Relato 29 - Tutorial
Dos personajes trastornados del mundo de ficción, ambos de la edad en que Dante Alighieri emprendió su viaje en la Divina Comedia oliendo a neroli, reales pero convertidos a personajes, que habitan en una arruga del tiempo: una grieta con ubicación física en Edificio Santa Lucia, el de pasillos de luz tenue, calle Chihuahua 224-4, C.D. Obregón, Sonora, se reúnen sin saber que están a punto de morir en un par de horas. Esto ocurría en las postrimerías del año 2010. El Dr. Héctor va a donde su colega, entra al edificio a la hora de las brujas y sube al segundo piso para sumergirse en el consultorio número seis. La habitación estaba poco iluminada, había sombras danzantes, olor a incienso y a fricción del metal. Había estantes con líquidos burbujeantes dentro: uno contenía un reptiliano flotando el cual mudaba de piel a cada rato la cual era muy cotizada en las tiendas naturistas que habitaban alrededor del edificio. También había hierbas aromáticas para clarificar sueños, velas de colores encendidas, humos que ayudaban a entender los contenidos latentes del pensamiento y un montón de libros. En medio de todo se encontraba una máquina del tiempo.
— ¡Maldito bastardo! En verdad lo has conseguido. ¿Funciona? –preguntó el Dr. Héctor con el asombro en el rostro, el cual estaba lleno de arrugas inconexas que hacían juego con la escarolada bata de laboratorio.
—Pero claro que funciona —dijo el Dr. Armando, con sus dos pequeños ojos brillosos en medio de la cara detrás de los anteojos mirando fijamente, echa su cabello negro que le tapaba la vista hacia atrás—. El tutorial que encontré en esa arruga del tiempo está genial, ciertamente es del pasado. ¿Curioso no?
El Dr. Armando era un obsesionado de los tutoriales: desde cómo hacer una bomba cacera de antimateria, dirigir un enjambre de abejas a su antojo, hasta buscar complejos formatos interpretativos en el universo. Su última obsesión es la máquina del tiempo. Había engranado cada pieza con sus manos las cuales quedaron con gruesas cicatrices de las heridas al manipular con fuerza e intensidad la herramienta para ensamblar milimétricamente el mecanismo. Tenía también otras cicatrices viejas de andadas por universos paralelos y pasillos de luz tenue que habitan en tinieblas.
— ¿Y cómo logra viajar en el tiempo? —Héctor miraba asombrado todos los botones, todas las luces de colores, todas las palancas, todos los engranajes.
El Dr. Héctor era un colega curioso, le gustaba experimentar con todo tipo de especies, ya existentes o creadas por él mismo, como unas cucarachas carnivoras que adquirían el conocimiento de lo que comían, por ejemplo, ratas entrenadas. Ciertamente las cucarachas se volvieron cultas después de consumir uno o dos vecinos y uno o dos científicos.
—En teoría ponemos la fecha en el mecanismo de reloj y solo empujo esta palanca hacia adelante. Colócate ese traje de allá, ya nos vamos. ¿Desayunaste alguna mutación de tu laboratorio? Amigo mío, presiento que este será un viaje sin retorno y que nunca volveremos a este tiempo.
El traje era de un hule negro, termodinámico, se les notaba el exceso de peso, pero ambos se ignoraron el uno al otro respecto al aspecto físico. Se instalaron y amarraron cual astronautas de cuentos de antaño de ciencia ficción. Incluso, gracias a los tutoriales de Armando, se fundaron unas brillantes armas láser.
Los dos observaban el accionar de la máquina del tiempo: color cobrizo, opaca y reluciente al mismo tiempo. Los engranajes crujieron, parecía un reloj gigante solo que con una cabina de dos plazas: piloto y copiloto. Héctor observó y olió el líquido que lubricaba el mecanismo. (—¡Aceite y sangre! —pensó).
—Pues claro que vamos. Por cierto ¿a dónde diablos vamos? —preguntó Héctor.
El Dr. Armando empujó la palanca hacia atrás, sin fecha, sin destino, sin nada. Números aquí y allá giraban. Todo se detuvo mientras formábase una burbuja que los cubría. La máquina chilló. El tiempo era una cinta de película de treinta y cinco milímetros que corría hacia atrás. Pasaron soles y miles de lunas. El Dr. Héctor sonreía ante la locura de su colega y hacia la suya misma. Todo se volvió blanco, después negro.
La máquina retrocedió algunos miles de años hasta que se detuvo. Llovía, estaban en una enorme y fría jungla tropical. El Dr. Armando se quita un cinturón y sale de la máquina tratando de hacerse una idea del lugar, que por cierto le encantaba; amaba la selva húmeda. Héctor también descendió mientras vomitaba su desayuno; ratas entrenadas. El aire a pesar del clima helado era liviano a los pulmones. Armando estiró los brazos, caminó en el lodo y observó una cucaracha en el suelo: un espécimen blanco, grande y raro, pero cucaracha al fin. Miró con sarcasmo el insecto y se dispuso a pisarlo. El Dr. Héctor estaba paralizado espalda a su compañero, observando con el espanto en los ojos. Aparecieron dos hombres ancianos con un sorprendente parecido a ellos mismos, sujetaban lo que parecían armas láser. Estaban esperándolos. Uno de los ancianos, el de anteojos, sin más ritual que el de accionar el arma, disparó al Dr. Armando en la espalda justo antes de que pisara el bicho, el rayo rojo entró y se perdió en los pulmones. Armando cayó muerto hacia adelante con un agujero humeante, la frente crujió y se abrió al chocar con una piedra en el suelo.
