Relato 20 – Somos hijos de nuestros recuerdos
—Aquí les dejo. Si necesitan cualquier cosa ya saben, han de bajar por este camino. Camariñas está ahí mismo, nos les llevará mucho tiempo, apenas una hora andando. De momento tienen vituallas para una temporada, pero en cualquier caso, en el pueblo pueden encontrar cualquier cosa que les haga falta. Usted señora, ya sabe donde está la tienda, y sabe que allí disponemos de todo, y de no tenerlo, siempre se puede pedir a Coruña, al gran almacén.
—Gracias, ha sido muy amable —respondió Ginés al hombre que les había conducido hasta el faro, hasta su nueva ocupación. Anteriormente ya había trabajado de farero, pero nunca en un faro tan grande.
—Pues nada, a mandar y ya saben, a arrimarse uno bien al otro, que aquí van a estar muy solos y hay que matar la soledad —y acompañó esta indicación con una sonora carcajada y una mirada algo obscena que dirigió hacia Manuela.
—Vaya con Dios —le respondió Ginés de forma seca, dándose la vuelta para encaminarse hacia la puerta de la casa. No le había pasado desapercibida la mirada del hombre, ni le había gustado su risa cargada de ironía.
Manuela estaba callada, contemplando todo con sus grandes ojos negros. Mirada de asombro, mirada de niña con ganas de descubrimientos. Su pelo negro a duras penas enmarcaba su cara, revoloteando alrededor de la misma merced al fuerte viento que allí soplaba.
El faro se levanta indolente ante la inmensidad azul del mar. Mi primera impresión, al enfrentarme a él, fue el sentirme pequeña, minúscula a su lado; pero al mismo tiempo, con ganas de correr, de subir aquella pequeña montaña y acercarme a él para guarecerme del viento que hacía que me sintiera zarandeada y a merced del mismo. Tampoco olvido este cosquilleo que, aún hoy, perdura dentro de mi estómago. Al principio pensé que serían los nervios, todo era nuevo y las novedades ya se saben, siempre descolocan, dejan a uno indefenso por unos días, algo perdido, hasta mareado. Pero el tiempo ha ido colocando mi vida, ha ido haciendo que me encuentre con el paisaje, con el ruido, con el viento, y aun así, ese cosquilleo ha seguido estando presente todos y cada uno de los días que llevo aquí pasados. Ahora sé, que es él, el propio faro. Soy como una enamorada contemplando el motivo de su amor, el cosquilleo son mariposas que horadan las paredes de mi estómago, mariposas que no pueden permanecer quietas y no dejan de revolotear ante su belleza, ante la fascinación que sobre mí ejerce. No me canso de contemplarlo, cada día descubro un nuevo matiz, dependiendo de la luz del día, de la estación del año. Tal vez ha aprovechado el embrujo de la herba de namorar que florece a sus pies, y sin necesidad de habérmela introducido en ningún bolsillo, ni de ponerla debajo de mi almohada en la noche de San Juan, he terminado consumida bajo su hechizo, sin ninguna voluntad para alejarme de él.
La casa del faro es rectangular, de color blanco, tiene los rebordes grises y la puerta de entrada roja. También tiene un patio interior, un rectángulo albergado en otro rectángulo, por el que se filtra el sol. Él, se yergue por detrás, por encima de ella, ciento cinco metros de sombra protectora, la barrera ante el abismo que se abre prácticamente a nuestros pies. A ambos lados de la casa, un muro no muy alto que nos separa del océano Atlántico en constante movimiento, océano de azul profundo que rompe sin cesar contra los acantilados sobre los que nos encontramos. Delante, el estrecho camino que nos trajo hasta ella. También delante, un promontorio, el alto de Vilán de Terra, el lugar primigenio donde se ubicó el primer faro, mucho más pequeño, mucho menos potente, un burdo esbozo de lo que ha terminado siendo. Cuando la niebla es espesa, la casa parece flotar sobre las nubes, los contornos se difuminan, el océano desaparece, y el ruido constante de sus aguas, bien pudiera parecer el rotar de un motor que nos mantiene aquí, elevados sobre la masa compacta de blanca y húmeda niebla. Si fuera una niña, al menos cuando lo era lo pensaba, creería que puedo caminar por encima de las nubes, que éstas son mero algodón blanco que puedo pisar sin traspasarlo. Pero no, sé que eso es imposible, y que debajo de ese aparente suelo algodonoso, se halla el espacio vacío en el que me precipitaría hasta llegar a las bravías aguas que rompen sin cesar.
