Relato 26 - El funi de Aiboa
Tras haber pasado el fin de semana con sus dos niños, parejita que ya rondaban los diez, y después de habérselos colocado a la ex a una buena hora, las siete de la tarde, para que comenzaran el camino a los quince días de campamento veraniego, el pánfilo de Ernesto tenía esa media sonrisa pérfida que emanaba de su satisfacción por haber racaneado su parte en el pago de esos quince días de vacaciones de sus vástagos “Nos han metido un ERE de quince días y no tengo nada de pasta” se excusó pensando y saboreando adicionalmente en que le fastidiaría a su ex las vacatas que se iba a calzar con su sustituto. Mientras acariciaba en su bolsillo los cuatrocientos euros que le acababa de tangar, bajaba desde Alangos con dirección a Artaza, con la sana intención de pegarse una buena riada de tragos ¿Porqué Artaza y no Algorta, que le pillaba más a mano? La razón era muy sencilla, ya que el más afamado puticlub de la margen derecha se ubicaba en un extremo del barrio que unía Leioa con Neguri. Lo que no podía evitar Ernesto, fruto de una educación en colegio de curas de la época de Franco, era azorarse ante la perspectiva de una visita a un lugar donde sólo se le miraría el grosor de su cartera para hacerle compañía y reales sus más lujuriosos pensamientos. Para evitar ponerse rojo ante cualquier atisbo de el acercamiento de una pilongui, Ernesto tenía la costumbre de libarse unos cuantos rones con coca cola en las tascas de Artaza camino del puti, en parte para vencer su timidez, o recato, y en parte para no encontrarse con conocidos y tener que compartir rondas, ya que este hombre era también de natural tacañete.
Para evitar fatigarse en exceso, aunque fuera cuesta abajo, Ernesto planeó hacer su ruta cogiendo el ascensor o pequeño mini funicular que se desliza por la ladera de Aiboa, uniendo la estación de metro con la calle Txakursolo, paralela a la amplia avenida de los Chopos, arteria vital del moderno barrio guechotarra de Aiboa. El ascensor en cuestión, se deslizaba por unos raíles sobre un talud para salvar algo más de un diez por ciento de desnivel, o hablando en plata evitar ochenta y seis escaleras o una cuesta de cuarenta metros de longitud al diez por ciento de desnivel. La cabina contaba con una serie de comodidades fruto de las peticiones pre electorales, que son las únicas que tienden a funcionar en un sistema que sólo examina a sus elegidos cada cuatro años. Fruto de una de esas peticiones, los cristales se pusieron tintados ya que uno de los protestones habituales se quejó que en los días soleados, la chapela metálica que cubre el cubículo donde comienza a subir el aparato, reflejaba el sol de tal manera que le había cegado momentáneamente. Ernesto fantaseaba con traerse un día a una de las chicas para montarse algo en el ascensor, ya que desde fuera no se veía nada. ¡Y tampoco se oía!, fruto de otra protesta se insonorizó el cubículo, lo cual para Ernesto era una pena ya que los gritos de placer de la otra retumbarían en la noche guechotarra. ¿Era Ernesto un observador?. No, básicamente estaba recordando un artículo sobre el mecanismo que apareció en la prensa local la semana anterior, resaltando aquellas novedades. Lo que no recordaba era a cuento de qué se había publicado, y desde luego el artículo no hacía mención alguna al origen de las mejoras, era cosecha propia de Ernesto cuya credulidad para muchas cosas no incluía las promesas electorales.
Ya en la avenida de los chopos, justo al cruce con la avenida de Leioa, giró a su izquierda para afrontar el puente sobre la autovía. Tuvo una duda, sobre si empezar con su solitario tasqueo en el hotel que hace esquina en esas dos avenidas, pero un recuerdo sobre alguien que solía parar por allí y el no saber esquivar preguntas como “¿qué haces por esta zona?” sin ponerse rojo o la posibilidad de tener que hacer frente a una ronda le frenó comenzar su trasiego en ese hotel, y esperó a estar al otro lado del río Gobelas. Cuatro cubatas después ya se encontraba con los ánimos suficientes para dirigir sus pasos a la entrada de la casa de citas, o como era conocida entre los puteros, el puteche (Eche en euskera es casa). El portero, de considerables dimensiones, al reconocer a Ernesto, no dudó en abrirle de par en par las puertas.