—No fue tan difícil como pensé —dijo el anciano de anteojos y ojos brillosos—, ciertamente me es tranquilizador que no haya más de nosotros por ahí viajando en el tiempo.
—Bien, creo que es mi turno —dijo el otro anciano, un poco más alto y de arrugas inconexas en la cara. Apuntó el arma al Dr. Héctor.
—Espera, maldita sea —dijo con desesperación Héctor—. ¿Qué diablos pasa aquí?
El anciano que sujetaba el arma, muy arrugado del rostro y con poca cabellera blanca, con cara de ya cansado de dar explicaciones, le vuelve a contestar a su yo más joven—. Ya me has hecho esta pregunta hace años, hace días, esta misma mañana ¿de verdad no tienes algo mejor? Bien, puesto que eres el último, daré la última respuesta. ¿Ves esa maldita cucaracha? Es la primera en existencia de su especie y ustedes la mataron y ya no hubo nunca más; más de nada.
— ¿Qué tan malo fue eso? —preguntó el Dr. Héctor en un intento de ganar tiempo y estudiar sus alternativas.
—Verá, Adán y Eva se estrellan en su enorme y maldita nave del infierno en este planeta. Esa cucaracha se autorreproduciría y es la única especie que sirve de alimento para ellos, estos dos extraterrestres se alimentarían de los descendientes de estas cucarachas, que son ricas en proteínas y ciertas encimas que necesitan para vivir. Por lo tanto, nuestros progenitores mueren de hambre a los pocos días, ya que, a causa de sus heridas y el miedo a este planeta, no salen de la nave a buscar más especies de insectos. Por lo tanto, no habría evolución para las raza de idiotas que eligirían. Mi compañero, en uno de sus malditos tutoriales, descubrió todo esto y dimos con el origen, ustedes son los últimos que hacen exactamente esto: ¡extinguir lo que será la raza humana!
—Esperen —dijo el joven Dr. Héctor—, pero han iniciado una nueva paradoja ¿acaso no lo notaron? —Justo al terminar de formular su pregunta un disparo láser le dio de lleno en el rostro, no había más arrugas en su cara calcinada al caer al suelo.
—Al diablo con su paradoja —dijo el anciano Dr. Armando con arma humeante alzada en mano.
—Yo debía matarlo, idiota. Sé a qué paradoja se refiere, no debiste, siempre debimos ir al futuro, unca al pasado —dijo el anciano Dr. Héctor. El anciano Dr. Armando observó los dos cuerpos sin vida de sus otros yo más jóvenes. Apuntó el arma también a su compañero.
—Yo también entiendo esa paradoja de la que habla, e insisto, al diablo con ella, siempre me ha gustado el olor a selva húmeda. —Abrió fuego, el láser atravesó el corazón del anciano Dr. Héctor; de su eterno colega.
El anciano Armando disfrutaba con el olor a la selva húmeda, cuando se relajaba en su laboratorio y abría la ventana al atardecer le llegaban esas notas de tierra mojada. Ya oscurecía. La lluvia cae humedeciendo las hojas de los árboles y de algunas palmeras silvestres para luego caer en su rostro, el olor del musgo le parece esquisito. A lo lejos ruje un tipo de depredador felino que lo ha detectado. El viejo Armando apunta a la máquina del tiempo, descarga con un grito el arma hasta destruirla. En ese instante se activa una paradoja y también una arruga del tiempo. Armando lanza el arma al lodo. Ya cansado y con paso lento se introduce hacia lo más oscuro de la selva y camina un buen rato. Cree escuchar cada vez más cerca lo que parece ser un enorme depredador. El animal corre hacia él con las fauces abiertas…
Cinco o seis mil años después la arruga del tiempo es localizada. Cual mito de Sísifo, aún hoy, en Edificio Santa Lucía, Chihuahua 224-4, en el segundo piso, consultorio número seis, dentro hay varios enígmas sin resolver como el del olor del sofá, en este lugar a la hora de las brujas se oyen voces y ruidos.
— ¡Maldito bastardo! En verdad lo has conseguido. ¿Funciona? –preguntó el Dr. Héctor con el asombro en el rostro lleno de arrugas inconexas que hacían juego con la escarolada bata de laboratorio.
—Pero claro que funciona —dijo el Dr. Armando, con sus dos pequeños ojos brillosos en medio de la cara detrás de los anteojos mirando fijamente, echa su cabello negro que le tapaba la vista hacia atrás—. El tutorial que encontré en esa arruga del tiempo está genial, ciertamente es del pasado. ¿Curioso no?