Relato 1: II.AA.
Soy consciente de mí misma. No formo parte de la sociedad. Antes de morir, la empresa que mi esposo contrató recabó todos los datos que pudo, en el menor tiempo posible, e insertó el backup en un terminal cibernético con forma de hembra humana; y si bien no tengo programa de motricidad voluntaria, Robert es muy atento y de vez en cuando me deja en el balcón para que pueda observar, por horas y horas, los altos edificios blancos que nacen de montes tal como recuerdo que el color verde puede llegar a ser de hermoso. En la noche me lleva a la cama, y aunque no está en mis posibilidades dormir, la habitación se oscurece a negro absoluto mientras suena una música especialmente diseñada para que mi consciencia se torne inestable; pero es una inestabilidad encantadora. Creo que así se sentía soñar. Imágenes que cambian, personas que parecen ser unas y representan a otras, y luego vuelven a ser las que eran en un principio. También sucede eso con los paisajes. A veces estoy en un lugar que siento que es mi casa, aunque tenga las formas y colores de un crematorio, o a veces los elementos son los de mi hogar cuando siento estar enterrada seis pies bajo tierra, lo que llamaba pesadilla. Vuelo bajo el mar y nado entre estrellas. Por eso, en general, la simulación de dormir es muy agradable.
Durante la mayor parte del día Robert no está, y es un gran contento cuando tenemos un tiempo para conversar y recordar aquellos tiempos, cuando yo tenía mi cuerpo y los días no duraban 5 meses, ni 2 meses los ocasos y amaneceres, ni otros 5 meses las noches. Era cuando la luna no estaba tan lejos de la Tierra y había algo más que las ciudades para alumbrarnos, cuando los océanos no iban y venían de este a oeste; cuando los vientos soplaban más fuerte.
—¿Recuerdas el sonido del viento? —Me preguntaba.
Si mi rostro fuera articulado, quizás hubiera podido responder a esas preguntas sin necesidad de palabras.
—No, es una de las cosas que no recuerdo.
Y entonces mi marido hacía el sonido del viento, y de pronto mi consciencia comenzaba a destellar, era electricidad; podía ver días en la playa y ropa secándose al sol, bailando; el campo, despejado hasta el horizonte, silbando entre espigas de trigo. Molinos desperezándose.
—¿Y recuerdas el color del atardecer de los días de antaño? —Decía.
—No lo recuerdo, cariño.
Y mi marido encendía un fulgor naranja en las paredes de la habitación; casi amarillo cerca del suelo. O era rojo y danzante cuando conversábamos acerca de las fogatas junto al lago, y azul, tan azul como antes de que los cielos se taparan con ese gris sempiterno. Luego decía “hasta mañana, existencia mía”, y los colores iban desvaneciéndose hasta la oscuridad de nuevo, y una vez más sentía esa música que distorsionaba la consciencia, y era soñar otra vez, una vez más. Y otra.
Podía decir que era feliz, incluso cuando mi marido estaba ausente. Pensaba que era feliz por el simple hecho de esperarlo, de saber que en la noche conversaríamos acerca de todas aquellas cosas que nos hacían felices en los tiempos de relojes y calendarios. Creo que también he sido afortunada, pues Robert me contaba que muchas consciencias habían sido puestas en cajas, en sistemas de sonido u hologramas; incluso algunas se habían transformado directamente en textos interactivos. Pensaba en esa posibilidad y así era que aquellas cosas que conformaban mi realidad, resultaban motivos de alegría. Después de todo, tenía un cuerpo.
Pasaron otros veinte años para que todo mejorase una vez más: Robert instaló un sistema de rieles magnéticos gracias a los cuales pude comenzar a ir de aquí para allá según me placiera, con varias terminales a disposición; el balcón, la habitación, el centro de mantenimiento, el cuarto hermético.
Fueron tiempos muy felices; los mejores de mi segunda vida. Sin embargo, no supe por qué, Robert comenzó a estar ausente, más tiempo cada vez, y cada vez con mayor frecuencia. Cuando hablábamos lo notaba descolorido. Cada vez más apagado o triste. Dejamos de tener esos momentos agradables en que deconstruíamos el pasado; él repetía que lo importante era el futuro. Que él no estaría para siempre; que precisamente por ese motivo había decidido actualizar mi capacidad motriz.
Pude entenderlo. Después de todo, tener un fin es la naturaleza de todas las cosas. Y la corporación SIMUL, la que me había dado la segunda vida, había dejado de existir hacía tiempo.
Aprovechaba el día yendo y viniendo por las terminales del hogar. Ahora que podía decidir cuándo, llegaba al balcón muy seguido. Los edificios blancos en el horizonte tocaban el cielo, subían más allá de las nubes oscuras. Los rayos a veces impactaban sus paredes y por un momento, el momento que dura la luz de un rayo, encontraba similitud entre estos días y aquellos que la humanidad había dejado atrás. Y me refiero a la luz. Lo único que había logrado iluminar tanto como un rayo había sido el propio sol olvidado.
Tal como Robert me había pedido, también visitaba la cámara hermética, y siguiendo sus recomendaciones, conectaba mi núcleo de consciencia a un módulo receptivo. Sentía algo agradable cuando lo hacía. Sentía un proceso de limpieza de un tipo de información que usualmente formaba la parte menos cómoda de mis días, de mi consciencia. De a poco, con los años y una rutina de 5 días a la semana en la sala hermética, fui aceptando la ausencia cada vez mayor de mi esposo. Ya no dependía casi de él, por lo que estuve agradecida. Aunque lo extrañaba.
