Relato 26 - Volar del nido
El intenso sol caía implacable sobre su espalda desnuda, pero él no lo notaba. Eran muchos años, toda su vida, recibiendo los favores y los castigos de la naturaleza. Su moreno cuerpo podía hablar sin pausa sobre la tormenta y la ventisca, sobre la llovizna y la suave brisa, sobre el calor sofocante y el duro granizo. Pero nada hacía retroceder a Gerardo, nada era capaz de robarle su natural alegría; por muy duros que fueran los reveses, el desánimo no encontraba cobijo en su alma.
Cuando el sol se encontraba en lo más alto, dejaba por unas horas su trabajo en el campo y se dirigía a casa. Era una vivienda pequeña, humilde, pero muy aseada. La blancura de sus muros le reconfortaba mientras se acercaba a ella. Entre esas paredes se hallaba su principal ilusión, la razón que daba sentido a todos sus esfuerzos, la alegría que compensaba con creces sus sacrificios; allí le esperaba Daniel, su hijo. Con frecuencia pensaba que sería difícil encontrar un padre que amara tanto a su hijo; y, a su vez, un hijo que demostrara tanto cariño hacia su padre.
La madre había muerto al nacer el pequeño y aquello había sido un golpe muy duro. Sin embargo, ante aquel ser tan indefenso, tan necesitado de protección, y que no sólo era su hijo sino también el producto del amor entre él y su esposa, supo que su única misión en la vida sería cuidar del recién nacido. Con el pequeño en brazos, Gerardo sentía que su mujer no había desaparecido del todo; había dejado una parte de ella en el niño. Amando al hijo, Gerardo seguía también amando a su esposa.
Comenzó a trabajar con más ahínco, con la preocupación de no saber si sería capaz de brindar los cuidados y la seguridad necesaria al nuevo ser que recibía en su vida. Y sus esfuerzos tuvieron una justa recompensa. El tiempo fue pasando y Daniel crecía sano y alegre. Entre padre e hijo, la compenetración y el cariño se hacían más fuertes a medida que discurrían los años.
Ambos dedicaban un gran número de horas a disfrutar de la pródiga naturaleza. Gerardo hacía con el pequeño frecuentes excursiones a la montaña y al cercano lago. Pronto aprendió Daniel a pescar y no tardó mucho en ser él quien retornaba con la cesta más llena. Mientras esperaban que algún pez se decidiera a picar, padre e hijo charlaban sin cesar. Daniel estaba empezando a vivir y constantemente tenía preguntas que hacer a su padre. Para Gerardo era una gran alegría que su hijo apreciara la naturaleza tanto como él. La grandiosidad de las montañas, la sobriedad de los pinares, la belleza de los animales y su lucha por la supervivencia, presentaban un mundo fascinante, pleno de vitalidad y colorido, que se abría ante los ojos de Daniel.
Muchas noches se tumbaban sobre la hierba y clavaban sus pupilas en las brillantes estrellas. Daniel preguntaba acerca de su madre y a Gerardo se le llenaban los ojos de lágrimas. Los recuerdos se agolpaban en su mente y la boca era incapaz de expresar todo lo que su corazón sentía. Por más elogios que hacía de la esposa muerta, siempre le parecía que faltaba algo. Durante unos instantes, los ojos del pequeño mostraban tristeza y también dejaba escapar algunas lágrimas. Su padre le había forjado en la mente una imagen maravillosa, casi divina de la madre, y a él le gustaría tenerla allí delante, abrazarla y llenar su cara de besos. A través de las lágrimas, veía titilar las estrellas y entornaba los párpados. Notaba como su padre apoyaba la recia mano sobre su hombro y se sentía reconfortado.
El muchacho se fue convirtiendo en adolescente y en la escuela demostró que poseía buenas dotes para los estudios. Esto era motivo de orgullo para su padre, que daba gracias al cielo por aquel hijo tan admirable. Poco a poco, Daniel fue madurando. De su boca nunca desaparecía aquella franca sonrisa, derrochaba alegría entre sus vecinos y se mostraba amante y respetuoso con su padre. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, el muchacho comenzó a sentir un vacío en su interior. Algo esencial le faltaba y eso le producía inquietud.
Acabados sus estudios en el instituto con excelentes notas, llegaba el momento de plantearse qué camino seguir en la vida. Pero, por muchas alternativas que barajaron su padre y él, ninguna atraía lo suficiente a Daniel. Contaba ya dieciocho años y el sentimiento de confusión y desencanto se iba haciendo cada vez mayor.
