Relato 41 - Cielos de espanto

 

Nada más atravesar la calle miró hacia arriba, el firmamento despuntaba destellos rojos por detrás de la montaña, era como si una explosión nuclear provocara aquel incendio sin víctimas. En su cara se dibujó una sonrisa y siguió admirando el espectáculo mudo de luces multicolor por detrás de las siluetas negras de siempre; casi se da un golpe con la fachada de la tienda, había llegado sin darse cuenta.

 

Marisa llegó antes, como de costumbre, ella venía en bicicleta y la dejaba enfrente. Se dio cuenta de que algo alegraba a Ramón y le preguntó qué era. «Ese cielo hermoso» respondió él y volvió a asomar al ventanal para verlo nuevamente, «pareciera que algo increíble estuviera pasando, no sé, algo como una explosión muy lejos, extraterrestres que se ocultan detrás de esas montañas, incendios radioactivos, algo distinto». La joven lo miró con ternura, era como tratar con un adolescente, esa cándida soltura con la que decía las cosas provocaba en Marisa un cariño especial. Se acercó a él y le acarició con sutileza en la espalda.

 

—¡Qué buen día tenemos! ¿Visteis el cielo? Es un regalo empezar el día así. Casi se me cae la bicicleta mientras la ataba a la señal mirando ese amanecer, ¿no me digáis que no os habéis dado cuenta?— señalaba con el brazo Marcelo a través del ventanal donde se reflejaban aún rayos rojos y amarillos.

 

—De lo que me he dado cuenta es de que has apoyado tu bicicleta sobre la mía, ¿no tenías otro sitio?— espetó señalando los vehículos Marisa, no era la primera vez que se lo comentaba.

 

—Bueno, vale, otro día aparco lejos de su «lujosa» máquina de transporte, Señorita— dijo dando un tono burlesco a la palabra —pero no voy a dejar que opaques ese estupendo cielo con tu amargura mañanera. ¿Has visto o no has visto ese estupendo y terrorífico cielo de hoy?

 

—Hoy y muchas más veces, ¿qué os pasa a los dos? Vaya fijación con el cielo, mil veces se ha puesto así. ¡Así es por las mañanas! ¿Queréis saber algo? Los rayos del sol entran en un ángulo determinado por la mañana y ese ángulo hace que los de frecuencia más cercana al infrarrojo y al rojo sean más visibles que los azules y ultravioletas. Ya está, es pura física. Nada de maravilloso, estupendo, terrorífico, ni nada.  No hay incendios, radioactividad, extraterrestres ni ninguna otra paranoia o poesía posible en esto. Es sólo luz, longitudes de onda y un ángulo. No hay más.

 

—¿Extraterrestres? Ramón esa locura es tuya, no mía, pero me gusta tío, me gusta…— y le dio una palmada en la espalda, ésta era menos cariñosa.

 

El cambio de ánimo de Marisa había trastocado gravemente a Ramón, antes de que entrara Marcelo, estuvo a punto de decirle algo, pero estaba claro que había hecho bien en no hacerlo, era tan rara como parecía; en un momento una cosa y al siguiente todo lo contrario. Pensó en contestar a Marcelo, incluso hacer una broma sobre las bicicletas o a cerca del comentario asquerosamente ingenieril de Marisa, pero no tenía ganas de nada. Las cosas iban muy mal en la oficina técnica y pronto iban a ir a la calle como los de la planta baja, los de las reformas, que habían cerrado el negocio hacía dos meses. «Igual termino en el locutorio» rumió mientras abría los correos del día anterior. ¿Era posible que ese cielo fuera el mismo de siempre? Marisa tenía razón, el cielo era admirable muchas mañanas, pero la de hoy era de un rojo intenso, exagerado. Se levantó y volvió a asomar a la ventana. Esta vez miró también para abajo, parecía que empezaba a llegar gente al locutorio, más tarde bajaría a hablar con Inés, la amiga cubana que lo llevaba por el camino de la amargura. «Inés seguro que sabe entender y explicarme qué es ese cielo tan raro». Al verlo pegado a la ventana y sin decir nada, Ramón se le acercó sigilosamente.

