Relato 38 - Por la noche

Por la noche

 

     Se despertó de golpe, alterada y sudorosa pese al frío que reinaba en su habitación, con la terrible y angustiosa sensación de no estar sola. Escrutó la oscuridad con temor y afinó su oído, prestando atención a cualquier ruido inusual o amenazante. Nada, el silencio era total y la luz en penumbra de su alcoba le permitió ver que todo estaba tranquilo y en orden. Sin embargo, las alarmas de su mente no dejaban de sonar y además, ¿a qué se debía ese frío atroz pese a estar a mediados de septiembre? La temperatura era desmesurada y podía entrever el vaho que producía su aliento. Tapada hasta el cuello con su ropa de cama, alzó la cabeza y volvió a sondear su habitación con el mismo resultado que antes. Aun así, la sensación de que había algo allí con ella la atenazaba, a pesar de no observar ni escuchar nada extraño.

   Con gran esfuerzo y reuniendo el valor necesario para ello, sacó una de sus manos de debajo de las mantas y la acercó lentamente a la mesilla de noche, con la intención de encender la lamparilla. El terror a que algo la tocara era tan inmenso y pertinaz que casi lo esperaba y la hizo temblar, ¿o era el frío aquel? Rozó la cadena de la lamparilla y ésta se le escapó de los dedos, fallando su primer intento de encenderla. Maldiciendo por lo bajo se incorporó un poco más y esta vez la luz rompió las sombras, revelando una estancia vacía y en orden. Allí, sobre una silla, estaba su ropa pulcramente doblada y la bata que se quitó antes de acostarse. El armario cerrado y con la llave puesta, al igual que la puerta de su cuarto y la  ventana, con la persiana bajada y los postigos entrecerrados. Todo en orden.

   Bajó su mirada acobardada al suelo, aún invadida por esa sensación de estar acompañada y vio sus zapatillas  de fieltro en el mismo lugar en que quedaron cuando se las quitó. Tendría que levantarse de la cama para mirar debajo de ella. Se sintió aterrorizada, pero al mismo tiempo, una vergüenza infantil se apoderó de ella, ¿de qué tengo miedo? Hacía tiempo que dejó de ser una niña, pero llegaron a su cabeza de repente todas las historias que le contaba su abuela en noches de tormenta sobre visitantes nocturnos, en aquella misma casa. Dominada por un pavor infantil y armándose de coraje y sintiéndose al mismo tiempo ridícula, saltó de su lecho y se puso las zapatillas. Se agachó y tímidamente levantó la ropa de cama para echar un vistazo bajo ella. Nada, espacio vacío y limpio. No recordaba haber tenido ninguna pesadilla ni sueño intranquilo, entonces ¿por qué aquella acuciante sensación de estar siendo observada?

   Se puso la bata y salió de la helada habitación dispuesta a hacer un barrido por toda la casa. Encendiendo todas las luces fue revisando cada habitación y estancia. La casa estaba vacía, nada había entrado y las puertas y ventanas estaban firmemente cerradas. Por un momento jugó con la posibilidad de llamar a su novio y contarle lo que le pasaba pero rápidamente lo desechó. No quería que se riese de ella durante la próxima semana. Algo más calmada se dirigió a la cocina con intención de prepararse un chocolate caliente que la reconfortara para poder conciliar de nuevo el sueño y le quitara ese intenso frío que sentía entrando en cada poro de su piel.

   Sacó la leche de la nevera y cogió un vaso de la alacena, que llenó tres cuartos de su capacidad antes de meterlo en el microondas. Luego lo rellenaría con más leche y dos o tres cucharadas de cacao soluble pues era muy golosa. Miró de soslayo el reloj de la cocina. Las doce y cuarto, aun le quedaban casi siete horas antes de tener que irse a trabajar. Se puso a mirar por la ventana mientras esperaba que la leche estuviera a punto. El ambiente en el exterior era frío y empañaba los cristales, lo que dificultaba su visión. Quiso escribir algo en el cristal y no pudo. Observando más atentamente, se percató de que el vaho empañaba los cristales por fuera, lo que indicaba que hacía más frío en la casa que en el exterior. Se arropó mejor la bata pensando que aquello era raro, pero no le dio mayor importancia.

   Los pensamientos fueron fluyendo por su mente, acordándose de su adorada abuela. Una mujer de mundo acostumbrada por las circunstancias al trabajo duro. Volvieron de nuevo esas historias de miedo e intentó acordarse de ellas un poco más. Visitantes nocturnos que acudían a nuestros sueños para decirnos algo, extraña creencia. Aún así, su abuela lo creía a pies juntillas. Ella sin embargo lo consideraba absurdo y fuera de sus convicciones, su estricta educación académica se lo impedía. Esas leyendas no eran más que historias nocturnas de viejas junto al fuego para asustar a los niños. Sin embargo, no encontraba justificación para la extraña y atemorizante sensación que la había levantado de la cama.

