Relato 40 - La Casa de La Rumana

El momento tan esperado al fin había llegado. Después de muchos meses de exasperantes fracasos, de más de dos años de intentos vanos, había logrado torcer la voluntad de la anciana. Ella había accedido a venderle la ruinosa mansión, con su enorme parque y sus cotizadas tierras. Había costado mucho, la anciana era tozuda, cerrada y de carácter muy duro. Pero él, Alberto Mujica, no conocía la derrota y no se dejaba ganar cuando de un negocio suyo se trataba. Su proyecto de modernas urbanizaciones, dos torres de oficinas, más un centro comercial necesitaba de ese enorme predio para no quedar cortado en dos, truncado o definitivamente abandonado. La mansión, la vieja mansión de la familia Fioranescu, estaba ubicada en el centro mismo del proyectado esquema edilicio, rodeada de otras casas y terrenos que él había comprado a fuerza de cheques y alguna que otra amenaza. Sí, porque Alberto Mujica no dejaba nada librado al azar, y si el dinero no era suficiente para torcer las voluntades, él tenía otras herramientas a las que recurrir, no muy legales, pero decididamente efectivas. La anciana, “la vieja terca”, como él solía llamarla, se había tornado un hueso duro de roer desde el primer día, desde aquella vez que le cerró en la cara la enorme puerta de roble de la entrada de la mansión. La vieja no tenía muy buenos modales, y la natural simpatía y habilidad de negociante de Alberto Mujica y sus colaboradores se chocaron contra un muro de testarudez. Primero intentó convencerla de la venta de la propiedad, endulzándole los oídos con lo bien que podría vivir en un lugar más moderno y todas la cosas que podría disfrutar si convertía esa enorme propiedad en dinero, pero fue en vano. La anciana se cerraba en su tradicional y escueto “no”, eventualmente matizado por un “olvídelo” y “váyase”. Posteriormente decidió tomar el camino más fácil y recurrió a su chequera, pero a pesar de ofrecer sumas de dinero bastante superiores a la que hubiese pagado cualquier otro comprador, no logró convencerla. La anciana se seguía escudando detrás de su frase favorita, “no, olvídelo y váyase”, pronunciada con ese acento levemente áspero que arrastraba de su Rumania natal. Llevaba más de sesenta años viviendo en el país, y nunca había perdido ese acento propio de los habitantes de la zona de los Cárpatos, al igual que nunca había vivido en otro lugar que no fuese en esa mansión.

 

Las primeras derrotas hirieron un poco el orgullo de Alberto Mujica, por lo que decidió tomar acciones complementarias. Él era un hombre con muchos recursos y contactos, y no escatimaba esfuerzos de ningún tipo cuando algún obstáculo se interponía entre él y el objeto de sus deseos. Lo primero que hizo fue enviar, durante varias noches seguidas, a un grupo de alborotadores para pintarrajear los muros de la propiedad, hacer algo de ruido y romper unos cuantos vidrios, con el fin de amedrentar a la solitaria anciana. Acto seguido hizo envenenar a los dos perros que cuidaban la propiedad, dejando como recuerdo el enorme portón de entrada abierto y con la cerradura destrozada. Luego se ocupó personalmente de hacer llamadas telefónicas a todas horas, para recordarle a la anciana que no era seguro vivir sola en una casa así de antigua y grande. No hubo ningún cambio en la actitud de la anciana, que incluso tenía el atrevimiento de cortarle el teléfono sin dejarle terminar de hablar. Eso era demasiado para Alberto Mujica, muchas personas habían terminado en el hospital o arruinadas con mucho menos, así que decidió pasar a una fase un poco más agresiva, que a punto estuvo de meterlo en graves problemas. Envió un par de matones de frondoso prontuario a robar en la casa y “asustar” a la anciana, eufemismo que utilizaba Alberto para decir que podían hacerle cualquier cosa, siempre y cuando no la matasen. Pero algo salió mal, porque uno de los matones murió en el asalto y el otro nunca apareció. La anciana había llamado a la policía denunciando a unos “extraños merodeando la casa”, entre las dos y las tres de la mañana. Llegaron cuatro policías en dos patrulleros a atender la denuncia y lo primero que hicieron fue revisar el perímetro de la propiedad. Uno de ellos acompañó a la anciana al interior de la casa, pero ésta se excusó diciendo que no notaba la falta de ningún objeto. Un hora más tarde, uno de los policías encontró un cadáver en el fondo de terreno, en una franja arbolada que hacía las veces de división con la siguiente propiedad. El cuerpo no presentaba signos de violencia, pero tenía todo el cabello blanco. La causa se archivó sin muchas vueltas, ante la ausencia total de pistas y los múltiples contactos de Alberto Mujica, que se encargaron de echar tierra sobre el asunto antes de que alguna persona inoportuna pudiese encontrar algún nexo entre el cadáver anónimo encontrado en la casa y él. En cuanto a la otra persona, nunca más se supo nada, y Alberto Mujica agradeció que así fuera, porque era preferible una persona desaparecida que nadie había vuelto a ver, que un cadáver inoportuno en el lugar equivocado.

