Relato 15 - Estrellas y cajas azules

 

ESTRELLAS Y CAJAS AZULES

 

Básicamente, Juan John trabajaba con grandes montones de mierda. Y no pensaba que hubiese de tener vergüenza en decirlo así. La recibía cada jornada a brazos abiertos en la boca del estrecho túnel, bien preparado con su mono gris, sus guantes grises, y su aparatosa máscara. No era un trabajo como para sentirse orgulloso, es cierto, pero alguien tenía que hacerlo. Y ese alguien, era él.

Sabía que dentro de la nave no había puesto peor que el suyo, y por ese motivo vivía al margen del resto de la tripulación. Con su propio cubículo de habitabilidad periférica, con su propio comedor, su dormitorio, y sus corredores de servicio al igual que estrechas venas intestinales discurriendo por el bajo vientre de la nave. A pesar de todo, John no se pasaba el día rumiando su desdicha y odiando a los de arriba. Era un profesional, y simplemente hacía lo que tenía que hacer mientras esperaba ahorrar lo suficiente para, llegadas las Navidades, pasar su mes de vacaciones en la Tierra.

La mierda aparecía embutida en unos receptáculos plásticos de color azul que llegaban regularmente a través de la cinta transportadora. Mierdas de todas las formas, tamaños, y colores. Y John, casi sin mirar, podía adivinar cuál era la sección de procedencia aplicando a la nariz su particular escala de hediondez. El olor de base era aproximadamente el mismo en todos los casos: olor, a mierda. Daba igual de qué o quién. Lo que realmente diferenciaba unas de otras, eran los matices. En algunas despuntaban los tufos a miel y fruta pocha, en otras predominaba el olor a pescado podrido; y otras, portaban una compleja amalgama de aromas a cadáver descompuesto, cuyo estómago roído de gusanos escondiese los restos a medio digerir de otro bicho. Sólo los años de experiencia podían otorgar esa cualidad tan especial. Aunque los contenedores venían bien cerrados, nada podía evitar que las repugnantes partículas odoríferas se abriesen paso a través del grueso plástico de las tapas, y el hedor atravesase incluso el micro-filtro de su máscara. Lo que más le sorprendió siempre, fue que, sin duda, el peor olor era el de la mierda humana. Y de esta había más que de ninguna otra.

La ZOONYX tenía una tripulación permanente de setenta personas, pero llegaban de doscientos a trescientos nuevos individuos cada día. Naves de enlace cargadas hasta los topes de turistas adinerados, universitarios con su viaje de fin de carrera subvencionado, grupos organizados de la tercera edad, etc. Y todo eso, hacía mucha mierda nueva cada día. Aunque, pensándolo bien, y por razones obvias, era el olor al que uno acababa acostumbrándose primero. Quizá, sólo quizá —pensaba John comentándolo con su amada Virginia—, había un tipo de mierda peor que la humana, y era la de un Qadriterio con el estómago revuelto. Y bueno, alguna otra de la que no se acordaba en ese momento.

Juan John siempre tenía mucho tajo. Cogía cada contenedor, según iban llegando, y lo depositaba en la plataforma basculante. Ese mecanismo, automáticamente lo entornaba y lo giraba, y luego lo abocaba al dispositivo de vacío. Bajaba después una compuerta al compás de una alarma sonora y una luz rotativa, y sellaba herméticamente la máquina. John se asomaba a la ventanita y comprobaba que el gancho y la cremallera retiraban la tapa correctamente. Luego se abrían los pestillos y afloraba el sifón de vacío. Y la mierda del cajón era succionada por el espacio exterior y arrojada a él como una gran vomitona, flotando en hebras y diminutas perlas oscuras que se alejaban formando una dispersa y amplia nube de mierda.

John podía observar todo el proceso, desde la claraboya de control, unas trescientas veces al día. Algunas veces la tapa se atascaba con la cremallera y John debía abortar el proceso automático, abrir la compuerta, y recolocarlo todo de nuevo. Si tenía suerte y el receptáculo contenedor no estaba muy lleno, lo único que sucedía es que el retraso le obligaba a ir después un poco más deprisa con los que esperaban acumulados al final de la cinta. Pero si este venía lleno hasta arriba, y dada la inclinación de la bandeja, la mierda al fin rebosaba por encima de toda la plataforma, el mecanismo y sus soportes. Eso, y algún contenedor de los que, en alguna ocasión y por causas difíciles de determinar, acababan volcados sobre la cinta transportadora, eran de lo peor que le podía pasar a John en su día a día particular.

Juan John no estaba particularmente triste. Tampoco alegre. Pero la soledad había hecho mella en su ánimo. No podía decir que su vida era una mierda, pero casi. Ganaba un buen sueldo, siempre que se comparase con el de cualquier trabajo normal en la Tierra, pero netamente inferior al de sus compañeros, aunque fuesen subcontratas de limpieza de las cubiertas exteriores. Y es que, tradicionalmente, el puesto en PSOW (sección de procesamiento de residuos orgánicos) acogía operarios que pocas veces aguantaban más de tres meses allá abajo. Justo hasta que acababan hartos de esperar un puesto mejor, que se prometía de palabra, pero que nunca llegaba. John era la excepción, y lo que siempre esperó encontrar Zeus, el encargado de sólidos, gases, y fluídos desechables. Una persona sin ambiciones es una persona que no se distrae y que no aspira a pedir aumentos de sueldo. Se conforma con que sus jefes no tengan nunca que llamarle la atención por nada. Y de esas características, la ZOONYX tenía la gran suerte de haber encontrado a Juan John.

