Relato 26 - Prohibido salir del propio cuerpo
Alicia, que apoya su codo izquierdo sobre el colchón vestido de gris, observa al que ha sido su amante desde hace año y medio, David, mientras este duerme. La sábana descubre el pecho del soñador, cubierto de vello rubio, que sube y baja rítmicamente. David acaba de cumplir los cuarenta pero, gracias al entrenamiento que debe seguir como agente de la Autoridad, aparenta bastante menos, de forma que sus vecinos, que desconocen que Alicia tiene doce años menos que él, suelen opinar que hacen una pareja muy bonita y acompasada. Alicia le acerca su mano derecha al hombro. Lo sacude de forma ruda. Nada, como caído de un octavo. Enciende un cigarrillo. Abre el tercer cajón de la mesita de noche y saca de él un pequeño cenicero metálico, de forma octogonal. David no quiere que fume, y no le falta razón, pero esta vez no está en condiciones de enterarse. Después activará el purificador del aire. Da prolongadas caladas al pitillo hasta que lo acaba. Tras echar un último vistazo a David, se incorpora, toma el cenicero y esconde el paquete de tabaco en el cajón. Al pasar entre las jambas de la puerta, presiona el interruptor de la pared que activa el purificador para desaparecer después en la oscuridad del pasillo. Cuando regresa, David tiene los ojos abiertos, más que abiertos, absolutamente descorridos, como si ver la efigie de Alicia a los pies de la cama, con el único aderezo de unas minúsculas braguitas negras, supusiera una sorpresa absoluta.
—Has fumado —le dice David, con la voz aguardentosa.
—No —miente Alicia, mientras vuelve a la cama.
—El aire está puesto, ¿por qué?
—Ha saltado la alarma por monóxido.
Simón se vuelve hacia su izquierda y coge el medidor de contaminación de la mesita.
—Mentira —dice, mirando los indicadores de la pantalla del dispositivo.
—No vuelvo a preparar brócoli para cenar, dejémoslo ahí.
Ambos ríen. Están enamorados. Aún se hacen gracia el uno al otro.
—Muy graciosa, pero a mí no me engañas. —Tuerce su cara hacia la de ella, mientras atrapa esta con su mano izquierda—. Dame un beso.
—¿Un beso de novio o un beso de detective?
—De novio detective —le dice, forcejeando ligeramente con ella.
—¡Entonces quita! —Ella se zafa de su abrazo entre risas—. ¡Déjame, que te hago cosquillas!
—¡No, cosquillas no! —suplica él, apartándose de ella todo lo posible sin abandonar la cama.
Ella dobla sobre sí misma su almohada y se vuelve hacia la mesita, de donde coge el libro electrónico que, enfundado en cuero marrón desgastado, parece más bien una vieja agenda donde mantuviera anotados los teléfonos y direcciones de sus amigos.
—¿No puedes dormir? —le dice él, acariciándole el abdomen.
—No.
—¿Tienes molestias?
—No, estoy bien.
—Sabes que tienes que dejarlo, ¿verdad?
—Sí, David, lo sé. —Alicia se recuesta un poco más. Ojalá el dispositivo electrónico fuera enorme, como un antiguo libro de fotografías, para poder ocultarse tras él.
—Cuanto antes, Alicia. ¿Por qué no cargas ahí el libro aquel que había para dejar de fumar?
—Tengo cargados varios, David —replica ella, enfatizando el nombre de su compañero de cama, para mostrarle el creciente cansancio que le provoca el tema—. El médico me dijo que era peor que lo dejara de un tirón, si me iba a ocasionar una crisis nerviosa.
—Vale, sólo te digo que tienes que pensar en dejarlo ya. Puedes hacerle daño.
—¡David, no me vuelvas a echar el discurso, por favor, que ya lo sé! —dice brusca ella, conteniéndose para no gritar.
—Vale, vale, perdona.
—Tú no sabes lo que es, David. Tener una adicción. ¿O si lo sabes? —le pregunta ella, con súbita intención.
—¿Perdona? —responde él, ofendido.
—¿Dónde estabas?
—¿Cómo? ¡Pues aquí!, ¿dónde estaba cuándo? —sigue él, sin saber qué decir.
—He intentado despertarte, y ha sido imposible.
—Tengo el sueño muy profundo.
—Has estado más de dos horas en trance. He estado a punto de tirarte de la cama, en serio.