No puedo peinarme, hay un pertinaz viento que nunca cesa, que nunca descansa. Al principio pensé hasta en cortarme mi larga melena negra, pero Ginés no me lo hubiera permitido, sé que aún sin decirme nada, hubiera reprobado esa acción. Le gusta contemplarme cuando me peino cada noche, cuando me siento delante del espejo y dejo que el cepillo se deslice una y otra vez a lo largo de los oscuros cabellos. Siento su mirada sobre mí, siguiendo mis movimientos. En alguna ocasión, él mismo se ha acercado a mí, me ha quitado el cepillo de las manos, y ha sido su mano la que ha deslizado ese mismo cepillo. Me gusta que me peine, un plácido escalofrío me recorre de cabeza a cintura, porque la mano que no ase el cepillo, se mueve libremente y de forma cadenciosa sobre mi cuello y mis hombros. No, él nunca dice nada, ni para bien ni para mal, me deja hacer, me da libertad, pero dentro de ese silencio sé reconocer perfectamente lo que aprueba, lo que no, lo que le hace feliz, lo que le incomoda, lo que ama. Así que he descartado la idea de las tijeras, y he terminado por recogerme el pelo cada vez que salgo por esta puerta roja. Así al menos, me preservo de nudos, de revoltijos.
Cuando tiendo la ropa, todas y cada una de las piezas que dejo bien asidas a las cuerdas, son como cometas que quisieran escapar detrás del viento que las azota. Aún no se me ha escapado ninguna pieza, pero estoy segura de que si así fuera, éstas volarían sin descanso hasta aterrizar Dios sabe dónde, pero en cualquier caso, lejos, muy lejos de mi mano y de esta casa.
En invierno, la casa nos resguarda del ruido, del viento. En verano, abrimos las ventanas, y dormimos acunados por el interminable vaivén sonoro de las aguas y despertamos con el continuo graznido de las gaviotas. Me gusta el verano por muchas cosas, pero precisamente, el dormir con ese sonido, el despertarme con ese sonido, esa rítmica cadencia de agua en movimiento, es algo que encuentro delicioso. A veces, con los ojos cerrados, imagino que viajamos en un barco, solos Ginés y yo, recorriendo este océano sin descanso. Sé que con él a mi lado, nada puedo temer, nada puede pasarme. Cuando hay tormenta, la casa es ese gran madero al que me aferro como un náufrago asustado. Sí, siento miedo, sobre todo cuando estoy sola, cuando todo es un interminable rugido ensordecedor y Ginés no está a mi lado, Ginés está arriba, sobre mí, sobre la casa. Ginés está dentro de él, dentro del faro. A veces he creído que el agua terminaría arrancando este saliente, terminaría llevándonos lejos, desprendiéndonos de este promontorio. Creo que es lo que pasó en su momento con el islote que hay ubicado delante del Faro, apenas unos metros más allá del mismo, más allá de nosotros, el islote de Vilán de Fóra, la casa de los cormoranes, de las pardelas, de los alcatraces. Yo creo que ese islote un día estuvo unido al resto, y los incesantes temporales de invierno, terminaron por arrancarlo, por separarlo de este todo. Así que cierro los ojos, y me veo formando parte de un segundo islote, también próximo, pero separado, en este caso sería nuestra casa, y nosotros, habitantes sin alas dentro de ella. Pero luego todo pasa, todo se serena de nuevo, y mis aciagos pensamientos se transforman nuevamente en este amor incondicional que siento ante todo lo que me rodea. La luz del faro nunca se apaga, siempre está ahí, por negra, por oscura que sea la noche, su destello sosiega cualquier mal presagio. Mientras él brille nada puede hacerme daño. Lo sé, y me siento tonta por haberlo dudado.
