Relato 39 - Extraordinario

 

Tenía ganas de ver el sol de esa preciosa mañana de domingo, pero no se atrevía a correr la cortina. Por muy alta que estuviese la lujosa habitación de hotel, podían fotografiarlo. Allí, al menos cincuenta metros más abajo, una muchedumbre armada con todo tipo de opiniones y predicciones esperaba desde la noche anterior ese momento. Su facilidad para dormir como un tronco le había ayudado, dejándole conciliar algo de sueño en una noche que la mayoría de gente pasaría en vela. Despierto por fin, pensó en quienes le esperaban en la calle, calculados por miles en las noticias en el televisor. Los mejores periodistas del país y casi todos los policías de la ciudad, y una pléyade de ciudadanos de a pie, con pancartas y consignas de todo tipo. Era de locos. ¿Quién habría corrido la voz? Le aterraba pensar que tendría que vivir el resto de su vida huyendo de la popularidad en todas partes.

Sentado en el borde de la cama, sin haber hecho más del ritual mañanero que aliviar la vejiga, Rodrigo Aguilar repasaba otra vez la ristra de carambolas que le había llevado a aquellos días de estrella del rock a sus ochenta años.

Se había quedado viudo hacía tres años, aunque había intentado llevar una vida activa que le ayudase a superar la ausencia de Lidia. Viendo sus inmaculadas analíticas, que humillaban las de muchos treintañeros, se había mentalizado para vivir hasta tal vez los noventa. No podía eternizar esa esperanza de vida sentado en un sofá, viendo la inane programación de todos los canales de televisión. Se mantenía sano gracias a un pasado de triatleta y una genética bienintencionada. Eso le permitía atreverse con días de lo más dinámico, en los que de mañana hacía la compra que luego se cocinaba, para luego no faltar a su largo paseo a media tarde. Disfrutaba de varias horas de lectura diarias, y también se veía con sus otros amigos jubilados a menudo. Por desgracia ninguno de sus hijos o nietos vivía donde él. Víctimas de esa terrible fuga de cerebros de hacía treinta años, con la crisis del 2008, sus dos hijas había formado familias en Inglaterra y Dinamarca. Sólo en verano veía a su pequeña prole, cuando dejaban sus fríos países para visitarle en Madrid, normalmente en primavera. Una senectud aún así envidiable para muchos otros, recluidos en asilos o aquejados de enfermedades incurables. Y una senectud que tal vez pasaría a la historia por ser la que decidiría el futuro de un país.

En los albores de mitad de siglo, Rodrigo Aguilar había ingresado en una élite de ciudadanos que había acudido a las urnas sin faltar jamás, algo que empezó a levantar cejas a partir del 2020, cuando votar era algo casi denigrante. Nacido en 1975, su regularidad en las elecciones generales, autonómicas y municipales, así como en las del Parlamento Europeo cada lustro, le habían convertido en el elegido en el año 2045. Algo que, pese a todo, no se esperaba en absoluto. Algo que le había llevado ese fin de semana de octubre, de elecciones generales, a ese hotel de cinco estrellas. El gobierno lo había recluido allí desde el viernes, prohibiendo el contacto con el exterior en pos de su seguridad. Una comitiva de tres hombres había ido a buscarle a su humilde piso en el centro, haciéndole subir a un enorme sedán negro, tras identificarse como personal del Ministerio de Interior. Sentado en al asiento de atrás había observado a sus acompañantes. Los de los asientos de delante eran dos mastuerzos, con gafas de sol ahumadas y pinganillos en los oídos, mientras que el de su lado era de complexión normal y no llevaba gafas de sol puestas. Fue a ese a quien había preguntado el motivo de todo aquello. Al contrario que en las películas, no le habían ignorado hasta llevarle a un jefe que le contase todo. Aquel tipo a su lado le había explicado todo con extraña gentileza.

Aunque Rodrigo sospechaba que debía estar relacionado con las elecciones, por su carácter de votante extraordinario, no pensaba que él fuese diferente de los otros mil que había en España. Los votantes extraordinarios eran ciudadanos cuyo voto contaba por un quinto de la provincia, una medida implantada para paliar la indiferencia general de la plebe ante la política. Aquellos ciudadanos que hubiesen votado en todas las elecciones convocadas desde su mayoría de edad habían sido incluidos en una lista. De ella, a través de exhaustivos tests de personalidad, se sacarían los mil votantes extraordinarios. El voto de éstos era un quinto del de la provincia, algo ya apabullante. Pero a su vez, de entre esos mil homólogos,  se elegía un votante cuyo voto era el de un quinto de toda la comunidad autonómica. Y entonces el hombre del traje negro, a su lado en el coche, le había dado la noticia: Roberto era esa persona, apodada “Midas” por la prensa; palabra que había calado hondo. El anterior Midas había muerto súbitamente unos días antes y él tenía que recoger el testigo, le gustase o no. En su caso, su nacimiento y empadronamiento en Madrid –requisitos ambos indispensables- le hacían sumar en su persona más de un millón de votos. Estaba claro que mucho dependía de la papeleta que llevase al colegio electoral.

Por más irracional que sonase, al propio Roberto el primero, el método había funcionado en las elecciones de los dos años anteriores, donde la abstención de voto había vuelto a niveles de 2015. Este sistema, radical e impensable a principios de siglo, había dado pues resultados, despertando a la gente de su letargo. Nadie quería que mil personas decidiesen el destino de sesenta millones. Éstas eran además las primeras elecciones generales en las que se usaba un Midas, y no convenía correr riesgos. El anonimato de los votantes extraordinarios era total, y sólo ellos o ellas lo debían saber. Confesárselo a alguien podía ser mortal, ya que uno se exponía a secuestros. Tres facciones terroristas operaban en la península, y estos votantes especiales eran una perita en dulce para grupos que buscasen chantajear al gobierno. Ésta era una nueva preocupación. ¿Habría alguien visto su cara? Habían entrado por una puerta trasera del hotel, y no recordaba haber salido a la ventana a nada, pero el zoom de las cámaras de los reporteros era una fuerza a tener en cuenta.

