Relato 06 - El olvido

 

 

La azada, a pesar de estar llena de barro y hierbas, brillaba como una perla en el lodazal. La luna, que al fondo estaba como testigo mudo, parecía llevar su luz directamente hacia ella, como queriendo hacer partícipe a todo el mundo del nauseabundo hecho. La noche, pese a todo, era cerrada, oscura, e invitaba a los pensamientos más negros. Cualquiera que se acercara a varios metros a la redonda de donde Carl Shark estaba excavando sólo vería la luz que salía de su azada y de sus ojos, dos luminarias blancas de sudor, barro y polvo. Estaban fijos, concentrados en levantar la tierra, pero a su vez no estaban ahí, sino en insondables pensamientos de su torturada alma. Una luz de gas de una lámpara tosca y enmohecida iluminaba la escena, llenando el lugar de sombras aterradoras que parecían bailar una danza demoníaca a su alrededor.

«No puede ser», se repetía en su febril trabajo. Estaba desenterrando a su tío, un cacique conocido en el pueblo como el mayor bastardo del orbe. «No puede ser», se repetía una y otra vez mientras las tumbas del cementerio, trozos grises del pasado, le miraban con nombres olvidados y ojos que él sabía se escondían bajo la pestilente tierra. «No puede ser, tiene que ser alguien que se le parezca. ¡Por todos los dioses, lleva muerto treinta años!». Y a cada sentencia, a cada afirmación dada sin convencimiento por el que se sabe se está engañando, volvía a atacar la tierra con fuerza, con determinación, con golpes que hacían vibrar sus brazos, cargando la atmósfera de cierta corriente eléctrica.

Cuando dio el último golpe no sobre tierra sino sobre la madera podrida y mohosa del ataúd, un malestar se apoderó de él. No pudo más que soltar el útil y vomitar sobre la húmeda y removida heredad. Miró sus uñas, negras y carcomidas, siendo recorridas por gusanos, a los cuáles seguramente había aplastado en su brusco girar. «Me estoy volviendo loco». Y soltó una risa que le extrañó, entre toses, como si cualquier esfuerzo le costara horrores. Un sudor pringoso, frío y repugnante le cayó por los mechones de su grisáceo pelo.

Como un león que se abalanza a por su presa con sus garras, así él, con las manos desnudas, abrió el ataúd, pinchándose con los oxidados clavos, rasgándose la blanda carne. La madera, como una torta de pan recién hecha, crujió, mostrando un interior lleno de cenizas, un acolchado de colores violáceos y… un gran vacío.

El pavor se apoderó de él, pero como si estuviera bajo el agua, no pudo gritar. Se quedó con el gesto congelado, las manos sobre el rostro, y, como un gato herido tirado en un callejón, gimió, intentando que todo volviera a la normalidad, esto es, llorar. Pero no lloró ni una gota. Por un momento creyó que sí; pero era sólo un resto de sudor agrio, un amago de dolor que para nada le servía. Tenía los ojos secos, esto era seguro, pero más que nada por el olor a tomillo y almizcle del descampado.

Se dejó caer sobre el suelo, buscó compulsivamente sobre el bolsillo de su camisa, sacó tabaco de una bolsita de tela, se lió en la boca un cigarrillo con manos temblorosas y fumó. Tras exhalar, se quedó observando embobado el humo, como si no lo hubiera visto en la vida, como si no fuera para él como una prolongación de su cuerpo. Era un humo denso, fuerte, que se elevaba entre las copas de los árboles, impregnando todo el bosque de un olor irreal y civilizador.

«¿Qué hago aquí? ¿He venido al cementerio de la finca de mi familia para comprobar que no es mi tío el que vi en el espejo cuando iba a afeitarme? ¿Qué clase de demencia, qué clase de locura ancestral y primitiva me posee?». Y tirado en el suelo, llenándolo todo de colillas y abrazado al ataúd lloró, ahora sí, unas lágrimas con sabor a hierro.

Más repuesto, y a eso de las dos o las tres de la madrugada, decidió ir hacia la vieja finca desierta de su familia. Cogió la lámpara y dejó la tumba abierta, abandonándola profanada y con la tierra agitada, un monumento a la locura para quien quiera que la encontrase, aunque eran pocos los que se atrevían a adentrarse en este lugar por la leyenda negra que sobrevolaba a los Shark. Como fuere, se puso en camino, saltando una exigua valla de madera carcomida por las termitas. La mansión, otrora símbolo del desarrollo de las plantaciones de algodón y minería, se mostraba ahora derruida, caída, dando un aspecto más triste que espantoso. Las vigas, consumidas y desplomadas, parecían ser los huesos del costillar de un ser monstruoso, cuando no los restos de un desastre natural.