 

—Uuuuiiiuuuhh. Somos los hombres de detrás de las montañas, los montañeitors, venimos en son de paz… —susurró irónicamente al oído de Ramón, susurró pero con el tono suficiente como para que Marisa lo oyera también, ambos rieron —¿Hay alguien mirando? ¿Alguien se ha dado cuenta que somos nosotros? ¿Quién eres ser terrestre?

 

Ramón giró la cabeza y vio la mueca de Marcelo, la extraña cara de Marisa tratando de no reírse y riendo intermitente, era una escena interesante para un cómic, pero no para empleados de una pequeña empresa que estaba por desaparecer. Les dijo «vale, vamos a trabajar» y con eso se cortó la dinámica estúpida de mañana de miércoles. Se cortó y no se cortó, porque la imagen de un cielo fuera de lo normal abarcaba todos los pensamientos de Ramón López Urrutia. Milicias atacando la sierra de Madrid desde Segovia, helicópteros copando Rascafría y alrededores, seres invertebrados difuminando su energía sobre la sierra y expandiéndose como virus por la atmósfera Madrileña, o tal vez seres superiores avisando con ese espectro una llegada triunfal y el fin de las guerras y las armas en el planeta tierra. Fuera lo que fuera, eran las nueve de la mañana y el cielo seguía rojo y amarillo. Parecía una adaptación herética de la enseña catalana; un símbolo, más que un fenómeno atmosférico cualquiera. No pudo esperar hasta las diez y media y bajó al locutorio.

 

Cuando llegó a la calle el espectáculo se magnificó, no hizo falta entrar al locutorio, Inés estaba allí de pie mirando el horizonte. Todo era rojo y amarillo, las bicicletas, los portales, incluso los mosaicos de la fachada; no había nada que no reflejara aquel cielo impío que los cubría con su bicolor luz y los hacía sentir miedo de estar vivos. No les hizo falta hablar, Ramón tocó el hombro de Inés y sin girarse ella cogió su mano por sobre el hombro y con la otra buscó el pecho de Urrutia. Se cogieron obnubilados esperando a que algo sucediera.

 

* * *

 

Con los brazos así cruzados, Inés creyó ver en ese espantoso designio el fin de toda su vida. ¿Cómo podía ser que justo cuando conocía a un hombre decente, culto, amable y sobretodo «hombre», viniera el fin del mundo y acabara con todo. Era el diecinueve de diciembre y los Mayas habían predicho que el veintiuno… «Ramón, ¿qué está pasando?» dijo girando su cara, mientras terminaba de abrazarlo, dando la espalda al infierno matinal que abarcaba ya todo lo que los rodeaba. Él la apretó contra su pecho pero no pudo mirarla. Intentaba descifrar en los trazos horizontales que comenzaban a aparecer, en esas incipientes nubes algo más oscuras que marcaban surcos violáceos, el objeto de esa imagen que no quería que fuera el fin de todo. La apretó contra sí queriendo protegerla, protegerse. Ella se abstrajo por instante y cerró los ojos. Se dio cuenta de que por fin él la estaba abrazando como si fueran más que amigos, como si hubiera algo que tenía que haber hace tiempo y disfrutó de su calor. Los latidos en el pecho de Urrutia eran irregulares, rápidos y lentos, como un vals y un tango que se mezclados en un tempo anómalo. Miró hacia arriba y él, sin dejar de mirar al infinito, bajó la cabeza para acariciarla con su mentón.

 

Los surcos terminaron por definirse, eran ya líneas oscuras entre otras intensas y más anchas con un rojo amarillento difuminado. La progresión era muy lenta, pero era real; el tiempo parecía no transcurrir, aunque para ella sí, pues había logrado dejarse llevar por el abrazo intenso, por su ritmo cardíaco enfermo y por ese regalo tan esperado. Quiso decirle algo, pero pensó que habría sido una estupidez; si se acababa el mundo en ese momento ¿en qué otra situación mejor la podría encontrar? Abrazada al príncipe azul que a sus treinta y muchos aún no había llegado y por fin estaba abrazándola ¿algo mejor podía suceder en el mismo momento del fin de los tiempos? Pensó en su madre, ¿qué hora sería en Cuba? ¿Qué hora era ahora mismo allí? No se respondió, imaginó que en El pinar era de noche, que su madre dormía y que pasara lo que pasara, ella no se iba a enterar de nada.