Me gusta subir a él, a lo más alto, emprender el viaje de esos interminables escalones anclados a la montaña, ir ascendiendo sabiendo lo que allí arriba me espera. El cielo acristalado me aguarda. Siempre es como la primera vez, el mismo asombro, la sensación de que estoy llegando, de que algo me sorprenderá en lo alto. Después de más de cien peldaños, arribo a la cúpula acristalada de nuestro particular ángel de la guarda. Puedo girar trescientos sesenta grados, una gran panorámica se abre ante mi vista. Contemplo la casa, desde lo alto parece de juguete, un pequeño cuadrado blanco, agujereado en el centro, que mi mano pudiera alcanzar, levantar y mover a su antojo. Miro también el pequeño islote con sus docenas de pájaros, cormoranes, pardelas, alcatraces, siempre prestos a emprender el vuelo. Sí, estoy en el cielo, formo parte de él, sin alas, he llegado a la altura de las gaviotas, esas mismas que ya vuelan alrededor de mí, y si miro hacia abajo, siento el vacío en el estómago ante el abismo que me separa de ese otro azul tachonado de blanca espuma. Es vértigo, es fascinación, y también es deseo, porque sé que Ginés está allí, siento su mirada posada sobre mí. Su presencia en mi espalda, se acerca, lo escucho, lo huelo, y ya siento esa mano que se posa sobre mi cabeza para liberar mi pelo de horquillas y dejar que flote libremente sobre mi espalda, preservado allí dentro del rigor del aire. No, no puedo cortarme el pelo, lo sé. Entonces hunde su cabeza en esta mata negra y aspira el aroma a jabón, a limpio, y mi piel responde electrizándose, erecta toda ella en una piel de gallina que me recorre de arriba hacia abajo y viceversa. Baja su mano, y la desliza lentamente por mi cuerpo, parándose en mis nalgas y haciendo que mi sencillo vestido estampando de pequeñas flores rosas se arremoline por encima de ellas. Me apoyo contra la cristalera que circunda esta explanada superior del faro, dejo que el vaho de mi, ya agitada, respiración, empañe una pequeña porción de la misma, y me mezo al compás del mar, al compás de Ginés. Ambos me llevan en un rítmico movimiento. El mar y mi hombre de mar. Cierro los ojos y me transformo en sensaciones, cierro los ojos y sueño que soy la nereida Anfitrite, y que reino aquí, sobre el océano, con mi compañero Poseidón, ¿llegaremos a engendrar a un Tritón? O tal vez tengamos una niña Sirena, con mi misma melena, pero con sus piernas transformadas en brillante cola para surcar el océano donde ha de nacer. No le digo nada de esto a Ginés, me miraría con sus profundos ojos verdes y esbozaría una sonrisa llena de ternura, pensando que soy una niña grande que sigue soñando y creyendo en leyendas. Su niña Manuela.
Cuando hace buen tiempo me gusta pasear hasta la ensenada de los Trece, subir y llegar sin resuello, hasta los ciento cincuenta metros del Monte Blanco, una duna inmensa que la preside, y contemplar desde su cima el azul cambiante del agua. Desciendo y me siento sobre la arena blanca, y dejo que mis pensamientos vaguen libremente al compás de las olas. En primavera, disfruto de la contemplación de las camariñas floridas, con sus preciosas flores en forma de bolas blancas cual perlas que colgaran de sus verdes hojas. También suelo hacer pequeños ramos de pimpinelas escarlatas. A veces no me conformo con solo esto, en ocasiones me acerco a la orilla, dejo que el agua lama mis pies, el agua siempre está fría, o soy yo, que siempre la noto fría. Puedo hasta atreverme más, dejar que el agua alcance la altura de mis rodillas, entonces siento ese encogimiento en el corazón que proporciona el temor. Nunca hay nadie en la ensenada, si el mar tirara de mí hacia adentro… Es similar al estremecimiento que siento cuando me asomo a un acantilado, esa sensación de fragilidad, de saber y sentir que puedo perecer en un instante. Ese atisbo de pavor que uno siente ante la inminente extinción de su propia vida, no deja de tener algo atrayente. Son sensaciones encontradas, difíciles de explicar con palabras. Si Ginés me viera, se desesperaría, no quiere que baje a la ensenada. Debe temer que tal vez habite en mí algún retazo de Alfonsina Storni. No sé nadar, así que si me viera con el agua hasta mis rodillas sé que correría desesperado a tirar de mí hacia fuera, para sacarme de esa agua que me rodea. Curiosamente, soy y me siento una mujer marina, pero estoy anclada a la tierra. A Ginés no le gusta bajar a la ensenada, él es un hombre de mar, pero no de arena de playa. Todos tenemos nuestras contradicciones, nuestros puntos antagónicos. Aun así pienso como sería, obviando el miedo a ello, el dejarse arrastrar por esta agua azul, el disolverse en esta inmensa humedad salada. Transformarme en mar, y desear que Ginés se transformase entonces en viento, para que sus besos recorrieran siempre mi superficie, para seguir siempre ligados.