Gerardo, con tristeza, se veía impotente para guiar por el sendero adecuado a su hijo. Durante muchos años, el entendimiento había sido absoluto, todas las cuestiones que Daniel le planteó encontraron respuesta en sus labios o en sus actos. Sin embargo, ahora ninguna salida satisfacía al joven.
Un día de aquel caluroso verano, llegó al pueblo una compañía de teatro amateur, que se dedicaba a representar pequeñas piezas destinadas principalmente a los niños. Sin ser profesionales, llevaban ya bastante tiempo rodando de pueblo en pueblo. Apenas si ganaban el dinero necesario para seguir tirando, pero eso no parecía importarles.
No había muchas ocasiones para poder presenciar un espectáculo de esa clase, de modo que prácticamente todo el pueblo asistió a la representación. A la gran mayoría de los congregados les encantó la función, los niños rieron y aplaudieron con entusiasmo, y los mayores valoraron el esfuerzo de actores y actrices para compensar con imaginación la falta de medios técnicos y económicos.
Pero a quien realmente cautivó el espectáculo fue a Daniel. Cuando los comediantes acabaron su actuación, Daniel se apartó de sus amigos y durante un par de horas estuvo paseando por los alrededores del pueblo, dando vueltas a una idea que se le había metido en la cabeza. Sus pasos finalizaron en la plaza donde descansaba el grupo de artistas.
Se despidió de ellos cuando era ya noche cerrada. Su padre le esperaba intranquilo en casa.
–¿Dónde has estado? Estaba preocupado.
–Padre, tengo que hablar contigo. Esta noche he tomado una decisión acerca de mi vida. Por fin sé lo que quiero hacer. Quizás mi decisión no te guste, pero es una llamada que siento dentro de mí, y tengo que seguirla.
–Dime, hijo, ¿qué decisión has tomado?
–Voy a unirme al grupo de teatro. Me iré mañana, muy temprano.
Gerardo se aposentó sobre una silla y cerró los ojos. No los volvió a abrir hasta pasados unos segundos.
–Creo que te equivocas, Daniel. No ves más allá de lo meramente superficial. Lo que vas a hacer no tiene futuro, no te llevará a ningún sitio. Pasarás frío y hambre. Es una vida muy dura, siempre de acá para allá, sin saber qué te espera al día siguiente. Pasado un tiempo perderás la ilusión que ahora tienes y el camino será cada vez más difícil.
–He estado hablando con ellos, padre. Y son felices. Es cierto que pasan hambre y frío muchos días, pero son felices. Hacen lo que quieren, lo que les gusta.
–Escúchame Daniel, eres inteligente, trabajador, y no te vienes abajo ante las dificultades. Si sabes elegir ahora el camino adecuado, la vida te será más fácil en el futuro y podrás sacarle el mayor partido posible. Si te vas con esos comediantes, lo más probable será que acabes vagabundeando de un lado para otro, desperdiciando un tiempo precioso de tu vida.
Daniel escrutó durante unos instantes el rostro de su padre.
–Sabía que esta decisión iba a causarte daño. Sé que tenías muchas esperanzas depositadas en mí. Sé también el duro trabajo que has realizado durante muchos años. Y jamás podré pagarte lo que has hecho. Pero, quiero que comprendas que debo vivir mi vida, tengo que seguir mi camino.
Gerardo se volvió, quedando de espaldas a su hijo. No quería que éste viera las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. Daniel se sentó junto al fuego y escondió la cabeza entre las manos. Nunca se había sentido tan triste.
Durante un tiempo, Gerardo estuvo muy afectado por la marcha de su hijo. Le venían a la mente recuerdos de muchos años atrás, cuando perdió a su esposa. Ahora la situación no era tan desgraciada, pero su ánimo estaba dolorido. Ya no estaba allí la persona a quien más quería en este mundo, aquélla que tantas satisfacciones le había dado, aquélla por la que había luchado lo indecible. A menudo elevaba la vista al cielo y mudamente le interrogaba. ¿Por qué le castigaban, arrebatándole a sus seres más queridos? ¿Qué pecado había cometido?
Aquella casa tan limpia y blanca, aquellos campos cultivados dispuestos a dar su fruto, ¿quién se beneficiaría ahora del esfuerzo mantenido durante tantos años?... Gerardo contemplaba con desilusión la inutilidad de su obra. Y, poco a poco, la blancura de las paredes se fue ensuciando y los magníficos cultivos fueron echándose a perder.