 

Una brisa suave llegó hasta la gente que se había congregado en la calle, probablemente era la causa de los surcos del cielo, o había pasado a través de ellos, pensó López Urrutia. Se dio cuenta que todo el horizonte, incluso hasta el oeste, era ahora más oscuro, los surcos se habían transformado en la parte central del escenario y las líneas de sangre y fuego se difuminaban poco a poco. ¿Dónde estaba el sol? ¿Dónde había estado el sol en todo este tiempo que llevaban allí?

 

—¿Has visto el sol en algún momento?— preguntó mirando por fin a Inés, buscando sus ojos; los encontró cerrados.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿El sol?— abrió por fin los ojos mientras respondía, miró al firmamento tratando de recordar las imágenes de antes del abrazo —No, ha estado nublado desde que esto empezó, desde que empezó a darme miedo…

—Es verdad, pero ¿dónde está ahora? Mira, las nubes se van, o eso parece, y no hay sol, está todo oscuro, pero no es de noche ¿o si?

—No lo sé. Mira el reloj, no sé nada, no entiendo nada…

—Está parado, y el móvil, el móvil tampoco funciona, está apagado..

—Mi celular también, tengo frío… abrázame… tengo mucho frío…

—Ven aquí. Yo también tengo frío, esto no es normal, no es nada normal, pero el cielo, mira el cielo otra vez…

 

El espeluznante firmamento se había convertido en una nube morada con ráfagas, con destellos blanquiazules que parecían pequeños rayos, o más bien centellas semitransparentes, claras, azules. No era una tormenta, no había sonidos, no había truenos. Una película muda los cubría con sus tres dimensiones y comenzó a aterrorizar a los espectadores. Hasta entonces todo el mundo había querido presenciar el fenómeno, pero el pánico comenzó a hacerse con parte de los espectadores cuando esas luces hicieron contacto entre sí. Ráfagas deslumbrantes —y al mismo tiempo silenciosas— hicieron correr a la muchedumbre a sus casas, a buscar refugio, a protegerse de ese frío seco y mortal que asolaba la atmósfera.

 

Ellos se refugiaron en el locutorio, no dejaron de mirar ni un segundo al cielo; se cubrieron con lo que encontraron allí y delante de la ventana esperaban atentos lo que podía venir. Inés recordó a los santos, los santeros, los chamanes, toda la brujería buena y mala que había aprendido de pequeña. Esto no era cosa buena, eso era seguro, y los Mayas lo habían predicho. El cielo era ahora una trama infinita de pequeñas ráfagas, suaves y fuertes de forma alternada por toda la cúpula morada —alguna vez celeste—, seguían formas aleatorias y descoordinadas. La imagen le recordó a Ramón las típicas simulaciones por ordenador de lo que son las conexiones dendríticas del cerebro, esas que hacen para los documentales. Eran conexiones, pero ¿entre qué cosas? y ¿dónde estaba el sol? El cielo estaba tan cerrado y cubierto de esas centellas que nada podía hacer pensar que el sol pudiera estar aún allí… Urrutia comenzó a pensar en lo peor, pero no quiso ni siquiera formularlo en su mente, estaba casi seguro, pero también lo había estado antes de las invasiones, de los extraterrestres y de las guerras. Inés seguía abrazada a él mirando lo mismo que él y pensando en su madre, en la familia de Cuba… ¿No estaba el cielo demasiado oscuro para ser tan pronto? Todavía no sabían la hora, pensó Inés, tal vez había pasado mucho tiempo, tal vez eran sólo las once de la mañana. Intentó encender la televisión y no apareció más que ruido, ni el wifi, ni Internet, nada funcionaba; el móvil seguía sin señal, los relojes estaban detenidos, hasta los del locutorio, imposible saber la hora sin ni siquiera ver el sol, ¡el sol!

