Relato 4 - Mise en abyme
1
Las alarmas se activaron pasada la media noche, cuando unos ya descansaban y otros se disponían a hacerlo. Con lo puesto, sin perder la calma, y en el acostumbrado orden, los ciudadanos del Distrito E comenzaron a salir de sus habitáculos para desplazarse al Punto de Encuentro de Emergencia correspondiente a su sector.
Cuarenta y cinco minutos después, una vez cesada la amenaza, todo el mundo se hallaba de regreso con toda normalidad y sin que apenas se especulara, salvo en voz baja, con las probables causas.
Las jornadas previas habían discurrido sin mayor novedad. Pero pronto deberían asumir que disponer de una semana seguida en ausencia de avisos centralizados, alertas en los terminales, o pilotos rotativos iluminando los pasillos a una hora cualquiera, terminaría por convertirse en un hecho inusual.
Las alertas preventivas se dividían en tres categorías, asignadas según el nivel de riesgo estimado por los centinelas. Los ciudadanos no percibían tal distinción porque el modo de actuación permanecía invariable previendo un virtual cambio de las circunstancias. La mayoría de veces venían precedidas por lejanos avistamientos. En ocasiones, se debían a un riesgo de proximidad. Y rara vez, por ataques directos. Estos, hasta el momento, habían podido contenerse con una eficacia ejemplar; aunque las estadísticas reflejaran un preocupante repunte, indicio inequívoco de que las presencias surgían cada vez con mayor frecuencia.
Seguridad y Prevención (SP), como entidad encargada de evaluar riesgos y anticipar soluciones, era consciente de efecto adverso que estaba generando la reiteración de dichas alertas. El contraste entre el grado de movilización y su nivel de repercusión real, daba pie a un indeseado efecto de pérdida de atención e incluso cierta desidia hacia el obligatorio cumplimiento de las normas y advertencias.
La sensación de peligro tendía a diluirse, sobremanera entre los nuevos ciudadanos. Por lo general, una alarma cesaba antes de haber despertado siquiera una tibia inquietud. Además, los referidos puntos de encuentro (EMP´s: reductos con blindaje conectados por una red de corredores independiente y calculados para aislar y proteger a un par de cientos de personas), a menudo no lograban copar su capacidad. Ello significaba que existía un porcentaje de personas dispersas por los pasillos, caminando perezosas, o que preferían aguardas escondidas en sus habitáculos pese a la prohibición expresa de hacerlo. En suma, para los responsables de seguridad esa gente se comportaba como si no tuviese ninguna urgencia por ponerse a salvo de nada.
SP necesitaba dar a entender que nunca permitiría relajar el nivel de alerta ni cesar en las labores de prevención. Urgía concienciar a esos nuevos ciudadanos que solo tras imponer un seguimiento estricto de los protocolos de seguridad, se podía lograr que una neopoli como la que les daba refugio se sostuviese íntegra. En consecuencia se acordó que la solución debía pasar por implantar nuevos controles, los cuales irían acompañados con sanciones de carácter disuasorio. De tal modo y con la diligencia acostumbrada, los ciudadanos recibieron en sus terminales de zona el mensaje por el cual se les indicaba la obligatoriedad de permanecer en el EMP correspondiente durante los periodos de alarma. Además de ello, se advertía que un arco de detección cotejaría la señal de cada implante de identificación para obtener un registro detallado de asistencia. Dado el caso, los infractores serían degradados de su condición de ciudadano a poblador, teniendo que abandonar el Distrito E para habitar de forma indefinida en los sectores peor equipados y menos seguros del cinturón periférico.
Las amenazas a las que se enfrentaban las ciudades-estado monolíticas eran numerosas, tanto externas como internas. En ese contexto, cualquier deriva de comportamiento, cualquier conflicto, era propenso a extenderse, agravarse, y convertirse en un potencial detonante del caos. Situados en el peor de los escenarios, todas esas personas habrían olvidado qué hacer, como actuar o hacia dónde dirigirse con exactitud, lo cual solo haría entorpecer al resto y colocar a todos en grave riesgo por igual.