Con todo, lo más arduo de todo no era el miedo a que alguien viese su cara. Era mucho peor no poder revelar su eminente papel a nadie. Y no por la satisfacción de saberse una figura más importante que muchos políticos, sino por la soledad que ello conlleva. Pocas cosas afectan más al ser humano que no encontrar jamás a sus iguales. Sí, había otros novecientos noventa y nueve como él, pero ya podían ser un o dos, que el resultado sería el mismo: nunca podría hablar de ello con ninguno. Nunca podría deliberar con nadie acerca las innumerables disquisiciones, ambigüedades y diatribas morales de condensar en un individuo el poder de miles, algo que él aceptaba porque no le quedaba más remedio, entre otras cosas. El cargo de votante extraordinario no era un trabajo, era una responsabilidad, igual que conducir con un carnet o enviar a tus hijos a la escuela. La cárcel esperaba a quienes desobedeciesen. Unas cárceles para ancianos, pero cárceles al fin y al cabo.

Surgía otra cuestión a debatir; ¿era razonable delegar tal peso en ancianos? Sí, los partidos políticos a favor de los votantes extraordinarios mentaban con frecuencia a los siete sabios de Grecia, y los tests psicológicos y de aptitud eran frecuentes, especialmente en años electorales, pero Rodrigo tenía sus dudas. Pequeños deslices mentales que no detectaban los laboratorios, pero que ahí estaban, constantes como un carrillón de pared. Olvidaba dónde dejaba algunas cosas, y a veces abría la nevera para coger algo que recordaba haber comprado, sin encontrarlo. ¿Cómo podía ser él quien decidiese el destino de otros mayores como él, y de de mujeres y niños? Le dolía la cabeza sólo de pensar en las consecuencias de apoyar con su voto al partido ganador. Creía votar siempre a los más justos, pero siempre habría recortes que dejarían a gente en paro. Siempre habría enfermos que no tendrían vacunas, porque era imposible vacunar a todo el mundo. Siempre habría inmigrantes que morirían de hambre devueltos a sus países del Magreb, porque el estado les negó la residencia.

Inhaló hondo, con el corazón acelerado. Bendijo unos genes que nunca había tenido problemas cardíacos, y pensó en pedir el desayuno. No tenía excesiva hambre por los nervios, pero lo último que necesitaba era un bajón de tensión en medio de toda aquella vorágine. Además, no quería que viniesen a buscarle y le encontrasen en bata y zapatillas. Fue hasta la mesilla de noche y marcó el número de recepción. Pidió un desayuno completo y dijo que se lo subiesen en diez minutos, para ducharse antes.

Bajo el agua tibia la sensación era tan placentera que pensó en quedarse allí media hora más. El manto líquido parecía aislarse del estrés que ya había empezado a sufrir y que iba a tener que soportar en cantidades industriales en las horas siguientes. Tal vez el resto de su vida. Pensó en negarse a votar. Si rehusaba votar, podría vivir tranquilo el resto de su vida, sin preocuparse por secuestros. Pero estaría cambiando todo por una vida en aquellos asilos- cárceles que había visto en reportajes, esos para presos políticos. Algún testimonio hablaba de agresiones, y de desprecio constante. ¿Era un buen trueque? Lo dudada.

La prolongada ducha hizo que la llamada a la puerta le cogiese todavía secándose su ralo cabello ante el espejo. Se ató la toalla a la cintura y fue a abrirla. Ni se molestó en ver por la mirilla, porque uno de los escoltas estaba de centinela ante cualquier intruso. Una chica muy joven, aunque poco sonriente, entró con un carrito con el desayuno. Empezó a notar un apetito incipiente al oler el costoso sustento ya sobre la mesa de su suite, y se apresuró a vestirse.

Ya del todo vestido, se sentó a degustar su desayuno. Se había puesto la ropa que le habían procurado. Una camisa azul y unos pantalones de pinzas, junto con unos mocasines negros y unos calcetines de seda. Todo de muy buena factura y de lo más cómodo. La americana y la corbata se las pondría minutos antes de salir. No le habían dicho nada de la hora, ni le dirían probablemente. Si de él dependiese, que fuese lo antes posible.

Dio un sorbo al zumo de naranja, notando un sabor menos exquisito de los que esperaba en un hotel de tal calibre, y se lanzó a por el croissant mientras le echaba sacarina al descafeinado con leche. No había consumido ni a mitad del dulce cuando los párpados empezaron a pesarle, y sin tiempo de reacción un millón de puntos blancos se agolparon ante su vista, haciéndole caer al suelo. Un dolor atroz invadió sus entrañas, que parecían a punto de reventar. Quiso pedir ayuda, pero ni siquiera un graznido salió de su garganta. Una palabra se formó en su maltrecha mente justo antes de perder el conocimiento, sabiendo que jamás volvería a recuperarlo. Veneno.

El país tendría que buscarse otro Midas. Si es que había tiempo. ¿El partido del gobierno? ¿La oposición? ¿Un grupo terrorista? ¿Algún desequilibrado que se cuece aparte y no se casa con nadie? Nunca sabría quién había sido, pero le llevaban a la tumba. Se acababa con el poder de un voto que valía por un millón de ciudadanos. ¿Dónde estaba la indiferencia política ahora? 

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