Relato 23 - EL MEJOR BARRIO DE LA CIUDAD
Cuando Ramón acabó de masticar el último trozo de ternera, apuró en un par de sorbos el tibio y dulzón café de la sobremesa. Luego, dejó la taza sobre la mesa y se recostó sobre el sofá después de haber encendido el televisor. Como todos los sábados, siguió con cierto aburrimiento las aventuras de aquellos pistoleros y rancheros dotados de una voz de doblaje pastosa y chulesca y que, semana tras semana, acababan en poco menos de hora y media con los malos de turno y también besando a la chica de sus sueños con el fondo de un crescendo de violines.
La mujer de Ramón siempre pensaba que, al menos, durante aquel tiempo, y gracias, también, a la penumbra que imperaba en el salón comedor, su marido podría aislarse de la realidad que los rodeaban. Que el viejo Sanyo de veintiún pulgadas, que emitía imágenes en un tono rosáceo a causa del desgaste del tubo de imagen, sería el mejor antídoto para conjurar otras imágenes donde el rojo teja impregnaba cada átomo de un universo perdido entre huertos de palmeras y hogueras improvisadas en decenas de descampados. Un rojo apagado y enfermizo que revestía cada centímetro de las fachadas de los bloques de viviendas de un aire carcelario y marginal, y que era lo primero que divisaba cualquier pasajero que llegase hasta allí en autobús o en cualquier otro medio de transporte. Lo siguiente eran los patios anegados en aguas fecales y bolsas de basura, donde las ratas y las cucarachas imperaban entre los vómitos de los drogadictos y las decenas de jeringuillas manchadas de sangre que aquellos parias arrojaban junto a sus preservativos rebosantes de semen.
A penas había pasado media hora desde que Ramón se había sentado frente a la pantalla, cuando desde la calle se oyó una voz que el matrimonio reconoció de inmediato. «¡Abrid!. ¡Que abráis, ostia!». Ramón simuló seguir absorto en las andanzas de un John Wayne treintañero cuyo caballo cabalgaba a través de un decorado de pinos y montañas pintados sobre un enorme lienzo. Pero su boca fuertemente apretada y un bufido de rabia y de desgana lo delataron ante su esposa, y ya no le fue posible seguir más tiempo en aquel mundo de fantasía y evasión.
—Déjalo. Ya abro yo. —dijo a su mujer mientras apagaba el televisor y encendía la lámpara de la mesita que había a su derecha.
Con paso desganado, se dirigió hacia la puerta. Pero nada más abrir, un joven de apenas veinte años, vestido con una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto unos brazos enflaquecidos llenos de tatuajes de color verde oscuro, cuyos contornos se mezclaban con decenas de pinchazos, irrumpió en la entrada jadeando y con los ojos desorbitados. Era Juan, el único hijo del matrimonio.
—¡El Chino y el Loco, mama! ¡Que me cago en sus muertos! ¡Me han ‘seguío’ hasta aquí! ¡Que ya están ahí! ¡Dime qué hago, ostia!—dijo entre lágrimas.
La chapa de la puerta se hundió bajo el puño del muchacho y, a consecuencia del puñetazo, se abrió una pequeña brecha en los nudillos. La mujer trató de contener el miedo que a ella también le inspiraban aquellos traficantes y que, ahora, al confirmarse lo que había sospechado desde hace unos meses, que su hijo les debía más de tres mil euros en dosis, aún tenía mayor razón de ser. Por ello, para tratar de restarle importancia a la situación, hizo lo imposible por sonreír y por aparentar la mayor normalidad posible mientras se afanaba en curarle la herida de la mano con una gasa impregnada en yodo. Sin embargo, no tardaron en traicionarle los nervios y en ser presa de una histeria mucho mayor que la de su hijo.
—¡Pero qué has hecho hijo! ¡Dime, qué has hecho, hijo mío!—musitó entre lágrimas mientras abrazaba su cabeza a la que golpeaba y besaba a un tiempo presa de la desesperación.
—¡Que ya están ahí, joder! ¡Que me han ‘seguío’ por todos los bloques, mama!—gritó Juan en un sollozo ahogado.
—¡Chist! —susurró tratando de calmar al desquiciado muchacho en un nuevo intento por aparentar que no sucedía nada.
Ramón, acostumbrado a aquellas escenas que se habían hecho habituales en los últimos cuatro años, se esforzó por mantenerse ajeno a aquel drama. Con el televisor apagado, volvió a sentarse en el sofá y dirigió la mirada hacia una vieja fotografía en blanco y negro que había sobre el receptor y que formaba un improvisado bodegón junto con una reproducción en resina del Acueducto de Segovia, un pequeño burro de arcilla y varios recuerdos más de viajes que había hecho el matrimonio durante sus primeros años de casados. En la imagen, él con siete años, posaba vestido con una diminuta chaqueta, pantalón corto y una gorra de pana con visera, tal y como solían vestir a la mayoría de niños en la década de los sesenta para las fiestas y demás celebraciones. A su espalda, como fondo, había una hilera de sillas repleta de personas, y su cara, aplanada por el fogonazo de un flash, mostraba una enorme sonrisa. «El mejor barrio...» Susurró Ramón al tiempo que esbozaba una mueca cruel e irónica.