En las noches de luna llena, cuando las sombras se precipitan sobre el contorno de la casa, he creído ver fuera sombras en movimiento. Instantes fugaces que se vislumbran a través del rabillo del ojo, como cuerpos etéreos que en menos de un segundo escaparan al enfoque de mi visión. Creo que son ellos, o al menos alguno de los ciento setenta y dos marineros que perecieron aquí mismo, la tripulación prácticamente al completo del Serpent. Estoy segura de que vagan echando de menos su tierra. Se han quedado aquí, en el cementerio de los ingleses. Alguna que otra tarde me he llegado hasta el mismo y he dejado alguna que otra flor sobre las lápidas. Ha de ser triste morir lejos y terminar reposando lejos también. Sé que en las noches de luna llena se acercan a este alto para otear en la distancia, por si pudieran avistar esa tierra perdida, su tierra. Estoy segura de que todos ellos hubieran preferido reposar allí, en su lejana tierra inglesa, aquí se sienten perdidos desde aquella aciaga noche. No se lo cuento a Ginés, es otro de mis pequeños secretos. Otra de las cosas que él pensaría que son de niña, una niña con una imaginación febril. Su niña Manuela…
Ayer hizo un día maravillosamente azul, pensé precisamente en hacer una de mis excursiones a la ensenada. Es tiempo de flores, así que quise recoger unas cuantas y hacer una corona con ellas para adornar mi cabeza. Cuando me disponía a salir por la puerta roja, me topé de bruces con él. Fue como si el sol se hubiera eclipsado y todo el calor del mismo se hubiese evaporado en ese eclipse. Sentí miedo, un miedo instalado dentro, muy dentro de mí y unas ganas infinitas de darme la vuelta, de cerrar la puerta. El hombre que nos había acompañado el primer día se encontraba delante de la casa. No le había vuelto a ver, lo cierto, es que me he desconectado del contacto de los seres humanos, y ahora, es Ginés el que baja a Camariñas una vez al mes para traer todo aquello que nos hace falta. Rehúso siempre acompañarle, y gracias a eso he conseguido unas pequeñas lecciones prácticas del mantenimiento del faro, por si algo fallara en su corta ausencia. Es mi momento, mi único momento junto a él, junto al faro, y me gusta aprovecharlo. Ginés, como en tantas otras cosas, ha terminado cediendo, plegándose a mis deseos o digamos preferencias. Y ahora, allí estaba ese hombre, posando sus pequeños ojos oscuros sobre mí. A pesar de ir vestida, nunca me sentí más desnuda delante de alguien, más vulnerable. No era este ese miedo atrayente, ese vértigo deseable, era este un miedo completamente contrario, ganas de correr, de esconderme, de huir hacia donde esos ojillos de alimaña no pudieran alcanzarme. Afortunadamente apenas tuve ni que esbozar una primera pregunta, porque la puerta de la casa se abrió y allí estaba Ginés, plantado delante de ella, preguntando ya con la mirada antes que con las palabras. Luego me contaría que lo había visto desde arriba, cuando comenzó a tomar el camino, aún antes de saber quién era, ya sabía que un hombre venía. Después de unos saludos algo cortantes, la visita quedó en un mero momento, en un mero acercamiento para invitarnos el veintinueve de junio a la fiesta de San Pedro, en la Parroquia de Ponte do Porto. Tal vez vayamos, aún no lo hemos decidido, vivir como ermitaños tampoco puede llevarse hasta el máximo extremo, pero es