Relato 35 - El Desconocido

 

El desconocido

 

-Quiero que me mates.

Los dos muchachos estaban sentados uno frente al otro, iluminados por la tenue luz de las ascuas en las que degeneró su hoguera.

-¿Qué?

Las voces eran sólo unos susurros que se perdían en los rincones oscuros del bodegón en el que se hallaban. Las paredes y el techo alto desaparecían en la oscuridad, ocultando su ruina y abandono tras su manto insondable.

-Eso, mátame.

Leo miró a su amigo con sorpresa y esbozó una sonrisa.

-Vale, te dije que no aspiraras de esa cosa…

Samuel no sonrió. Continuó observándolo fijamente, hasta que Leo dejó de sonreír.

-¿Es en serio?

-Sí.

A pesar de la seriedad de su amigo, Leo no pudo desistir de la idea de que Samuel estaba jugando con él. Lo conocía demasiado como para pensar lo contrario. ¿Cuánto hace que Samuel era su mejor amigo? Hace poco más de tres años, durante los cuales habían pasado penurias, robado y huido de la policía en innumerables ocasiones. No podía negar que su amigo era extraño, así que una broma de mal gusto como aquella no le parecía inusual.

-¿Por qué? –inquirió controlando la sonrisa que quería florecer en sus labios.

-Sólo debes hacerlo, confía en mí.

-En todos estos años en los que te conozco, confiar en ti nunca me ha traído buenos resultados, ¿por qué comenzar ahora?

Samuel entrelazó los dedos y apoyó el mentón en ellos.

-¿Piensas que estoy jugando?

Leo dudó. Algo en el tono de su amigo no le gustaba. Las sombras jugaban en el rostro de Samuel, confiriéndole rasgos adustos que él no conocía y un brillo en sus ojos que hizo que un escalofrío recorriera su espalda.

-No lo sé… -murmuró con un hilo de voz, comprendiendo de pronto que la persona que estaba frente a él se había transformado en un desconocido.

-No estoy jugando, Leo –aclaró con voz pausada-. Debes matarme ahora.

Un sonido metálico sobresaltó a Leo, quien miró de forma automática hacia el lugar de su origen. En la tenue luz, el cañón negro de una pistola lanzó destellos anaranjados. Leo se incorporó poco a poco, sin quitar sus ojos del cañón. Sintió el miedo nacer en su estómago y extenderse por su cuerpo como un veneno, aturdiendo su cabeza.

-Vamos, Samuel… Por favor, para con esto. Ya conseguiste asustarme de verdad… Yo no soy la policía… -casi imploró, intentando volver desesperadamente a la normalidad, a esa realidad que él podía manejar.

Samuel le tendió la pistola, ofreciéndole la culata. Sus ojos lo taladraban y su expresión de concentración acentuaba las finas arrugas de su frente y ceño.

-¿No puedes hacerlo? –le preguntó con serenidad el desconocido que tenía  frente a él. Leo no pudo hacer más que mirarlo con los ojos abiertos por el pánico, paralizado. Quería salir corriendo de allí, pero su cuerpo no reaccionaba; se había transformado por completo en piedra, sin obedecerle.

-Es una lástima –comentó en un susurro el desconocido, levantándose. Su rostro se tornó aún más frío mientras le apuntaba con la pistola.

“No lo hará. No será capaz. Lo conozco, lo conozco. Nunca podrá disparar…”

Samuel le dedico una sonrisa carente de sentimientos.

-Te traje aquí por una razón, Leo. Sin embargo, no quería hacerlo… Te dije que me mataras. En verdad no quería hacer esto.

En medio del silencio, Leo escuchó gritos roncos de súplica. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era él quien gritaba.

-¿Quién eres tú? –preguntó controlando su voz en el último momento.

Por toda respuesta, el estruendo de un disparo rompió en dos la noche. Mientras observaba desplomarse el cuerpo de Leo, Samuel guardó la pistola en el bolsillo trasero de su pantalón. Se alejó de los restos de la hoguera y salió del bodegón, sonriendo. Los objetos a su alrededor se veían ocultos por la oscuridad, misteriosos. El hombre se mezcló entre ellos, internándose en la noche.

 

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