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“¡Joder!¡No me queda ni para el taxi!” balbuceó atropelladamente tras pagar el último ron con coca cola. Las dos profesionales a las que no había dejado de agarrar por el talle desde su arribada al local, comprendiendo con ese sexto sentido que les ha dado los años de oficio y viendo que allí no había más que rascar, se retiraron a por mejores objetivos procurando no herir en exceso a su antiguo cliente. Para cuando Ernesto se dio cuenta de que ya no le quedaba dinero para subir con una de las chicas, siguió invitando a champán a sus parejas, había entrado a lo grande arrimándose a dos mozas, lo cual tampoco le duró mucho. Aunque sospechaba que tampoco era champán (o cava si me pongo pureta) sino alguna bebida dorada y con burbujitas. Eso sí, aunque bastante aturdido por el alcohol, Ernesto todavía saboreaba su momento de gloria de aquella noche, ese momento en que fue el único protagonista del local, que hizo estallar en carcajadas a toda la parroquia, incluyendo a los trabajadores del antro. Cerca de la media noche, embutidos en sus monos azules entraron cuatro sub saharianos con la intención de tomarse un café. Coincidió con que el portero de la entrada se había acercado a los servicios, y siendo un Domingo por la noche, tampoco había mucho ajetreo, por lo que nadie acudió a sustituirle y evitar el equívoco a aquellos hombres. Al entrar los cuatro y ver el percal del lugar donde se habían metido, se quedaron cohibidos y parados en el medio, lo que aprovechó Ernesto, ya bastante cocido para, agarrado del talle de sus dos fulanas, un poco por chulería, un mucho para evitar caerse, comenzó a soltar una perorata que de haberla oído el diseñador de las huchas del Domund, nunca se le habría ocurrido diseñarlas y mucho menos dejar que las fabricaran. Dos de los individuos le miraban con cara de no entender nada, pero el tercero, el más alto y fuerte de ellos debía de estar entendiendo todo por el fuego que salía de sus ojos. Ernesto se dio cuenta, pero no le importó ya que sentía a sus espaldas la protección de los gorilas del negocio. El hombre alto comprendió, e indicó a sus compañeros con un gesto que debían salir. Incluso al cuarto, que no le hizo caso, mirando como estaba boquiabierto a una de las profesionales del local, tuvo que cogerle del hombro y sacarle casi a rastras. Cuando cerraron la puerta el local estalló en carcajadas y aplausos que fueron contestados con patosas reverencias de Ernesto. Tras apurar el último trago de su cubata y para no soportar las miradas del camareta “si no consumes ¡lárgate!”, se bajó a duras penas de su taburete y se encaminó hacia la puerta.
Hacía un largo rato que ya era Lunes, y a diferencia del fin de semana la calle presentaba el aspecto solitario de los días laborales, así que no hubo testigos de la larga meada que soltó en una de las esquinas. Arrastrando los pies como iba, comprendió que no llegaría muy lejos, así que se sentó en un banco para ver las fotos que se había sacado con sus acompañantes y si con la función aumento podía investigar en los generosos escotes que llevaban. Poco pudo ver “¡Mierda, se acabó la pila del putofón!” así que decidió seguir su camino, volviendo sus pasos por donde había venido. Al fondo, en la avenida de los chopos, la carretera estaba cortada, y el centro de la calzada estaba ocupado por una gran grúa. Ernesto, con el cesto que llevaba, ni se dio cuenta de aquello, ni tampoco reparó en algunos de los trabajadores que por allí estaban esperando a que alguien diera la orden de comenzar con la faena. Cogió el cruce para ir a txakursolo y subirse en la cabina del ascensor. Si fuera habitual de la zona, no lo habría intentado ya que el ascensor está parado de doce a siete de la mañana. Pero las puertas se abrieron y el hombre entró dentro. Apretó el botón para subir y el ascensor comenzó a andar. Diez metros después, se apagó la luz de la cabina y el ascensor se paró con un brusco frenazo. Ernesto, tras la sorpresa inicial y tres deshilvanados juramentos intentó comunicarse por el comunicador de la cabina, que no dio señal alguna al estar cortada la corriente. Vio en una de las esquinas un papel que daba un número de emergencia en caso de avería, pero la pila de su móvil se había muerto en Leioa, y tampoco tuvo opción. Sabía que desde fuera no era visible, y menos de noche y se ciscó en la insonorización de la cabina. Pero ese día, y los quince siguientes no trabajaba (la única verdad que soltó a su ex), así que se quitó el chambergo que llevaba, lo enrolló a modo de almohada y al no ver por la oscuridad la suciedad del suelo, se tumbó en la cabina, con la intención de pegarse una cabezada hasta que le vinieran a buscar. Con el abotargamiento causado por su masiva ingesta de alcohol, no tardó mucho en quedarse dormido.
