Relato 23 - PAREDES MANCHADAS
El día había sido más que agradable. El veranillo de San Miguel había regalado un viernes de lo más caluroso a pesar de la inminente llegada del otoño. La película de sábado en la iglesia no había defraudado. A pesar de que casi todo el pueblo había asistido Braulio, Pablo, Luís y Pedro consiguieron disfrutar de un lugar privilegiado para ver el film.
El plan se torció al cruzar la plaza. La habitual pareja de guardias civiles les “invitaron” a dirigirse al cuartelillo. Ni que decir tiene que la acción se desarrolló delante de la multitud, con los correspondientes rumores y cuchicheos al momento.
A pesar de que el camino era corto, el pueblo empezaba en el cuartel y terminaba en el puente chico del río Guadalope, las miradas de sorpresa se cruzaron entre los cuatro compañeros en el poco tiempo que duró el paseo. Para sus cortos quince años era un desconcierto ser escoltados por aquellos señores de bigote y cara de pocos amigos.
La situación actual de la población empezaba a ser tranquila finalmente. El recuerdo de la guerra civil era todavía cercano. Aliaga no fue de los frentes más duros del Ebro pero no se libró de la entrada republicana, seguida de la del frente nacional. Las heridas no habían cicatrizado pero la normalidad parecía instalarse tras el verano de mil novecientos cuarenta y tres. Las cuencas mineras del bajo Aragón hacían que Aliaga poseyese un gran futuro gracias a la extracción de carbón. La teórica instalación de una central Térmica estaba en boca de los vecinos, incluso en los pueblos cercanos. Cada vez que la Guardia Civil intervenía parecía que ese preciado progreso se tambalease en las cabezas de sus habitantes.
Ya en el cuartel los jóvenes protagonistas se observaban dubitativos. No compartieron una palabra en el corto recorrido y parecía que no lo iban a hacer en aquel banco de madera donde les ordenaron sentarse. Muchas eran las historias sobre la Guardia Civil. Era por todos conocido que ante la mínima expresión, una torta les podía caer sin ningún miramiento o justificación. Para todos ellos era la primera vez que visitaban aquel lugar y los rumores eran ciertos. Aquel edificio emanaba una sensación diferente. Una sensación de “aquí hay mala ostia.”
El sargento desde el umbral de una sórdida de las habitaciones los miró, moviendo su bigote y con las manos en la espalda. Se acercó con cortos pero marciales pasos hasta situarse enfrente. Tras este movimiento y una mirada de aprobación, la pareja de reclutas que los escoltaba se separó. No les era para nada desconocido el rostro de Paulino. Llevaba en Aliaga desde hacía año y pico, manteniendo el orden en la población. De tez dura y con una barriga que denotaba que el pollo más grande del mercado siempre se lo llevaba su mujer, les lanzó la pregunta y la razón por la cual estaban allí.
- A ver zagales. ¿Quién ha entrado en la escuela y ha manchado de pintura las paredes?
Casi al unísono se empezaron a mirar unos con otros. Pero los diferentes giros de cabeza y los ojos más abiertos que nunca, no generaron palabra alguna. Todos parecían querer decir algo, querer justificarse, hablar. No acabaron de articular monosílabo. Si algo sabían era que ante el menor signo de contradicción, el Sargento podía sacar a pasear alguna de las manos que seguía ocultando en la espalda.
Finalmente los ojos de Luís, Pablo y Pedro desembocaron en Braulio. Pedro siempre fue el más tirado para adelante, pero sabía que su actitud y tono de voz le reportaría una caricia de Paulino. Luís había alcanzado los once años hace unos días y lejos de preocuparle la mala leche del sargento su pensamiento estaba en la paliza que le daría su padre al saber donde había pasado la tarde. Pablo, hermano mayor de Luís pero menor en luces, después de dirigir una mirada a éste decidió enfocar sus ojos a su amigo de quinta. Por ello Braulio parecía el adecuado y elegido para hablar. Era el mayor, dieciséis años, y curiosamente había trabajado en la escuela pintando las paredes del colegio junto a Pablo. No dudó en asumir aquella noble decisión.