 

Los accionistas de la empresa eran pilotos del ejército espacial jubilados, exploradores y xenobiólogos ya retirados, algunos de ellos con más de veinte años de servicio a las espaldas. Tuvieron oportunidad de viajar por toda la galaxia, y visitar infinidad de mundos distintos, no sólo los treinta y tantos que muestran las enciclopedias virtuales. Y de aquellos viajes regresaron con cosas sorprendentes. Evidentemente sabían que nada vivo llegado de fuera de la Tierra podía acercarse a menos de doscientas cincuenta mil millas. Por eso compraron a precio interesante una vieja e inmensa nave de carga bielorrusa que se hallaba lista para el achatarramiento en los astilleros lunares de Rustymoon Scrap & Recoveries. Ya tenía desmontados el pulso-estator y los módulos ciclónicos, con lo cual estaba inoperativa para realizar desplazamientos autónomos. Pero tampoco los necesitaban. Se conformaban con que conservase sus generadores auxiliares, y para sus intereses, así como estaba les venía de perlas. Una nave remolcadora la llevó hasta dejarla situada en órbita lunar, y contrataron varias empresas del ramo para revisarla, repararla, y realizar las oportunas transformaciones.

Pasaron cinco largos años publicitando la idea por todas partes. Finalmente encontraron el dinero, y gente que apostó por ellos. Y se financiaron importantes fases del proyecto que se habían ralentizado por la ausencia de fondos. Compraron, no ya uno, sino dos transbordadores de segunda mano. Se reacondicionaron para el tránsito atmosférico, y se construyó una nueva subestación de enlace en el puerto de lanzaderas de Florida. Hubo numerosas trabas legales, papeleo infinito y demandas judiciales que solventar, dejándose un buen pellizco del presupuesto en abogados. Y también ganaron el recurso que interpusieron tres colonias lunares cuando el cibertribunal de primera instancia dictó sentencia a favor de Living Galaxy.

Ocho años y medio después, el zoo espacial estaba terminado y listo para acoger los animales en los domos interiores. Los huevos y embriones de docenas y docenas de criaturas, que habían esperado congeladas en los laboratorios marcianos MB-Mars Biogeochemistry, empezaron a trasladarse a la ZOONYX a toda prisa. Cada día de más les costaba una fortuna. Necesitaban dinero rápidamente, y los bancos presionaban cada vez con más insistencia.

Living Galaxy, como empresa, sabía que para conseguir que alguien se gastase diez mil astrodólares en hacer ese viaje, es porque esperaría que lo impresionaran de veras. Por tanto, nada de plantas endosimbióticas o bichitos autótrofos, interesantísimos para la ciencia pero anodinos y aburridos para el resto del mundo. Los socios se conocían de muchos años atrás, y ya entonces tenían bien perfilada la idea de cómo habría de ser el negocio que les asegurara un cómodo retiro para ellos y sus familias.

Lo que la gente querría, sería que le enseñaran cosas nunca vistas. Bestias increíbles, monstruos críptidos, y criaturas de pesadilla. Y a buen seguro que iban a tener todo eso, y más aún. Los visitantes iban a saber qué era exactamente un Carnífago de Tabit, cuando contemplara un depredador-de-depredadores en vivo y en directo. El monstruoso imago de un animal, cuyas crías necesitaban migrar constantemente para salvaguardarse de los feroces adultos, en una aberrante carrera por la supervivencia, experimentada desde el terrible caos que era su propio planeta. Se espantarían de ver aquella criatura de tonos lapislázuli, recorrida de púas, antenas, y patas retorcidas, y tan grande como un automóvil. No menos asombro les produciría descubrir a los enormes y amenazantes Osos de Gaon o a los impresionantes Krakeratoterastios. John los había visto todos porque cuando arribó a la nave con su grupo, como a todos los nuevos, se les emplazó a realizar una tournée de cortesía por todas las dependencias. Por supuesto, también visitaron el monstruoso zoo. Pero a él, lo que vio no le gustó demasiado. Y tampoco se encontró cómodo haciendo el recorrido junto a sus compañeros de travesía. Risitas, miradas furtivas, comentarios en voz baja y conductas más propias de patio de colegio, daban fe de que se había corrido la voz entre los de su grupo. El “quitamierdas” se estaba poniendo al día, y tomaba un primer contacto con sus benefactores.

 

Lo cierto es que lo habían dejado todo muy bonito. La cubierta principal tenía una sobria arquitectura que guardaba gran semejanza con la que mostraría cualquier terminal de un aeropuerto de lanzaderas civil. Con sus tiendas de souvenirs y sus típicos restaurantes. Había dos hoteles de quinientas y pico habitaciones, casi siempre llenos, y un hotel de lujo en popa. Elegantes pasarelas de acero y cristal retro-iluminado, y recorrido de luces verdeazuladas, que discurrían por los laterales de aquellos inmensos pabellones que antes fueron oscuros compartimentos de carga preparados para transportar decenas de miles de toneladas de mineral. Dichas pasarelas discurrían como largas y brillantes serpientes entrelazadas, trazando suaves curvas y zigzagueando entre los grandes mamparos a medida que avanzaban a través de las enormes salas.

El zoo se distribuía en cuatro niveles diferenciados. El superior o “nivel 1”, acogía unos cuarenta tipos de bestias con patas, y dos anecdóticas especies anfibias. A la entrada, un holograma informativo anunciaba en grandes letras que se fundían sobre la ropa de los recién llegados: “GRANDES DEPREDADORES DE SUELO”. Coincidía con el nivel de acceso principal y por tanto era lo primero que los visitantes veían. El animalario se dividía en cuatro departamentos separados, designados según las características más notables de los bichos que acogiesen. La sala de bestias selváticas se iluminaba en verde. La de bichos de climas fríos, en azul. Hábitats de pantano en morado, y las de calores extremos en tonos rojos y anaranjados. Las cúpulas quedaban abajo, justo en el “ojo” que formaban las pasarelas dobles al entrecruzarse, con lo cual el turista podía rodearlas y tener una visión panorámica desde un plano superior.

Los turistas, aún con la boca abierta y no sin cierta aprensión, comenzaban a descender al “nivel 2” empezando a preocuparse de la seguridad existente, toqueteando los grandes cristales, sopesando su grosor, y meneando las barandillas de acero por si acaso cedían siquiera un milímetro. Pese a la dulce y tranquilizante voz de las guías virtuales, solían caminar todos bastante juntos, y eran pocos los que se quedaban rezagados admirando esta o aquella criatura no fuera que al bicho le diese por entornar los ojos hacia arriba y fijase la vista en ellos.