No pudo precisar cuanto tiempo después, pero lo cierto es que empezó a sentir que la cabina le daba vueltas, el efecto conocido como “el barco” que todos los borrachos han sentido alguna vez. Aquello quizás era demasiado real y tras acordarse donde se había quedado dormido intentó levantarse, pero la sensación fue que la cabina se balanceaba más. Se agarró a uno de los reposabrazos del cubículo y a duras penas logró levantarse. Cuando se vio suspendido entre las paredes de ladrillo de los edificios que bordean la avenida de los chopos, no lo pudo evitar, una arcada poderosa hizo que comenzara a vaciar todo su estómago. Agarrado fuertemente al pasamanos, acabó por vaciar todo su estómago, quedando el fétido vómito esparcido por todo el suelo del ascensor. Sintió que por fin, el ascensor era posado en un lugar firme, y se atrevió a levantar la cabeza. Constató que se encontraba en la parte trasera de un camión cuando notó que por los lados comenzaban a manipular la caja. Eran dos de los tipos de los que se había burlado en el putetxe, que estaban asegurando la carga para que no se moviera. Ernesto comprendió que con los cristales tintados no le viesen, pero del descojono que se estaban trayendo los dos, cayó en la cuenta que sabían que estaba allí. Comenzó a golpear con los puños las ventanas para intentar hacer ruido y atraer la atención del resto del personal que andaba trajinando por allí. En un segundo entendió que lo que estaban haciendo era un cambio de la caja (ahí la razón del artículo de hacia una semana, iban a cambiar el mecanismo de movimiento por uno más silencioso, o sea cambiar las ruedas de metal por unas de goma), para lo que habían utilizado una grúa de larga pluma, que estaba allí majestuosamente parada en mitad de la calle, rodeada de operarios pero que ninguno parecía darse cuenta del escándalo que estaba montando Ernesto en el interior de la caja. Escándalo que acabó cuando uno de los hombres que había asegurado la caja cogió una maza del suelo del camión y le pegó tal golpe a una de las esquinas metálicas de la caja, que Ernesto dejó de protestar y corrió a acurrucarse en cuclillas a una de las esquinas de la caja, la zona con más panel metálico, sin importarle que el suelo fuera un charco de cubata mezclado con jugos gástricos. Pudo ver como una de las oscuras caras se acercó hasta la ventana, y descubrió una blanca dentadura en lo que parecía, y era, una siniestra sonrisa. El hombre bajo de la parte trasera del camión de un salto, se fue a la cabina donde le esperaba otro de sus compinches y poniendo el vehículo en marcha, se alejaron del lugar.
Poco a poco, el color volvió al cuerpo de Ernesto y armándose de valor se atrevió a asomarse con el fin de intentar averiguar por donde iban. Cuando levantó la cabeza, acababan justo de pasar lo que se llegó a llamar hace tiempo como el escalextric de Lejona, y se dirigían por un lateral a tomar el corredor del Txori Erri. Se volvió a poner en cuclillas, el movimiento del vehículo había acabado por empapar todo el suelo del cubículo de los restos del vómito, para evitar mojarse el culo. Todavía estaba perplejo, no sabía que podían querer hacerle aquellos. Además, contaba con un inconveniente, en los próximos quince días nadie esperaba nada de él, es decir, no le iba a echar nadie de menos. En mala hora se acordó de aquello. También comenzaron a agolparse en su cabeza escenas de aquel cortometraje en la que López Vázquez quedaba atrapado en una cabina. Cuando recordó el final, se empezó a poner malo, entrándole otra vez ganas de vomitar, pero salvo cuatro dolorosas arcadas por tener el estómago vacío, no amplió el contenido del suelo. Empezaba a sentir flojas las piernas, pero haciendo un esfuerzo se asomó de nuevo. La autovía seguía solitaria. Ni un solo coche se adivinaba en la lejanía. Llevaban veinte minutos y ya llegaban a la altura de Larrabetzu. Con una entereza que ni él mismo pensaba que tenía se quedó de nuevo en cuclillas, esperando lo que tuviera que pasar.
Al de unos pocos minutos, notó como la velocidad iba bajando y también notó como tomaban una especie de rotonda, estaban en Erleches y habían cogido la carretera general hacia Amorebieta. Al de un rato, giraron a la derecha y el camión empezó a ir a muy poca velocidad y por el movimiento, a circular fuera de carretera por un terreno irregular. Ernesto, alarmado se levantó y vio como se alejaban de una verja de metal, que otro individuo estaba cerrando. Arriba, unas letras grandes parecían decir “Hierros nosequé”, como indicación del posible negocio que allí funcionaba. El camión paró y el pollo que había cerrado la puerta se montó en una carretilla industrial, acercándose a la parte trasera del camión. Mientras tanto, los dos tíos que venían en el camión ya estaban trasteando en la parte trasera para soltar la mercancía. La carretilla se acercó a la parte trasera del camión y levantó sus uñas, en lo que Ernesto entendió algo amenazador, tirándose de un salto al suelo. Los del camión debieron de percatarse del salto de Ernesto ya que estallaron en sonoras y graves carcajadas. La carretilla lo que hizo fue introducir las uñas en la parte baja de la caja del ascensor y la sacó de la parte trasera, llevándola suspendida en el aire hacia un destino desconocido.