Transcurridos ya varios meses de la marcha de Daniel, Gerardo llegaba a casa borracho con frecuencia, despotricando contra el mundo que le rodeaba y despreciándose a sí mismo por el estado en que se encontraba. De sus ojos no paraban de brotar lágrimas. Se tendía sobre la hierba, en el mismo lugar en el que tiempo atrás lo hiciera con su hijo. Contemplaba las estrellas y les volvía a relatar la historia de sus tristezas, hasta que el cansancio, el alcohol y el sueño acababan por vencerle.
Para Daniel, el camino tampoco resultó nada fácil. Al principio, la gran ilusión que tenía le bastaba para hacer frente a los contratiempos por los que pasaban él y sus compañeros de fatigas. Pero, transcurridos unos meses, los conflictos personales entre los miembros del grupo hicieron que éste acabara por disolverse.
Daniel empezó a dar tumbos de acá para allá, intentando encontrar algún otro camino por el que desenvolverse, pero conseguir un buen trabajo le resulto imposible. Empezó a frecuentar círculos no demasiado recomendables, donde la bebida y la droga eran los remedios más habituales para luchar contra la desilusión y el vacio interior. Y acabó convirtiéndose en un vagabundo que comía poco y mal, bebía demasiado y andaba siempre de antro en antro buscando sensaciones efímeras que le evadieran de la realidad.
Cierto día, un vecino del pueblo le dijo a Gerardo que había visto a su hijo en una capital cercana. Y que el muchacho no parecía encontrarse en muy buen estado. Le había dado la impresión de que Daniel estaba medio enfermo y sin dinero.
Al día siguiente, Gerardo preparó una pequeña bolsa de viaje y cogió el autocar que comunicaba el pueblo con la capital. Se dirigió al lugar donde el vecino le dijo que había visto a Daniel, y en efecto allí estaba su hijo. Flaco, demacrado, vestido con pobres ropas, cabellos largos y descuidados, barba de muchos días y una botella de vino en su mano.
Gerardo le miró con infinita tristeza. Aquél no parecía su hijo. Cuando Daniel vio a su padre, bajó la mirada avergonzado.
–¿Por qué has venido? ¿Por qué has tenido que verme así? –dijo sin mirarle a los ojos–. Márchate.
–Hijo, necesitas ayuda. Regresa conmigo y todo volverá a ser como antes. Trabajaremos juntos… pronto te recuperarás.
–Márchate, padre. Soy el único culpable de lo que me sucede, y tengo que ser yo quien salga de este infierno. Tengo que demostrarme que soy capaz de hacerlo. Tengo que dejar de sentir lástima por mí mismo.
–No puedo dejarte en este estado, Daniel. Tengo que ayudarte.
Daniel levantó la mirada y pareció dudar unos segundos.
–No, padre. Tengo que ser yo quien lo solucione.
Recogió el muchacho la botella de vino, se puso en pie y desapareció entre la gente.
Gerardo regresó al pueblo meditabundo y triste. Dejó de beber. Se levantaba al despuntar el día y, tras tomar un ligero almuerzo, preparaba un bocadillo y se iba al campo hasta la noche. Cuanto más tiempo estuviera trabajando, menos le quedaría para pensar. Empalmaba una faena tras otra y cuando no había trabajo se lo creaba él mismo. El caso era tener siempre el cuerpo y la mente ocupados en alguna tarea para evitar cavilar sobre su vida. Por la noche llegaba a casa completamente agotado y nada más tumbarse en la cama conciliaba el sueño de puro cansancio.
Apenas si tenía relación con la gente del pueblo. Lo justo para vender los productos que recogía de sus campos, y comprar los alimentos y herramientas que necesitaba. Jamás volvió a mentar a nadie el nombre de Daniel. Parecía como si para él, su hijo ya no existiera.
Pasaron los años y fueron restañándose en parte las heridas de Gerardo, aunque seguía mostrándose hosco y triste. Continuaba trabajando demasiadas horas diarias y su cuerpo empezaba a notar el paso del tiempo. Hasta aquel día que tuvo una mala caída cuando arreglaba el tejado de su casa. Fue operado de urgencia y, tras unos días en el hospital, los médicos le dieron el alta y le enviaron a casa para acabar su recuperación.
Y una tarde, todavía no sanado del todo, sentado en el porche de su vivienda, Gerardo distinguió dos personas que se dirigían hacia allí. Cuando los tuvo más cerca, le dio un vuelco el corazón. Aquel hombre parecía ser su hijo Daniel. Y la mujer que le acompañaba llevaba un niño en brazos. Bajó con dificultad los escalones y caminó hacia ellos. Daniel corrió hacia su padre y ambos se fundieron en un fuerte abrazo mientras lloraban emocionados. Besó Gerardo después a la mujer y una sonrisa de felicidad absoluta le iluminó el rostro cuando cogió en brazos a su nieto.