—¡Que tengo el sueño muy profundo, Alicia! —casi grita él, para continuar, bajando un poco el tono—. De pequeño, solía caminar sonámbulo por la casa. Una vez mi madre me encontró durmiendo en las escaleras del bloque.
—Ya. Lo sé. Pero no estabas sonámbulo.
—No. Estaba dormido.
—No. No estabas aquí, simplemente.
—A ver, Alicia, ¿Y dónde estaba?
—Tú sabrás.
Alicia abre el primer cajón de la mesita y saca un blíster con ocho particiones, cada una con una ampolla en el centro. Tres de ellas alojan una cápsula en su interior. Las otras cinco están estrujadas y vacías. Lo lanza hacia el regazo de David, que lo atrapa en el aire.
—¿Qué significa esto? —grita él, enarbolando el envase—¡Que sea la última vez que registras mis cosas!
—Que sea la última vez que me mientes —responde ella, tajante.
—Esto es de hace tiempo. Hace mucho que no me meto nada.
—Te lo voy a decir otra vez. Que sea la última vez que me mientes. Descubrí el exomerol hace tres semanas. —Hace una pausa. Abre el tercer cajón de la mesita. Respira profundamente, intentando calmarse. Lo cierra de nuevo—. Quedaban cuatro cápsulas.
Ambos quedan en silencio durante un par de minutos que parecen dos centurias. David se saca de encima la sábana y posa los pies sobre el frío suelo de piedra tratada y teñida en negro. El gran espejo que se alza a su lado le devuelve su imagen y la de Alicia, sentada en la cama tras él, esperando una explicación.
—A veces —titubea David—, a veces necesito escapar de mí un par de horas. No hay más.
—¿Escapar de ti?, ¿de qué narices tienes que escapar, David? —Alicia vuelve a hacer una pausa para respirar. Es lo único que aprendió de aquel libro sobre asertividad en la pareja—. No es necesario que te diga que si te pillan ya le puedes decir adiós a tu trabajo en la Autoridad.
—No, no lo es.
—¿Y dónde vas cuando sales de tu cuerpo?
—He cruzado la ciudad. Quería ver el mar. Estar solo, sentir la brisa. Después me he preguntado si podría zambullirme y poseer el cuerpo de algún pez. Lo he intentado con uno de cuerpo plano, una acedía creo, pero se me ha escapado. Después he visto un pequeño banco de mojarras, son esos plateados con una banda negra detrás de su cabeza, ¿sabes cuáles te digo? —Alicia agita la cabeza de un lado a otro—. Bueno, a ver si te las enseño, pues he conseguido introducirme en una. Al principio el pez ha luchado y ha comenzado a zigzaguear, confuso, mientras sus compañeros lo seguían. Después se ha rendido. Ha sido maravilloso. Ha habido un momento en que mi alma se ha repartido entre la docena de peces. Ha sido muy especial.
—La verdad es que suena bien —dice ella, más tranquila tras el breve relato—. Me das un poco de envidia. Nunca he probado la exoconsciencia. Me asustan demasiado los riesgos.
—¿Qué riesgos? No te habrás creído lo de los daños cerebrales, ¿no?
—Pues sí, David, sí que me lo creo —dice ella, alzando agudamente las cejas y apoyando ambas palmas en la cama para incorporarse, con el propósito de defender su discurso—. El hijo de Lourdes, la de la Gerencia, se quedó pillado después de un viaje astral. —David se ríe sonoramente—. ¿De qué te ríes, capullo?
—De nada, perdona —contesta él, sin dejar de reírse—. ¡De que pareces más vieja que yo!, ¡hacía un siglo que no escuchaba esa expresión!, ¡viaje astral!
—¡Ay, David, que harta me tienes! —dice ella, entre enfurruñada y divertida—. Ahora, hablando en serio, ¿me vas a decir que no corres riesgo cuando sales de tu cuerpo? ¿Y si no consigues volver a meterte en él? No serías el primero que se queda en coma. —David pone los ojos en blanco—. Las drogas funcionan de forma distinta en cada uno, ya lo sabes, y esta aún es reciente para saber sus efectos a largo plazo. Y no sólo me refiero al que la toma. Hay estudios que afirman que el aumento de enfermedades mentales se debe a posesiones por parte de exoconscientes.
—Hay estudios que afirman que acariciar un cerdito vietnamita durante diez minutos al día previene contra el cáncer.
—¡Pero qué idiota eres, David, cuando quieres! —grita ella, con un enfado más simulado que sentido, mientras él se ríe y la abraza.
