Relato 17 - El más oscuro de los agujeros oscuros

El más oscuro de los agujeros oscuros

 

Miguel Rojo, el más temido jefe criminal de la Costa del Sol, despertó poco a poco, conforme los restos de la droga en su organismo iban desapareciendo. En unos primeros y breves momentos se sintió bien, cómodo, sumergido en el plácido bienestar que la sustancia le provocaba. Luego vino el desconcierto, ¿qué había pasado?, ¿dónde estaba?, ¿por qué no veía nada?

De golpe, en un choque brutal, llegó el horror. La espantosa idea, que había sido su más aberrante pesadilla desde la infancia, parecía haberse convertido en realidad. Lo habían enterrado vivo.

Intentó mover las piernas, pero las tenía encajonadas y apenas disponía de unos centímetros de holgura. Si pudo estirar los brazos con alguna dificultad, se llevó las manos hasta la cara, y luego se palpó el pijama con el que él mismo se había vestido antes de ir a la cama.

Tanteando los laterales acolchados se cercioró, espantado, de que estaba en el interior de un ataúd donde no llegaba el más tenue rastro de luz. Empujó frenético, con toda la fuerza que da la desesperación, pero la tapa de la caja estaba firmemente cerrada y no consiguió que cediese ni un milímetro. Completamente enloquecido gritó, aulló, golpeó, pataleó, y se revolvió furioso y aterrorizado en el poco espacio de que disponía sin conseguir más que aumentar su desesperación.

Cuando le venció el agotamiento, intentó serenarse. Recurrió al último resto de la sangre fría que le había hecho famoso, y poco a poco consiguió imponerse algo de calma y pensar con serenidad. Fue consciente de que podía respirar normalmente, el aire le llegaba fresco y limpio, y eso debía significar que todavía no estaba bajo tierra.

A lo largo de toda su vida, tanto dormido como despierto, había sido victima de la obsesión de que le ocurriese, precisamente, lo que acababa de pasar. Pero él era un hombre poderoso, de acción, y había tomado las medidas adecuadas. Su esposa, su hombre de confianza y su abogado tenían severas y claras instrucciones. Dos médicos distintos deberían certificar la muerte, se respetarían escrupulosamente los plazos que la ley establece para la inhumación de un cadáver, y durante el velatorio deberían dejar la tapa de la caja abierta.

Había dispuesto también que fuera incinerado, así, en el peor de los casos, se convertiría en cenizas en lugar de despertar en el más oscuro de los agujeros oscuros.

Sólo tendría que calmarse un poco, resistir, y pronto volvería de nuevo a ver la luz. Menudo susto les iba a dar, sonrió pensando en que su fama de hombre duro, indestructible, se convertiría en leyenda ahora que había vencido a la muerte. Seguramente acababan de meterlo en esa maldita caja, pero enseguida vendría alguien a sacarlo de ahí.

Algo debió pasarle por la noche, un desvanecimiento, algún tipo de colapso. Y esa puta asquerosa de su mujer, en vez de seguir al pie de la letra sus instrucciones, se apresuraba a encerrarlo en un ataúd. Se iba a enterar. Ya no la aguantaría más.

Era la madre de sus hijos, sabía demasiado de él y de sus turbios negocios, y la había soportado todos esos años sabiendo que un divorcio en sus condiciones era peligroso, pero eso se había acabado. Tendría que sufrir un triste accidente. Ya pensaría en algo; precisamente era su especialidad.

El día había sido como tantos otros, sin nada que destacar, salvo que antes de volver a casa pasó por uno de sus clubes de alterne. Habían llegado unas chicas de Ucrania, menores y algo rebeldes, pero ya se encargaría de domarlas como había hecho siempre. Una era muy jovencita y su aspecto infantil le atrajo. Decidió perder veinte minutos; al fin y al cabo también él se merecía un descanso. Tuvo que golpearla para que dejara de resistirse, y eso hizo que aún le supiera mejor. Llegó a casa relajado y a gusto consigo mismo. Por un momento pensó en su propia hija y se alegró de poder protegerla. El mundo era una mierda, pero él estaba en el lugar adecuado y tenía la sartén por el mango.

Pronto acabaría todo. En cualquier momento se abriría la tapa y la luz del sol lo cegaría. Nunca imaginó que se podría añorar tanto al sol. El tiempo pasaba lento y el frío era atroz. Se consoló pensando que en su situación los segundos duraban horas y las horas, años. Cuando alguien llegara a sacarlo de ahí comprobaría asombrado que sólo había sido un rato. Un maldito y puto mal rato.

Los negocios le iban bien, la vida le sonreía, y ganaba más dinero del que era capaz de blanquear. La prostitución, el hachís que vendía al centro y norte de Europa, las drogas modernas que traía a España desde Holanda, y por último las urbanizaciones con las que destrozaba el litoral del sur le estaban convirtiendo en el hombre más rico, temido y respetado de su mundo. Pronto volvería a disponer de toda su fuerza y todo su poder, y esa mujer suya sería la primera en lamentarlo.