- Nosotros no hemos sido – afirmó tajante, sereno y sin levantarse de su asiento -. Pablo y yo hemos trabajado allí pintando y tirando muebles viejos pero no hemos hecho eso que usted dice.
El sargento miro de soslayo a Braulio como si no lo hubiese escuchado. Quizá esperaba un guirigay de acusaciones; pero entendió que había mordido en hueso. Aunque conocía a aquellos jóvenes no pensaba que estuviesen tan unidos. La táctica era simple. Divide y vencerás.
- ¡Venga! – Señaló, y por fin sus temibles manos se dieron a conocer -. Hermanitos – dijo en un fingido tono jovial -, veniros conmigo.
Braulio tenía en su memoria a Pablo Sanguesa desde sus primeros recuerdos. Compartió colegio, travesuras y el que había sido su primer trabajo. Obviamente no dudaba de su inocencia. Era un chaval tímido y un tanto corto. A pesar de ello sus destinos iban a la par. El teórico y prospero futuro del pueblo era un sueño a al que seguramente no llegarían. Eran mayores y el trabajo escaseaba en Aliaga. Su destino estaba lejos de allí. Actualmente el pueblo estaba muerto y para los hijos del cabrero, si el padre ya tenía poco trabajo, pues su futuro se marcaba lejos de allí. Eso o las minas. A Braulio, su padre el sastre ya se lo había dicho más de una vez. En el mercado empezaba a venderse ropa fabricada de la capital y aquello pintaba mal. En alguna ocasión había dejado caer la posibilidad de ir a Madrid para hacerse cargo de una portería. Casa y sueldo asegurado. Braulio y sus tres hermanos, seguramente encontrarían empleo en la gran ciudad.
A Luisillo siempre lo tenía pegado a la espalda. Desde hacía un tiempo miraba a Braulio con más respeto que a su hermano mayor. El motivo sucedió en primavera. La costumbre de jugar en el río era de lo más normal. Era eso o ir al castillo. La tarde era nubosa como las anteriores. En esos días siempre chispeaba y aunque lo notaron siguieron intentando pescar truchas y tirar piedras desde algún ribazo. Entonces ocurrió. El río vino con una fuerza y caudal muy superior a lo normal. Ciertamente por el barranco del Peral, allá a lo lejos, el cielo estaba mucho más negro y se había divisado algún que otro rayo. Aunque poco a poco casi ni se dieron cuenta de cómo subió el nivel. Luís, enfrascado en coger un pez, dentro del río y dando la espalda a la corriente le pilló por sorpresa. El torrente lo arrastró. Si el nerviosismo no lo hubiese invadido, seguramente hubiese echo pie y llegado a la orilla. Pero el Guadalope se lo llevaba. Braulio, con un pie en la ribera y otro en el agua no dudó en alargar su brazo y coger por el pescuezo al joven Luís. Aquel acto no significó gran cosa para él, pero para el chaval de diez años le marcó la vida. Tiempo después, a sus casi setenta años, todavía se lo recordaba a Braulio. Compartiendo un chato de vino en los meses estivales, éste siempre contestaba lo mismo.
“Pero si el agua no te llegaba ni a los huevos, la hostia.”
- Venga, Ahí sentados los dos y sin decir ni mu.
Con estas palabras Paulino terminó el interrogatorio con los hermanos. Sus caras reflejaban un atisbo de tranquilidad, sobretodo la de Luís. La media hora de interrogatorio no debía de haber dado para mucho. Afortunadamente ninguna marca ni señal de haber recibido otra cosa que no fueran advertencias o amenazas.
- ¡Tú! El hijo del maqui. – dijo el Sargento dirigiendo la mirada a Pedro -. Pasa para dentro.