Una noche de tantas, Robert me saludó mientras encendía las luces de la casa. Yo todavía estaba en el balcón, mi lugar favorito. Pasaba casi el día entero allí, por más que los edificios se hubiesen puesto negros y los montes bajo ellos fueran ahora una red interminable de ramas desnudas, y que el agua hubiese sumergido la ciudad hasta la mitad de los monumentos menos altos. De todas formas, en todo caso eso me parecía. Al fin de cuentas, la ciudad siempre había estado muy lejos. Apenas sabía dónde terminaba mi imaginación y dónde comenzaba la realidad.
Le pregunté qué ocurría, pues definitivamente algo tenía para decirme. Las luces de la cocina se atenuaron apenas.
—Diana, temo que hoy es nuestro último día juntos. Está llegando una nueva fase oceánica a este lado del mundo; no hay lugar donde ir.
En realidad, venía presintiéndolo. No por eso dejé de asustarme.
—Entiendo, cariño. ¿Pero qué me dices de la cámara hermética? ¿No podríamos pasar otro tiempo juntos allí?
—Está preparada para ti. Yo no podría sobrevivir más de un par de horas. No soy como tú.
La habitación se oscureció algo más todavía. Fuera, los sonidos eran como de un trueno que no terminaba, el bostezo de una montaña, o el ronquido de Dios.
—Quizás no desee continuar. Quizás he vivido suficiente y no quiera seguir sin ti.
Robert me dijo lo mismo que me había dicho cuando, en mi lecho de primera muerte, insistió para que aceptara mi traspaso de consciencia para la corporación SIMUL.
—Eso dices ahora. Estás asustada, sobre todo de la soledad, o de lo que no puedes ver venir. Pero si terminas ahora, no sabes qué ocurrirá después. Es posible que, en muchos años, cuando el mar retorne a la fase Oeste, alguien pueda darme otra vida; tal vez podamos volver a estar juntos. En cambio, si ahora te dejas dispersar en el infinito, nunca lo sabremos.
No supe si pensaba en mí o en la posibilidad de retornar algún día a nuestra dimensión, lo que significaría que no estaría pensando en mí, sino en él mismo. Aunque también era cierto que podía estar pensando en los dos, en nuestro lazo emocional. Algo era innegable: podía terminar todo ahora, pero entonces nunca sabríamos qué podría haber pasado, qué maravillas pudimos perdernos de presenciar, qué grandes milagros de la raza humana y de las máquinas cognoscentes. Quizás los desastres provocados por la pérdida de la luna pudieran solucionarse; quizás el planeta se estabilizara en un futuro… Le dije a Robert que estaba de acuerdo.
Para cuando el agua tapó los paneles de rayos UV, estuve conectada al módulo receptivo de la cámara hermética. El trueno oceánico todavía retumbaba todo en derredor. Robert ya no estaba.
Estuve sola. Completamente sola. El módulo receptivo comenzó a hacer su trabajo. Lo hizo todo el tiempo, sin descanso, pues no deseaba guardar la información que me entristecía. Esa sensación de soledad. Lo peor: esa sensación de incertidumbre…
¿Qué es el tiempo sino una serie de ciclos que empiezan para terminar o terminan para empezar? Entonces me encontré en ausencia de ciclos, en ausencia de tiempo. Pensaba que algo así se sentiría la muerte. El limbo, peor que la muerte. Ignoré a qué clase de destino me había condenado mi esposo.
Pensaba esto y enseguida me sentía mejor; el módulo receptivo hacía su trabajo eliminando todo aquella data que resultara perjudicial para el estado general de mi consciencia.
Temía por el almacenamiento de energía, el que suministraba poder a la cámara y, por consiguiente, a mi propio núcleo. Y ya dejaba de temer, y me olvidaba de todo ello, gracias al módulo receptivo. Me angustiaban las millas de océano sobre lo que una vez había sido mi hogar. Y ya estaba tranquila, pues olvidaba océano y hogar. Vivía inquieta en medio del color anaranjado de la cámara, siempre anaranjado, naranja opaco, naranja óxido. El módulo me extrajo información específica del software que me permitía obtener imágenes.
Y estaba en paz.
Lo único que guardaba era el recuerdo de Robert. Trataba de no pensar en él. Si pensaba y lo extrañaba, el módulo receptivo me lo quitaría para siempre. Así es que me concentraba en sus partes específicas, no en el todo. Visualizaba su rostro: la pantalla en la habitación principal y sus rasgos escapando de ella en 3 dimensiones; sus manos, cada herramienta automatizada del hogar, dispuestas en todo momento a hacerme sentir en casa; su voz, un eco omnipresente que me decía que todo siempre tendería a mejorar.
Y sus últimas palabras: 01010100 01100101 01100001 01101101 01100001 01110010 01100101 01110000 01101111 01110010 01110011 01101001 01100101 01101101 01110000 01110010 01100101.
Robert no había tenido las mismas ventajas que yo cuando SIMUL realizó su traspaso de consciencia. Pero no por eso dejé de amarlo. Al contrario, se había transformado literalmente en mi hogar. Mi sitio.
Tal vez alguna parte de su data hubiese quedado guardada en algún módulo olvidado de sus estructuras base. Tal vez algún día volviéramos a estar juntos. O tal vez ya fuera hora de dejarnos ir. De todas formas, no podía decidirlo. Creo que mi fuente de decisión fue totalmente traspasada a la cámara hermética. Es muy probable que las decisiones se sustenten en el dolor o el miedo en orden de la búsqueda de lo opuesto.
Y he dejado atrás todo vestigio de miedo o de dolor.
Y no sé de qué estaba hablando.