 

—Ramón, ¡el sol! Tienes razón, el sol no está… ¿dónde está el sol? ¿Lo ves? Oscuridad, frío, esos rayos raros… ¡No hay sol! ¡Diosito santo, no hay más sol, no hay más sol!— comenzó a llorar desconsolada, Urrutia fue a recogerla al suelo mientras temblaban de terror, de angustia y de dolor…

 

Desde el suelo los dos, vieron como esas nubes extrañas se tornaban cada vez más y más oscuras. No parecían nubes pero estaban allí, en el cielo, o lo que esa bóveda oscura fuera ahora mismo. Las ráfagas intermitentes parecían hacerse más intensas y menos persistentes, su ritmo decrecía por momentos, aunque comenzaban a cambiar a un color más claro; algunas parecían ya de color verde oscuro o turquesa. Inés seguía llorando desconsolada en los brazos de López Urrutia, que no quitaba la vista de la oscura visión. ¿Cómo podía ser eso real? El sol no había desaparecido, sus conocimientos de física hacían eso inviable porque las leyes de la gravedad hacen que giremos alrededor del astro, el centro de nuestro sistema solar, la estrella que le da nombre. Pero lo que sí podía haber sucedido era una extinción de la energía, de las reacciones que daban fuerza al astro. Pensar en eso era como pensar en que podía acabarse el petróleo o que podía acabarse el viento. El primero estaba claramente en declive, desde el peak oil —la disminución progresiva del descubrimiento de nuevos yacimientos—, y si lo del sol era cierto, el viento pronto desaparecería, porque todos los fenómenos meteorológicos pasarían a ser completamente impredecibles, nuevos e inimaginados. Mientras la silenciosa y seca tormenta —por llamarla de alguna manera— se hacía más y más tenebrosa, Ramón levantó a Inés, se acercaron a la puerta. Estaba decidido a hacer algo, pero no sabiendo el qué, lo primero que pensó fue en ir a casa, a un resguardo o donde estuvieran más al abrigo de aquella nueva situación de la que sólo sabían una cosa, que les daba un miedo terrible.

 

Llegó en ese momento Marisa a la puerta, les contó que estaban reuniendo a todos para ir a un refugio, el ejército había llegado avisando que todos los que estuvieran al descubierto tenían que ir a las defensas de emergencia preparadas en las afueras de la ciudad. Lo único que se sabía era que la actividad solar había cesado en un lapso muy corto de tiempo, y que, las últimas emisiones electromagnéticas del sol habían sido tan intensas que todos los mecanismos y electrónica sensible a ellas habían quedado inservibles.

 

En el camión militar Inés abrió los ojos y por un momento dejó de pensar en su madre, en sus primos, en Cuba. Alzó la vista hasta cruzarla con los tristes ojos de Ramón, él le devolvió la sonrisa y se besaron dulcemente. Aún cuando no sabían nada del impacto real de las radiaciones, del futuro de aquel mundo sin sol, de cómo sería todo a partir de entonces, sabían una cosa; ahora se tenían el uno al otro y cualquiera fuera el tiempo que les quedara por vivir en ese mundo oscuro y frío, ellos lo vivirían como un regalo. Ese horrible cielo había hecho que se encontraran, les había devuelto la ilusión de vivir, sólo vivir, creyendo en el amor.

 

* * *

 

Temprano —a la hora que solía ser por la mañana, aunque no hubiera firmamento— despertaron abrazados en el refugio militar. Hacía frío y estaban semidesnudos. Cuando miraron alrededor encontraron cientos de personas. Los habían cubierto con mantas térmicas, pero no había para todos. Ellos habían compartido una que era pequeña para ambos, los pies de Ramón tenían escarcha. Un cartel en la puerta les indicaba la salida por el pasillo al comedor. Se trataba de carpas del ejército acondicionadas por fuera con todo tipo de conductores metálicos: planchas de aluminio, mantas reflectoras de calor, chapas metálicas y hasta rollos extendidos papel aluminio de cocina cubrían los huecos. Según les dijeron, las radiaciones emitidas desde el espacio podían ser nocivas para el cuerpo humano y la única manera de protegerse de esas radiaciones era esa malla que teóricamente los protegía del exterior. Desayunaron un café asquerosamente necesario y unas galletas rancias que rellenaron en parte el vacío que tenían dentro.