Pedro Valero. Con sus andares marcados y su frente siempre alta entró en el despacho de Paulino con el rostro de saber que sólo por esos gestos nada más se cerrase la puerta recibiría un sopapo. Lo más curioso es que parecía no importarle.
Pedro había forjado su carácter en los últimos dos años. Con buena planta, ese apelativo con el que Paulino lo denominó era con el siempre se le conocería. Por entonces y a sabiendas de que la tierra era rica en mineral, algunos eran los que se aventuraban en excavar una mina. La tarea no era difícil. Pagar el impuesto al ayuntamiento y tener ganas y algo de solvencia para embarcarse en ese proyecto. El padre de Pedro y dos socios más fueron unos de los que se aventuraron en aquella empresa. Todo fue bien hasta que un día los tres mineros acabaron en el mismo lugar que ahora estaba Pedro. Pero aquella vez por algo muy diferente a una chiquillada. La licencia para crear una mina te daba derecho a poder comprar dinamita. Lo cual hicieron, pero con una pequeña pega según la Guardia Civil. Algunos de los explosivos habían sido vendidos a los maquis. Dejando a un lado conjeturas, hechos, o pruebas, se cuenta que del cuartel sólo salieron dos personas. El padre de Pedro nunca volvió a pisar las calles de Aliaga. Desde entonces Pedro nunca supo a quién odiaba más. A los dos socios que salieron libres, a los guardias civiles que posiblemente asesinaron a su padre en una cuneta o al resto del pueblo que aceptó la versión oficial. Ésta era que su padre se había fugado del cuartel al estar acusado de colaborar con los maquis. Pedro tardaría en disipar su odio. Así como diez años, cuando su padre apareció y se lo llevó a él y a su madre a Francia. Allí, con su afán emprendedor había hecho fortuna y dos hermanastros a Pedro…
Braulio no se despertó muy turbado el domingo. No pudo intercambiar una palabra con le resto de sus amigos ya que cuando finalizó su turno allí no quedaba nadie. De todas formas la conversación con el Sargento no fue para tanto. Aquello no dejaba de ser un error. No existía ningún tipo de prueba salvo que aquello era una travesura hecha por algún chaval. La conclusión es que la Guardia Civil se había confundido. No dudaba que del resto de sus amigos, Paulino no había conseguido nada. Aquello se olvidaría.
Pero todo cambió por la tarde. Otra vez la misma historia. La pareja de la Guardia Civil esta vez los localizó en lo que quedaba del viejo puente romano. El mismo paseíllo, esta vez recorriendo algún sendero y de vuelta al cuartel. La única diferencia es que no hubo interrogatorio por parte del Sargento. Les dejo allí toda la tarde para que observasen las grietas del edificio. Sentados en aquella bancada y sin poder ir a mear siquiera.
La salida, casi a la hora de cenar marcó el punto de inflexión. No podían seguir así. Luís y Pablo no querían ni pensar otra conversación con su padre sobre el motivo de la estancia en el cuartel. Pedro estaba “hasta los cojones” de pasar las tardes allí. Braulio por su parte era afín con las dos opiniones, pero de esas quejas les mostró la solución.
- Hay que averiguar quién entró en la escuela y tiró la pintura. Sólo así nos dejarán en paz.