El segundo nivel abría los ojos al mundo aéreo, y el viajero sentía cierto alivio pensando que allí encontraría pájaros exóticos de dos o quizá más pares de alas, profusamente coloreados… y cosas por el estilo. Cuán disgusto era para algunos descubrir en primer lugar a “Ricardo” (así es como cariñosamente lo habían apodado sus cuidadores), expuesto en primer lugar diríase a propósito para alterar incluso al más templado. Ya no eran cúpulas, sino estructuras cilíndricas de treinta a cincuenta pies de diámetro, y que iban desde la base al techo; por tanto, permitían ver en vuelo, planeo, o salto a aquellos horribles seres. Y sí, en efecto, “Ricardo” miraba hacia arriba con sus grandes ojos compuestos. Escupía dos tentáculos verdes, extremadamente largos y pegajosos, que se agarraban al cristal y le permitían darse impulso como un tiragomas a través de su atmósfera de nitrógeno y metano, pegando su boca cual enorme ventosa unos veinte metros más arriba, y así sucesivamente. A cada salto, un sonoro “¡clonck!” en el cristal paralizaba unos segundos el corazón de los que estuviesen más cerca —“construidos con un cristal de zafiro sintético y reforzados con una micro-rejilla de titanio, invisible a nuestros ojos”—, y daba igual lo que dijese en ese momento la señorita del intercomunicador.

Con el ánimo soliviantado, pasaban rápido dejando atrás a los Forgídeos moteados de Eglinoo y a los tremendos Veliferontes.

Entre los niveles 1 y 2, 3 y 4, se extendía una cubierta de servicio intermedia que acogía no sólo un restaurante elegantemente decorado, sino un distribuidor general que atendía la mayoría de las necesidades de las cúpulas, de los grandes cilindros, y de los gigantescos acuarios del piso inferior. Infinidad de tuberías circulaban de un lado a otro hábilmente disimuladas por paneles y suelos forrados de xamoled, cuya decoración activa mostraba agradables imágenes de lejanas galaxias, o planetas con cascadas y playas desiertas. La gente invariablemente ocupaba las mesas aún sin demasiado apetito, imitándose unos a otros, y buscando olvidar los horrores del piso de arriba en aquel cálido y agradable rincón, oasis de normalidad, que tanto les recordaba las estaciones de metro de sus ciudades de origen. Así con todo, la actividad humana, el susurro de las conversaciones, las idas y venidas de platos y vasos llenos con comida y bebida, no lograban distraer del todo la atención de los comensales, y el que más y el que menos pensaba, aunque fuera sólo un segundo, qué es lo que pasaría si uno de aquellos cristales de arriba se rompiese…

De tal manera se cumplía esta norma, que prácticamente sin excepciones la gente acababa refugiándose en el WC, como queriendo sus diez minutos de intimidad, buscando su espacio a solas, pensando en lo que había visto y en si podría dormir esa noche. Y entonces, resolvían que el estrecho contacto con el grupo era lo que proporcionaba seguridad, aun inconscientemente, como un banco de peces que se arremolinan unos contra otros. Y se les ocurría pensar qué pasaría si al salir del servicio observasen que todo el mundo, casi en secreto complot, hubiese decidido pagar sus menús y levantarse de la mesa para continuar la visita sin esperarlos. Esos instantes de paranoia sobrevenían en el momento de máxima debilidad, y automáticamente ponían las cosas más fáciles: relajaba esfínteres, aceleraba el proceso, y permitía que grandes plastas de mierda licuada y maloliente se perdieran tubería abajo hasta llegar a un gran distribuidor de mierdas que dejaría los regalos almacenados en un práctico contenedor azul.

 

Juan John, como experto catador de olores, casi podía adivinar a qué hora llegaban a sus manos los recipientes venidos de la cubierta intermedia del zoo. Ya muchos metros atrás, perdidos en el angosto túnel, los contenedores empezaban a filtrar el hediondo aroma que destilaba el miedo, y que, como una corriente invisible, encontraban el camino de salida mucho antes de que la caja azul apareciese ante sus ojos. Era cierto. Tan cierto como que John, cada día, alrededor de las tres y media, se mareaba tanto con el olor que incluso padecía curiosas alucinaciones… “¡Marchando una mierda de turista cagado de miedo!”…y John respondía para sus adentros: “¡Oído cocina!.

John también tuvo bastante miedo aquellos primeros días, cuando empezó su trabajo en la ZOONYX, porque a él también se le pasaron por la cabeza cosas extrañas. Pero allí al menos estaba más alejado del zoo, más protegido, y se convenció de que su cubículo personal era un buen lugar, y en donde poder sentirse seguro. Dormía aceptablemente bien desde entonces, e incluso se fue acostumbrando al aspecto de los bichos a base de repasar una y otra vez el catálogo del zoo.

Su jornada laboral estaba estructurada en turnos flexibles, y dependía de varios factores que acabase de trabajar a una hora u otra. Por ejemplo, del número de receptáculos que se hubiesen acumulado en la cinta transportadora por la noche. Así, después de empezar puntualmente a las ocho, podía estar de una a dos horas quitando mierda a destajo, hasta que la cinta se iba despejando y comenzaba a moverse de continuo. Quizá ya era demasiado trabajo para una sola persona, pero John no se quejaba de ello. Prefería estar un par de horas más de la cuenta todos los días, antes que le pusiesen al lado un compañero y estar soportando sus quejas y diatribas, o aguantar que se mofara de él a sus espaldas pensando que era el “pringado” que llevaba aguantando ahí más tiempo. Ya hubo de pasar por eso antes, y no tenía ganas de que se repitiera. Si, era mucho mejor trabajar solo. No le importaba no tener conversación. Se organizaba a su modo sin tener que dar explicaciones, y seguro que podía hacer el trabajo tan bien o mejor que con alguien al lado, que más que otra cosa, haría estorbar.