 

Pasados unos meses y superado el susto de la acción fallida, Alberto Mujica envió dos personas más, de más baja calaña y abultado prontuario que los dos anteriores. En esa ocasión la tarea era más siniestra: tenían que incendiar la casa, con la anciana adentro, y hacer que parezca un accidente. Esa vez casi lo logra, el incendio consumió algunas dependencias de la casa, pero también acabó con la vida de sus dos sicarios y no perturbó ni un ápice la voluntad de la anciana, que seguía cortándole las llamadas telefónicas y cerrándole en la cara la puerta de roble de la casa. Los bomberos llegaron a tiempo para controlar el fuego que consumía un par de habitaciones de la parte trasera de la propiedad, y luego se encontraron con los dos cadáveres entre medio de los restos de madera humeante. No fue fácil identificarlos, pero la policía logro determinar que se trataba de dos peligrosos delincuentes que estaban prófugos, sobre los cuales pesaban ordenes de captura por robos a mano armada, intentos de violación y homicidios. El examen forense reveló que habían muerto antes de comenzar el incendio, aunque no pudieron determinar las causas exactas. Nuevamente la causa se archivó después de unos meses, llamadas telefónicas y cheques de Alberto Mujica mediante, y la prensa se olvidó del caso para dar lugar a otras noticias locales y nacionales.

 

Alberto Mujica había llegado a desesperarse, nadie le había herido tanto su orgullo antes, ni de esa forma. El proyecto había acumulado casi dos años de retraso hasta ese momento, y el asunto de la anciana le estaba insumiendo mucho más dinero del que consideraba necesario. Para colmo, los dos intentos fallidos de sacarse a la anciana de encima habían fracasado de manera catastrófica, obligándolo a recurrir a ciertos contactos en la Policía y la Justicia que tarde o temprano le demandarían algún caro favor. Por todo eso, y porque Alberto Mujica nunca era derrotado, decidió pegar el golpe más bajo que se le había ocurrido hasta el momento. Sabía que la vieja sólo tenía por parientes a un nieto casado con una chica de la ciudad, y que ambos tenían un hijo pequeño, bisnieto de la vieja, enfermizo y enclenque. Envió tres matones a robar a la casa del nieto, y les dio la libertad de “asustar” a los ocupantes de la casa, cosa que cumplieron sin titubear. El nieto, junto con su esposa e hijo terminaron en el hospital, con la casa quemada y un mensaje claro para la anciana: es la última oportunidad de vender, la próxima terminan todos en la morgue. Fue recién entonces que la vieja respondió con un seco y escueto “vendo”, y la euforia invadió el herido orgullo de Alberto Mujica. De esa manera había llegado este día, donde Alberto Mujica se encontraba en una escribanía, sentado frente a la anciana, Nadia Fioranescu, natural de Rumania, de 94 años de edad y proveniente de una familia con títulos de nobleza cuyas raíces se hundían en la historia medieval de la región de los Cárpatos.