 

—Creí que íbamos a morir—, dijo ella mirando su mentón y acariciándole la mejilla — pero por suerte estabas ahí, no sé qué habría hecho sin ti…

—Vivir, sobrevivir. Podrías haberlo hecho sin mí, me alegro de haber estado allí, a tu lado, pero si no hubiera estado, habrías sobrevivido igual.

—No digas esas tonterías, eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. Y justo ocurre ahora, en medio de toda esta locura. No puede ser una casualidad, tiene que ser algo más. Algo que esta predestinado. No lo entiendo, ni quiero, pero sé que es lo mejor que me ha pasado y por suerte ha sido ahora.

—Yo lo único que sé es que nunca más podré dejar de mirar ese maldito cielo inmundo. ¿Cómo es posible? No puedo para de pensar en…

 

Se asomó a la ventana, la habían recubierto por fuera con una capa de algo, porque se veía todo distorsionado, irregular. El cielo era el mismo de la noche anterior cuando los trajeron los militares, o al menos eso parecía. Una tormenta seca y oscura que hipnotizaba con sus movimientos mínimos y sutiles. Débiles ráfagas de luz se intuían con su color violáceo oscuro. Aparecían cada cinco o diez minutos, entretenían a los pocos atrevidos que osaban mirar por la ventana, Ramón era el más abstraído. Inés se sentó junto a la mesa donde habían desayunado, perdida en sus pensamientos; en las lágrimas derramadas el día anterior, en ese beso, en el calor de Urrutia, en su olor. Ambos estaban absortos y perdidos en sus mundos, tan diferentes hasta entonces, pero que se habían encontrado de manera inesperada. El sol, gran ausente, era lo que unía sus pensamientos, pero ellos no lo sabían. Ramón lo veía, quería verlo detrás de aquellas ráfagas, centellas tímidas que podían significar tantas cosas pero que para él eran rayos perdidos del gran febo herido; Inés sólo pensaba en la muerta de la estrella. ¿Cómo sería el mundo a partir de ahora? Empezó a imaginar cosas, mundos paralelos, historias imposibles y horrorosas que había que imaginar, según ella.

 

—¿Hacemos algo? Me aburro— dijo y le tiró del brazo para que se despegara de la ventana.

—No me apetece hacer nada, estoy, no sé, no me apetece…

—Bueno chico, déjate ya de mirar por la ventana, no va a pasar nada. Todo lo que tenía que pasar, pasó. Quiero hacer algo lindo, no sé, vamos a preguntar si nos dejan salir…

—Lo siento Inés, no estoy de humor. No estoy bien. Lo siento de verdad. Ve tú. ¿Puedes ir sola? Ve a ver si se puede salir y si eso salimos luego, tal vez por la tarde. Lo siento.

 

Y lo sentía de verdad, aunque no podía explicar por qué estaba tan distante. Inés era hermosa, dulce, simpática y su tipo. Se habían dado un beso y estado juntos la noche. Había sido como un cohete despegando, de cero a mil en pocos segundos, intensidad infinita, pasión sin límites, el shock aún le duraba, era la primera vez que le pasaba algo así y no podía detenerse a pensar en ello, ahora mismo había algo más intenso que abarcaba todo su ser. El cielo volvía a cambiar. Las ráfagas comenzaban a crecer, eran más intentas que antes, aunque se alternaban con otras débiles. Podía decirse que eran centellas de color turquesa junto a las ráfagas verde oscuro. El movimiento no parecía estar ocurriendo, pero Ramón veía que esa imagen no era estática, como si fueran nubes no definidas, sin bordes y todas unidas, pero que sin ser un todo hacían un muro que parecía hueco. La idea de un muro de ladrillos irregulares, amorfos y pegados entre sí por el mismo material del que estaban hechos fue la que lo hizo darse cuenta de que podía que hubiera algo detrás de ese muro. Las centellas, las ráfagas eran posiblemente —según su hipótesis— grietas en ese muro ficticio. Ya no sabía si lo que veía era la realidad o lo que su corazón le decía que quería ver. Inés se había ido y se dio cuenta de que tal vez había hecho mal en dejarla ir sola. Ella podía entender cualquier cosa y eso no era bueno. Lo pensó por un momento mientras analizaba la evolución de las nubes, parecían más claras, tal vez esas líneas suaves eran indicios de lo que podía haber atrás. Ella no debería haberse ido si realmente le interesaba estar con él, pensó, las nubes estaban moviéndose, no había dudas.