La soledad que a John le interesaba espantar de su vera estaba relacionada con el tiempo de ocio, porque, a pesar del trabajo duro, aún había demasiadas horas libres, y estas no se llenaban tan fácilmente. Menos mal que la tenía a ella: Virginia. Su amor secreto e inconfesable. Si alguien llegara a enterarse de lo que John había traído en la maleta, se moriría de vergüenza. Pero sólo gracias a ella había conseguido sobrevivir en aquel rincón sin volverse loco. La muñeca hinchable costaba tanto como el sueldo de tres meses, pero la había amortizado de sobras. El modelo más caro y sofisticado que pudo encontrar el pasado año Santa Claus. Totalmente personalizable y configurable, las primeras veces le sirvió puramente para el alivio personal, y hubo de probar con ella todos y cada uno de los arreglos de serie. Virginia fue asiática, brasileña, selenita, rubia, morena, de pechos grandes, de pechos adolescentes, con vello púbico artificial, o rasurada… había pasado por todas esas etapas en infinitas combinaciones. Y como a veces pasa cuando se empieza a dominar el módulo interactivo de esos chismes, al fin se aplicó a ella un modelo real tomando fotos y grabaciones de voz. Dado que John no veía mucho a sus compañeras, hubo de aprovechar la visita de la responsable de recursos humanos, y tomar un video sin que ella se enterase.

La Virginia de carne y hueso era joven y bien proporcionada, aunque el amplio mono de trabajo de la compañía apenas dejaba espacio para la imaginación. Lo importante, es que se mostraba amable con él, y ambos tenían un buen trato. Y llevaba los labios pintados. Y seguro que debajo del uniforme se escondían dos hermosos pechos, no muy grandes, y un trasero redondito donde hincar a gusto los dedos. Y si se soltase el moño seguro que desplegaba una larga y hermosa cabellera, suave y sedosa, como la que traía de serie la Virginia de alma mecatrónica y piel de látex.

Pero debía esperar tres meses a que la Virginia de carne y hueso regresase a comprobar cómo marchaba todo allá abajo. La ausencia de partes negativos daba a entender que todo estaba bien, y ella no tenía la necesidad de acortar el tiempo entre las visitas. Aunque bien pudiera haberlo hecho si hubiese querido… Él estaba casi seguro que tampoco tendría tanto trabajo allá arriba. Y en la nave se tenía mucho tiempo libre. Aunque sólo fuese por verlo a él. Aunque solo fuese porque le gustara una pizca. Aunque solo fuese, porque le picaba un poquito la curiosidad. Aunque sólo fuese… porque le daba lástima. Pero no… Nunca se dignó en saltarse el rutinario protocolo de visitas porque como Juan John temía, en realidad, él le importaba una mierda. Ella, si fuese lista, se follaría un par de compañeros cada semana; y si no, tendría una pareja que la follaría hasta que se cansase y se buscase otra nueva amante. John se había planteado su propia estadística, en la cual, una vez diferenciados por sexos y calculando un promedio de tres polvos semanales, dedujo que al cabo de cinco años todas y todos habrían follado a todos y todas alguna vez. Excepto a él, claro.

A Virginia no le importaba el olor a mierda. A Virginia le daba igual quedarse en pelotas todo el día. Y nunca se quejaba y siempre estaba dispuesta. Su conversación era monótona al principio, aunque divertida de escuchar en los diferentes acentos: que si: “oh, cariño, qué bien me la metes…”, que si: “mi vida, como me pones, más adentro, más adentro”, que si: “cielo mío, como me haces gozar…” Pero con el tiempo surgió un pequeño problema entre los dos: Juan John se enamoró. No sabía si de su “plasticosa” compañera, o de la Virginia de carne y hueso. Y entonces, John empezó a preferir que ella aguardase su regreso vestida. Y la pidió perdón por haber usado el orificio vibrante que no debía, y lo mismo para el orificio de succión con seis velocidades. Y se mostró respetuoso con ella y empezó a grabar en su memoria diálogos que él mismo se inventaba. Y de aquello hizo su hobby. Escribió muchos guiones distintos, imaginó conversaciones y vidas ficticias, y entonces, después de hacer el amor, ella podía hablarle de muchas cosas interesantes. Cosas que él ya conocía, pero no le importaba que las repitiese porque en su dulce voz sonaban reales. Juan John imaginó que Virginia se sentía preocupada si llegaba tarde, y que se alegraba de verlo a su regreso. Y le preguntaba cómo se sentía, y si estaba cansado de sacar tanta mierda. Y John en agradecimiento se la follaba, le daba un beso de amor, se daba la vuelta, y se dormía tranquilo.

 

Zeus disfrutaba humillando a Juan John porque de esa manera se resarcía un poco de la frustrante situación por la que atravesaba. Sus jefes habían pasado totalmente de él, habiéndole dado el ascenso a Gómez. Esa puta escalaba de nivel mientras él debía seguir allá abajo en una asquerosa oficina rodeada de tuberías malolientes. Y no sería porque no hubiese puesto todo su empeño. Se ve que la zorra la chupaba mejor... Lo único que lo reconfortaba era saber que había alguien que siempre estaría peor. Aquel imbécil jamás fallaba en sus tareas. La depuradora nunca se atascó por un exceso de mierda sin retirar. Tanta eficiencia, podía ser la causa de que a la dirección le interesara que las cosas se quedasen como estaban. Pero él no era el responsable, joder. Ese John, era una puñetera máquina de sacar mierda a la que nunca se podía abroncar. Un tipo que recibía su catering automático y que nunca se quejaba del repetitivo menú. Un elemento que nunca se asomaba a los salones de ocio para tener conversaciones de mierda con los compañeros. Un sujeto que nunca salía de su agujero, aunque solo fuese para respirar aire sin olor a pedo. Un tipo extraño del que nadie sabía casi nada. Suponían que tenía familia allá en la Tierra. Solo lo suponían. Una asquerosa mezcla de anglo-hispanos fracasados; con unos padres retrasados que habían parido un jodido subnormal “quitamierdas”. Si, definitivamente ese tal John era un tipo repugnante al que poder humillar y despreciar con total comodidad y sin remordimientos.

