Relato 36 - El viento y los perros
El viento y los perros
Éramos jóvenes. Las enfermedades, nubes negras que arrastran los vientos por lejanas aristas del mundo y las parcas meros avatares ajenos para temer con simulada indiferencia. Lo nuestro era el sol, la sonrisa y el amor, aunque en mi caso y sobre todo: la melancolía.
Entonces temía más al amor que a la muerte pues a veces la muerte duele menos. No me pesa hoy, el amor, aun doliendo, resume un agridulce sabor embriagante. Mi abuelo solía decir, pleno, satisfecho: "las hojas caen del almanaque y la vejez es un duro escarmiento para los que no supieron ser jóvenes." Así que yo intentaba ser joven pese a que lo era y de no preocuparme de la infinidad de cosas que de todos modos me inquietaban.
Cuando pienso en aquellos días más parecen sueños que vivencias y no dejo de hacerme supuestos sobre el rumbo de mi vida si mi loco deseo por Adela se hubiera desahogado. El destino nos encerró en un círculo macabro sin que nada hiciese yo más que ser testigo. ¿Cuántos rumbos menos aciagos pudimos tomar? ¿Existió acaso alguno peor que este?
Aun hoy, cuando ya nadie los recuerda ni sabe de ellos, me duele asegurar que yo sí lo sé. Tal vez tenga razones válidas para odiar a Fito Maupassant, aun sin tener en cuenta mi enamoramiento hacia aquella niña tan apetecible como ajena. Bastaría con atribuir a su accionar la persistencia de este viento enloquecedor que ruge en torno a mi casa con lúgubres designios.
Él era mi amigo. Ella reinaba en el mundo de mis aspiraciones, provocando mis sueños y quimeras de entonces. Mas dolía mucho en algún lugar recóndito de mi alma saber que a Fito no le interesaba demasiado y nada podía hacer yo para cambiar las cosas. Él no la amaba y sin embargo no dudé de la versión que me relató cuando vino con fantasmal apariencia, quizás debido a que si lo hiciera todo sería mucho más espantoso.
Con Fito siempre fuimos íntimos confidentes, aunque jamás le confesé el daño que me causaba conocer la duplicidad de su adoración por Carmen y sus aventuras con Adela. Hoy, maduro quizás a fuerza de dolor, me arrepiento de no haberlo hecho; quizás él se habría alejado de ella y nuestra pesadilla macabra no habría tenido lugar.
Cuando me relataba sus andanzas amorosas mi imaginación acompasaba sus palabras tiñendo con las más oscuras sombras los sucesos referidos. Como en cierta ocasión, a la salida del baile, cuando ante su relato yo iba imaginando las escenas. Así como padecí su vivencia mientras la narraba la rememoré mil veces a través del tiempo transcurrido.
Al influjo de su voz podía verla, sentada a oscuras en la amplia cocina de la casa quinta de sus padres, nerviosa, arrugando entre sus dedos el orillo de su camisón, esperando a Fito y no a mí. Ella le había dado la llave de la cocina y la del candado del portón grande. Siempre lo hacían así.
Junto a sus padres vivía en una casona antigua e inmensa, de piezas frescas dispuestas sin demasiado orden y un patio cuya sombra nos cobijó de niños. Fito entraba a hurtadillas y juntos marchaban con sigilo hacia la habitación de Adela, quien desde sus dieciséis años tiernos parecía una chiquilla frente a los veinte de Fito. Así, todo el ardor que aquél contenía ante la indiferencia de Carmen, que lo hipnotizaba, enardecía y luego distanciaba entre burlas, lo volcaba en Adela pues recibía su cauce con idolatría.
Habíamos estado en el baile del Club Municipal donde Fito tomó algunas copas de más, tanto que procuré persuadirlo de que no fuera a su cita. Fue la única vez que me habló mal, tratándome de celoso ante quienes pudieron oírlo. Su actitud me exasperó de tal manera que si no hubiese venido al otro día, desfigurado, a implorar un consuelo, nuestra amistad habría concluido.