Grandes neopolis coetáneas de las que algunos además eran refugiados, tan solo eran ya desafortunados ejemplos que formaban parte de recuerdo. Y ello pese haber permanecido invictas durante muchas décadas contra los nutridos enemigos del exterior. Honsipur, Tyrmos u Ardustán, cayeron al igual que muchas otras, pero solo tras enfrentarse a un inesperado factor de colapso social que acabó por volverse insuperable.
2
Janus Arnuac creía que, el hecho de hallarse seguro y a salvo podía hacer que cualquiera se sintiese motivado para el día a día, con independencia de las estrictas normas que lo limitasen o de las duras tareas que le fueran confiadas. Lo pensaba, a pesar de habitar en un sector de la circunvalación perimetral, bastimento del futuro anillo F, zona aún en obras, con numerosas partes desnudas, y por tanto, la más expuesta a las eventualidades y sucesos del Área Dismal.
Janus sentía pleno agradecimiento hacia la neopoli que lo había acogido, aunque fuera de manera temporal, y esperaba poder aprovechar al máximo dicha oportunidad. Para optar a convertirse en ciudadano sabía que debería esforzarse como el que más. Asimismo necesitaría sentirse patriota lo mismo que si hubiese habitado ahí desde un principio y colaborado en su fortalecimiento. Y tendría que demostrarlo superando los frecuentes controles, los test y exámenes de ciudadanía y aptitud. Aunque para él no era algo impuesto ni un sentimiento forzado o adquirido de manera artificial. Le bastaba recordar que el periodo comprendido entre la precipitada huída que antecedió a la destrucción de Pová, su neopoli natal, y la providencial llegada a Sidis, había estado presidido por el miedo, la muerte y la desesperación. Bien fuera huyendo de shiqquts, abominaciones mayores u otras criaturas de la paradimensión; o tal vez ocultándose entre las ruinas de antiguas ciudades pre-apocalípticas que servían de cobijo a desgraciados sin ley. Obligado a atravesar el anecúmene sin más defensas que sus débiles amuletos. Siempre pendiente de no ser descubierto. Cazado y muerto, como su familia.
A ellos no logró protegerlos. Pero ahora, al menos, podía sentirse de nuevo útil para algo. Ese pensamiento apenas habría bastado para consolar a cualquier otro en su lugar. Pero Janus se hallaba persuadido en la idea de continuar hacia adelante porque concebía su lucha como una obligación hacia su mujer y su hijo, los cuales, creía poder sentir cercanos en espíritu a cada momento. Por propia experiencia valoraba sobremanera la importancia de sentirse resguardado por cuatro paredes y un techo al caer la noche. Por eso, después de honrar su recuerdo y antes de disponerse a dormir, solía asomarse afuera un par de minutos. Allí, desde su posición, tres plantas por encima del nivel de base, le era posible ver los puntos de luz azul de las garitas de vigilancia, en donde los centinelas debían permanecer alerta custodiando el sueño de todos.
Sidis se había fundado sobre las cenizas del fracaso de otros. Pero eso no la hacía peculiar. Su singularidad residía en el hecho por el cual, pese a sus dogmas, y en ausencia de mecanismos de defensa apotropaicos, hubiera perdurado tanto tiempo e incluso mejor asentada que otras. La experiencia previa había enseñado a sus fundadores que cualquier compromiso de futuro debía sacrificarse a la pura y dura supervivencia. Sidis no compartía el afán común por derrotar el Antichton y reconquistar el antiguo estatus del mundo, en esencia, porque quienes la gobernaban no creían que ello fuera factible. De su ideario podía extraerse que la era del hombre había pasado, y por tanto, solo quedaba por delante un camino más o menos largo y decadente que un día, puede que tras decenios o tal vez a lo largo de siglos, les llevaría a todos a desaparecer. Y ello pese a hallarse en mejor posición que sus antagonistas para retrasar ese momento.