John estaba acostumbrado a que su jefe, diez años menor que él, no le hiciese ni puñetero caso. Un breve contacto diario por video-chat de apenas diez segundos de duración, para decirse únicamente que todo estaba bien. Nada más que eso. John pensaba que alguna vez debería venir y comprobar que el equipo estaba limpio y bien engrasado. No por nada. Solo, porque a todo el mundo, aunque fuese de tanto en tanto, les gustaba creer que le habían dado una palmadita en la espalda. Eso ayudaba mucho, incluso a un “quitamierdas” como él. O simplemente, preguntarle qué tal lo llevaba. Solo eso.

Pero de pronto, la rutina se vio interrumpida por una serie de “imprevistos”…

Zeus llamó a las ocho. Como cada día. Pero esa vez, le indicó a John que unos operarios de mantenimiento habían bajado a revisar la cinta transportadora y se habían tenido que marchar, asqueados de encontrase todo lleno de “suciedad” proveniente de receptáculos que habían volcado. Y todo eso había que limpiarlo a conciencia cuanto antes, mejor. John detuvo la cinta transportadora, encendió las luces de servicio y cogió el maletín de limpieza. Se metió por la estrecha boca del túnel y avanzó como pudo esquivando los contenedores azules mediante difíciles contorsiones. Avanzó lentamente encontrando todo bien, pues no había mes que John no encontrara tiempo para revisarlo todo. Y cuando llevaba recorridas más de doscientas yardas sin encontrarse nada, pensó que hubiese sido mejor empezar por el otro extremo, al que hubiese accedido más cómodamente por el corredor de servicio.

Borracho de emanaciones pestilentes, llegó casi al final de la cinta transportadora para encontrase un panorama desolador. No comprendía porqué, pero allí había un montón de mierda que nunca antes se había encontrado. Y se pasó casi tres horas limpiando el suelo, la cinta y los rodillos, además de su propio vómito. Hacía tiempo que no sufría náuseas, pero aquello superaba cualquier cosa que hubiese visto antes. Desconsolado, comprobó además que la cinta había esparcido su goteante contenido hasta la misma boca de la depuradora de aguas fecales.

 

Virginia le preguntó por qué había tardado tanto, y le comentó que estaba muy preocupada. Pero John ese día no tenía ni ganas de hablar. Se quitó el buzo y los guantes pringados de mierda, y los introdujo en la higienizadora. Puso a rehidratar al vapor una crema de verduras y tomó con pocas ganas una cena con olor a mierda. Y se dio una ducha de vapor a las cuatro de la madrugada y se tumbó exhausto sobre el catre. Había sido un día de mierda. Casi tanto como la jornada que le iba a esperar en pocas horas.

 

Zeus llamó a las ocho. Como cada día. Pero esa vez, le indicó que al día siguiente se haría un simulacro de incendio en la cubierta M. No habría avisos previos. A una hora indeterminada, sonarían las alarmas. Todo el personal de la planta de procesamiento de sólidos, líquidos y gases desechables, debería seguir el protocolo y presentarse en el punto de encuentro M3. Y “todo” el personal de entonces, eran dos personas.

Virginia le preguntó por qué había tardado tanto, y John balbuceó alguna cosa. Los simulacros eran trimestrales, y no hacía dos semanas de la última vez. Pero John estaba muy cansado. Apenas podía hablar de cansado que estaba. Puso su ropa en la higienizadora, rehidrató unos filetes de merluza, se dio una ducha de vapor, y a las once y media se tumbó sobre el catre. Esa vez, también se olvidó de dar las buenas noches a Virginia.

 

A las tres y media de la tarde, cuando más receptáculos de mierda había acumulados, sonó la alarma de incendio. Juan John paró la cinta transportadora, se quitó la máscara, y salió por el túnel de servicio hasta encontrase en el pequeño distribuidor que se dividía en racimos de estrechos pasillos, pasadizos y travesías. Pese a las etiquetas, era muy fácil perderse allá abajo. John zigzagueó una y otra vez y tomó una escalerilla. Y otra más. Y subió un nivel tras otro hasta completar el laberinto y llegar por fin a M3.

—Hola, John. Siete minutos. ¿Acaso se extravió por el camino?

—No señor.

—En caso de peligro real, un minuto arriba o abajo puede ser la diferencia entre estar vivo o muerto. Recuérdalo, John. Seis minutos, seis, es el tiempo estipulado para hacer dicho recorrido antes que se cierre la compuerta.

—Lo siento. Es que hoy me encuentro un poco cansado.

—Lo entiendo. A propósito… ¿Hace cuánto que no sales de allá abajo? ¿Un mes? ¿Dos meses tal vez?

—Creo que ya son tres meses.

—Por Dios… hablaré con Virginia, de recursos humanos. Tal vez sea hora de plantearnos un relevo, o quizá un turno doble. ¿No te parece, John?

—Por mí no es necesario, Zeus. Simplemente es que entre una cosa y otra se me ha acumulado el trabajo. Y sólo falta un mes para mis vacaciones, ya sabe… Navidad.

—Yo soy el responsable de tu bienestar. Y te veo agotado. Y necesitas un peluquero. Y aire fresco. No hay más que verte. Mañana espero que te presentes en la enfermería para que te hagan un chequeo médico. Quiero que te miren de arriba abajo.

—¿Y quién ocupará mi puesto mientras tanto?

—Eso es cosa mía.

—Pero es que ya hay bastante acumulado…

—No me gusta que cuestiones mis decisiones, John…

 

***

 

Básicamente, Zeus era un hijo de puta. Hay hijos de puta con suerte, y otros que quizá no tienen tanta. Estos últimos son los peores de todos. Zeus era un hijo de puta ambicioso y rencoroso que con sólo veintitrés años ya se procuraba juguetes con qué entretenerse mientras urdía maquiavélicos planes de venganza.

Y ahí estaba ella: Gómez. Ayudante de dirección en el insectario. “¡Y qué cojones sabía ella de insectos xenomorfos para hacerla ayudante de dirección!” —Debió pensar Zeus antes de decidir si ir a darle la enhorabuena o no—. Pues lo mismo que él. Nada. Cero.

