Relato 29 - La esencia del ser humano
La esencia del ser humano
—Mmm…
Cómo disfrutaba. Le encantaba acariciar los músculos de aquel chico. ¡Qué suerte tuvo de conocerlo aquella mañana!
Melanie se encontraba en el pueblo de su infancia, Zorkest. Formado por un pequeño conjunto de casas con sus correspondientes tierras de labranza, al más puro estilo Edad Media, se encontraba en un valle entre dos altas cordilleras. Cada casa tenía su huerto, una extensión de campo arado y sembrado, generalmente en la parte trasera de la misma. De esta forma, había un par de calles formadas por hileras de casas (que ocultaban tras ellas estas tierras cultivadas) y otros inmuebles (un pequeño bar, una botica, dos tiendecitas, un pequeño consultorio-ambulatorio y un bazar). Algo apartados de estas hileras se diseminaban el resto de hogares, aquellos cuyas tierras eran mayores y se repartían alrededor de la casa, la rodeaban, o partían de uno de sus laterales y se extendían varios metros en la distancia. Además de los cultivos, la mayoría de los habitantes disponía también de animales. Estos eran muy preciados, pues era de ellos de los que básicamente se alimentaban los vecinos: huevos de las gallinas, leche de las vacas y ovejas, carne de los pollos, cerdos y conejos (y de vez en cuando, de algún toro), entre otros. Y, por qué no decirlo, también caían algunas ancas de rana y caracoles en las épocas en las que estos animales cubrían los bosques que rodeaban el pequeño pueblo. Además, la mayoría de los vecinos, si no todos, tenían varios perros, que servían tanto para proteger al resto de animales de los posibles lobos y zorros como para acompañar a los hombres a ir de caza.
Esto podía parecerles extraño a algunas de las personas que, muy de vez en cuando, se dejaban caer por el pueblo, ya que desde fuera se apreciaba que la vida de estas gentes estaba separada de alguna forma de la vida moderna (y en cierto modo no se equivocaban). Pero dado que Zorkest se encontraba un poco apartado de la ciudad más próxima, y los habitantes estaban acostumbrados a esta vida (pues la mayoría eran adultos y personas mayores que habían conocido poca cosa más), para ellos su vida era la vida normal. No necesitan mucho dinero, pues los alimentos básicos los producían ellos mismos, y la mayoría de las herramientas y demás instrumentos que podían necesitar los fabricaban, o reparaban aquellos que cada uno tenía en su hogar desde hacía varias generaciones. Para el resto de necesidades, al menos una vez a la semana varias de estas personas se acercaban a la ciudad en sus coches o, en el caso de los mayores, en un taxi convenientemente llamado para realizar las compras necesarias, y tras ello continuar sus tranquilas vidas alejados del resto del mundo. Esto no quería decir, como solían entender los visitantes, que los habitantes de Zorkest estuvieran aislados y sin conocimientos del mundo exterior: la mayoría tenían televisores (aunque los más ancianos seguían prefiriendo la radio), la electricidad no era algo desconocido y, aunque la cobertura a veces fallaba debido a la situación del pueblo entre aquellas grandes montañas, la mayoría tenía teléfono móvil (convenientemente comprado, generalmente, por los familiares de estas buenas gentes para poder comunicarse con ellos de vez en cuando).
En una de las últimas casas y más apartadas del resto del pueblo vivió hace mucho la familia de Melanie. Pero desde que su madre murió, la casa quedó deshabitada, salvo por las visitas veraniegas que ella realizaba al pequeño pueblo. El resto del año el que había sido su antiguo hogar quedaba totalmente solitario, a la espera de su siguiente visita. Y ese año no iba a ser diferente.