¿Cómo podían tardar tanto? Tendría que ajustar algunas cuentas. Seguro que ella los estaba entreteniendo con lloros y lamentos. Si sería puta que se estaba tirando al entrenador de tenis. Él lo sabía de sobra, desde el primer día. No en vano se lo había encargado él mismo al tenista. Era mucho mejor así, por lo menos sabía con quien, cuando y donde le engañaba; y ya decidiría como acabar la aventura.

Él era un triunfador, pronto saldría de ahí y retomaría la vida con un ansia y una vitalidad nueva. Sus enemigos desearían no haber nacido, y expandiría sus negocios a las pocas áreas donde aún no llegaba: las grandes cadenas de hoteles, las inmobiliarias, y por fin: la banca. El único obstáculo era su socio, y a la vez competidor, Luca Baldisi. Otro pájaro de cuidado, un pajarraco mejor dicho. Capaz de cualquier cosa. Sólo hombres de la talla de él, de Miguel Rojo, eran capaces de torear esas bestias. Conocía bien a Luca, igual que Luca lo conocía a él. Habían sido cómplices, y lo seguían siendo en muchos trapicheos y negocios turbios. Pero pronto eso iba a cambiar y todos los Baldisi y su corte de mafiosos comedores de espaguetis desaparecerían para siempre. No tendría entonces ni un solo obstáculo para adueñarse de toda la costa del sur, el levante de España, y de los nuevos puertos deportivos que se diseñaban para el norte de Marruecos.

El único problema que preveía a medio plazo era tener tanto dinero, riqueza y poder que llegara a perder el control sobre él. No confiaba en nadie, y la mera sospecha de que alguien pudiera traicionarle le provocaba un terrible e irrefrenable ataque de cólera.

Pero antes de nada tenía que salir de ese maldito ataúd. Aquello era insoportable. ¿Dónde cojones estaba su mujer? ¿Por qué no venía Mario, su colaborador más cercano? ¿Y Fernández, ese abogado repelente y asqueroso, pero tan endiabladamente útil? ¿Por qué no venían ya? ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!

Otro ataque de ira y locura estuvo a punto de dominarle, pero se mordió furioso los labios hasta sangrar e imponerse, gracias al dolor, con el control de sus nervios. Pronto acabaría todo.

Quiso animarse pensando en su última gran jugada, su golpe maestro. Estaba tan orgulloso de su estrategia para deshacerse de Baldisi y su organización que a veces le entraban ganas de reír. Pronto disfrutaría de su éxito y se adueñaría del imperio de su antiguo socio. En la última carga de hachís que Rojo había traído desde Marruecos para los hombres de Luca, había introducido una pastilla que simulaba a las de droga, pero que en realidad era una baliza que le facilitó la Brigada Central de Estupefacientes de la Policía Nacional. El chisme informaba vía satélite a los agentes de los movimientos de la mercancía y, cuando les pareciera el momento adecuado, actuarían y detendrían a todos los miembros de la banda. El plan se había fraguado a lo largo de un año de contactos entre los policías y Rojo. Éste les había facilitado los nombres, teléfonos, direcciones y todos datos que precisaban para llevar a cabo la operación. Sólo faltaba un delito flagrante que redondease las diligencias, y eso estaba a punto de ocurrir gracias a su idea.

De repente, en medio del silencio casi eterno, sonó estridente, pero inconfundible, el timbre de un teléfono móvil. El sobresalto pudo llevarlo a la tumba, aunque ya eso no parecía necesario. Un siniestro resplandor azulado anunciaba el lugar donde alguien había puesto el aparato, en una obertura del acolchado interior de la caja, sobre el vientre de su ocupante. Incapaz de dominar los temblores, Miguel tanteó hasta hacerse con el receptor, y presa de una ansiedad y una excitación indescriptible respondió a la llamada.

—¿S....si.....Oiga? Necesito ayuda ¿Me oye? ¿Oiga?

Nadie respondió. El hombre lloraba, pataleaba, y con la mano libre se arañó la cara en un gesto incontrolado de desesperación.

—Hola Miguel.

—¿Hola? ¿Me escucha? Por favor, tiene usted que ayudarme.

—No te canses, Miguel, escúchame tú.

—Por favor, por favor, Luca —había reconocido a su interlocutor— sácame de aquí. Me han encerrado en un ataúd.

—Ya lo sé. He sido yo. Y ahora cállate de una puta vez y escucha. ¿Tú te crees que los demás somos tontos? ¿No pensaste que yo podría tener a alguno de los tuyos a sueldo, igual que tú haces con los míos, y que me han ido informando de tus enredos? ¿No se te ocurrió, tampoco, pensar que el tenista que se folla a tú mujer está a mis órdenes? Gracias a ella nos hemos informado de tus manías, y su ayuda nos ha facilitado mucho las cosas para ponerte donde estás.

—Por favor, Luca, te daré todo lo que quieras...

—No te preocupes, ya no tienes nada que yo no pueda coger. Pero no quiero abusar de tu tiempo. Por cierto, del aire no te preocupes, aunque tienes muchos kilos de hormigón encima, hemos dejado una tubería para que respires sin agobios el tiempo que quieras. Ahora te dejo, Miguel. No puedes hacer llamadas desde ese aparato, así que descansa en paz.

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