Ese enfoque pragmático era conocido lejos, en ciudades-estado separadas por cientos de kilómetros. Dichas neopolis rivales, dadas a asociarse y cooperar entre sí cuando mediaba la conquista y la rapiña, contemplaban absorberla a su caída. Los migrantes no acogidos, los refugiados expulsados y los emisarios rechazados, afirmaban que en ese lugar, ni se valoraba la función humanitaria, ni se ocupaba de preservar patrimonio cultural alguno. Sidis, condenada por su incapacidad para estimar la importancia de incorporar a sus filas gente brillante y preparada, culta o distinguida; o en ausencia de artistas y personas que ejerciesen una influencia social y pedagógica positiva. Para ellos era un hecho indiscutible: cualquier proceso que contemplase la exclusión social o la deshumanización, terminaría por colapsar. Ahora su máxima pretensión residía en aislarla tras la idea de una neopoli atrasada y alejada del resto, una especie de jaula de monos sin atractivo alguno para los intelectuales, las personas con estudios superiores, o los colectivos con fuertes inquietudes culturales. En consecuencia, cualesquier acto en contra de Sidis que se llevara a cabo en el futuro podría encontrar una razonada justificación. Hasta ahora quienes ostentaban ese poder habían aguardado agazapados en la lejanía confiados en que se le agotasen sus posibilidades. Pero, debido a sus propias carencias y la dificultad cada vez mayor para conseguir recursos, no podrían esperar eternamente.
Sidis había logrado prosperar sin tener que depender de un alto porcentaje de personas con alta cualificación. Perfiles que muchas veces necesitaba de otro séquito de colaboradores detrás, que nada más hacían poner a disposición de esos pocos sus inciertas capacidades. En efecto, la neociudad que planteó el rechazo de tantos virtuosos y que sin embargo había acogido a Janus Arnuac aun presentándose como un pobre infeliz, se reservaba el derecho a aplicar filtros de capacitación a los migrantes que conseguían llegar hasta sus puertas. Solo personas útiles, solo personas válidas. Solo individuos laboriosos o con oficio. La única excepción a un sistema de selección tildado de injusto en cualquier otra parte, la podían encontrar en los menores, porque a veces se daban esos casos. Pero ese detalle no restaba para que Sidis irradiase un odio o repudio que, pese a las circunstancias, había logrado extenderse más allá de lo que nadie habría imaginado.
El grueso de migrantes quedaba distribuido en otras neopolis a medida que unas caían y otras nuevas las sustituían, en un ciclo propenso a repetir el fracaso. Miles de muertes cada vez y miles más obligados a ponerse otra vez en marcha a la búsqueda de una nueva oportunidad. Por eso, pese a lo que se sabía, o a causa de ello, había quienes, después de todo, decidían correr el riesgo tomando un camino distinto a los demás. En efecto, pocas urbes monolíticas a esa parte del Inánice conseguían expandir sus límites más allá de un cuarto o quinto nivel sin dejar expuestas sus carencias y su vulnerabilidad. Y a todos aquellos que quizá ya no tenían nada que perder, les daba por apostar a esa idea.
3
Olan Nauk apenas alcanzaba a creer que hubiesen pasado veinte años de su llegada a Sidis. Pese a considerarse ciudadano veterano, aun gozando de ciertos privilegios, con una dedicación y esfuerzo reconocidos, prefería vivir en el anillo periférico en peores condiciones de las que le correspondían y tan adelantado como los nuevos pobladores. Y no por una cuestión de solidaridad. Lo cierto es que Olan era un rara avis que no se adaptaba a vivir compartiendo espacios con mucha gente. Como tampoco estar sometido a unas normas de convivencia estrictas. Y en el sector en construcción, demostraba seguir siendo un obrero eficaz al tiempo que podía tomarse ciertas libertades sin temor a ser degradado.