improbable, el Faro nunca puede quedar solo, así que tendríamos que avisar a un sustituto para ese día, y eso no me gusta, y sé que a Ginés tampoco. No sé cuánto tiempo pasaremos en este faro, yo quiero, deseo, que sean muchos años, ojalá fuera para siempre, aunque sé que eso es imposible. No sé cuánto tiempo pasaré al lado de Ginés, yo quiero, deseo, que sean muchos años, ojalá fuera para siempre, aunque en este caso sé que será posible, que así será hasta que la muerte nos separe. Se me hace difícil imaginarme lejos de aquí. Apenas recuerdo ya la casa donde vivimos de recién casados. Fueron cuatro meses solamente, de ellos, no queda nada más que el breve recuerdo de unos muros blancos que Ginés adornaba cada noche con sus historias de faros, de barcos, de noches de luna llena y de noches cerradas de oscura tormenta, donde el resplandor de los rayos iluminaba su soledad. Él siempre ha sido farero, yo ahora, soy la mujer del farero, la mujer del faro, la mujer de Ginés… Su niña Manuela.
—¿Se encuentra bien? —. La voz del extraño me sobresaltó, pero me hizo regresar a la realidad, a aquella sala interior del faro que estaba visitando. Estaban emitiendo en pantalla el recorrido hasta lo alto del mismo. Actualmente está prohibido el paso dentro de él, así que los visitantes tenemos que conformarnos con ir siguiendo las imágenes y así, en plan virtual, hacernos una idea de cómo eran aquellas escaleras interminables de caracol que lograban llevar a uno hasta lo alto de aquella maravillosa construcción. Me sentí turbada y hasta avergonzada, por lo que apenas pude esbozar una excusa acompañada de una sonrisa, por mi aparente estado de enajenación. En aquel pequeño intervalo de tiempo había construido una historia, una vida soñada que me hubiera gustado hacer realidad. Sí, me hubiera gustado vivir allí, vivir enamorada rodeada del mar. Disfrutar de aquella casa, de aquel paisaje. Una de tantas vidas que a veces he soñado, y que nunca he logrado hacer realidad. Miré a mi alrededor, la gente permanecía atenta al vídeo que nos mostraba la pantalla, seguramente fuera yo la única que dejaba volar su imaginación y trataba de imaginarse una vida paralela entre aquellos muros, o quizás no, quizás en aquel mismo momento muchas de las miradas que convergían siguiendo aquellas escaleras que se mostraban en pantalla, estaban pensando algo parecido, similar. ¿Quién sabe? En cualquier caso, yo no dejaba de ser esa señora mayor que aparentemente se había quedado embobada, distraída, seguramente con una expresión absurda en su cara, mientras miraba aquella pantalla.
La visita era maravillosa, la única pena, el hecho de no poder visitar realmente el faro, el tener que conformarse con verlo así, en una pantalla, cuando lo maravilloso habría sido el poder subir de verdad aquellas escaleras, el poder asomarse de verdad a aquella impresionante cúpula acristalada. Aquella vida que apenas hacía un momento me había construido, tampoco hubiera podido ser real nunca, aquel faro era tan inmenso, que siempre trabajaron varias familias en él. No existía un único farero, y sí toda una serie de trabajadores que hacían que este inmenso coloso fuera capaz de emitir su luz cada veinte segundos. Aun así, hubiera sido maravilloso disfrutar de estas estancias, de este paisaje, de esta luz tan especial que se precipita sobre este saliente.