A la mañana siguiente se organizaron cual escuadrón militar. Braulio y Pablo irían a hablar con Don Matías, el maestro. Era buena persona. Básicamente les había dado el trabajo, el primero de su vida, a sabiendas de la necesidad de sus respectivas familias. Lo mejor era jurarle que ellos no habían realizado aquella travesura que estaba en boca de todos. Trabajaron bien, no le dieron guerra e incluso acabaron un día antes de lo previsto. Seguramente a bien tendría en atenderles sin rencor y quizás podrían obtener algo de información. Por su parte, Pedro se vería con el resto de pandillas. Su chulería y malos modos podrían obtener alguna pista de lo que ocurrió en la escuela. Aunque no eran muchos los chavales de quinta similar, el hijo del maqui tenía ese sexto sentido para saber si le decían o no la verdad. Desde luego, con su fama, pocos se atrevían a contarle una mentira. Estaban Pascual, Ramoncín, Francisco, Vicente, y dos o tres más de quintas superiores donde tendría que aplicarse a fondo. Luís, espabilado como estaba, buscaría los chavales de su edad. No tenían pinta de hacer gamberradas, pero nunca se sabía.
Después de comer la cosa pintaba fatal. Pablo, Braulio y Pedro no habían averiguado nada. El maestro no aportó mucha información. Cierto es que creía en su inocencia pero lo que más le molestaba era pintar la escuela otra vez. Él había denunciado los hechos. Necesitaba saber quién o quiénes eran los culpables para que abonasen o pintasen de nuevo la escuela. Pablo no había averiguado gran cosa. En tan corto espacio de tiempo no había podido encontrar a todos los mozos. Los pocos que encontró ni siquiera quisieron cruzar palabra con él. Tenían miedo de ir también al cuartelillo.
Sentados en los porches de la calle mayor, el punto de reunión tras la comida, prácticamente esperaban la llegada de la ya familiar pareja de la benemérita. Pero entonces acudió Luís. Corriendo, sonriente e indudablemente con buenas noticias.
En la puerta del cuartelillo esperaban los cuatro amigos. Acababan de llamar y la respuesta no tardaría. Pedro estaba especialmente altivo, más de lo habitual aunque sonase imposible. Era la única vez que deseaba entrar en aquel edificio. Los dos hermanos esbozaban una sonrisa de oreja a oreja. Braulio también parecía reflejar alegría, pero fingida. A pesar de la noticia su aspecto denotaba síntomas de preocupación y apatía. Las averiguaciones hecha por el joven Luís eran perfectas. Tere, una chica de diez años y que siempre le hizo ojitos le contó lo que vio la tarde del viernes. Ramoncín, el hijo del practicante, había entrado en la escuela. Ella estaba con su abuelo en el huerto de la calleja. Mientras él cavaba con la azada ella tiraba piedras desde la paridera. Una de las fachadas de la escuela se mostraba a la zona de huertos cercana al pueblo. Allí, por la ventana del baño observó como se encaramaba con ayuda de otros dos chavales. Lo distinguió por su pelo rubio inconfundible.
- A ver qué hace ahora el Sargento – se jactaba Pedro -. A ver si detiene al Ramoncín delante de todo el pueblo.
- Que pague su padre lo de la escuela – dijo Pablo -. Que tiene duros y ahora es el alcalde.
Braulio no hablaba. Escuchaba pero no soltaba palabra. Su mente estaba en otra parte. Este desasosiego tenía un origen. Un año atrás Ramoncín el rubio y él vivieron un curioso episodio. En la fila de la catequesis, preparándose para la confirmación, decidieron saber por qué el cura tardaba tanto. Empezaron a llamar con los nudillos a la puerta de la sacristía. Luego se pasó a aporrear la puerta con la mano abierta. Siendo los más mayores de los que allí se encontraban, al resto de chiquillos les hizo gracia. Esto les animó y empezaron a cargar contra la puerta intentando mostrar quien era más bruto o más animal. Finalmente Don Damián salió de la sacristía. Con mala cara, desde luego, al ver la cerradura rota.
Braulio fue cogido de la oreja y le dijo que no apareciese por la iglesia hasta que trajese dos duros, que era lo que costaba la cerradura. Cuando le contó la barrabasada a su padre, éste aparte de darle un sopapo en plena cara, le dio cinco pesetas y le dijo:
- Dáselo al cura. El otro duro que se lo pida al padre del rubio. Al fascista del practicante. A ver si tiene huevos.