Relato 39 – Las velas lloronas
LAS VELAS LLORONAS
Hace ya unos cuantos años, a mediados de los años cincuenta, en un pueblo montañés bonito y tranquilo, al que acudían muchos turistas para disfrutar de su agradable clima y delicias culinarias, tuvo lugar un acontecimiento que conmocionó a sus pacíficos habitantes.
Ernestina, una joven que trabajaba en un cine como acomodadora, se había casado con Juan, el cocinero de un restaurante. En vista de que resultaba muy difícil la vida en un matrimonio que se estrenaba, la joven pareja decidió que ambos trabajarían hasta que vinieran los niños; y esto sucedió más pronto de lo que pensaban, pues la chica quedó embarazada a los pocos meses.
Un sábado la futura madre se encontraba trabajando en la función de matinée, cuando de pronto sintió náuseas y fue al sanitario. Como ella se tardara más tiempo del acostumbrado en regresar, sus compañeros pensaron que había entrado nuevamente en la sala sin que ellos lo notaran. Así pasó un largo rato hasta que una señora asistente a la función entró al baño y salió, casi inmediatamente, gritando aterrorizada:
-¡Ay, Dios mío! Allí hay una chica tirada en el suelo, junto al lavamanos. Hay que llamar urgentemente a un médico, por favor”… ¡Un médico, por favor!...
En cuanto la familia de la chica llegó, la trasladaron al hospital para que se le realizaran los exámenes médicos del caso, pero, sucedió que por más esfuerzos que realizó el doctor, no logró reanimar a la paciente. La falta de signos vitales, la intensa palidez de su piel y la rigidez de sus miembros, le hicieron presentir lo peor: la mujer había sido víctima de un paro respiratorio total y ya el rigor mortis se hacía presente en todo su cuerpo. En vista de tal fatalidad el galeno les comunicó la triste noticia a los desconsolados familiares. Al escuchar la terrible noticia el marido estalló en un llanto desesperado.
-¡Doctor, doctor, usted tiene que hacer algo! Ella no puede haberse muerto. Está esperando un hijo. Nuestro primer hijo. Eso no puede ser posible, doctor. ¡Sálvela, por favor, sálvela!”
Pero resultaron vanas las súplicas del pobre marido. El médico le repitió la causa de la muerte de su esposa y los esfuerzos infructuosos que se hicieron por salvarla. Con gestos de impotencia firmó el certificado de defunción entregándoselo, mientras le manifestaba sus condolencias. De acuerdo con la trágica realidad, se iniciaron los preparativos para el último viaje de Ernestina. Su adolorido padre se encargó de que al día siguiente su hijita fuera enterrada en el mausoleo de la familia. A su vez, el atribulado viudo solicitó que para esta tristísima ocasión, su cónyuge luciera el traje de novia.
En aquel entonces se acostumbraba velar a los muertos en las salas de sus propias casas, por lo que el salón de la vivienda de los padres de la difunta fue acondicionado para el fúnebre evento; y los parientes de la fallecida, prepararon suficiente consomé y chocolate para los asistentes a la triste reunión.
Juan esperó en la sala la llegada de su esposa, pues su cuerpo lo estaban amortajando en la morgue del hospital y sus amigos lo rodearon para darle el pésame. Pasaron algunas horas angustiosas, mientras llegaba el féretro. Todos se preguntaban la causa de la súbita muerte de la chica, cuando lucía tan sana; los únicos malestares que había manifestado en los últimos días eran los propios del embarazo. ¡Se veían tan felices ella y Juan! De pronto cesaron los murmullos: Ernestina había llegado. Sus deudos y amigos, se adelantaron a recibirla a la entrada de la casa para luego colocar su ataúd sobre el catafalco, rodeado de ramos y coronas, último homenaje de sus familiares y amigos. Una gran cruz de crisantemos, obsequio del viudo, fue colocado al pie de la urna. Los padres de la fallecida, inconsolables, iniciaron el rosario acompañados por la familia, amigos y vecinos.
Juan recordaba con sus amigos algunos episodios en los que el matrimonio había disfrutado con ellos de su compañía. Luego se acercó al ataúd y comenzó a hablarle en voz muy baja a la difunta, mientras, a ratos, le acariciaba el rostro, pues la urna sin cristal permanecía abierta.
-¡Ay, mi pobre Ernestina, mi amor querido, mi amor de siempre! ¡Pobrecita, ángel mío, no se por qué decidiste irte justo cuando esperábamos nuestro primer hijo! ¡Eso no se hace! ¡Tanto que te quise y te quiero! Tú deseabas que nuestro hijo fuera varón y yo, en cambio, ansiaba tener una niña. Ambos nos encaprichamos en ponerles nuestros nombres para que fueran como nosotros. Nuestra continuación en la vida. ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia!
Me acuerdo perfectamente cuando te conocí. Fue unos días antes de Carnaval en casa de mis primas. Habías ido a colaborar con los preparativos de la comparsa de “Españolas” que tía Petra les organizaba a sus hijas, a ti y a algunas amigas. Yo pasaba por allí y entré a saludar y nos presentaron. Me uní al grupo para conversar con las chicas y tú preguntaste cómo se irían a movilizar durante las fiestas, pues no tenían vehículo. La tía, mirándome, dijo que el problema estaba resuelto, que como yo era el chofer en la transportista de alimentos de mi padre, podría ayudarlas. Esperanzadas con la propuesta de la tía, me pidieron que, por favor, las llevara a pasear en mi camión de caja abierta durante los desfiles de Carnaval. A mí me encantó la idea de volver a verte y acepté gustoso la petición. Mis amigos y yo lo adornamos con guirnaldas de colores para que ustedes lucieran preciosas dentro de él.