A Melanie le gustaba retirarse por unas semanas de la ajetreada vida que llevaba en la gran ciudad, donde trabajaba como cirujana en el hospital general. Aunque le encantaba su trabajo, era bastante estresante y cansado, ya que cargaba con mucha responsabilidad sobre sus hombros a cada operación que tenía que realizar. Pero su amplio conocimiento del cuerpo humano, los órganos, el esqueleto y la musculatura, aumentado por su verdadera pasión por la medicina, la convertían en una de las mejores profesionales de su sector a sus 35 años. En cierto modo, parecía que fuese este su destino, pues su madre también había logrado salir del pueblo para estudiar en la universidad y llegar a convertirse así en una igualmente afamada doctora, también especializada en cirugía. Más adelante, cuando hubo cumplido suficientes años y estaba cansada de su vida como cirujana en la ciudad, se mudó a su casa del pueblo y trabajó como médico generalista en él, hasta que la muerte fue a buscarla. Entonces, la casa pasó a ser propiedad de su única hija, Melanie.
Allí se encontraba Melanie desde hacía una semana para pasar parte de sus vacaciones de verano. Era 2 de julio, y aunque en el valle solía hacer bastante calor por esas fechas, ella prefería pasar unos días en el pueblo, pues podía disfrutar de la naturaleza y la tranquilidad que esta le brindaba, sin preocuparse de nada. Además, hacía tiempo que en la amplia parcela que pertenecía a su casa se había hecho construir una piscina en la que podía disfrutar de largos baños cuando gustara, dado que las tierras de labranza no le aportaban nada, pues no tenía tiempo de ponerse a cultivar ni lo necesitaba. De este modo podía refrescarse y relajarse a la vez en cualquier momento que deseara.
Pero, además de esto, Melanie gustaba de pasar unos días en Zorkest por otra razón: no muy lejos del pueblo había una zona donde solían organizarse actividades para turistas. La mayoría de las personas que acudían a ellas eran jóvenes que buscaban realizar algún tipo de actividad recreativa con su grupo de amigos (como la tirolina, el puente colgante, el rápel, la escalada o el paintball, entre otros deportes poco conocidos y practicados como el ultimate, el korfball o el kinball) y otros muchos adultos solteros que iban para conocer a otras personas (lo que últimamente se había dado en denominar grupos de “singles”). Melanie no tenía ningún compromiso con nadie: ni novio, ni novia, ni pareja estable conocida (ni deseaba conocerla, de momento). Ella disfrutaba ligando con chicos guapos, pues era algo que le divertía y, además, le resultaba natural: conquistaba a casi cualquier chico que se propusiera con una mirada y un par de frases ingeniosas. No sólo era que fuese guapa, que sus facciones fuesen delicadas, dulces y poderosas a la vez, que sus ojos castaños tuvieran la forma justa y la situación ideal en su rostro, ni que su cabello moreno fuese tan suave y sedoso que brillaba como irradiando notas de su belleza natural ante la más leve iluminación. No sólo era su cuerpo perfectamente cuidado y torneado en el gimnasio tres veces por semana. El secreto era que Melanie tenía una chispa inigualable, esa magia que hacía que cualquiera se rindiera a sus encantos si ella así lo deseaba.
Por ello, solía acercarse a la zona a conocer a algún chico guapo y, si todo iba bien, normalmente acababan pasando la noche juntos, en casa de Melanie. Y, casi siempre, todo iba bien.
En eso estaba Melanie hacía un par de días, cuando conoció a Jonás.
Ella acababa de levantarse y abrir las persianas y ventanas de su habitación cuando, al ver los rayos del sol que entraban por su ventana junto a una agradable brisa mañanera, decidió que iría a dar una vuelta por la zona donde sabía que solían hacer un recorrido de senderismo. Así que se vistió con unos pantalones cortos, una camiseta roja sin mangas y sus botas, y tras un ligero desayuno a base de tostadas con miel y un buen capuccino, salió al bosque.