Nunca llegó a sentir un temor especial hacia el Área Dismal. Había estado ahí afuera, atravesándolo sin necesidad de unirse a una caravana de monjes sarabaítas, ni ser guiado por hierofantes. Era consciente sin embargo de que eso había sido hace muchos años, cuando se sentía joven para soportar las carencias y ágil para sortear las amenazas.
Desde su posición lograba tener una buena perspectiva del anecúmene, coronado al este por las lejanas montañas azules, y dominado al sur por un raso extenso y cuarteado. El ignoto oeste y el norte quedaban a su espalda, estando tomados por una cortina de espesas nubes de polvo y fuego, y la Oscuridad.
Podía observar a menudo y aun de lejos a las presencias, hecho que coincidía con las alertas. Olan hacía caso omiso y nunca acudía al EMP que estuviese más cercano a su posición, allá detrás, en el Distrito E. Prefería quedarse a observar las evoluciones de las criaturas en cuestión con la ayuda de sus prismáticos. Aquellos entes le seguían fascinando, no imparta las veces que lo hubiera visto. De hecho, memorizaba un extenso catálogo de shiqquts, menores o mayores, cosa que pocos, salvo los centinelas, podían decir. Pero siempre conseguía sorprenderse tras una nueva aparición distinta a las demás. Y tras ello se seguía preguntando qué clase de dios podía dar forma y libertad a sus pesadillas creando a esos seres, cuya función no parecía ser otra que aterrorizar, destruir, y desterrar al hombre del mundo.
Olan decidió escapar de Vestra, su neopoli de origen, por motivos que en su momento pudieron ser difíciles de comprender. Lo cierto es que no se halló nunca cómodo trabajando para ociosos dentro de un sistema social estratificado y desigual. Demasiada gente mimetizada tras el esfuerzo de otros. Demasiados parásitos, zánganos inútiles que buscaban tomar provecho aupándose sobre las espaldas de individuos como él. Lo normal en su caso habría sido resignarse, y nadie alrededor suyo logró comprender que ese trastorno fuera motivo suficiente para dejar la seguridad de los muros y exponerse a una más que probable muerte. Se tenía que estar mal de la cabeza para tomar ese riesgo sin siquiera tomar la precaución de tatuarse en el cuerpo los talismanes de protección más elementales. Pero lo hizo.
Vestra debía estar condenada a caer, como muchas otras, por intentar aplicar las viejas fórmulas de antaño a un mundo hostil que no tenía consideración hacia los mezquinos, los ruines, los miserables, los débiles y los pusilánimes. Olan quizá pudo intuir lo que allí sucedería, pero no tenía modo de conocer si estaba en lo cierto. Poco le importaba sin embargo, porque aquella neopoli corrupta ya había quedado muy lejos para él, casi rayana al olvido.
Ahora, la vida era simple y rutinaria. Y en esencia se sentía dichoso por ello. Sidis era un lugar austero y él no echaba en falta demasiadas cosas. Un buen plan de futuro debía basarse en hacer que todo continuara igual.
Recibía en su tableta electrónica las órdenes del día, las cuales obedecían a un plan coordinado conjunto de tareas por completar. Necesitaba ceñirse a ellas, no importa el tiempo que fuera preciso, para luego registrarlo todo en el informe que enviaría más tarde a su supervisor. Olan nunca se sentía presionado por el trabajo. Su experiencia le aportaba suficiente ventaja como para cumplir los quehaceres sin agobios. Por lo general se ocupaba de revisar y reparar los sistemas eléctricos auxiliares del cinturón periférico. De unas semanas atrás había sido emplazado a unirse a un equipo que se encargaría del montaje de los paneles generales que debían comandar las pantallas defensivas del sector 9F. Y por vez primera le habían asignado un aprendiz para su evaluación, con lo cual, en cierta medida iba a depender de él que esa persona se ganara el derecho a convertirse en ciudadano, responsabilidad que no era de su agrado.