 

El soldado le dijo a Inés que el sargento estaba por informarles la situación, pero le adelantó que probablemente después de comer se confirmaría que las radiaciones dañinas habían desaparecido. Le comentó que habían realizado mediciones desde las cuatro de la mañana y que los valores de radiación eran ahora mismo los de un día nuboso. La joven sintió una sensación extraña en su interior, no estaba alegre aunque fueran buenas noticias. El hecho de que el peligro de la radiación desapareciera la hacía ver un horizonte más positivo y no entendía por qué eso le hacía volver a tener miedo, a sentirse insegura y hasta pensar en que todo era falso, que el soldado no sabía lo que estaba diciendo y que incluso el sargento anunciaría más tarde lo contrario a las previsiones del subordinado. Volvió a sentarse, esta vez en el otro extremo de la carpa y miró de lejos a Ramón. Seguía mirando por la ventana. Tenía el pantalón doblado, con un calcetín por encima de los bajos y con la punta del cinturón colgando demasiado. La camisa estaba muy arrugada y le faltaba un botón, el segundo. Tal vez lo había perdido en el calor de la noche apretados. Su cara se reflejaba en el cristal pero veía sólo el lado izquierdo. Estaba concentrado, serio, impávido. Los reflejos de ráfagas de luz se mezclaban con su semblante en el cristal, era una imagen viva, parecía gesticular moviendo sus músculos faciales al son de las luces. Pensó en acercarse, pero se dio cuenta de que eso la haría perder la perspectiva que tenía en ese momento. Estaba feliz. Él estaba feliz y estaba disfrutando al ver esos malditos rayos de colores. Inés se sintió estúpida mirándolo de lejos, se sintió sola y decidió irse al refugio a pensar, tal vez a dormir un poco.

 

El cielo había evolucionado, era una trama infinita de pequeñas ráfagas fuertes y débiles que seguían formas aleatorias a través la cúpula morada. Las nubes —piezas indiscutibles de la cúpula— estaban en movimiento, se desplazaban como impulsadas por algo. Ramón intuyó una leve brisa por el movimiento de los cristales de la ventana. Seguramente sería el origen de aquel movimiento nuboso. «Por qué no ha venido aún? ¿Le habrá pasado algo? Quiero salir. ¿Habrá preguntado ya si podemos salir?» Giró bruscamente para mirar en la carpa. Ella no estaba. Pensó que seguramente le habrían dicho que ya se podía salir fuera, porque no quedaba casi nadie en el comedor improvisado. Se apresuró a ir a la entrada y preguntó al soldado si se podía salir. El sargento ya había salido de la reunión con los mandos y efectivamente estaba permitido salir fuera a todo el que quisiera, siempre que no se acercaran al vallado perimetral. Sintió por fin la brisa suave, la sintió en la cara y abrió los brazos, abrió hasta los dedos de las manos para que esas gotas de aire pasaran suavemente, para dejarse acariciar. Cerró los ojos y se olvidó de todo.

 

* * *

 

Todo el horizonte —sobretodo el este— es ahora más claro. Aparecen claros surcos, como líneas de sangre y fuego que crecen entre el negro violáceo, ese morado que comienza a separarse en líneas turquesa, cada vez más finas. Ramón despertó de su sueño momentáneo para verlo todo con una gran sonrisa. Venía del este, no podía ser otra cosa. Recordó a su familia, a Marisa, a Marcelo, a todos los de la oficina. Recordó la empresa, los despidos, la economía, el país hundido. Todo volvía a tener sentido si estaba ahí, todo volvía a importar. Todos. ¿Dónde estaba Inés? Los surcos se volvieron poco a poco intensos, de un rojo amarillento que con paciencia ganaba la guerra a los verdes azulados trazos, ya difusos. La lenta progresión parecía estar dibujada, pintada por pinceladas de un pintor invisible que se estaba riendo de él, que estaba disfrutando con la cara Ramón Urrutia, espectador inmutable en un tiempo infinito.