Una vez llegó a la zona indicada, vio que a lo lejos se acercaba un grupo de personas. Entre ellos iba un chico que, a primera vista, atrajo su atención. Tenía el pelo rubio, algo largo y recogido en una pequeña y desordenada coleta. Sus facciones eran a la vez duras y mostraban fuerza, con unos pómulos marcados y una nariz prominente, pero a la vez denotaban suavidad e incluso algo de dulzura debido a sus ojos (de color verde, sobre los que se situaban unas cejas no excesivamente pobladas) y a su boca, que sonreía mostrando una hilera de dientes blancos y perfectos. Llevaba una camiseta de manga corta lo suficientemente ceñida como para insinuar la existencia de unos músculos fuertes, perfectamente proporcionados y equilibrados: los pectorales, deltoides y abdominales que se adivinaban al observarlo de frente no dejaban ninguna duda al respecto, así como los bíceps y tríceps semicubiertos por las mangas de su camiseta. Del mismo modo, al observarlo de perfil y por detrás, Melanie pareció adivinar los músculos de la espalda igualmente modelados, a la par que se sugerían unos admirables y proporcionados glúteos bajo las cortas calzonas.
Tras muchos años de estudio y trabajo y debido a su conocimiento del cuerpo humano, ella era perfectamente capaz de adivinar, por la postura y movimientos de una persona, si sus músculos cumplían las funciones que debían cumplir o si, por el contrario, estaban faltos de fuerza o la lateralidad estaba desequilibrada. En este caso, además, pudo confirmar mediante la observación no sólo que este chico no tenía ningún tipo de desequilibrio corporal, sino que sus músculos eran bellos y estaban cuidados: como a ella le gustaba.
De modo que se acercó al grupo de forma distraída y rápidamente entabló conversación con él. Su nombre era Jonás, y resultó ser bastante simpático. Continuó hablando con él sobre por qué había acudido a ese encuentro, cuánto pensaba quedarse, le habló un poco de ella misma y de su casa en el pueblo cercano… Resultó que Jonás era soltero y, aparte de su trabajo como profesor, dedicaba su tiempo a ir al gimnasio. Aparte del resto de profesoras (que le aventajaban en varias decenas de años) y las pocas chicas que había conocido en el gimnasio, no tenía oportunidad de conocer a muchas chicas nuevas, pues era algo tímido y le costaba relacionarse en ambientes que le fueran ajenos. Aun así, decidió probar a apuntarse a uno de esos encuentros para conocer gente, y terminó acudiendo a este.
Quién iba a imaginar que conocería a un chico así en su primera salida ese verano. Era perfecto.
Tras una buena conversación sobre cosas banales pero divertidas con la que ambos despejaron su mente y al finalizar el largo paseo de senderismo, Melanie quedó con Jonás esa noche para que ambos cenaran en su casa. “Y lo que surja”- pensó Melanie con picardía mientras se encaminaba de vuelta a su casa a disfrutar de un tranquilo almuerzo.
***
Desde la invitación de Melanie habían pasado ya varias horas, concretamente once. Era tarde, cerca de la 1 de la mañana. Ella estaba extasiada observando a Jonás sobre la cama.
—Mmm…
Cómo disfrutaba. Le encantaba acariciar los músculos de aquel chico. ¡Qué suerte tuvo de conocerlo aquella mañana!
—¿Sabes? Tienes un cuerpo perfecto –comentó Melanie.
—Procuro cuidarme— respondió Jonás de forma casi automática, con voz de estar aún un poco aturdido por todo lo ocurrido en lo que iba de noche- pero nadie me había alabado antes como tú.
—Eso es porque no tienen mis conocimientos. Un cuerpo como el tuyo es difícil de encontrar… Así que, con tu permiso, voy a disfrutar de él— finalizó Melanie con su voz más sugerente.
—Lo tienes.