 

- Tome, acá tiene la escritura de la casa y las llaves de todas las habitaciones – dijo la vieja, con su rostro imperturbable surcado de arrugas – Hay setenta puertas en la casa, incluyendo el portón, pero sólo le voy a dar sesenta y nueve llaves, porque hay una puerta que usted no debe abrir – remarcando las últimas tres palabras.

 

- No se preocupe señora, no se preocupe, su casa está en las mejores manos - contestó Alberto Mujica con cierto aire burlón mientras se pasaba la mano izquierda por su abundante pelo negro, mientras pensaba que en menos de una semana las topadoras iban a acabar con toda la mole de la casa.

 

Sin embargo, nadie le decía a Alberto Mujica que es lo que podía y lo que no podía hacer, por lo que ese mismo día decidió ir a la casa y buscar la puerta de la que no tenía la llave, para echarla abajo y demostrar quien era el nuevo dueño. Demasiados dolores de cabeza le había provocado “la vieja terca”, demasiado dinero, demasiadas demoras, por lo que ahora iba a cobrarse todas las revanchas que tenía pendientes. La primera había sido torcer la voluntad de la anciana, y lo había logrado. La segunda era que iba a demoler esa casa, aunque fuese la última acción que realizase en su vida. Por último, quería darse el enorme gusto de violentar lo último que le quedaba a la anciana. ¿Así que había una puerta que no debía abrirse? Pues Alberto Mujica la iba a echar abajo e iba a destrozar con sus propias manos lo que fuese que en ella guardaba. ¿Guardaba recuerdos de sus antepasados? Los quemaría, los usaría como leña, los trituraría, los convertiría en relleno para las futuras edificaciones. Fue a la casa con un grupo de arquitectos, para programar la demolición y limpieza del terreno, y él se dedicó a buscar la puerta sin llave. Mientras los operarios tomaban medidas e identificaban vigas y columnas, él recorrió la casa desde la planta baja hasta el altillo y del altillo hasta el sótano. Fue en una pequeña y oscura habitación del sótano donde encontró una puerta de madera enorme y maciza. Ayudado por una linterna, Alberto Mujica descubrió porque la puerta no tenía llave. Sencillamente no tenía cerradura, sino una enorme tranca de hierro que la cruzaba de lado a lado. No lo dudó un segundo, empujó la tranca de hierro y la dejó caer a un lado. Agarró la puerta de una argolla que cumplía la función de “picaporte” y tiro de ella. La puerta cedió chirriando y crujiendo, pero casi sin resistencia, hasta abrirse completamente. A medida que la puerta se abría, Alberto Mujica sintió un extraño hedor en el aire y su mente percibió algunos detalles que su impetuoso y soberbio espíritu habían pasado por alto. ¿Por qué las paredes del cuarto se hallaban cubiertas de crucifijos e imágenes de santos? ¿Qué significaba esa mesa al lado de la puerta de madera, que estaba cubierta de relojes, alhajas y otros accesorios, en completo desorden y manchados por pintura roja? ¿Eso era pintura roja? ¿Por qué la puerta de madera tenía un aspecto grasiento y tonalidad ocre? ¿Por qué parecía manar una fosforescencia color carmín por debajo de la puerta? Fue cuando la puerta se hubo abierto completamente que Antonio Mujica pudo ver en una fracción de segundo como se hacían realidad las leyendas e historias que se contaban a la luz de un farol en las noches negras y frías de los Cárpatos.

 

Los arquitectos que tomaban medidas y anotaciones en la planta baja de la casa escucharon un alarido escalofriante que provenía del sótano, un grito inhumano y desgarrador. Bajaron apresuradamente, apretujándose los unos contra los otros y llegaron hasta la última habitación del sótano, donde encontraron la enorme puerta de madera cerrada, con la tranca de hierro puesta en su lugar, y a Alberto Mujica tirado en el suelo. Estaba muerto. Tenía todo el cabello blanco y una expresión de terror que le deformaba el rostro.

 

FIN

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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