   El timbre de aviso del microondas la sacó de su absorción, haciéndola brincar por el susto. Se giró hacia el aparato y en ese momento, algo rozó su cabello. Un escalofrío surcó su cuerpo y se giró hacia el lado donde había notado ese tacto. Allí no había nadie, estaba sola en el centro de la cocina. Un roce con la bata, eso ha sido, no puede haber sido otra cosa, pensó para sí. Se rió entre dientes, más que nada para sentirse bien, pues notaba que el miedo volvía a apoderarse de ella. Empezó a tatarear y abrió la portezuela del micro. Cogió el caliente vaso, deleitándose en la sensación de calidez que inundaba sus manos con el cristal del recipiente. Preparó el chocolate y se sentó en la mesa de la cocina de cara a la puerta. Se seguía sintiendo ridículamente infantil, pero pese a todo…

   La sensación fue remitiendo conforme consumía su bebida y un agradable sopor se fue instalando en su cuerpo. Se levantó con la intención de terminar el chocolate en su habitación. Una rápida mirada para cerciorarse de que todo estaba ordenado y salió de la cocina apagando la luz. Y entonces lo vio. Fue solo un instante, pero lo había visto, de eso estaba segura. Una sombra incierta y negra atravesó el pasillo arrastrándose vil de una habitación a otra. El terror la poseyó de tal manera que el vaso cayó al suelo sin romperse, pero desparramando el cálido líquido por las losas del pasillo, mojando sus zapatillas de fieltro azul. Se quedó petrificada solo sintiendo como el vello de su nuca luchaba por salir del cuero cabelludo. Se percató de nuevo del frío y se forzó a moverse.

    Se encaminó despacio hacia la habitación en donde se suponía había entrado aquella cosa y se encaró a sus temores asomando el rostro por la puerta. Allí no había nadie ni nada. No había lugar donde pudiera haberse escondido algo del tamaño de la sombra que había vislumbrado. La imaginación y el cansancio le estaban jugando malas pasadas, seguro. No aguantó más y corriendo se encerró en su cuarto, cerrando la puerta de un violento portazo y  sin apagar ninguna de las luces de su vivienda. Se metió en la cama con bata y todo y se tapó hasta los ojos. Más que nunca, ahora parecía esa niña tan lejana en el recuerdo, amedrentada por miedos que no podían ser reales. Sin embargo…

   Se quedó mirando fijamente la cerrada puerta de su cuarto, pensando que en cualquier momento una terrible criatura la iba a abrir y pasaría al interior con la intención de devorarla. Una risilla nerviosa brotó de su garganta, mejor eso que gritar como una energúmena. Volvió a pensar en llamar a Gerardo pero ya era tarde y estaría dormido, además fijo que no era nada o así lo quiso considerar ella. Aunque estaba segura de lo que había visto y se encontraba lo suficientemente despierta para saber que no lo había soñado. Igual que notó el calor de su chocolate caliente, había notado y visto aquella sombra. De eso estaba segura, pero… ¿qué había visto?

   Se removió inquieta en la cama para dirigir su mirada a la ventana que continuaba cerrada y con los postigos entreabiertos y la sensación de aquel gélido frío la inundó de nuevo. Pese a la ropa de cama, su pijama y la bata, estaba temblando y ahora sí veía claramente como el vaho surgía de entre sus labios. Todo seguía en orden pese al helor inusual, entonces ¿por qué sentía ese terror tan profundo y visceral? Era incapaz de ver ni oír nada que pudiera convertirse en una amenaza, sin embargo el pánico la tenía consumida, como a la niña que un día fue. Apartó la vista de la ventana y la fijó de nuevo en la puerta; en ese momento la luz de su lamparilla de noche parpadeó un par de veces, lo que le hizo estremecerse de miedo. Comenzó a pedir inconscientemente que no se apagara, casi como una oración o un mantra y cerró los ojos, entonces notó claramente como alguien o algo se sentaba a los pies de su cama. Sintió el peso en la ropa de cama y cómo le aplastaban suavemente los pies. Un incipiente grito comenzó a nacer en su garganta pero lo ahogó, más por vergüenza que por raciocinio. Abrió los ojos, despavorida para ver que allí seguía sin haber nadie. Un siseo proveniente de algún sitio incierto la aterrorizó aun más. Se incorporó rauda en la cama y se apoyó en el cabecero de madera para poder ver mejor y entonces algo empezó a tirar de su ropa de cama hacia abajo. Despacio, pero inexorablemente.

   El grito que antes había reprimido salió de su garganta histéricamente y aumentó su potencia cuando vio como una negra sombra, salida de la nada se irguió sobre la pared de enfrente, mientras sus mantas seguían un rumbo descendente. La sombra enorme de algo inhumano produjo un susurro feroz y entonces ya no se oyó nada más. La noche continuaba su rumbo para poder morir al amanecer como ha ocurrido siempre durante milenios.

   A las nueve de la  mañana siguiente el timbre del teléfono sonó por tercera vez sin que nadie acudiera a responderlo. Todas las luces de la casa estaban encendidas y un gran charco helado de leche chocolateada manchaba el piso del pasillo. Había paz y silencio en toda la vivienda solo roto por el insufrible ring-ring telefónico. Cuando quien quiera que hubiera llamado colgó aburrido, una risa sardónica y despiadada se oyó en la habitación. Después, nada.

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