Acto seguido, Melanie se levantó de la cama y dejó algo similar a una pieza de tela sobre una cuba que tenía en una esquina de la habitación. Debía ser ropa, aunque Jonás no alcanzó a ver qué era al echar un vistazo por pura curiosidad, pues no recordaba que, al entrar en la cama, ninguno de los dos llevara nada… ni de ropa, ni de nada. Hasta los pendientes se había quitado ella al acudir ambos al lecho.
—¿Qué era eso? –preguntó, con algo de inquietud.
—Nada importante.
A continuación se sentó sobre él, y comenzó a acariciarle suavemente… Pero…
—¿Qué haces? –Jonás estaba alarmado, pues la sensación que notaba no era la habitual. En lugar de un suave cosquilleo sobre su piel, notaba como unas punzadas en los músculos… Punzadas de dolor, cada vez más intensas. Como si su cuerpo se estuviera despertando de alguna especie de letargo que, hasta entonces, él no había sido capaz de notar. Intentó levantar la cabeza para observarla, pero vio que le pesaba demasiado. Más de lo normal. ¿Qué le estaba ocurriendo?
—Estoy acariciando tus músculos. Tus perfectos músculos. ¿Sabes? La gente no suele darse cuenta de lo importantes y preciosos que son. Son un tesoro. Nos permiten movernos y realizar cualquier quehacer que queramos. No hay prácticamente ninguna acción que podamos realizar sin mover un músculo, ni siquiera la más básica: respirar. Por eso, ellos son la esencia del ser humano. Pero yo soy la única persona que sabe apreciarlos tal como se debe.
—Si me estás acariciando ¿por qué me duele?— a Jonás cada vez le gustaba menos aquel juego.
Entonces, al enfocar la vista hacia el cuerpo de Melanie, vio que tenía los brazos y parte del torso manchado. ¿Qué le había pasado? Era algo oscuro, como barro… Espera, ¿barro? El barro no debería desprender reflejos carmesí a la luz de la luna. Melanie estaba manchada de…
—¡Sangre! –Jonás intentó levantarse, quería reaccionar, pero su cuerpo cada vez le dolía más y más.— Eso es sangre ¿verdad? ¿De dónde ha salido? ¿Qué ha pasado?
Melanie echó una fugaz mirada al rincón al que había acudido minutos antes. Lo que fuera que había echado en la cuba sobresalía y… goteaba. Goteaba sangre. Lo tuvo claro porque ahora, a la vez que descubrió el destello rojo, advirtió el olor metálico de la sangre. ¿Se había herido de alguna forma y ella lo había curado? Y, en ese caso ¿había perdido tanta sangre como para empapar un trozo de tela hasta que esta goteara? ¿Cómo había ocurrido algo así? Algo debía haber pasado, algo grave… Pero, en ese caso, tenía suerte de estar con una doctora.
—Dime, Melanie ¿qué me ha pasado? ¿Me has curado? ¿Por qué me duele tanto el pecho?
—Tranquilo. Lo pasado, pasado está. Lo más difícil ya está hecho y el dolor más grave ya se ha ido.
—¿Pero qué ha pasado? ¿Me ha atacado algún animal? ¿Me he desmayado, me he dado un golpe o clavado algo?— ella seguía sin responder—. Melanie ¿me escuchas? Pero ¿qué haces? ¡Respóndeme de una maldita vez!
Melanie estaba totalmente relajada sobre Jonás, como si no escuchara sus gritos o no entendiera su inquietud. Ahora ella sostenía algo entre sus manos. Algo que Jonás no acertó a adivinar lo que era, aunque lo observaba… Y por cierto, ¿de dónde había salido? Algo tenía que haber sobre la cama, a su lado, aunque él no podía verlo al no poder mover su cuerpo y elevar su cabeza. Su visión se volvía cada vez más clara, haciendo que él se diera cuenta de que esta antes era borrosa. Más borrosa de lo que solía volverse cuando bebía. Pero, ¿había bebido? No lo recordaba.