Lamentó no haber seguido mi consejo y sumamente acongojado me narró lo sucedido: –Desde el primer momento todo anduvo mal –dijo. –Tratando de abrir el candado que cuelga hacia adentro se me cayó la llave. Así que en lugar de aprovechar ese detalle como pretexto para irme traté de escalar el muro. Lo hice en vano. No estaba en condiciones de trepar ni un taburete.
Sentí cierto regocijo pues supuse que ése había sido todo su drama. Por decir algo pregunté: –¿No intentaste con alguna vara por debajo del portón atraer la llave hacia afuera?
–Ni se me ocurrió. De todas formas el ombú de junto al muro resulta más fácil de escalar que un taburete y a través de una rama, que de tan frágil se quebró, logré sortearlo. Destruí mi mejor traje y me di un terrible golpe. El maldito perro debe estar afónico, ladró hasta que las luces se encendieron. Me escondí esperando que se apagaran nuevamente y luego me deslicé hasta la cocina. Abrí a oscuras y entré con la confianza que da el hábito. Entonces una lluvia de golpes hizo que perdiera el sentido.
Al despertar, siempre según sus palabras, estaba sentado a la mesa frente a Adela, quien lloraba mucho. Se sintió mal por su frialdad ante la ausencia de lástima hacia ella. Es que en realidad la culpaba y hasta sintió que la odiaba. Yo moría. Moría al oír sus palabras. Por ella más que nada, por mí, pero también por él.
El viejo Heguez, de pie y brazos cruzados se mordía de furia y Fito supo que solo un milagro evitó que no lo matase. La madre hablaba a gritos y lo insultaba, decía cosas que él jamás habría imaginado una mujer pudiera decir. Pero no la escuchó demasiado pues sentía el dialogado que mantenían su conciencia y su desesperación. Al final, para salir con bien de aquella finca y dejarme nadando en angustia, debió aceptar casarse dentro de los cinco meses siguientes.
No viene al caso describir mi pesadumbre de aquellos días ni los entretelones que enmarcaron la boda como tampoco los comentarios que recorrieron las calles del pueblo. Lo cierto es que hoy parece que el tiempo huyó de prisa. Nos distanciamos. Fito asumió su responsabilidad y al año nació Rubén, su primogénito. Luego se fueron y nadie, ni yo, dejamos de ignorar su paradero.
Pasaron muchos meses, más de un año, hasta que un día al acudir a un llamado a mi puerta me encontré con Fito, tan cambiado que reconocerlo me tomó un par de segundos. Parecía un fantasma y estaba nervioso, tal vez como yo lo estoy ahora. Su actitud era la que de un prófugo desesperado, todo en él daba a pensar que huía de algo. Dijo que tenía mucho para contarme y se me erizó la piel por el modo en que lo dijo. Aunque temí preguntar por su familia lo tomé por los hombros y se lo inquirí casi con violencia.
–Bueno, no sé –dijo –creo que están bien, así los dejé. Por ahora no puedo estar con ellos pero voy a volver en cualquier momento.
–¿Qué hiciste? ¿Cometiste algún delito? –pregunté pensando lo peor. Lo negó con movimientos leves de su cabeza y pasó a narrarme lo que había ocurrido desde el día que se alejaron del pueblo. No pude menos que escucharlo con suma atención y más tarde, tras haber analizado una y otra vez los detalles de su relato me dispuse a escribirlo, tan sólo para no dejar en manos del tiempo cada uno de los pormenores de su historia.
En la actualidad quizás todo esto sea útil a efectos de disipar dudas a quien encuentre mis restos, sobre todo, de mi inocencia. Si bien existen dudas de las que ni siquiera yo aun no puedo librarme, al menos en cuanto a la eventualidad de mi muerte todo quedará claro.
Así que estuvo aquí, sentado ante esta misma mesa, y cuando se retiró aquél día luego de su extensa confesión me dejó confundido y perplejo. Cuanto anoté lo hice procurando sumergirme en su circunstancia, permitiendo que fuese su voz la que se oyera. Las primeras semanas procuré olvidar todo y ante la imposibilidad de hacerlo decidí dedicarle tiempo a la búsqueda de "El vergel". Si bien nunca lo encontré ahora, cuando nada importa demasiado, parece que ese lugar me ha hallado a mí y amenaza mi razón y mi puerta.