Madre e hijo parecieron calmarse al cabo de unos minutos de sollozos y abrazos desesperados. Mientras, Ramón, como si fuese una especie de plegaria, no paraba de repetir una y otra vez para sí mismo aquella frase mientras miraba su fotografía: «Será el mejor barrio de la ciudad…». Y de nuevo, como acostumbraba a hacer para evadirse de sus problemas, trató de volver al lejano punto de partida en que el infierno del presente, del terrible hoy en día que estaba viviendo, era un porvenir de ilusión y de esperanza.
Fue durante un Viernes Santo de mil novecientos sesenta y nueve. Sus padres le habían llevado, como solían hacer los padres de todos los chiquillos de aquella época, a ver la procesión general en la que participaban las trece cofradías que había en la ciudad. Él estaba contento, no solo por los caramelos que esperaba recibir de los cientos de nazarenos que iban a participar en aquel evento, sino por la ilusión que, desde días atrás, veía reflejada en el rostro de sus padres, y de la que, pese a desconocer su origen, se dejó contagiar.
—Tengo que contarte una cosa. No sé si este es el momento más indicado para decírtelo. —comenzó a decir la madre tratando de contener la sonrisa para mantener la sorpresa —Mi padre ya ha encontrado comprador para el campo. En menos de dos semanas firmará el contrato. Y junto con lo que ya tenemos ahorrado en la cartilla, habrá más que suficiente para el piso.
—Será como un sueño entre palmeras. Será… será… —el padre, ayudante de contable en una importante fábrica de calzado de la ciudad, y uno de los primeros en conocer de primera mano aquel proyecto urbanístico, no encontraba las palabras precisas para expresar lo que hasta ese momento era una quimera, algo similar al hecho de que le tocase la lotería o una quiniela. Con mano temblorosa sacó del bolsillo de su chaqueta un periódico plegado en cuatro dobleces y fingió leer lo que en realidad tanto él y como su mujer sabían de memoria— Dos supermercados, dos colegios, instalaciones deportivas, aparcamientos, zonas ajardinadas, zona de recreo para los niños con todo tipo de toboganes y columpios…
En realidad, aquello tan solo era un proyecto que aún tardaría cuatro años en llevarse a cabo. Pero su voz, llena más que de entusiasmo de una ilusión infantil y desbordada, fue elevándose hasta atraer la atención de una anciana enlutada y cubierta por un velo que lanzó una mirada de censura a la pareja por lo inadecuado de su comportamiento en un día donde no cabía ningún tipo de manifestación festiva. El matrimonio, tras disculparse con la mujer por su falta de respeto, se esforzó por guardar la compostura y tan solo volvió a abrir la boca para dirigirse a un fotógrafo alto y delgado que llevaba la cámara pegada al pecho. Tras indicarle por señas que se acercara hasta ellos, le pidieron en voz baja que retratase al niño para tener un recuerdo de aquel día.
—Vamos, Ramón, sonríe. Porque siempre que veas esta fotografía te acordarás de este día: el día en el que te convertiste en un príncipe, en el heredero de una vivienda del barrio de…
La misma anciana que antes les había mirado con desprecio atajó la frase del padre, que volvió a ser presa de su euforia, con un “Por favor, señor, que estamos en una procesión; tenga un poco de respeto”. Aquella regañina de la que fue objeto su progenitor y el hecho de sentirse protagonista de aquellos acontecimientos, lograron que Ramón se inmortalizase con una sonrisa mayor aún que la que, cada seis de enero, le causaban los regalos que los Reyes Magos de Oriente dejaban sobre las sillas del comedor de su casa y también en la de sus abuelos.
Ramón seguía observando con la mirada vacía la imagen de su infancia cuando un fuerte ruido que provino del recibidor le devolvió al presente. Fue una patada que hizo temblar la puerta de la entrada. El segundo estruendo que se oyó, mucho más intenso que el anterior, fue una embestida llevada a cabo por los hombros de dos individuos de tez morena y musculados, pese a su obesidad, que logró que la madera saltase de dos de sus cuatro bisagras. El tercero, tras una pausa de un par de segundos, fue acompañado por los gritos de terror de la madre y del hijo y de dos intensos fogonazos que surgieron de los cañones de dos recortadas. Ramón, petrificado por el pánico, no pudo siquiera evitar orinarse encima al ver lo que aquel tropel de individuos armados con barras de hierro y botellas rotas, más de siete pudo contar, hizo con lo que hasta entonces había sido su familia. Tan solo pudo cerrar los ojos y esperar que, tras desvanecerse los débiles y agónicos chillidos de su mujer, llegase su turno y confiar, al menos, que su final fuese igual de rápido que había sido el de ella y su hijo.
A la mañana siguiente, tras el levantamiento de los tres cadáveres, dos inspectores de la Policía entraron en la vivienda para buscar pistas entre los restos calcinados que se encontraban esparcidos por el suelo así como por lo que parecía haber sido un sofá y varios estantes. Uno de los cajones, que se había salvado en parte de las llamas, contenía varios juegos de llaves y un periódico apergaminado y plegado en cuatro dobleces. Tras desplegarlo con sumo cuidado, uno de los inspectores esbozó una sonrisa mientras leía el titular a su compañero: El barrio del Palmeral será sin duda el mejor barrio de la ciudad.