Ernesto volvió a incorporarse e intentó fijarse en el conductor de la carretilla, pero sólo podía imaginarse una sonrisa muy, muy, muy blanca. Cuando un reflejo blanco hizo palidecer la esquina de la caja, Ernesto desvió su atención hacia la dirección en la que le estaban llevando. El pálido reflejo de la luz combinó perfectamente con la lividez de su rostro al adivinar a donde era conducido, a una máquina empacadora de metal. Esa máquina, que normalmente estaba encajada en el remolque de un camión, para cuando hubiera que achatarrar fuera del almacén de hierros. Allí, con una grúa que estaba en uno de los extremos se iba metiendo la chatarra en una especie de cajón. Cuando el cajón estaba lleno, se ponían en funcionamiento los mecanismos, unas prensas, que acaban convirtiendo el amasijo de metal en una especie de cubo o ladrillo de un metro de largo y medio de ancho, para su mejor carga y venta. Para hacerse una idea de las dimensiones, en el cajón entraba muy sobradamente la caja del ascensor. La carretilla se posó en el suelo, y el operario que estaba en la grúa de la empacadora agarró por la parte de arriba la caja, y la elevó de nuevo, girándola y dirigiéndola hasta el cajón de la empacadora. Ernesto no se dio cuenta de su situación hasta que vio la sonrisa del operario de la grúa, era el hombre al que los ojos se le habían inyectado de fuego al oír su discurso de hace un par de horas. Entonces empezó a sentir miedo, miedo que aumentó cuando la cabina fue posada en el cajón de la empacadora, que pasó a puro terror cuando con un movimiento con la grúa, estallaron los cristales mientras la cabina caía en el interior del cajón, quedando tumbada en su. Ernesto vio la estrellas en un cielo limpio y comprendió que sería lo último que vería, cuando las prensas comenzaron a funcionar y cubrieron completamente la cabina quedando negra como la noche su interior.
Ernesto había cavilado en alguna ocasión sobre como sería su muerte, y de que manera se enfrentaría a ella. Pero nunca pensó que el miedo tenía su olor, un olor fétido que emanaba de sus pantalones, ya que cuando se cubrió la empacadora, comprendió que iba a morir, y se le aflojó todo lo aflojable. Las prensas comenzaban a chirriar, hasta que todas toparon con las distintas esquinas de la cabina. Ernesto cerró los ojos, esperando aquel terrible fin, con la única esperanza que no fuera doloroso. Antes, rezó rápidamente prometiendo que si al final salía de esa, nunca más consideraría a ninguna otra persona como inferior. Intuyó que ahora vería desfilar toda su vida por sus ojos, pero de repente todos los chirridos de las prensas cesaron, e incluso la parte que cubría su visión, se acabó retirando, volviendo a ver de nuevo las estrellas. Tras unos instantes de aturdimiento, Ernesto comprendió que la broma había ido hasta allí. Aliviado, se incorporó en la cabina, y por la zona de los cristales rotos intentó salir. Con el cuerpo fuera de la cabina e incorporado en el remolque, miró a su alrededor. A lo lejos, iluminada por una descacharrada farola, se encontraba la verja por la que habían entrado. En ese momento notó como algo caliente, de textura similar al barro, le iba bajando por la entrepierna y los vapores de su fragancia le llegaban a la nariz. Perjuró de su promesa de no volver a despreciar a nadie más, y sin pensar en como podía volver a casa, sin dinero, cagado, meado y con rastros de vómito en su ropa, salto del remolque y se empezó a dirigir hacia la puerta. El “soltar a los perros” sonó como un disparo en la noche. Un segundo de vacilación y Ernesto comenzó a correr como un poseso hasta que pudo saltar la valla. Un zapato lo perdió corriendo y el otro se lo quedo uno de los chuchos, el más rápido, que llegó a morderle el pie, pero que pudo soltarse al impulsarse por encima del cerramiento, quedándose el cánido con su calzado como trofeo. Pegó una patada con rabia a la puerta, apuntando a la cabeza del perro, aunque el único logro fue hacerse daño en el pie. Cojeando, se fue alejando por la cuneta de la carretera de entrada al almacén, cuando unos potentes focos lo deslumbraron. Le pareció también que tenían unas luces destellantes azules en el techo, y cuando una voz le dio el alto bajo amenaza de disparó, comprendió que se trataba de la policía. Siguió sus instrucciones y se puso de rodillas con las manos en la nuca. Se fueron acercando a él, dando voces sobre sus intenciones de haber intentado entrar a robar. En los quince segundos que tardaron los agentes en llegar a Ernesto y esposarle entre comentarios de que iba a limpiar con la lengua la mierda que dejara en los asientos, Ernesto ya había decidido que lo mejor era confesar que había entrado allí a robar, ya que quien coño le iba a creer su historia.