La visita llegaba a su fin, me encaminé hacia la salida, dejando atrás a Ginés, a mí misma siendo prácticamente una niña, llamándome Manuela… Me esperaba mi vida, la vida que quería llevar a partir de ahora, o más bien, la vida que quería descubrir en este momento. Hacía ya muchos años que había estado en aquella zona, siempre había pensado en ella como un posible destino para perderme o mejor sería decir para encontrarme. Estaba cansada de soñar vidas, de desear otros paisajes. Cansada de obligaciones laborales de las que, hasta ahora, nunca había podido permitirme prescindir. Hacía varios meses que me había jubilado, pero no tenía yo precisamente, ni me sentía, con espíritu de dulce abuelita. Tampoco tenía ningún nieto con quien poder sacar adelante ese espíritu. No quería ni buscaba nada determinado, solamente un cambio de paisaje, o tal vez llenar el hueco de la soledad en la que últimamente habitaba.
El tiempo había pasado. Curiosamente uno desea otra vida, uno desea otras cosas, muchas cosas a veces. Uno piensa siempre, haré esto, haré aquello, si tuviera tiempo lo haría... Un día, sin apenas darnos cuenta, ese tiempo se precipita sobre nosotros, y entonces ya no queremos hacer aquello y curiosamente, el tiempo, el mismo que no teníamos y soñábamos con poseer, se nos ha vuelto inmenso, nos envuelve y nos aturde hasta que no encontramos salida para el mismo. Bien es cierto, que en mis planes, al menos en mis planes de no hace tanto tiempo, siempre estuvo él presente. Él… en todo lo pensado, en todo lo soñado él era la parte fundamental, el todo sin el cual nada podría llevarse a término. Sabía que era difícil llegar a este punto y que él siguiera presente. Lo supe hace mucho años, en el momento de conocernos, y más en el momento en el que me di cuenta de que la palabra él iba ligada a la palabra imprescindible. Él también lo sabía. Siempre fue mucho más inteligente que yo, o quizás no, la constatación de una realidad evidente imposibilitaba que se dejara llevar por los sueños, y menos por aquel sueño que era irrealizable a todas luces. Pero ahora, una vez apartado el dolor, al menos el dolor lacerante, el dolor insoportable que nos golpea en un primer momento. Ahora, con el dolor diluido en mi interior, pienso que tal vez, que seguramente, el sueño siempre fue mío, que yo le incorporé a él al mismo, pero aunque él era una parte, un personaje principal, el sueño seguía estando, podía llevarse a cabo porque era mío, y yo seguía aquí, seguía viviendo y mientras lo siguiera haciendo, él también seguiría viviendo en cierta forma.
Dejé atrás el faro Vilán, dejé atrás el esbozo de una vida imaginaria que nunca había vivido y nunca llegaría a vivir. Arranqué mi coche, me dirigí a un pequeño pueblo cercano del que él me había hablado en alguna que otra ocasión. Siempre que me lo nombraba, yo, tonta de mí, me imaginaba dunas con camellos, seguramente porque su nombre tenía bastante similitud con el nombre de estos animales: Camelle. Solamente una similitud morfológica, porque nada más había en él que pudiera inducirnos a pensar en estos animales. Dejé el sol detrás de mí, y quise recordar otros momentos, otros instantes, días repetidos en los que yo conducía hacia el sol, hacia el amanecer. Siempre me gustaron aquellos momentos, eran muy escasos, se daban unos días determinados del año, convergían la hora, el estado del cielo, el momento exacto en el que el sol empezaba a salir. En esa convergencia, yo conducía hacia el trabajo, me desplazaba hacia un cielo rojizo que me envolvía y me subyugaba, teniendo que sobreponerme a la necesidad imperiosa de seguir conduciendo, de avanzar hasta fundirme con aquel rojizo amanecer. La mente es selectiva, vivimos miles de días, millones de momentos, nos quedamos con aquellos que por algún u otro motivo nos han hecho vibrar, nos han dejado impresa su huella. Así, perseguimos amaneceres, sentimos caricias que ya no existen, el eco de voces que se extinguieron, olores que nos asaltan y que pudieran ser similares o análogos a aquel que era único y que perdimos, experimentamos el gusto revenido de la felicidad añeja que subsiste en la memoria, pero ese es nuestro final, nuestro presente en ese tiempo final, ser hijos de nuestros recuerdos.