"Nos fuimos lejos. Dejamos que el camino nos llevara. Supuse que de quedarme a convivir con la familia Heguez terminaríamos mal. No lo dijimos a nadie ni tampoco nos despedimos, apenas unas líneas comunicando nuestra decisión de abrirnos paso sin ayuda. Nos quedamos al fin en una ciudad tan desgraciada como ésta y con algún dinero que llevábamos arrendamos una pequeña chacra.
A unos cincuenta kilómetros de allí existía un pequeño pueblo del cual no teníamos conocimiento. Jamás había pasado por ese lugar y creo que nadie en la ciudad sabía de él pues jamás se mencionó. Así que de sorpresa nos topamos cara a cara con "El vergel" un rato después del accidente.
Aquel día íbamos de paseo a estrenar mi sulky nuevo, hecho por encargo, todo blanco y toldo negro, lo cual pautaba que las cosas comenzaban a irnos bien. Tomamos un camino bordeado de álamos largo y silencioso a todo galope. Canela, mi fogoso alazán, parecía alado cuando de pronto, a pesar de la ausencia de piedras o de pozos, dio un traspié y se derrumbó. Volamos sobre unas matas. Después de cerciorarme que salimos con bien revisé a Canela. Con pesar constaté que se había quebrado una pata. Lo desenganche del sulky y evitando que Adela presenciara mi acción acorté su sufrimiento con un disparo.
No teníamos idea del lugar donde nos encontrábamos pero muy allá a lo lejos, descendiendo la loma, alcanzamos a divisar lo que supusimos instalaciones de una estancia. Nos acercamos notando que a cada paso el clima, el aire y la vegetación, se tornaban más y más agradables. Nuestro ánimo, tan decaído minutos antes, se tonificó y advertimos la felicidad anidar en nuestros rostros. Pronto notamos que el caserío era un pequeño pueblo, silencioso y pintoresco.
La gente era amable aunque un tanto reservada. De ningún modo pudimos conseguir que un tal Garrastazú –dueño del único caballo– se dignara venderlo, prestarlo o llevarnos enganchándolo a su carro. Dijeron que había dos casas vacías, que eligiéramos alguna y nos abarrotaron de alimentos yendo luego cada uno a continuar sus tareas.
Aquella amabilidad sin contrapartida resultaba inexplicable para nosotros y temíamos que recién al otro día podríamos salir caminando de regreso. Solo que al otro día quisimos quedarnos, y al otro, y al otro. Pasaron semanas y meses sin que ninguno de los dos hablara de volver. Acepté quedarme sin que mis obligaciones anteriores llegaran a preocuparme, haciendo caso omiso a los asuntos que había dejado pendientes. No pensábamos en como repercutiría en nuestro entorno anterior aquella desaparición sorpresiva y si lo pensábamos no nos importaba. A pesar de todo el tiempo que nos sobraba no lo hubo para dedicarlo en reflexionar sobre esas cosas.
Difícilmente alguien que hubiera estado en El Vergel podría escapar –con todo el significado implícito de "fuga" que esta palabra pueda tener– de su particular encanto. Su nombre es sumamente sugestivo pues allí se dan las frutas y legumbres de mejor calidad y tamaño que yo haya visto jamás; lo cual, sumado a los más idílicos paisajes y a una clase de vida sencilla y fácil, culminan encantando de manera muy peculiar a quienes lo conocen. Sin embargo deben existir fuertes razones para que su población –muy reducida– mantenga su número sin cambios a través de los años. Lo fui sabiendo muy de a poco, esa y todas las cosas curiosas de ese lugar. Resultaba para mí incomprensible al principio y al final, igual que aquella gente, acabé por aceptarlo.