Zeus pasó por detrás de un amplio grupo de japoneses, todos equipados con gafas difractarias, que contemplaban con expresión de estúpido asombro amarillo, una de las cúpulas del insectario —“…Y en las Fosas de Txo encontramos numerosas especies de insectos escolopendromorfos, y miriápodos de tamaño gigantesco; como nuestra Scolopendra gigantas txoerii, que puede llegar a medir hasta doce pies de…”—, y los saludó muy sonriente mientras pensaba en cómo les podían dar por el culo a todos. Los japoneses, arremolinados entorno a la barandilla, no hubieron de hacerle ni puñetero caso, pues estaban ensimismados y sin querer perder detalle, de cómo el bicho pinzaba uno de los pollos con sus terribles mandíbulas, y hacía que el cristal se llenara de plumas blancas y salpicaduras de sangre.

—Gómez, vengo a decirte… oye, ¿esto es normal? —dijo Zeus volviéndose a señalar al otro pollo mientras este revoloteaba desesperado de un lado a otro.

—¿Vienes a felicitarme? Gracias, cielo. Es todo un detalle. La verdad es que no esperaba menos de ti. Ah, y no te apures por eso. Estos cabrones son unos sádicos. Pidieron expresamente estar presentes a la hora de la comida de esa cosa. Pagan muy bien, pero hay que tener mucho cuidado con ellos. Hemos pillado algunos “japos” con cámaras de iris…

—Vale. Bueno, pues a lo que iba. Enhorabuena, so zorra. Conseguiste lo que querías. Ahora no podrás decir que no te felicité por tu ascenso. He tenido que vomitar dos veces antes de decidirme a venir, pero… ya está. Lo he hecho. Y ahora, no tengo más que decirte. Me voy, que seguro tendrás mucho que hacer… dale recuerdos al “rabo” de Rafael de mi parte.

—Descuida, cariño. Escucha, a partir de ahora supongo que no nos veremos tanto. Ya sabes… frecuentaré un comedor y unos dormitorios más selectos… Así que adiós, y que te den. Au revoir, capullo.

 

A Gómez le horripilaba aquella sección del zoo. Pero el sueldo que se iba a ganar ahora, compensaba con creces ese detalle. El trabajo era relativamente sencillo: estudiar bien las necesidades de cada bicho, y procurar que todas estuviesen perfectamente atendidas. Estar al tanto de la alimentación, y de que los hábitats quedasen siempre limpios. Comprobar que las atmósferas mantuviesen el nivel adecuado de temperatura y humedad, y que los depósitos de gas renovaran la mezcla en la justa proporción. Y también vigilar que la gravedad artificial estuviese bien ajustada a cada domo. El momento más crítico se daba precisamente cuando había que asear los hábitats. Y a Gómez eso la ponía bastante nerviosa, porque ella se iba a encargar de supervisar el cuándo y el cómo hacerlo. Rafael hubo de tranquilizarla al respecto. Nada había que temer, porque los bichos eran obligados a retirarse hasta su cueva artificial, y allí se cerraba una jaula que luego quedaba aislada bajo el piso. Después de vaciar la atmósfera, entraban los operarios de limpieza con sus escafandras, enchufaban sus aspiradoras de vacío y sus pistolas de esterilizado, y en menos de media hora lo dejaban todo limpio y saneado.

De un tiempo a esta parte, dicho proceso había pasado a hacerse día sí, día no. Era el inconveniente de procurar a los bichos comida viva sin anestesiar, y sin pelar o “afeitar”. Lo dejaban todo perdido. Pero a los japoneses les gustaba así, y como tal lo empezó a organizar Rafael. Todo se volvía mucho más complicado, trabajoso y arriesgado, pero el sobresueldo que se llevaban, a su entender lo merecía. Todos aceptaron implicarse en este juego aún a costa de saltarse no pocas normas. Tanto trasiego acarreaba estrés a los bichos, y por eso se recomendaba espaciar un mínimo de siete días los turnos de limpieza. Y el problema del insectario radicaba precisamente en que era la única sección del zoo en que muchos de sus habitantes no aceptaban más alimento que el compuesto de presas vivas. Era un hecho comprobado por el jefe de veterinarios, que la mayoría de estas criaturas se habían vuelto aún más agresivas.

 

Virginia accedió a acompañar a Juan John hasta su puesto de trabajo. Ella caminaba delante e iba hablándole, en tono de regañina, de normas de aconsejado cumplimiento, costumbres saludables, y confección de partes acordes a la realidad, pues pensaba que John los falseaba a propósito para hacer ver a Zeus que todo estaba bien. Aún no comprendía el motivo, pero venía dispuesta a averiguarlo, y de ahí su predisposición a bajar al “trasero” de la nave. El peor lugar de todos, y al que menos ganas tenía siempre de ir.

John la siguió sin decir nada. Sólo observaba la parte trasera del mono de trabajo, donde debería haber un hermoso culo haciéndole guiños. Sentía molestos mareos cuando el perfume de Virginia penetraba por su nariz en potentes ráfagas, como un torbellino de aromas a madera y menta, pero se congratuló de ello porque así evidenció que su olfato aún no se había atrofiado para los olores hermosos.

La PSOW estaba colapsada. Zeus no había cubierto la ausencia de John, y cientos de receptáculos azules esperaban el turno para su descarga formando una hilera inmensa que se perdía en las entrañas del túnel. La depuradora debía estar a punto de pararse, o reventar. El hedor era insoportable, y Virginia se llevó una mano al rostro en un vano intento de cerrar sus vías respiratorias. John corrió hasta el armario de repuestos y sacó dos mascarillas, ofreciéndole una de ellas a la responsable de recursos humanos, que se ahogaba entre constantes náuseas. John se puso su traje y sus guantes grises en un santiamén, con el fin de ponerlo todo en marcha cuanto antes. No era el responsable directo de aquel caos, pero se sentía como si en verdad lo fuese. Virginia mientras tanto, intentó comunicarse por video-chat con Zeus, para hacer que viniese inmediatamente a darle una explicación y ver juntos la manera en que podían dar una rápida solución a aquel desastre. Pero Zeus estaba muy ocupado en otro asunto.