 

«Malditos Mayas, malditos Mayas» pensaba Inés mientras lloraba recostada en a litera. Era veintiuno de diciembre, era la mañana del veintiuno de diciembre de dos mil doce y nada de lo que ella había soñado estaba sucediendo. ¿Por qué no había ido a buscarla allí? ¿Por qué no estaba ahora mismo a su lado? ¿Había sido todo tan corto, tan estúpidamente corto? ¿No era acaso el fin del mundo? ¿No habían visto desaparecer el sol, dejar de funcionar todas las comunicaciones? ¿No estaban encerrados en una base militar acaso? Tenía que decirle todo esto, estaba llorando como una tonta y él, seguramente estaría allí como un tonto mirando la ventana atento a un cielo que no era más cielo, a una luz que venía de fuera y a unos rayos… Se levantó despacio al ver los rayos que entraban por debajo de la puerta y la abrió, vio más luz en la carpa y el acceso al exterior abierto de par en par. Todos estaban afuera. Ramón no estaba en la ventana, nadie estaba dentro mirando fuera, por ninguna ventana.

 

Los trazos horizontales son simples nubes violáceas y comienzan a desaparecer. Todo es rojo y amarillo. No hay nada en lo que no se refleje el cielo, que vuelve a ser cielo. Ramón está conectado con ese cielo y no es el único. Todos sienten algo muy adentro que no pueden explicar, aunque se ve en sus caras. Inés lo ve. La luz bicolor es la que llena sus almas de nuevo y les hace sentir otra vez vivos. Es lo que ella siente en ese momento al unirse al grupo. Pierde la noción del tiempo hasta que una sirena suena a lo lejos y todos se miran. Son las diez de la mañana el cielo es rojo y amarillo. Ramón recuerda unas cuantas horas atrás y piensa «otra vez la señera catalana, otra vez es como una explosión muy lejos». Marcelo y Marisa se miran y comentan las elucubraciones de Ramón, los extraterrestres… se ríen como locos y se sientan en el suelo. Todo el mundo está enamorado de ese cielo. Todos están adorando al que no ven, pensando en sus familias, en sus amores de siempre. No se ha perdido nada y que aquel al que todos quieren ver, debe estar allí, porque ya sienten su calor. Inés distingue una voz conocida que se acerca desde un lado, quiere ver el sol, y aparece Ramón.

 

—Lo siento

—¿Qué sientes?

—Lo siento muy adentro, pero no puedo engañarte. Quiero ir a mi ritmo.

—¿Por qué? Te parece que…

—Sí, aunque no lo creas, sí. Estábamos por morir, todos. Me gustas mucho y no me arrepiento de nada, per no era yo el que estaba en mi cuerpo. No me entiendas mal, quiero que sea más natural.

—¿Te parece que no lo ha sido?, porque yo…— se quedó pensando en sus palabras sin terminar de hablar, ella tampoco había sido la de siempre. Ella necesitaba un refugio y se había dado cuenta de que su refugio ahora le estaba pidiendo una segunda oportunidad para volver a empezar. —Puede que tengas razón, a mi esto también me ha hecho pensar mucho. ¿Qué hacemos entonces?

—Volver a empezar, aunque no sea de cero. Quiero quererte a mi manera. ¿Te parece bien? Estás hermosa.

 

Como si el pintor áureo se hubiera vuelto loco, las nubes se esfuman y el gran febo se muestra ante sus ojos. Una horrible pesadilla nubló sus vidas durante unas horas. Son las doce del mediodía, el mediodía del fatídico veintiuno de diciembre. Inés abraza a Ramón dulcemente, esperando que todo vuelva a ser como antes, como antes de ver el fin.

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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