Cuando alguien muere los demás observan de a ratos el camino, pues saben que no tardará en llegar un nuevo vecino que también quedará atrapado en las telarañas tejidas por el esplendor del lugar. Nunca nadie se va puesto que todos deciden quedarse pese a todo. Según llegue a saber El Vergel carga con un curioso anatema: siempre que una mujer dé a luz o arribe un forastero el resto sabe que alguno morirá y no precisamente de muerte natural. Esa irreversible realidad es un hecho insignificante comparado con el atractivo y el solaz que tal paraje brinda. Hasta parecen verse ninfas de cabellos dorados danzar entre sus viñas y oírse dulces acordes de flautas que seguramente ejecutan seductores faunos desde la sombra de los matorrales.
¿A quién puede interesar que allí las brújulas no cumplan su cometido o que no se capten las bondades de la reciente invención que significan las emisiones radiales de las ciudades más cercanas? No he llegado a descubrir si hay algo que realmente interese a esa gente más que ver pasar el tiempo. Y transcurre muy lentamente, como si allí se detuviera luego del trajín de las grandes urbes a tomarse un respiro y charlar con los campesinos.
Ni siquiera el viento parece ser demasiado importante para ellos, aunque después de todo apenas asola el caserío una o dos veces en el año, levantando nubes de polvo y haciendo correr los guijarros de las callejas. Esto sí que los toca bastante más allá de la piel. El viento y los perros cimarrones. Esos animales enarbolan una mirada demencial y aparecen antes, durante y después del violento pasaje de la ventolera. Ellos dan la pauta con su presencia de lo que acontecerá. Entonces todos buscan refugio, aseguran techos y ventanas, se surten de buena cantidad de agua del cristalino arroyo que roza el caserío y se encierran pretendiendo continuar con su vida más allá del vendaval. Permanecen sentados bajo el calor de los techos de chapa mirando las escopetas prontas durante el verano y tiritando de frío y temor cuando el invierno. Y es el temor cotidiano que se disfraza de indiferencia, aquél que de tan habitual se nos va haciendo lógico. Quieren el lugar como se quiere aquello por lo que se ha sufrido, con la obstinación del padre del niño granuja que solo acepta ver su lado bueno.
Ha ocurrido, quizás con demasiada frecuencia, que al regresar la calma se descubra el cuerpo prácticamente devorado de algún incauto que quedara atrapado en una danza con el viento y los perros. He tenido la impresión que allí los sueños se viven y la realidad se sueña. Los amaneceres, las siestas y los atardeceres, hacen parecer indigna la obra de cualquier pintor o la prosa de cualquier narrador. En sus noches frescas, a pesar de la calma diurna, es frecuente tener pesadillas y despertar sobresaltado. ¿Es difícil entenderlo? Todo lo malo es poco comparado con la bonanza del entorno. Creo que allí está, si es que existe, el destino de los caminantes y el final de los caminos.
Hoy no me cuesta entender que todos estuvieran esperándonos con exagerado disimulo. Incluso que supieran nuestro número. Tardé en imaginarlo, quizás demasiado. Llegué a enterarme por Garrastazú –anciano encorvado cuyos cabellos, bigote y barba que desconocen la poda apenas permiten ver de su rostro una nariz aplastada y dos ojos tan vivaces como su lengua– que antes de nuestro arribo tres personas habían muerto. No supe nunca si fue a consecuencia de un temporal de viento que desplomó un techo o un ataque desmesurado de los perros.
Este viejo es el único que periódicamente deja el poblado para traer lo necesario de la ciudad. En su carro lleva todo tipo de artículos: pieles, dulces, quesos, frutas y verduras producidas en esa pequeña comunidad. Él las vende para luego adquirir los elementos imprescindibles que allí no se pueden generar.
Como Garrastazú parecía ser la única persona que de algún modo decidía u ordenaba traté que fuese él quien me informara sobre el suceso que provocó los decesos previos a nuestra llegada. Pero fue tan evasivo como el resto de las personas que consulté al respecto. La última vez que lo intenté me dio una respuesta que en ese momento no entendí: –¿Usted aun no lo sabe?