 

Que la empresa hubiese funcionado hasta ahora como un reloj y que los socios de Living Galaxy ganaran tanto dinero en esos diez años, no era por casualidad. Tenían a su servicio gente muy preparada. Ellos mismos eran grandes expertos en su terreno. Pero sobre todo se debía a que la gente de MB-Mars Biogeochemistry había hecho desde el principio una buena preselección de especies. De hecho, un tercio de los especímenes hubieron de quedarse en Marte, a coste cero, con el compromiso de cesión para estudios científicos.

Nada de hembras. Nada de especies hermafroditas. Nada de tertium genus o sexus diversa en cualquiera de sus manifestaciones. Sólo machos. Era la única manera de evitarse sorpresas inesperadas en el zoo. Y era una verdadera pena, porque como sucedía en la Tierra, el dimorfismo sexual era muy acusado en algunas especies. Realmente existían otros muchos animales fabulosos y llamativos, pero sólo en el caso de las hembras.

La xenobiología era una rama de la ciencia que aún estaba en pañales, y sólo se habían escrito unos pocos renglones de lo que debería ser una enciclopedia cuasi infinita. Y es que eran tantas interpretaciones distintas de la vida fuera de nuestro planeta las que ya se conocían, que a la hora de hablar, no ya de su comprensión, sino de su control y explotación, había que andar siempre con muchísima cautela.

Los estudios de mercado encargados por Living Galaxy determinaban un leve descenso de reservas para visitar ZOONYX, que lejos de ser un hecho puntual, se convertiría en tendencia para el futuro. Ello se debía al simple hecho de aplicar la fórmula por la cual, todo el que hubiese tenido medios económicos para viajar al zoo, lo habría hecho ya en el transcurso de esos diez años. Y no repetiría la experiencia de no ser que encontrase nuevos acicates. Según las estadísticas, sólo uno de cada mil individuos había considerado oportuna otra visita. Teniendo en cuenta que los recursos de Living Galaxy para aportar novedades eran finitos, sólo les quedaba la opción de asumir algunos riesgos. No era ese el único mal al que se enfrentaban. Había muchísimos problemas para conseguir que los animales de Marte se reprodujesen en cautividad, y ya tenían especímenes muy viejos que llegada su muerte sería menester reemplazar. A todo esto se añadía otro quebradero de cabeza no menos importante. Pese a todas las medidas de seguridad empleadas, no habían conseguido evitar que hubiese películas y fotografías filtradas circulando por hipernet, y esto, como supusieron desde el principio, fue un hándicap en contra de sus intereses, porque para ellos era importantísimo el factor misterio-sorpresa.

Grandes nubarrones se alzaban por el horizonte de la empresa. Aún estaban lejos de amenazarlos seriamente, pero ese día al fin habría de llegar. Por ello, la junta de accionistas tomó una decisión clara y unánime: renovarse o morir. Se pondrían en contacto con los laboratorios marcianos. Dejarían que se completara el desarrollo de algunos especímenes hembra, los esterilizarían, y los traerían al zoo. La maquinaria publicitaria de Living Galaxy ya había avanzado rutilantes novedades en la ZOONIX para antes de navidad.

Y las reservas aumentaron de nuevo.

Entre los nuevos bichos estrella habría una hembra de Batoideo oriunda de Manatoei (Ni2 Lupi), destinada al acuario, y cuya característica más notable eran los asombrosos y cambiantes dibujos de su piel, con líneas y manchas anamórficas capaces de producir un increíble efecto óptico destinado a hipnotizar a sus presas. O la monstruosa Oruga de Plicerox, producto de la metamorfosis inversa de una especie de polilla saprófaga encontrada en los densos bosques del planeta homónimo. Todos los departamentos estarían ocupados adaptando nuevos domos para acoger a las treinta especies que esperaban recoger, porque en todos habría impactantes novedades.

 

Gómez fue corriendo a ver a Rafael. Tenía tras de sí a un persistente y escandaloso grupo de cincuenta japoneses que no paraban de llamarla una y otra vez.

—¿Pero qué coño fue de los japoneses educados y comedidos de antaño? —dijo Rafael.

—Algún idiota ha ido a hablar con ellos y les ha contado que anteayer recibimos un nuevo ejemplar. No quieren marcharse sin verlo.

—Joder… ¿pero quién coño habrá sido el gilipollas…? Diles que es imposible. Que aún está en periodo de adaptación. De hecho, todavía estoy estudiando los informes que lo acompañan. Con estas cosas hay que tener mucho, mucho cuidado, Gómez.

—¿Y no podríamos hacer una… digamos, excepción? De todas maneras lo hacemos casi a diario. Yo no me atrevo a salir ahí afuera y decirles que no…

—Propóngales un pase privado. El precio será el doble de lo acostumbrado. El triple si desean verlo comer. Sólo como un revulsivo… El resto de bichos los conocemos bien. Del nuevo, no sabemos casi nada. Ambos esperamos que los japoneses desistan ¿verdad que sí? No obstante, ni una palabra de esto, ¿capisci?

 

Al cabo de una hora de estar trabajando sin descanso, ya tenía desconectados tanto el cerebro como el estómago, y entonces, ya no era el Juan John que acompañó con la imaginación las nalgas de Virginia, sino una puñetera máquina de sacar mierda que no pararía hasta acabar de despejar aquello que tenía por delante. Una hora tras otra, se fueron sucediendo cajas de mierda sin fin, que eran como un diario de los últimos acontecimientos habidos en la nave. John comprobó que el Quadriterio estaba nuevamente descompuesto, y pasaron también las mierdas de turistas cagados-de-miedo del día anterior. El fétido olor a fruta podrida, propio del “nivel 1”, escapó al espacio sideral envuelto en una madeja de mierda cuyos filamentos se fueron desbaratando a medida que volaban hacia ninguna parte. Sucedió a ese olor aún adherido como un cáncer a su pituitaria, la repugnante peste a perros muertos proveniente de la cubierta dos. Y las cajas azules se sucedían como un tren rebosante de mierda que nunca acababa. Por el túnel comenzó a filtrarse la peste salobre de los residuos del acuario, que era mucho más de lo que cualquier mortal podía soportar. John siguió sacando mierda más allá de la conciencia, mucho más allá de los sentidos, y sin saberlo, su cuerpo, su alma, se hicieron solidarios al abismo profundo, donde los cielos son ocres y las estrellas no brillan porque son de chocolate.

