había tenido gran parte de culpa de lo que yo era ahora. Por dinero Silvana había sido secuestrada y torturada, y por dinero confié ciegamente en una nueva realidad que no existía. El dinero es el espejismo de quien no tiene nada y cree que lo tiene todo. Asesiné a uno de los brókeres más importantes del país, de noche, mientras volvía a casa con su maletín de cuero negro, tal vez tras colocar activos tóxicos en paraísos fiscales, o tras especular apostando a la baja por un país arruinado. Lo estrangulé con la segunda cuerda de la guitarra. Volví a herirme el brazo cuando procedí a cortarla con los alicates.
Mi tercer objetivo era la jerarquía. El dictado y el seguimiento de órdenes me habían colocado en una situación de marioneta sin libertad. Pasar mi infancia esclavizado por una red de férrea autoridad me hizo incapaz de tomar las decisiones acertadas en los momentos precisos. Habría condicionado mi vida entera a ese estúpido sentimiento de pertenencia. Tal vez esa creencia me impidió apretar el gatillo cuando tenía que haberlo hecho. La venganza contra la jerarquía estaba más que justificada. Sorprendí a una de las élites nacionales del Ejército en los baños de un centro comercial. Utilicé la tercera cuerda para ahogarlo frente al espejo.
Las noticias de mis asesinatos inundaban la televisión. Mi fotografía circulaba por Internet y se encontraba clavada en los tablones de las comisarías. Durante estos últimos años he vivido como un proscrito, como un ermitaño de la humanidad. He sido más listo que todos, lo que me ha permitido continuar con mi cuadrante de crímenes hasta el final.
La cuarta cuerda la empleé para vengarme de la memoria. Si la memoria no existiese viviríamos cada momento como el más importante de nuestra vida. No existirían las cuentas pendientes que trazan nuestras actitudes revanchistas. Una cuenta pendiente me lo había arrebatado todo, y la memoria ahora ponía sus huevas en mi voluntad con un objetivo no menos reprochable. La memoria es la doncella del dolor. En esos momentos me encontraba en una ciudad con gran tradición universitaria. Consulté los expedientes de una gran muestra de estudiantes, hasta que di con el que había obtenido mejores resultados. Ese chico tendría una memoria prodigiosa, sin duda. La noche que lo estrangulé mientras dormía en su cama no consiguió acordarse de controlar los esfínteres.
Llegó el turno de la quinta cuerda. Quedaban pocos culpables, pero aún le reservaba un sitio a otros sentimientos engañosos, como la ilusión. La ilusión me había hecho bajar la guardia en el peor momento. Creía que tenía todo lo que se podía desear, sin darme cuenta de que mi felicidad era un placebo ante las desgracias del pasado. La ilusión me hipnotizó. ¿Llegué a creer de verdad en que todo se arreglaría con un par de billetes de avión y algo de dinero? Hoy lo pienso y no puedo verlo como algo más que una irresponsabilidad que al final había culminado en desastre, como no podía ser de otra forma. Mi quinta víctima acababa de ser madre. En el momento de su muerte se hallaba en el éxtasis de su felicidad, paseando con su niño del alma por un parque bonito pero solitario. Seguramente mi acción le haya evitado el ver cómo su hijo se convertirá en drogadicto o putero dentro de veintipocos años. En el fondo, mejor para ella. Dejé al bebé llorando en mitad de la calle, y me fui con mis cinco cicatrices a otra parte.
Y por fin, querido lector, ha llegado el momento de arrancar la última cuerda de esta guitarra. La más fina, reservada únicamente para usted. ¿Se imagina por qué?
La vida me ha enseñado que la mayoría de las cosas que nos pasan escapan a nuestro control. En su día dos policías no miraron debajo de la cama en la que me escondía, condenándome a esta amarga penitencia; un aparato de aire acondicionado se estropeó en la noche menos indicada. ¿Quién sabe si Silvana aún seguiría viva, o si yo habría muerto con ella? El sexto elemento, querido lector, es el plano cartesiano de delirios en el que se mueven todos los aconteceres. Es la fuerza indomable que nos recuerda que no somos nada más que materia en manos de artesanos inmaduros. Es el capricho de la ontología, el éter de las secuencias, el azote de la lógica. Media vida preocupado por el destino cuando lo único que importa, estimado amigo, es el azar.
Y es el azar el que me ha traído hasta usted. Como le prometí, aquí tiene su última respuesta. Agradezco infinitamente su paciencia y su interés por conocer mi historia. Observará que usted es la única de mis víctimas con la que he querido entablar una relación más allá del homicidio. Creo que para mí acaba un ciclo, y esto tiene algo de poético. Una confesión no puede faltar en ningún proceso purgativo.
¿Pero cómo he llegado hasta usted? La verdad es que no tengo ni idea de qué voy a hacer cuando termine de escribir esta carta. Tal vez la introduzca en un buzón que el azar designe, o haga que aparezca en la pantalla de su ordenador mientras le vigilo tras uno de sus muebles. Puede que consiga incluirla en alguno de sus libros, o quién sabe si la dejaré tirada en algún lugar de la calle, esperando a que usted la recoja. No lo sé. De lo que puede estar seguro es que le he seguido muy de cerca. ¿Está en el autobús? No dude de que uno de sus compañeros pasajeros será su asesino. ¿En su casa? En ese caso le habré seguido o me habré adelantado a su llegada, esperando agazapado en un rincón a que despegue por fin la vista del papel para rodear su cuello con esa última cuerda y terminar mi trabajo.
Por favor, no intente escapar. Tengo seis grandes cortes en el brazo, pero sigo en forma con el acero.