Desde entonces –haría unos seis meses que estábamos allí– además de disfrutar de ese paraíso comencé a indagar lo que pudiera. Cuando había algún grupo conversando me acercaba disimuladamente. Trataba de ganarme la simpatía de los únicos niños que había en el pueblo cuando venían a jugar con Rubén formando un desparejo quinteto para sonsacarles poco y nada. Una vez me introduje en la humilde vivienda del anciano patriarca, cosa que lo enervó a ojos vista pero que pese a todo y con notorio esfuerzo disimuló de manera cortes. Mientras estuve allí solo pude ver que tenía muchos libros. Me llamó la atención alguno que otro, como por ejemplo un desvencijado tomo forrado en piel de título "Necronomicrón" y otro cuyo nombre no recuerdo firmado por un tal Apolonio de Tiana. Mis escasos conocimientos no ignoraban la relación con lo oculto que deberían contener ambos ejemplares al igual que otros que jamás había sentido nombrar como ser "El libro de Toth" y "Las Estancias de Dzyan". El anciano se apresuró en guardar esos libros dispersos en los abarrotados anaqueles de su polvorienta biblioteca.
–Los libros son lugares comunes –dijo– nada escrito hay que no se sepa. Si algo ha de ignorarse no debe ser escrito, si algo no puede dejar de saberse se sabrá de cualquier modo aunque no se escriba. Si no hubiera sombras no habría luz; si no se padeciera no existiría la felicidad.
Dijo otras cosas y desde entonces cada vez que hablábamos me dejaba pensando. En cuanto a los libros, posteriormente dijo no prestarlos jamás, aunque se ofreció a traer alguno de mi agrado desde la ciudad.
¿Y usted no lo sabe? –me había dicho– ¿Quería decir con eso que lo que yo soñaba del viento y los perros era cierto? ¿Significaban sus palabras que mis sospechas tenían asidero? –Si algo no puede dejar de saberse se sabrá de cualquier modo –como dije, ésas fueron sus palabras dejadas caer en la conversación de los libros. Pero yo quería oírlo de sus labios; necesitaba certezas.
Un día, como adivinando mis pensamientos y señalando un grupo atareado preparando la cuajada para los quesos dijo: –Es un intercambio con la naturaleza ¿Entiende? Ella lo da todo.... ¡Y pide tan poco! Ella es la madre. Nos protege como a sus hijos. A veces nos da una tunda... ¡Es la ley!
Me pareció verlo más locuaz que de costumbre y le mencioné el viento. Comenzó a alejarse lentamente meneando la cabeza de lado a lado como dejando entrever que conmigo no había más remedio. –¿Que hay de los perros? –le grité y me arrepentí en el acto. Todos los rostros se volvieron hacia mí como reprendiéndome en medio del silencio. El viejo continuó caminando como si nada hubiera oído. Parecía que cuanto más me obstinaba en saber, más se me ocultaba y llegué a sospechar que incluso los conocimientos de Adela eran mayores que los míos. Generalmente me arrepentía de mis actitudes: como siempre. Si me deleitaba con aquella existencia ¿qué cuestionaba? Detrás de mis acciones rugía el temor a que el viento barriera alguna de nuestras vidas.
Las noches eran difíciles para mí, quizás por los velados comentarios que había alcanzado a oír del viento y de los perros. Descansaba más con una breve siesta después del almuerzo. En ellas, curiosamente, jamás tenía pesadillas. Sin embargo fue durante una siesta que sentí un rugido afuera y tomando una escopeta decidí salir.