Allí no había día ni noche, sólo horas concatenadas a las que se les daba una distribución más o menos racional. Decir que eran las siete de la tarde o las cinco de la madrugada era irrelevante a efectos prácticos. Por ese motivo, John apenas miraba el reloj. Ya no sabía si Virginia se había marchado a buscar a Zeus hacía dos, cuatro, u ocho horas. Lo que sí sabía es que estaba logrando su objetivo por encima de hallarse totalmente exhausto. La cinta transportadora ya se movía de continuo, y aquello se asemejaba a una barra de bar en la que el camarero sirve las últimas copas antes de cerrar la persiana. Pasaban ante sí las cajas del “nivel 4”, y de hecho, no sólo había logrado vaciar la nave estreñida, sino que estaba adelantando trabajo del día siguiente.

John se asomaba a la claraboya de control para observar la Gran Nebulosa Parda que se había estacionado en torno al “ano” de la ZOONIX. Veía aquella extraña alfombra aterciopelada y gris que se había formado alrededor del agujero, hecha de hifas de un hongo ignoto que medraba muy bien a tres grados Kelvin recogiendo su abundante y purulento sustento de las paredes del orificio de expulsión, donde una pequeña corriente de aire, agua, y otras compendias, escapaba cada dos minutos. Pero eso no le preocupaba tanto como la extraña composición de las heces venidas del insectario. Ya había visto plumas y huesecillos cruzar ante su ventana a toda pastilla, pese a que ese tipo de residuos debían eliminarse por otras vías. De hecho, la obligación era desviarlos a la cámara de incineración.

 

“Una burbuja de aire en la sangre, una gota de agua en el cerebro, bastan para que el hombre se desquicie.” Virginia jamás oyó, o leyó, semejante pensamiento atribuido a un lejano y olvidado filósofo ginebrino. Tampoco Gómez, o Rafael. Y mucho menos Zeus.

Los japoneses se marcharon a su hotel muy contentos. Pese al dineral que hubieron de pagar por presenciar el “show”. No pararon de saludar, felicitar a la ayudante de dirección y hablar entre ellos mientras subían en el ascensor. Habían disfrutado de un espectáculo atroz que hubo de colmar todas sus expectativas. El bicho prometía grandes alegrías a aquella sección del zoo si seguían llegando más turistas asiáticos.

 

Si extraños y retorcidos son los caminos que escoge la vida para sobreponerse al solaz y al vacío, no menos lo son a veces para la muerte. Aquella criatura, cual sueño forteano, babosa rosada y peluda de dientes como agujas, tras zamparse una docena de conejos blancos de una sentada, lanzó un eructo y ventoseó bien a gusto dentro de su cúpula. Satisfecha, esperó a la oscuridad para lanzar sus brillos a machos inexistentes, imaginando tal vez que se hallaba en el paraíso de las babosas gigantes. Pero desgraciadamente estaba muy lejos de su casa. Hizo rechinar los dientes entonces, como ellas hacían para atraer compañía en las noches “cygnianas” y salvar distancias de decenas de millas. Rasgó el aire un sonido que atravesó el cristal, salas vacías, pasillos, la plataforma intermedia y las escaleras de arriba. Algo jamás escuchado lejos de su planeta, que espeluznaba tanto como la distancia que lo separaba de aquel. Y los dientes de la babosa centellearon buscando aún más allá de las montañas de Teort y los pantanos de Rijod. Y lo hicieron por primera y última vez, tras haber atizado sus propios pedos sin querer.

A Juan John lo despertó un grito estridente, o tal vez un chirrido no de este mundo, e imposible de identificar. Y se extrañó de esa nueva pesadilla porque él siempre soñaba con cajas azules. Luego sobrevino la explosión. Se quedó quieto sobre su catre escuchando la oscuridad. Virginia lo tenía abrazado y dormía plácidamente mientras recargaba su batería. John no quiso despertarla, pero se sentía inquieto. Y de pronto, comenzó a sonar la alarma de incendios. John apenas podía moverse de cansado que estaba. Le dolía cada hueso, cada músculo, cada pelo de la cabeza. Pero logró levantarse. El video-chat se conectó y aquello terminó con cualquier confusión que hubiese al respecto de discernir sueño de realidad. Zeus le habló para preguntarle si sabía qué coño estaba pasando. Virginia estaba detrás de él tapándose los pechos con una sábana. Sus hombros desnudos brillaban en el monitor. John le respondió lo mismo que veía en el cuadro de mandos:

“Peligro. Atmósfera explosiva.”

Seis minutos. Seis. La diferencia entre estar vivo o muerto. Salió por el túnel de servicio hasta encontrase en el pequeño distribuidor que se dividía en racimos de estrechos pasillos y travesías. Todos débilmente iluminados ahora por las luces de emergencia. Pese a las etiquetas, era muy fácil perderse allá abajo. John zigzagueó una y otra vez y tomó una escalerilla. Vio un resplandor naranja agrandándose por el túnel de la depuradora y devorando metano acumulado a través de los pasadizos. John entonces, pensó por algún motivo que aquello se asemejaba al precipitado comienzo de sus vacaciones. Nunca más volvería a trabajar allá abajo. Oyó el eco de los gritos de Virginia llamando a Zeus, y de Zeus llamando a Virginia. Estaban tan aterrorizados como extraviados. Pero Juan John era un “quitamierdas” con corazón. Regresó sobre sus pasos hasta su cubículo de habitabilidad periférica. Recogió a la única Virginia que le importaba, y reemprendió la huida hacia su salvación.

 

Siete minutos. Ese minuto de más casi le cuesta la vida. M3 se cerró casi apoyando la gruesa compuerta de seguridad sobre su espalda, obligándole a agacharse para entrar. Dentro no había nadie más que ellos dos.

“¿Por qué tardaste tanto…?”

Virginia, lanzó una última pregunta pre-programada antes de acabar desinflada. Pero John no tuvo ganas de contestarla nada.

 

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