Afuera, a la intemperie, cubiertos con su traje de protección y enganchados a los arneses, trabajaban los soldadores afianzando los soportes principales. Bastante más abajo, en el nivel de base, otra cuadrilla preparaba las zapatas de hormigón armado que sostendrían la estructura del siguiente tramo. Distinta unidad técnica operaba sobre las bombas y el sistema hidráulico que accionaría los enormes pestillos de cierre. Y alrededor, más compañeros avanzaban en el montaje de las estructuras metálicas subsidiarias: escaleras, barandillas, plataformas y protecciones. Toda la zona se hallaba plena de actividad y supervisando los trabajos, la perita industrial Evon Elker. Esa persona había sido asignada al cargo pocas semanas atrás, y dados sus conocimientos y buenas dotes de mando, se esperaba de ella que diese un mayor impulso a los trabajos de cara a la inminente llegada de la estación roja. Elker se había granjeado en poco tiempo fama de ser muy estricta, no solo con el perfecto cumplimiento de las tareas. Y Olan Nauk, ya debía saber que se hallaba en su punto de mira.
4
Talasa Elker era la menor de tres hermanas. Hacía cinco años que había conseguido la ciudadanía y en la actualidad habitaba en el sector 4 sur del anillo-Distrito D, en un confortable habitáculo de treinta metros cuadrados y puerta con puerta al de su hermana Evon. Como pobladora, apenas había pasado tres meses en el anillo periférico de Sidis, el Distrito E de la actualidad. Hasta conseguir su permiso de residencia permanente había alternado trabajos en las granjas avícolas y cunícolas del área circunvalar. De ahí pasó a ser supervisora técnica en el parque eólico. monitorizando aerogeneradores verticales. Mientras tanto se labraba su ascenso, su hermana mayor hacía lo propio pasando las pruebas no muy lejos, en concreto en las granjas hidropónicas del cinturón D.
A ambas les dolía en el alma haber dejado a su hermana mayor al cargo de sus padres allá en Vestra, pero así debían ser las cosas. Ellas dos fueron escogidas ex profeso para desempeñar una importante misión. Sería improbable que volviesen a estar juntas, pero era un sacrificio necesario dirigido hacia su angustiado y necesitado pueblo.
Habían alcanzado en poco tiempo un posicionamiento ideal a sus intereses sin levantar sospechas. En Sidis no abundaban las personas cualificadas, y las que había se hallaban bastante saturadas, obligadas a alternar sus trabajos específicos con funciones educativas en los módulos de enseñanza por especialidades y oficios.
No había un plan de escape definido. Tampoco esperaban encontrar grandes obstáculos entretanto los sidienses se agolpases en sus refugios y los centinelas estuvieran enfrentados a las presencias. Llegada la hora, Evon procedería a dejar abierto el sistema defensivo de 9F. Talasa provocaría el corte de suministro eléctrico de la zona para inutilizarlo en esa posición. Sidis quedaría expuesta por ese frente durante el tiempo suficiente para que ambas lograran acercar hasta ese punto a los entes invasores. Para ello necesitaban elaborar el mayor número posible de círculos de invocación, evolucionados durante décadas, y tan intrincados y complejos que solo personas como ellas, con grandes dotes de inteligencia y una habilidad innata en tales artes, serían capaces de ejecutarlos de memoria y sin errores junto a los elaborados hechizos de activación.
5
El acusado diferencial habido entre temperaturas diurnas y nocturnas y los bruscos cambios del clima, marcaban el inicio de la estación roja. Durante ese periodo, la proliferación de las presencias creía de un modo notable. Pronto, las ardientes tormentas de polvo y los violentos fenómenos eléctricos de la atmósfera barrerían el Inánice convirtiéndolo en un lugar casi infernal. Por fortuna la estructura externa del cinturón F de Sidis se daba por acabada al noventa y nueve por ciento, y el grueso de los trabajos se hallaba ahora concentrado en el interior.