—Te quiero, Ali, no te enfades conmigo —dice él, mientras se separa de ella—. Si estamos todos más locos, y bastante más enfermos, que hace veinte años es por la puñetera contaminación, por eso tenemos que vivir enchufados a un purificador. De todas formas, no voy a volver a tocar el exomerol hasta que tengamos nuestra niña...
—Niño —le corta ella.
—O niño —continua él—. Una vez seamos padres responsables, una noche le dejamos la niña —Ali mira hacia el techo— a tu madre y nos pegamos un viaje juntos, ¿vale?
—Hecho —dice ella, y se funden en un abrazo, para luego dar un par de vueltas sobre la cama, registrándose apasionadamente el uno al otro.
>>David —interrumpe ella el zarandeo.
—Dime —dice él, separando su boca del cuello de ella.
—¿Me has dicho la verdad?
—Sí, Alicia, en todo, te lo prometo.
Ella sujeta la cara de él entre sus manos. El aún tiene las pupilas dilatadas por los efectos del exomerol, como un gato sorprendido en pleno paseo nocturno. Lo besa con urgencia. Un testigo ocasional, que hubiera recalado en el dormitorio, camino de cualquier otro lugar, durante un viaje exoconsciente, diría sobre ella que quiere creerlo, que lo necesita.
Los amantes siguen embarullando la cama.
* * *
Mario llega a casa, intentando no hacer ruido. Se acerca al dormitorio y comprueba que Laura está ya dormida. Comprueba los índices del aire, mientras se quita la mascarilla que le protege nariz y boca de los gases contaminantes que envenenan la atmósfera en el exterior. Están dentro del umbral que señala una calidad óptima. Se descalza. Deja la chaqueta y el pantalón del uniforme de agente de la Autoridad sobre el galán de noche, antigualla que le debe a la profesión de Laura, decoradora, y que fue recibida con estupefacción varios cumpleaños atrás, aunque ahora tiene que rendirse a la evidencia de que le ha sido realmente útil. Le parece hasta bonito. Cuidadosamente, coge una camiseta y unos calzoncillos de la cómoda. Observa por última vez a su esposa, que duerme plácidamente, y cierra la puerta de la alcoba. Pasa por las puertas de sus dos hijos adolescentes, ambas cerradas. Se dirige a la ducha. Es uno de sus momentos preferidos del día. Deja correr el agua, primero caliente, luego gélida. Por unas pocas horas, deja toda la mierda con la que tiene que lidiar cada día en el exterior, y sólo queda su familia y él. Perezosamente, sale de la ducha. Coge una toalla del mueble cercano a la placa. Una vez seco, sale del cuarto de baño, con los calzoncillos blancos puestos y la camiseta en la mano.
—Mario —le llama Laura desde la habitación.
—Hola —le dice él, en voz baja, mientras abre la puerta y se acerca a darle un cariñoso beso—. Hola, rubia, no te quería despertar.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te quites el uniforme cuando llegues a casa? —bromea ella, mientras se despereza—. Cuando me encuentres acostada, quiero que te tumbes a mi lado, que me abraces por detrás, y me despiertes, con el uniforme puesto.
—¡Estás enferma! —dice él mientras se ríe a carcajadas—, si vieras lo que yo veo ahí fuera, no dejarías que ese uniforme tocara tus sábanas, créeme.
—¡Ay, Mario, no me hundas la fantasía! —protesta ella—. ¡Pues te pones uno limpio!
Mario se tiende sobre ella y la besa en la boca, en el cuello. Baja hacia sus pechos, encendido. Ella sujeta su cabeza, con deseo. Él vuelve a su cuello y le propina un ligero mordisco, que le produce a ella una pequeña punzada de dolor. Se estremece entre sus brazos. Él se separa de ella.
—Estoy hambriento, rubia. Voy a comer algo y ahora vengo. No te quedes dormida.
—¿Qué? ¡Cabrón! —le grita ella, mientras le pega con una almohada en la cabeza, entre carcajadas—. Anda, no te vayas a atragantar, ¡aguafiestas!
—Te quiero. —Le planta un ruidoso beso en los labios—. Ahora vengo, no te duermas.