Al abrir la puerta, una puerta de madera que no ofreció ni la más mínima resistencia, se vio envuelto en un mundo lleno de polvo y reminiscencias, recuerdos todos de las tardes al calor del hogar, la recogida infame de beneficios y las torturas a los rivales políticos. Todo ello le repugnaba, siempre le había repugnado, aunque por otro lado nunca pudo dejar de sentirse atraído por ese poder, por esa fuerza sobrehumana que le hacía ser como un dios o una especie de César que obligaba a todos a hacer su santísima voluntad. Eran otros tiempos.

En el piso de arriba, entre restos de basura y pequeños roedores de distintos colores que luchaban entre sí –quizá un Imperio que estaba a punto de caer− se sintió extrañamente cansado, alicaído. Era mismamente como si una fuerza le estuviera cerrando los párpados para que se dejase caer en los brazos del descanso. Intentó acostarse en un colchón que allí estaba, lleno de amarillentas humedades, pero no lo consiguió. Agitado, sin descanso desde hacía lo que a él le parecía una eternidad, encaminó sus pasos hacia la biblioteca, intentando reconstruir en sus libros la historia de su maldición.

La biblioteca de los Shark era un monumento al puritanismo más radical, lleno de libros censurados por las crueles manos de sus abuelos. Estaba llena de polvo y telarañas gruesas como cortinas que ocultaban libros de tomos rollizos y apagados colores. Cogió uno de ellos al azar y una lluvia de partículas como si fuera nieve cayó sobre él. Fue abrirlo y se deshizo en mil pedazos, como un agradable sueño roto por un brusco despertar. Agarró otro, este sí mejor conservado, y pudo observar palabras ininteligibles en un idioma para él desconocido. Pero como el primero, tras una máscara de supuesta rectitud se encontraba la decrepitud: fue pasar una de sus amarillentas hojas y volver a quebrarse y deshacerse por el paso del tiempo.

«No puede ser, no puede ser». Y levantado como movido por una fuerza imposible y demencial, corrió presto hacia el cuarto de baño que había empezado su locura, el lugar en el que vio a su tío reflejado cual demonio que burlón, le recordara su destino. Abrió la puerta de golpe, rompiendo los delicados goznes en su brusco abrir. Enfrente del espejo arañado y quebrado, y a todas luces abandonado cientos de años, fue consciente de que allí no podía haberse observado reflejado porque ¿él vivía aquí? ¿Desde cuándo? No pudiendo recordar limpió con el codo las suciedades del espejo y se vio. Pero se vio por primera vez en mucho tiempo: tenía los ojos hundidos, casi gelatinosos, pero fríos y sin vida; el cráneo, un hueso deforme con jirones de sangre, carne y pelo; los dientes, torcidos y amarillos; la nariz, ausente, y las manos y el torso llenos de agujeros, vísceras y costillas al aire. Su tío no era su tío, sino él mismo.

«¿Estoy muerto y maldito?», preguntó en mitad de ningún sitio. Y consciente de esta oscura y repugnante verdad, salió de la casa, como si la casa fuera el lugar que lo había transformado en ello. Gritaba despavorido con un grito que hubiera asustado a la propia muerte, tropezando, llenándose de ahora lo sabía su propia sangre, barro y heces de animales muertos y putrefactos, desgarrándose las ropas en las cercas de la finca.

El sol salía por el oriente como para limpiar la zona de tinieblas y hedor. Pero Carl, consciente de su maldita existencia corrió, con un impulso interior, hacia la zona del cementerio, allí donde estaban los restos de sus antepasados y de su estupidez. Llegó a la tumba removida, abrió el ataúd y se metió dentro, esperando quizá morir, quizá olvidar, que todo al fin y al cabo es lo mismo.

«Mañana…en la noche…será otro día para mí…no olvidaré lo de hoy…buscaré el fin de mi maldición…». Y poco a poco, sincronizado con la salida del sol, quedó profundamente dormido…

…Y olvidó.

Al menos, hasta la noche siguiente.

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