Melanie sostuvo aquello entre sus manos, acariciándolo como si fuera un cachorrito o algún objeto especialmente valioso para ella. Su mirada transmitía fascinación y una chispa de locura. Locura, pasión, el ardor de aquel que, al fin, consigue lograr lo que tanto ansía, aquello que ama, aquello que necesita disfrutar y por lo que haría cualquier cosa.
Cualquier cosa.
Entonces Jonás notó que ese objeto, fuera lo que fuese, también goteaba. Goteaba algún tipo de líquido de color oscuro. El pecho no dejaba de dolerle, cada vez le ardía más, y Melanie parecía no hacerle caso, absorta como estaba con aquella nimiedad. Pues, si tenía delante a un hombre que tanto deseaba y si, además, este estaba herido gravemente (cosa en la que deseaba equivocarse), no entendía cómo podía pararse tanto a adorar aquel objeto, cualquiera que fuese.
—Respóndeme, por amor de Dios. ¿Qué es eso que tienes ahí? ¿Por qué le prestas más atención que a mí? ¿No ves que soy un ser humano, que estoy herido y siento un terrible dolor? Además, ¡no puedo moverme! El cuerpo me pesa y la cabeza me da vueltas… No sé qué me ha pasado.
—No he dejado de prestarte atención ni un solo segundo, querido.
El tono de voz de Melanie no sonó muy amistoso. Se notaba cierto reproche, como si el chico estuviera evidentemente equivocado en todas sus convicciones. Pero, además, Jonás notó una leve nota de maldad que no le gustó nada. Decidió hacer acopio de toda su fuerza para soportar el dolor mientras decía:
—Perdona, imagino que has estado cuidándome todo el tiempo. Pero estoy desorientado y nervioso, y no sé qué ha pasado.
—Te he prestado más atención que nadie en tu vida. Te he observado y valorado como nadie más lo ha hecho, ni lo hará jamás. Pero quizá no en el modo en el que tú querrías –dijo ella, acompañando esta última frase con una sonrisa realmente maligna, que Jonás no pudo obviar.
—¡¿Qué me has hecho?!
Por toda respuesta, Melanie alzó su mano para ponerla delante de un rayo de luz de luna que, en ese instante, iluminó lo que tenía en la mano.
Era carne.
Carne humana.
Limpia y brillante, carne magra, sin nada de grasa ni de piel. Sólo carne. Y sangre, que goteaba de ella.
“Mi carne” –concluyó Jonás. Como si de una revelación se tratara, de pronto se dio cuenta de todo: la tela que Melanie había dejado en la cuba, goteando; las cada vez mayores punzadas de dolor cuando lo acariciaba; la abstracción de ella momentos antes… mientras separaba esos músculos, que sostenía con placer, del resto de su cuerpo.
Con un intenso dolor y esfuerzo, pero concentrando toda su energía en ello, levantó la cabeza y se observó el torso. Y vio que no andaba errado en sus pensamientos: la tela que goteaba desde la cuba no era ninguna tela, ni toalla, ni ningún tipo de ropa. Era su piel.
Se la habían arrancado limpiamente del pecho, al parecer sin hacer ningún daño a la carne, dejando todos los músculos a la vista. La visión que obtuvo lo dejó momentáneamente confundido y sin aliento. Era como aquellas imágenes del sistema muscular que tantas veces había observado en los libros de ciencias naturales cuando trataban el tema del cuerpo humano. Se veían todos los músculos, su forma perfecta mientras latían, la sangre corriendo por ellos y derramándose a los lados de su cuerpo al no haber nada que la contuviera dentro de él. Bueno, todos no. Notó la falta de un trozo en la parte superior derecha de su pecho. Y cómo la sangre brotaba con más fuerza por esa parte.
Se desmayó.
***
El día anterior, Melanie había decidido que los músculos que prefería de él eran los glúteos, seguidos muy de cerca por los que daban forma a su pecho. Por ello, y dado que siempre le gustaba dejar lo mejor para el final, pero también comenzar por una parte bella, se decidió a comenzar por el pecho.