Mario corre hasta la cocina. Abre el frigorífico. Dentro de un envase de plástico ovalado, media tortilla de patatas le espera paciente para ser devorada. Saca el recipiente y lo coloca sobre la mesa. Parte con la mano una buena porción de tortilla y la engulle en dos bocados. Saca otro envase, este contiene filetes empanados. En menos de cinco minutos, se ha zampado el contenido de ambos recipientes. Se limpia el aceite de los dedos con una servilleta de papel. Tras mantener por unos segundos el escueto menaje utilizado bajo el grifo, va colocando las diversas piezas con cuidado en los compartimentos correspondientes del lavavajillas. Una vez saciado su apetito y despejada la cocina, se dispone a volver al dormitorio, pero una breve sensación de vértigo le obliga a sentarse en una de las sillas de diseño de la cocina. Cierra los ojos. Se lleva el índice y el pulgar a su entrecejo. Poco a poco vuelve en sí.
Cuando Mario regresa al dormitorio, Laura está dormida. Se acuesta a su lado, silencioso. La abraza por detrás, sin retirar la sábana. Huele el aroma de su cabello. Laura es una mujer realmente atractiva, de físico abundante. Mario levanta la sábana que la cubre y admira sus curvas. Recorre con la mano izquierda el paisaje de su cuerpo, desde el hombro hasta el monte de su cadera. Vuelve a su cintura y la atrapa con su antebrazo, fundiéndose con ella desde atrás. La besa, detrás de la oreja, en la nuca, en la espalda. Se frota contra ella. Se retira un palmo para recolocar su erección. Ella se sacude ligeramente, y se vuelve hacia él.
—Hola —le dice, somnolienta.
—Hola, guapa. —La besa de nuevo, con pasión.
—Me he quedado dormida.
—Ya te veo, ya. —Mario sigue moviendo sus manos a lo largo del cuerpo de Laura—. Cada vez estás más buena, rubia.
Continúan besándose y prendiendo el uno al otro. Se debaten durante un buen rato entre caricias y embestidas. Disfrutan de sus respectivos cuerpos hasta perder el control una vez, dos. Acaban tumbados boca arriba sobre la cama, con los pies sobre el cabecero, mirando al techo, exhaustos.
—Cómo echo de menos el tabaco —dice él.
—¡Qué perro! —responde ella, riendo—. ¡Ni se te ocurra!
—No te preocupes, paso de drogas.
—Sí, ya.
Ella se vuelve hacia él y lo mira. Le acaricia el pecho, casi barbilampiño, con la sola excepción de unos pocos pelos en el centro. Se dedica a tirar suavemente de ellos.
—¿Cómo te ha ido el día?, ¿mucho curro?
—¡Horrible! —dice él, tras lanzar un bufido—. Es este jodido aire. Vuelve a la gente loca.
—¿Tan mal?, ¿con quién te toca esta semana?
—Con David. Esta semana patrullo con David. Por lo menos, nos echamos unas risas entre aviso y aviso. Es un tío genial. Me ha dicho que te vio el otro día cerca del Alfonso XII.
—Sí, me lo encontré —dice ella, mientras detiene su mano, que deja posada sobre el pecho de Mario—. Estaba chequeando antigüedades. Él iba a comprar un regalo, me dijo.
—A ver si organizamos una cena los cuatro. Los invitamos aquí, ¿no? —Laura asiente—. Casi no conocemos a Alicia.
—Vale. Sí, claro.
—Me ha dicho que van a ser padres.
—¡No me digas!, ¡qué ilusión! —dice ella—. ¡Pues sí, eso se merece una cena!
—Sí, está muy ilusionado. Y asustado, también, ya sabes cómo es.
—Sí, estoy segura de que está aterrorizado.
Ambos se miran durante unos segundos en silencio. Laura se acerca y le besa en los labios. Dirige después su boca a la oreja de él y le susurra al oído:
—Cabrón, te dije que no se lo contaras a nadie.
Mario se aparta bruscamente. Casi se cae de la cama. Tiene dos platos por ojos. Laura, que se incorporado y está de rodillas sobre la cama, no para de reír.
>>Te dije que podía hacerlo, Marius —le dice ella, entre carcajadas.
—¡Hijo de puta! —le responde él, dibujando el comienzo de una sonrisa mientras sale de su asombro—. ¿Te lo has pasado bien?, ¡sal de mi mujer, cabrón!
Laura se inclina para acercarse a Mario, que sigue tumbado, con los codos apoyados sobre el colchón. Lo besa en los labios.
—Me lo he pasado muy bien. Te veo mañana.
A continuación, se recuesta sobre la cama, de espaldas a Mario, que no se mueve. Ella cierra los ojos. Sonríe. Tiene que darse prisa, le queda un largo camino, y no tiene mucho tiempo.