El sábado, cuando iniciamos el paseo, tú te colocaste en la esquina izquierda de la caja del vehículo, y ése fue tu sitio durante los cuatro días de las festividades en los que salimos a recorrer las calles a tirar caramelos, serpentinas y papelillos al grito de ¡AQUÍ ES, AQUÍ ES! La verdad es que no se cómo no choqué, pues no hacía sino mirarte por el espejo retrovisor. Y tú a mí, lo que me enloquecía. Fuimos a las fiestas todas las noches. Al principio bailabas con todos los muchachos que te sacaban, pero luego lo hiciste sólo conmigo. ¡Qué alegría, no lo podía creer! Poco a poco te iba apretando contra mí, pero me oponías resistencia. Fue sólo después, cuando la atracción llegó a su punto culminante que te dejaste abrazar sin reparos para compartir mi emoción. Yo imaginaba, al enlazarte, cómo sería el placer de hacerte mía. Y lo fuiste, mi cielo. Nos hicimos novios. Nos entendimos perfectamente. ¡Me enamoraste, mi amor, me volviste loco! Además, por si fuera poco, tenías un lindo carácter. Eras buena, comprensiva. Y pareció, por lo visto, que yo no me portaba mal contigo, pues me aceptaste cuando te declaré mi amor.
Nuestro romance continuó sin inconvenientes, y viendo que las cosas iban tan bien entre nosotros, decidimos casarnos al año siguiente por Navidad. Mi padre se había asociado con el señor Gordilf para montar un restaurante y me brindaron la oportunidad de trabajar allí como cocinero, devengando un mejor sueldo con la perspectiva de prosperar, pues estudiaría para ser chef. Yo acepté feliz, pues la oferta era excelente. Por otra parte, el señor Ruiz, el dueño del cine te prometió que cuando terminaras los estudios de Contabilidad, trabajarías con él en el área administrativa. Estábamos, tan ilusionados, mi vida. ¡Nuestra vida tenía un lindo futuro… hasta que hoy ocurrió esta tragedia!
¡Dios mío, estabas tan bien anoche, cuando hicimos el amor…! Lucías tan saludable esta mañana, cuando despertaste… No creo que habernos amado como lo hicimos, estando tú embarazada, haya tenido nada que ver con lo que te pasó… La felicidad no pudo haberte hecho daño… Es cierto que no querías tener relaciones porque temías hacerle daño al bebé, pero yo insistí, es verdad… ¿Sería mía la culpa por pedírtelo, cuando te negabas, temerosa?... ¡Pero, no! El médico nos aseguró que no era peligroso tener sexo durante el embarazo, pues el bebé no se enteraba de lo que hacían sus padres. Los dos estábamos tan felices, Ernestina… ¡Increíble creer que te hayas ido con apenas veintidós añitos! ¿Y ahora qué voy a hacer yo, mi amor, sin ti y sin nuestro muchachito?... Dime, por favor, cielo ¿Qué voy a hacer?...
Juan estalló en llanto y cuando volvió a mirar a su esposa, observó que sobre su frente resbalaban gruesas gotas de cera que las velas de las esquinas del ataúd dejaban caer sobre ella. En seguida sacó su pañuelo y retiró con cuidado la esperma derretida del sereno rostro de la joven, y pensó con inmensa tristeza, que también las velas lloraban su partida. Doña Clara, la suegra lo observaba compungida y acercándose hasta él lo tomó por el brazo mientras le decía:
-Llora, hijo mío. Tienes que hacerlo, te hará bien. Nunca olvidaremos a Ernestina. Ella estará siempre con nosotros. Pero ahora tenemos que comprender que ya no podemos remediar nada. La pobre estará haciéndole compañía a su angelito y a los abuelos. ¡Cálmate y ven conmigo para que te tomes una tacita de consomé! Necesitas alimentarte, muchacho.
Juan se rehusó a tomar nada y volvió junto al féretro. Se negaba a creer que nunca más vería a su esposa, ni conocería a su hijo. ¿Qué haría cuando llegara a su casa y la encontrara vacía? ¿Podría resistirlo? ¿Por qué no se iba él también? ¿Qué sentido tendría su vida de ahora en adelante? Con estos pensamientos se adormitó sobre una silla, muy cerca de la urna. No quería apartarse ni un momento de allí.
Llegó la media noche. El silencio apenas lo interrumpían los sollozos, los rezos de los dolientes y alguno que otro ronquido. De pronto, a eso de las tres de la mañana, se oyeron exclamaciones aterradoras en la sala mortuoria. El cuerpo de la difunta, envuelto en sus largos velos nupciales, se había levantado en medio del sarcófago con los ojos desorbitados y los brazos en alto mientras gritaba llorando:
-“¡¡¡Auxilio, socorro, Mamá, Papá, Juan, sáquenme de aquí!... ¡No dejen que me entierren.¡ Ayúdame a salir de este horrible ataúd!!!... Las velas me están quemando desde hace horas…Grité, grité, y mi voz no se oyó; quise levantarme, pero mi cuerpo no me obedeció…¡¡¡Ay, Ay!!! ¡¡¡Sáquenme de aquí, por Dios Santo!!! !!!¡¡¡No quiero morir enterrada, no quiero, no, no!!! ”…