La gente no alcanzaba a apreciar la belleza de los músculos. Ella, sí. Cada vez que tenía que operar a alguien debía cortar, rasgar, abrir o apartar músculos, entre otros órganos y vísceras. Le encantaban los músculos, cada uno con su forma y su función, pero le daba muchísima rabia tener que “destrozarlos” de aquella forma, aunque fuera para salvar una vida, y aunque luego se quedase todo cosido y bien cosido, cicatrizado, y funcionalmente perfecto. Quizá por eso era tan buena cirujana. Ponía un cuidado excesivo en que todo quedara en su sitio, como si nadie hubiera tocado nunca nada. Como si no hubiera habido alteración en la carne de la persona operada. Pero también necesitaba observar los músculos completos. Músculos bien cuidados, funcionales. Cuanto más perfectos, mejor. Estos le ayudaban a concentrarse en su tarea cada año, y además le enseñaban más que cualquier libro sobre las diferentes formas que podían tener, el tacto a la hora de tratarlos, la tensión que podían generar, la relación entre músculos… No había nada mejor que la observación directa. Y eso podía hacerlo mientras estaba en su pueblo. Sólo necesitaba algo de anestesia para que el chico se mantuviera adormilado y no muriese del shock, pues de lo contrario los músculos perderían su frescura y necesitaba examinarlos mientras aún corría por ellos la sangre.
Además, nadie podría reprocharle nada. Primero, porque nadie se enteraría nunca. Y segundo, porque ella era una prestigiosa doctora. Había salvado vidas, muchas vidas. Y bien tenía derecho a arrebatar alguna que otra, si le apetecía. La balanza seguiría sumando a su favor.
“Lo hago por el bien de todos. De esta forma aprendo más sobre mi profesión, no pierdo la pasión por mi trabajo y, además, me relajo y desconecto del mundo. Es necesario dedicarse a satisfacer las pasiones de uno mismo de vez en cuando para poder seguir ayudando a los demás” –se decía a sí misma mientras caminaba hacia las tierras de su anciano vecino, Alfred.
Cuando se acercó al huerto con la escopeta al hombro, Alfred la saludó mientras se acercaba:
—¿Qué tal, Melanie? ¿Llevas unas buenas vacaciones?
—No podían ser mejores, Alfred –respondió mientras se daban los dos besos en las mejillas de rigor-.
—¿Traes lo de los perros?
—Exactamente –respondió Melanie a la vez que levantaba la bolsa que llevaba en la otra mano.
—Les encantará. Ya veo la escopeta, ¿vas a salir de caza otra vez?
—Pensaba hacerlo, pero hace más calor del que esperaba. De todas formas, hace unos días fui de caza con unos amigos y conseguimos más de lo que esperábamos. Además, la carne está un poco dura para nosotros, pero imagino que a ellos no les importará ¿verdad? –y soltó una agradable risotada.
—¡Seguro que no! A todos los perros les encanta que les traigas comida, ¡cada vez que vienes de vacaciones, me los malcrías! –respondió Alfred, con una amena sonrisa y sin un ápice de reproche.
—¡De acuerdo, entonces! Aquí les traigo la carne troceada y algunos huesos para que los muerdan, como siempre.
—Muchas gracias, Melanie. La verdad es que no pensaba que te gustase tanto cazar, imagino que aún tengo la antigua mentalidad de mi época en la que sólo los hombres cazábamos... Pero te pareces tanto a tu madre que, por otro lado, no me extraña. Aún recuerdo que, cuando ella trabajaba en la ciudad y veníais por aquí en vacaciones, como tú haces ahora, también solía traernos siempre carne para los perros.
—Lo sé. Ella fue la que me enseñó a cazar.
—Y confío en que, algún día, enseñarás a tu hija para que no se pierda la tradición, ¿verdad?
—No lo dudes ni por un segundo.