El viento se venía anunciando en ráfagas que me desestabilizaban y como pequeñas agujas la tierra suelta me hería pies y tobillos, debiendo entrecerrar los ojos o caminar con la cabeza inclinada sobre mi pecho. Comencé a rodear la casa con dificultad. Sobre mí, las chapas que oficiaban de techo de mi morada producían sonidos chirriantes ante el castigo del embate. Al doblar por uno de sus costados alcancé a divisar, a medias resguardado por un árbol frenético, un perro cimarrón de pelo erizado clavando sus patas en la hierba de modo de evitar el empuje de la ventolera que soplaba, ahora sí, en forma continua. Desde su posición veía la entrada de la casa y me veía. Gruñó mostrando los colmillos mientras yo me recostaba a la pared de adobe y trataba de centrarlo en la mira de la escopeta. Posé mi dedo en el gatillo y en el preciso instante en que lo presiono aparece ante mí la figura de Adela. Salía intempestivamente, asomando un tan incomprensible como adelantado embarazo. Al interponerse entre el animal y yo recibió el impacto del proyectil, cayendo ante la puerta lentamente. Azorado y febril contemplo la escena sin atinar a nada. Ese instante era lo que el perro necesitaba para correr y lanzarse sobre mí. Grito y lucho y siento la voz de Adela: –¡Fito! ¡Fito! ¡Despierta! ¿Qué te sucede? ¡Estabas soñando, tranquilo, no ocurre nada malo!
Cuando abro por completo los ojos, agotado y jadeante, río, como un enajenado sólo río Ella y Rubén me observan preocupados, él casi a punto de llorar. Yo sólo río y los abrazo. Fue un sueño. No lo irreversible. Nada malo, solo otra pesadilla, más intensa, más terrible, más agotadora: pero solo eso. Entonces advierto que es de noche, no podría ser de otra forma. Sentí algo así como un rugido provenir del exterior. No le hice caso. Continué abrazando muy fuerte a mi esposa, quien sin dudas tiene su vientre normal, y a mi hijo. No creo mentirte si afirmara que también lloré.
Al otro día todo ha sido un mal sueño. Disfruto de la vida en El Vergel. Mas el recuerdo de la pesadilla está allí, es una sombra que a mis ojos se disfraza de posibilidad. Comencé a sentirme prisionero. Había algo en mí que no funcionaba en ese lugar. Luego pude notar que de alguna forma el resto de habitantes me evita y no lo hacen con Adela y Rubén. Me digo que es mi imaginación y otra vez la sonrisa me acompaña, pero continúo teniendo pesadillas.
Una mañana, mientras pescábamos en el arroyo con Adela sin descuidar a Rubén que correteaba a nuestro alrededor noté que ella quería decirme algo. La frase: "Nos vamos", desfila por mi mente cuando la miro a los ojos. Mas ella con un leve asomo de alegría dice: –Estoy encinta. –Tengo un segundo de perplejidad tras el cual la beso. Quiero decirle que si es así debemos irnos pues de algún modo siento miedo. Pero una parte de mí quiere quedarse y solo la acaricio en silencio. Le miro nuevamente los ojos y descubro su preocupación. –¿Que pasa? –le pregunto –¿Hay algo que no sabes como expresar? –y entonces sí, sin saber como, me oigo decirle: –¿Quieres irte? ¿Nos vamos? –Ella me observó extrañada y preguntó a su vez: –¿Irnos? ¿Por qué irnos? Nuestro niño puede nacer aquí ¿Verdad?
Pasé los meses de espera con gran angustia. A medida que su cuerpo se abultaba mi temor lo hacía en la misma medida y no sabía qué hacer. Una mañana cubierta por negros nubarrones supe que el parto era inminente. Una brisa con olor a mar redoblaba en las hojas de los árboles y Garrastazú terminaba de preparar su carro: volvería antes del anochecer.
Si se lo pedía seguramente se negaría a llevarme. Seguí al gitano sin que lo notara, marginando el camino, y una vez ubiqué donde estaba corrí hacia aquí. La única solución que se me ocurrió fue dejar un lugar libre para que lo ocupara mi hijo al llegar y venir a buscarte para que me ayudes a convencerla a dejar ese poblado. No tengo alternativas ni sé qué hacer."
La narración de estos sucesos le demandó más de una hora. En todo momento mantuvo el rostro ansioso y desencajado, las manos crispadas y el alma llena de pasión. Agotado y bajando la cabeza enmudeció al finalizar mientras yo permanecía en silencio. Era otro. No era el joven que yo había conocido y valorado tan poco tiempo atrás, su chispa juvenil estaba ausente y su futuro se me antojaba incierto.