A lo largo de las semanas, Olan se había ido acostumbrando a trabajar con un ayudante, y sin pretenderlo, su personalidad cambiaba en la misma proporción. Reconocía haber sido arisco y poco comunicativo con esa persona que le seguía a todas partes y que estaba pendiente de todo lo que hacía. Y sin embargo, aquél ni se había quejado ni daba muestras de fatiga, acudiendo cada día al trabajo con las mismas ganas. De forma paulatina Olan había ido suavizando sus modales e incluso dando pie a que se produjesen pequeñas conversaciones alejadas de cuestiones técnicas. Así había logrado saber que Janus Arnuac tuvo familia propia, aunque no hubiese entrado a conocer los detalles de su terrible pérdida. O que para llegar hasta Sidis hubo de pasar semanas recorriendo el anecúmene, de noche y a solas, caminando casi arrastras, hasta no poder más y ser hallado medio muerto por otros viajeros peregrinos. No había razón para dudar de su relato porque él mismo podía recordar su lejano periplo, donde había a menudo tropezó con gente que había perdido el juicio, desorientada, sin agua o comida; familias, grupos enteros desgranándose poco a poco y dejando tras de sí un rastro de cadáveres. De hecho, las presencias que perseguían su rastro a veces ni se esforzaban en darles caza porque hallaban suficiente alimento en los muertos que iban encontrando.
La última alerta preventiva habida a pleno día, debió hacer que Janus y Olan tomaran de manera temporal distintas direcciones. Uno actuó de forma correcta yendo a resguardarse a su cubículo. Otro obró como era su costumbre, obviando el aviso de acudir al EMP más próximo. Evon Elker no fue ajena a ello porque era la máxima responsable de zona y porque tenía acceso a los datos de asistencia de todo el personal a su cargo. Y Nauk se había saltado la norma. Una vez más.
Ese mismo día solicitó a SP que Olan Nauk cesara sus funciones en el sector 9F. Donde lo destinaran después o la sanción que le fuere impuesta, le traía sin cuidado. No podía permitir que hubiese un testigo indeseado pululando por ahí cuando ella necesitara manipular los controles que comandaban las pantallas defensivas. SP respondió enseguida, aunque para su sorpresa no fue con el desempeño esperado. Ambos fueron requeridos ante un intermediario a fin de escuchar de viva voz sus respectivas alegaciones. Un mediador, que sopesaba conceder a Olan Nauk otra oportunidad, con independencia de la amonestación que le fuere impuesta a posteriori. En Sidis, por razones que a Evon Elker todavía se le escapaban, la veteranía se valoraba tanto o más aún que el grado de jerarquía o preparación que ostentara una persona como ella. Alguien con mucha proyección, pero poca experiencia en el cargo.
Uno al lado del otro, hablaron por turnos ante el delegado de SP sin exponer nada de lo que él no tuviese previo conocimiento. Lo que pudo constatar, eso sí, fue la incomodidad y profunda antipatía que el señor Nauk despertaba en su superiora. De tal modo decidió replantearse su idea inicial, pensando que quizá las cosas empeorasen para ambos si obligaba a Elker a aceptar de nuevo a Nauk en su equipo. Conocía bien la trayectoria de Nauk, no tanto la de Elker, y de él sabía que era un trabajador valioso, aunque mejorable en aspectos relacionados con la disciplina ciudadana. De todas formas siempre podrían disponer de él en otros sectores y bajo el cargo de personas que ya lo conocieran bien y supiesen tolerar sus rarezas.