Por cierto, tampoco era la persona que había entrado un rato antes llena de angustia, se había liberado y cierto sosiego pautaba su respiración. También por eso traté de creerle, parecía haber confesado toda su verdad sin ocultar nada. Pasó los dedos por entre sus cabellos revueltos y húmedos y me miró. Nos observamos en silencio como buscando verdades en ojos.
Supo que le estaba creyendo porque intentó dedicarme una sonrisa. Me había puesto de pie y me acerqué, mientras le palmeaba la espalda dije: –Todo se arreglará –luego me volví en pos de una botella para ofrecerle un trago, volviendo a sentir por él la simpatía perdida.
Regresaba con las copas llenas cuando una ráfaga tremoló en las cortinas un instante. Fito Se puso tenso y vi que en sus ojos se asomaba el temor. –¿Oís?– dijo poniendo de lado su rostro mientras las cortinas volvían a flamear. Lo oía sí, pero no me pareció nada fuera de lo común, no entonces.
–No oigo nada especial –dije ya sin creer que me escuchara pues era un saco de nervios. Se puso de pie y salió, deteniéndose un momento bajo el marco de la puerta. Miró calle abajo y exclamó: –¡Los perros! –la angustia de su voz me hizo erizar. Entonces sin perder un segundo ni dame tiempo a decir nada se alejó corriendo en la misma dirección de una brisa que entendí escasa; me extrañó notar que su abrigo parecía lleno de viento y sentí enormes deseos de cerrar la puerta y pasar tranca. Sin embargo me mantuve observándolo correr y noté que lo hacía empleando ambas manos para taparse los oídos.
Luego observé en la otra dirección sin lograr divisar perro alguno. Giré la vista nuevamente y pude verlo tropezar en la distancia por volverse a mirar. Se levantó prestamente y recomenzó su huida. Seguí allí, inmóvil, aun cuando dejé de divisarlo. Un vecino se detuvo a conversar conmigo y tardé en interpretar sus dichos. Supongo que debí responder cualquier cosa pues al retirarse me dijo sonriendo, a la vez que señalaba mis manos: –No se preocupe, es normal aturdirse de vez en cuando, también yo suelo tomar una copa un día y otro también.
Desde aquella noche no pude dejar de recordar los ojos aterrorizados de Fito. Incluso de esperar los golpes de sus manos en mi puerta los días de viento o cuando ladra un perro. Ha pasado el tiempo, años, y no he podido quitar estos hechos de mi cabeza, dándome la sensación que cuanto más me alejo de aquella temporada su recuerdo y sus palabras cavan más hondo en mi espíritu.
Hace unos días, rehaciendo su relato en mi memoria entendí que podía intentar ubicar el lugar a partir del pueblo donde vivió anteriormente. Podrían ser tres, puesto que a la distancia que mencionó tales son los existentes. Perdí un día en el primero que elegí sin conseguir alguien que lo hubiera conocido pero con el segundo pueblo todo cambió. Allí logré saber de él, incluso hablé con el fabricante del sulky, quien tenía una vaga idea. Buscando en sus libros pudo hallar su nombre y a partir de él constatar una deuda pendiente que en resguardo de su memoria decidí saldar. Ni idea tenía entonces que esa no sería la única deuda que Fito me dejaría. Mas no reniego de ello, en buena parte fui yo quien salió a buscar problemas.
Almorcé en una fonda pestilente y luego, munido de una vara, salí al camino que Fito debió tomar el día de su partida. Camine horas cavilando y tratando de divisar El Vergel de un momento a otro. Llegué a un punto donde la campiña, bastante descubierta anteriormente, se tornaba más densa en vegetación.
El camino se internaba en un bosque por sobre un terraplén, por lo cual las copas de los árboles quedaban a la altura de los viajeros. Tras el borde del camino el desnivel caía unos tres metros casi a plomo y luego el declive se atenuaba como por otros veinte. Me detuve un instante en la orilla y observé hacia abajo la impenetrable mata salpicada de pedruscos.
Al continuar andando me enfrenté con que el camino hacía una curva bastante cerrada. No sé decir porqué, quizás fue intuición, lo cierto es que me dirigí hacia la parte externa de la curva y nuevamente me detuve a ver hacia abajo. No aprecié nada extraño y sin embargo abandoné el camino y comencé a descender con sumo cuidado. Lo hacía de espaldas, manos y pies aferrados al declive ayudándome con raíces y matas. Fue rápido y me costó rasguños y pinchazos que me hicieron lamentar la decisión tomada, máxime pensando que el regreso sería aun más dificultoso.
Estando a medio camino y aprovechando un pequeño rellano de la ladera me volví y vi todo aquello. El horror pasmó mi espíritu. Contra un alto nogal, a medias oculto por la maleza estaban los restos desechos de un sulky. No dude que fuese el de Fito. Temí acercarme. Me dolía la verdad más que los magullones del descenso, más que nada me haya dolido nunca.
El primer esqueleto que encontré fue el del caballo, todavía con vestigios de su piel canela. Luego los vi un poco más allá, juntos. Por los jirones de ropa que vestían su blancura pude identificar los restos de Adela y aun en sus brazos los de su hijo.
En silencio observé la escena macabra hasta que mis ojos se nublaron. No me acerqué ni intenté secar mis lágrimas, así como tampoco puedo precisar cuanto tiempo estuve así. Lo cierto es que cuando la calma volvió a dominar mis emociones el sol había recorrido largo trecho y no tardaría en anochecer.
Pensar en pasar la noche allí reavivó mi temor y comprendí que debía irme lo más rápido posible. Recién al volverme, dispuesto a emprender el regreso noté que no había estado solo. De pie, sin mirar nada, entre la elevación que llevaba al camino y yo se hallaba Fito.
No atiné a decir palabra, aunque en aquél momento daba como gran patraña todos los detalles de su relato. Una oleada de fastidio y rabia me incitaba a lanzarme sobre él y hacerlo pedazos. Aun hoy no sabría qué decir si estuviera en la misma situación. Tampoco él abrió la boca. Así nos quedamos, con los brazos caídos y sin motivos para hablar hasta que crujió una rama.
De pronto Fito se puso alerta y llevando sus manos a la cintura extrajo de ella un revólver. Me inquieté al ver que me apuntaba. No tuve reacción y oí el disparo. Mi cuerpo no estaba herido y su voz, con rabia masculló: –¡Uno menos!– Enseguida volvió a disparar pero ya a un lugar más apartado de mí. Su cabello se agitaba misteriosamente al igual que su camisa desprendida. Volvió a disparar una y otra vez pero ya a lugares más próximos a él. Luego tiró con fuerza su arma contra algo invisible y extrajo un puñal. Comenzó a revolverse a un lado y otro hundiendo el filo en el aire hasta que perdió pie y cayó. En el suelo luchaba contra algo que yo no lograba ver. Maldijo y se quejó varias veces. Había sangre en él, en sus brazos y cuello.
No sé cuantos segundos o minutos transcurrieron hasta que sus movimientos se detuvieron, tampoco el tiempo que paso hasta que osé acercarme. Cuando lo hice ya no respiraba. Su cuerpo tenía las huellas de la lucha. Mis cabellos se erizaron al notar inmensidad de mordidas, su piel desgarrada, su carne ultrajada. Quería correr y mis piernas no respondían. Estuve allí hasta que mi corazón se aplacó. Con el sosiego, la razón y la misericordia me obligaron a improvisar una tumba que los mantuviera unidos. Luego lentamente comencé a caminar sin intentar la ascensión directa, sino tratando de hacerlo en dirección paralela al camino. Muchos metros adelante decidí subir y regresar.
A nadie lo conté pues seguramente no seré creído. Podrían incluso tratarme de criminal a menos que pudiese probar que a Fito no fui yo quien lo mató. Pero la verdad de esta tragedia me persigue y antes de morir he decidido escribirla sin intentar buscarle explicación. Sobre todo ahora, que el viento es tan fuerte que sacude y arremolina mis ideas tornándolas confusas y con ira infernal los perros rasguñan la puerta.