Para Olan no resultó muy útil esa reunión cara a cara salvo por un aspecto. Y es que allí tuvo tiempo de observar con detalle a aquella mujer que hasta entonces enviaba órdenes a su tableta electrónica, pero que nunca tuvo lo bastante cerca el tiempo suficiente como para haberse percatado de algunas peculiaridades físicas. Elker, despojada de su ropa de trabajo y su casco lucía muy distinta de la que ahora se sentaba cerca, vestida con ropas de dejaban pequeñas áreas de piel al descubierto. Cuello, muñecas, tobillos… en ellos, asomaban los contornos de intrincados tatuajes que con toda seguridad se extendían al resto del cuerpo. Al igual que muchos migrantes venidos de lejanas neopolis que ya era probable ni existieran, el cuerpo de Elker debía hallarse cubierto de inscripciones y símbolos, talismanes protectores muy elaborados que daban fe de un estatus social elevado. La mayoría de personas no tenía acceso a ese tipo de salvaguardia carnal, de no ser mediando ofrendas y sacrificios que solían implicar algo más que la vida de un animal. El codiciado conocimiento que recogían las marcas grabadas en la carne y que debía resguardar a su portador, a menudo tenía un alto precio, tanto más elevado, cuanto más poderoso se anunciaba.
Si bien en Sidis se utilizaban implantes y arcos de identificación, en otras partes se usaban marcas específicas y lectores de código. Olan Nauk poseía un único tatuaje en el lateral del cuello, una firma que hacía muchos años le había vinculado a Vestra. Esa inscripción, ese registro único, tenía para todos un rasgo común. En dicho caso, una V con tres puntos intercalados en los espacios habidos entre los palos. Curiosamente, el mismo símbolo que Elker pasó por alto, no supo, o no quiso disimular.
Olan Nauk conocía de sobra no pocos aspectos oscuros de aquella neopoli como para sospechar que esa mujer, por categoría social, siempre y cuando Vestra siguiese existiendo, jamás se habría arriesgado como hizo él y menos tomando dirección a Sidis, una ciudad-estado sin relación alguna con la magia o la religión. No, nunca sin mediar una importante razón que convendría averiguar.
Cuando la reunión dio fin y el delegado se despidió de Elker (y tras escuchar que iba a ser destinado a otro sector), Olan tuvo a bien pedirle un minuto de tiempo para dirigirle una confidencia acerca de esa mujer. En su fuero interno Olan estaba casi seguro de que a Inmigración se le había colado una intrusa.
6
Las alarmas se dispararon a las cuatro de la madrugada. Los resignados sidienses debieron interrumpir su sueño una vez más para caminar medio adormilados por los corredores hasta el EMP de rigor. Cruzaron los arcos de detección y se quedaron esperando el cese de la alerta tratando de no quedarse dormidos de pie. Poco imaginaban que en aquella ocasión, los centinelas habían activado un código negro.
Las pantallas del sector 9F se habían abierto de forma incomprensible justo cuando un shiqqut gigantesco y terrible emergió para luego dirigirse a Sidis sin titubear. Pronto aparecieron dos aberraciones más siguiendo al primero, un hecho insólito del que jamás habían tenido la desgracia de ser testigos. Para colmo, el suministro eléctrico quedó interrumpido dejando el sector incomunicado. Cuando acudieron los guardias, la zona estaba a oscuras salvo en el nivel de base, lugar desde el cual unos círculos de enigmática naturaleza proyectaban una potente luz hacia arriba para dibujar aumentadas en el cielo, las mismas representaciones del suelo. Fue muy difícil tratar de describir aquello por radio, salvo por el color, que definieron de rojo blanco como metal fundido.
Necesitarían grandes cantidades de dinamita para detener el ataque. Sufrirían daños terribles en la estructura y numerosas pérdidas humanas. Puede que esa fuese la versión más optimista que podía ocurrírsele entonces. Olan lo había visto todo con los prismáticos desde su privilegiada posición, y sin embargo, no movió un dedo por impedirlo. Tal vez ahora tomarían en cuanta su advertencia. No una, sino dos mujeres, se habían ocupado de realizar un complejo ritual que lo mantuvo entretenido durante más de veinte minutos. Luego habían huido por la abertura ni imaginaba hacia dónde.
Colocado en primera fila, casi podía sentir el hedor que desprendían las fauces de la primera aberración. Brindó al aire figuradamente. Sidis quizá se había vuelto demasiado aburrida, pero aquella noche prometía que iba a ofrecerle un espectáculo de máxima categoría.
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